sábado, 24 de febrero de 2024

Un problema de terminología

Deberíamos inventar una nueva categoría para aquellas películas que, declarando su herencia de otro medio, normalmente literario, adquieren su propia personalidad y crecen hasta convertirse en obras culturales independientes y no exentas de valor intrínseco.

Vamos, en párrafo corto, que nos falta una palabra para cuando un director de cine nos vende una peli muy buena que, por más que jure y perjure el susodicho cineasta, tiene tanto que ver con el libro que adapta como los hábitos reproductivos de nuestra dulce abuelita con la voracidad chuminera de la insaciable Riley Reid.

Deutschland!


Ya hemos tratado varias veces en la bitácora acerca del reto objetivo de trasladar una obra literaria a una pantalla de cine o televisión. Son lenguajes distintos, con ritmos y protocolos distintos. Lo que funciona en una novela no tiene por qué poder traducirse directamente a una película. Las convenciones de la gramática cinematográfica se dan a menudo hostias como panes con las convenciones y categorías del cómic.

En el año 2016 despellejamos la delirante ocurrencia de Metro Goldwyn Mayer de convertir El hobbit de Tolkien, un librito que te lees en una tarde, a lo tonto, en una trilogía de largometrajes de tres horacas, lo que obligó a meter un montón de lastre innecesario, inventarse personajes forasteros al canon de la Tierra Media y perpetrar una absurda historia de amor entre un enano y una elfa. En un sentido más general, ese mismo año elaboramos una reflexión sobre lo jodido que es, incluso para un verdadero genio del Séptimo Arte, adaptar a la pantalla material literario, apoyándonos expresamente en ejemplos conocidos de películas que resultaron ser muy superiores al libro en el que estaban basadas sin olvidar citar ejemplos del caso opuesto, o sea cuando la película no alcanza una altura artística mínimamente comparable a la del original.

Y éste suele ser el fenómeno más habitual, lo cual no puede sorprender a nadie. Hacer buenas películas es difícil, y hacerlas a partir de buenos libros es todo un desafío a la altura de pocos. En los ya siete años de vida de Paratroopers (y contando), hemos puesto a prueba la paciencia del lector coleccionando ejemplos de largometrajes que desvirtuaban, pervertían o directamente MASACRABAN los libros (u otros medios artísticos) en los que estaban inspirados: Ghost in the Shell, It, de Stephen King, American Sniper, El resplandor, Alita y nos ha dado pereza seguir buscando.

Cada uno de estos ejemplos es su propio microcosmos de incompetencia, incomprensión del material original, abierta renuncia a hacer nada remotamente parecido a una adaptación fiel, arrogante estupidez creativa o envenenamiento de ideología woke. En la necesariamente breve lista del párrafo anterior, el lector minucioso podrá encontrar diversos niveles de fracaso e infidelidad a la obra adaptada. Obviamente, aunque ambas decisiones conduzcan a un ignominioso fracaso, no es lo mismo cagarla por todo lo alto al intentar currarte una versión descafeinada y no-ofensiva de La brújula dorada que alienar a Geralt de Rivia en su propia serie o PROSTITUIR y TRAVESTIR la obra de J.R.R. Tolkien, pero no vamos a insistir en ese punto.
Mein Herz in Flammen!

Porque el objetivo de la presente entrada de esta bitácora, aparte de publicar GIFs de Riley Reid moviendo su finstro vaginarl o fotos de las tres veces santificada Sara Sampaio Dominatrix mirándonos con ese patricio desprecio de ganadora de la lotería genética (o fotos de Hunter Schafer, poniendo a prueba nuestra heterosexualidad) es analizar un caso realmente extraordinario de adaptación cinematográfica de material literario: aquel que produce una película o serie de televisión tan alejada de la obra que adapta que no puede reivindicar sin sonrojo parentesco alguno con ella, pero que, en el proceso de traducción entre ambos lenguajes, termina entregando una de indiscutible valor artístico que puede defender su propio terreno sin necesidad de invocar herencia alguna del material que presuntamente la ha inspirado.

«Eso es, Sheldon. ¡Pásate al lado oscuro!»

Y esto no es algo que suceda a menudo, porque lograr esta identidad propia, esta coherencia, requiere un maestro del cine, como haría falta un milagro que la dulce Riley Reid decidiese finiquitar su fulgurante carrera profesional en la industria del ordeño de mamíferos de dos piernas y aplicarte a ti en exclusiva su todopoderoso kung-fu venéreo.

Pero cuando sucede, es sorprendente.

Hablemos del caso más reciente.

Cuando me enteré de que David Fincher iba a rodar una adaptación de El asesino para Netflix, me dije a mí mismo:

"Ah shit, here we go again"

Cuando me enteré de que el protagonista iba a ser Michael Fassbender, me dije «es coña, ¿verdad?»

Cuando publicaron el tráiler, no pude reconocer ni el 10% de lo que estaba viendo.

Cuando finalmente pude echarle un ojo a la película confirmé mis temores: la película de Fincher tiene casi tan poco que ver con el cómic de Alexis Nolent (que firma con su nom de plume: Matz) y Luc Jacamon como la pluscuamperfecta Sara Sampaio con el infame Gorlok el destructor.

El asesino/The Killer/Le tueur («El matador» en su original francés), publicada en álbumes por la editorial Casterman entre 1998 y 2014 (y seguida por una secuela, Le Tueur - Affaires d'état, publicada entre 2020 y 2023), desarrolla la historia de un sicario sin nombre (al menos al principio), sin empatía y sin escrúpulos.

El Asesino no cree en la justicia. El Asesino no cree en la bondad ni la integridad humanas y puede citar de memoria incontables ejemplos históricos que confirman sus motivos para el escepticismo. Es un profesional que sólo valora dos cosas: su independencia y el dinero que consigue matando bajo contrato. Se ha construido una casita en Venezuela, cerca de la playa, donde pretende retirarse al principio del cómic, cuando, después de una exitosa carrera como pistolero, está a punto de lograr el objetivo económico (
cinco millones de dólares) que se había fijado como mínimo para mantener una jubilación exitosa.

Pero algo extraño está sucediendo con su más reciente asignación.

Tiene todo lo que necesita para llegar hasta su víctima: fotos, agenda, información financiera; El Asesino lleva nueve días esperando al acecho, con un rifle, frente al edificio en el que vive la amante de su objetivo, que debería haber llegado ya, pero no lo ha hecho. Y El Asesino, que una vez tuvo que esperar tres semanas para pepsificar a una víctima, comienza a desasosegarse. ¿Qué pasa? ¿Han cambiado los planes de su objetivo y nadie le ha informado? En la soledad y el silencio de su posición de tirador, empieza a recordar su juventud. Su frustrada carrera como estudiante de Derecho, de la que sólo sacó en limpio que los únicos derechos que importan son los derechos de los fuertes. Sus primeras experiencias sexuales. Su primer contrato, una paliza (que consiguió a través de una de sus amantes). Su primera muerte. El extraordinario descubrimiento de que se le daba bien asesinar y podía ganar mucho dinero haciéndolo y que eso no le suponía ningún dilema moral. A fin y al cabo, ¿no vivimos todos a expensas de otros? ¿No vestimos a nuestros hijos con prendas de vestir confeccionadas por otros niños en países del Tercer Mundo? ¿No armamos y encumbramos a dictadores sanguinarios? ¿Acaso no está toda la civilización fundada en la violencia y el asesinato?

(«Pero dónde cojones se ha metido el objetivo, hostia, joder. ¡Qué ganas me empiezan a dar de matar a todos los que se pasean ahora mismo por la calle bajo mi ventana! Pero nadie me va a pagar por eso, ¡mierda! ¡Necesito salir a tomar el aire!»)

Pesadillas. Una mirada a través de los prismáticos al apartamento en el que espera ver aparecer a su víctima despierta en él la sospecha de que algo ha cambiado en el escenario, pero no puede decir el qué. El Asesino está cada vez más inquieto. En su sector profesional no se hacen amigos. No hay lugar para formar una familia. Las únicas relaciones con mujeres son rollos de una noche. Sólo el recuerdo de sus víctimas le acompaña en todo momento. Y ya lleva doce días esperando a que llegue su víctima. Y empieza a volverse un poco loco.

Y entonces llega el objetivo. Y le pilla distraído. Y, atropelladamente, El Asesino se cobra su víctima. Pero es un desastre. Mata a un montón de PNJs, aterroriza a todo el barrio con sus disparos y tiene que abandonar el país a toda mecha, llamando la atención de un agente de policía que le sigue hasta el aeropuerto.

Y si he dedicado tanto tiempo a describirte el primer capítulo del cómic, es porque ésa es, básicamente, toda la trama de la película de David Fincher, y la fuga de El Asesino de París el punto en que ambas obras comienzan a distanciarse hasta consumar tamaña divergencia que se puede poder decir que el largometraje no tiene virtualmente ningún punto en común con la obra de Jacamon y Matz.
Estos señores. No, no son hermanos.

Lo cual no le impide ser una buena película. Incluso muy buena.

Aunque Fincher se la vaya inventando sobre la marcha, manteniendo apenas contacto con el material que presuntamente adapta.

En la película de David Fincher, la organización para la que trabaja, descontenta con la soberana cagada del último trabajo del Asesino, envía a unos matarifes a quitarlo de en medio a su casita de Venezuela, pero sólo encuentran a su amante latina, a la que intentan sonsacar dándole una paliza que casi la mata. El Asesino rastrea entonces a los responsables, uno por uno, y los elimina con mayor o menor esfuerzo. También a su antiguo jefe, el que le conseguía los contratos y le ingresaba el dinero de los clientes.

En el cómic es un policía de la Policía Nacional francesa, que vio al Asesino abandonar precipitadamente el lugar del asesinato de su última víctima, el que le sigue hasta Venezuela. También hay una traición del empleador del Asesino, que lo envía a una trampa cuando éste le anuncia su intención de retirarse y exige el dinero que le debe. Y también unos canallas le dan una paliza brutal a su novia latina, pero el argumento del cómic es muchísimo más denso e interesante. No es una simple historia de venganza. El Asesino acaba trabajando para un cártel de narcotraficantes bajo amenazas más o menos veladas. Se cepilla a una agente de la Inteligencia cubana. Entrena a un aprendiz. Acaba aceptando contratos que tienen terribles consecuencias geopolíticas. Tiene un hijo. Se implica en la industria del petróleo...

En Paratroopersdon'tdie somos muy conscientes de que nada de eso cabía en una película de dos horas. David Fincher ha tomado el primer capítulo del cómic, parte del segundo y unos pellizquitos de aquí y allá y, literalmente, se ha inventado un argumento de traición y venganza para su película.

Una película cojonuda. No es perfecta, porque ninguna obra humana lo es. La fotografía es preciosa. La música, una virguería. El argumento, atractivo. Fassbender lo hace realmente bien pese a que su mandíbula cuadrada de superhéroe, visaje de rompechochos y físico atlético lo sitúan en las antípodas del «hombre gris» algo tirillas y de facciones corrientes y molientes que Jacamon y Matz retratan en su historieta.
Gotas de agua.

No hay ni una escena ni, hasta donde alcanza mi memoria, un diálogo en el segundo y tercer actos de The Killer, la película de Fincher, que remitan a Le Tueur, el cómic francés (y si crees que por ser un tebeo francés debería llamarlo bande dessinée, déjame decirte que es evidente que de niño no comías Chiquilín). Es una historia completamente distinta. Fincher capta perfectamente el ritmo lento, reflexivo, del cómic; los tiempos muertos entre contratos, los acechos de los objetivos, la recogida de inteligencia, la planificación. Michael Fassbender retrata extraordinariamente bien el carácter anhedónico y la personalidad metódica y obsesiva del Asesino, capaz de mantener la sangre fría incluso cuando su tapadera en Venezuela aparentemente ha volado por los aires y su compañera de fornicación sin compromiso casi se queda moñeca (aunque, una vez más, la elección del vestuario para su personaje lo aleje del aspecto que los lectores del cómic esperamos ver en el protagonista).

Y lo cierto es que, virtuosismo del director aparte, The Killer se diferencia muy poco de otros títulos del género de sicarios, con el cual, como cabía esperar, comparte no pocos vasos comunicantes: El Chacal (1973) de Fred Zinnemann vilmente profanada por Michael Caton-Jones 24 años más tarde), Friamente... sin motivos personales de 1972 (vilmente profanada por Simon West 39 años más tarde, aunque no se le puede negar que este remake con Jason Statham es entretenido), Licencia para matar, de Clint Eastwood (basada en la novela The Eiger Sanction, de Trevanian, de 1972), Nikita (1990), de Luc Besson, o su remake estadounidense La Asesina, con una Bridget Fonda a la que todos echamos de menos, El asesino de John Woo, Asesino Implacable (1971), de la cual Stephen Kay hizo un remake con Stallone en 2000, Acción ejecutiva (una de las primeras que apuntó a la hipótesis de la conspiración en el asesinato de JFK, antes de JFK: Caso abierto de Oliver Stone), Crying Freeman (no el anime de 1988 sino la de Christophe Gans de 1995, que como adaptación del manga homónimo es horrenda, pero como peli de acción no está mal del todo), A quemarropa  (1967) y su más o menos inconfesable remake con Mel Gibson, Payback, Hitman, de 2007 o la menos interesante Hitman: Agente 47, y no decimos «menos interesante» porque en ésta no salga Olga Kurilenko enseñando sus bufas como pitones de miura (que tardarás en volver a ver, porque ya hace tiempo que declaró que estaba hasta su renegrido chumino ucraniano de que sólo la contratasen como objeto sexual).
¿Por qué se le habrá metido eso en la cabecita?

Lo que me tronza un poco los huevos es que David Fincher haya declarado que ha perseguido esta película durante veinte años. ¿Por qué y para qué, si en el proceso de convertir Le Tueur en una película se ha tomado tantas libertades que ha acabado currándose su propia historia de asesinos bajo contrato? La película es entretenida, aunque no por ello menos predecible, bien rodada, bien fotografiada, bien dirigida (la repetitiva voz en off toca un poco los huevos por momentos, pero ¿de qué otra manera se podría haber trasladado al espectador el diálogo interno del personaje, presente también en el cómic?) y, insistimos, se parece casi tanto a Le Tueur como mi ojete con hemorroides a un poema de Whitman.

David Fincher va mucho, pero muchísimo más lejos de lo estrictamente necesario para traducir el cómic original a una película. Y se saca un largo bien facturado, entretenido, que suscita un rosario inacabable de preguntas.

¿Por qué se hizo con los derechos del cómic, si de todas formas iba a currarse su propio argumento? Es como gastarte una morterada de pasta en fichar a Mbappé y hacerle chupar banquillo.

¿Qué entiende exactamente David Fincher por «adaptación» o «basado en»? Y ésta es importante, porque estamos hablando del mismo director que prácticamente fusiló plano por plano Los hombres que no amaban a las mujeres con actores angloparlantesRooney Mara, te amamos! ¡Y a tus pómulos, más! ¡Daniel Craig, es una putada lo que le hicieron a tu 007!) para que el semianalfabeto público estadounidense no tuviese que ir a los cines de versión original y leer subtítulos.
¡Essagggggs pómuluuuuuuursgssssh!

¿Qué han pensado los autores del cómic al ver esta mellada interpretación cinematográfica de su trabajo?

¿Por qué David Fincher, antaño uno de los niños bonitos de la industria, autor de películas extraordinariamente lucrativas (Seven, 33 millones de presupuesto, 100 millones de recaudación nacional, 327 en todo el mundo; La habitación del pánico, casi 200 millones en taquilla sobre algo menos de 50 de presupuesto; La red social, casi 225 millones en taquillas de todo el mundo sobre 40 millones de presupuesto; Desaparecida, un pelín menos de 370 millones en entradas sobre 61 millones de presupuesto) o cintas que en su momento se comieron un meco pero a las que el tiempo ha convertido en clásicos (The Game, poco más de 100 millones de recaudación global sobre unos estimados 50 de presupuesto; El club de la lucha, unos 100 millones sobre 60 de presupuesto); por qué Fincher, decimos, ha tenido que llevarse su película a Netflix (para quienes ya había hecho Mank, de la que ya hablamos en la bitácora)? ¿Ninguna de las grandes productoras quiso financiarle el proyecto porque en el guion no había suficientes superhéroes? ¿No había feminismo interseccional, ideología queer, banderas de Hamás ni REPPPPPPRESENTEISHON? ¿Los grandes estudios siguen expulsando el talento y favoreciendo a los creativos, jump, perdón, que me ha venido una arcada, imbéciles, quería decir, contratados por cuota de victimización? ¿O a alguien en el medio aún le escocía el tremendo HOSTIÓN de Zodiac  (menos de 85 millones de recaudación global sobre unos 65 millones de presupuesto), una película que merece más crédito del que recibió?

En fin, yo qué sé. Probablemente sea mejor no averiguar nunca la pregunta.

Quédate con esto, amado lector: aunque se aleja a distancias astronómicas del cómic que adapta, The Killer, de David Fincher, es una buena película que te mantendrá pegado a la pantalla.

Sin provocarte náuseas.

Que es más de lo que podemos decir del 99% de las series y películas de la última década, que no son más que

muy a menudo, hasta sin el «cool».

sábado, 10 de febrero de 2024

♪ Tigres, tigres, leones, leones, eran todos unos marineros ♫

Si eres de nuestra generación, oh ínclito lector que todavía huele a leche materna y no a la corrupción del kalimotxo y el porno alemán con animales de granja, muy probablemente te habrá escandalizado la rima que temías y si no lo eres, y pillas nuestras aparentes intenciones, te habrá cabreado que hayamos osado llegar tan lejos y ofendido tu tierna sensibilidad de mediahostia.

Pero, en ese caso, ¿por qué coño sigues leyendo? ¿Es que te gusta sufrir? Porque aquí le llamamos al pan, pan y al vino, vino, ¿eh?

Bueno, venga, nosotros seguimos. Tú acompáñanos si quieres. Bajo tu responsabilidad. Cuantos más seamos, más reiremos.


Leonard Berstein conoció a Felicia Montealegre en 1946. La química entre ambos fue instantánea. Se gustaron a rabiar y empezaron, casi como si lo hubiesen planeado, un noviazgo que terminaría en un matrimonio y una familia de tres hijos.

Maestro, la segunda película como director de Bradley Cooper después del enésimo remake de Ha nacido una estrella (la primera que vimos los de la bitácora fue la de Kris Kristofferson y Bárbara Streisand), cuenta esta la historia de amor entre el, quizá, primer Gran Director de orquesta americano y su esposa de toda la vida. Una historia de amor que, con sus altibajos y episodios de crisis, se extendió a lo largo de veinticinco años y a la que sólo el cáncer y la muerte de Felicia pudo poner fin.

Y esta historia de amor es especialmente extraordinaria si tenemos en cuenta que Bernstein era maricón perdido y la película lo deja clarinete desde la primera escena.

En Maestro, la británica Carey Mulligan interpreta a Felicia y el propio Cooper se dirige a sí mismo como Bernstein. Maestro es un biopic típico, con todo lo que ello conlleva, que ya sabemos, y si tú no lo sabías ya era hora de que te enteraras, que no hay nada más falso en una película que el rótulo «basado en hechos reales» (y si no, mírate de nuevo Fargo, de los Cohen). No conozco lo suficiente la biografía de Bernstein para decirte, amado lector, hasta dónde han llegado los responsables de esta película para privilegiar el espectáculo, o someterse a la tiranía de la gramática cinematográfica, en menoscabo de la verdad histórica. Pero no importa porque la presente entrada no va de esto.
(Sí sé, por ejemplo, que cuando Felicia fue diagnosticada de cáncer, Bernstein llevaba tiempo viviendo en el norte de California con su amigo y colaborador Tom Cothran; detalle que la película obvia completamente, si bien no olvida establecer que en varios momentos de su vida el matrimonio Bernstein llevaron existencias separadas, así que tomémoslo como licencia poética o síntesis narrativa).

Inexactitudes u omisiones aparte, Maestro es una pequeña maravilla. Algunas transiciones entre escenas son dignas de estudio en una escuela de cine, del sabor a buen oficio y Hollywood clásico que desprenden (dulce sorpresa viniendo de un director con sólo otra película en su currículum y más conocido por su trabajo como actor en El francotirador, La gran estafa americana, la cuasi blasfema El equipo A, la serie de Resacón en Las Vegas y otros títulos). Maestro tiene buen ritmo. Maestro tiene, no podía ser de otra manera, buena música, Maestro tiene buenos diálogos, buenos actores y personajes y temas profundamente humanos.

Las contradicciones de Bernstein como ser humano, y la manera en la que esas contradicciones afectaron a su esposa y a su familia, son el centro de la acción de Maestro. Y es doble el mérito de Cooper al haber logrado un retrato del afamado compositor y director de orquesta que huye de los manierismos, rechaza la extravagancia y es extraordinariamente respetuoso hasta el extremo de ser casi blanco (lo que aparentemente ha cabreado al crítico de The New Yorker), vamos, libre de carnaza (no verás a Bradley Cooper dándole como a una puerta que no cierra a alguno de los maromos a los que encalomaba Bernstein). El Leonard Bernstein homosexual incurable, y sin embargo enamorado de su mujer, al que Bradley Cooper da vida, es un hombre lleno de defectos e inseguridades a pesar de su extraordinario talento, de la admiración del público y del rosario de éxitos que jalonaron su carrera, y eso nos lo hace particularmente cercano y entrañable. Casi lo de menos en esta película es que a Bernstein le gustase más un culo peludo que a un tonto un lápiz. Maestro no pretende ser un panfleto sobre lo mucho que mola ser gay. Maestro no está dirigido expresa y exclusivamente a un público queer. Maestro no hace bandera de la orientación sexual de su protagonista. Maestro es, pura y simplemente, una historia de amor, accidentada e imperfecta como todas, y, por apelar a una experiencia humana con la que todos podemos identificarnos, y por estar tan bien escrita, dirigida e interpretada, desde Paratroopersdon'tdie no dudamos en calificarla de fabulosa.

Lamentablemente, no hay manera de dar una cifra medianamente informada de las audiencias de Maestro. Porque ésta es una película Netflix, y ya sabemos que las plataformas de VoD se auditan a sí mismas y dan los números que les salen de los güitos, acuñadas con las métricas que les salen del orificio mingital, y se ofenden si no te las crees. En Boxofficemojo dan la cifra de trescientos ochenta mil dólares de recaudación para Maestro por su estreno limitado en cines. No trescientos ochenta millones. TRES-CIENTOS-OCHENTA-MIL. Seis misérrimas cifras que no auguran nada bueno para la carrera de Cooper como director (después de haber recaudado casi cuatrocientos cuarenta millones, sobre 36 de presupuesto, con Ha nacido una estrella), pero basta con señalar que, con sus 80 millones de presupuesto, de haberse estrenado exclusivamente en cines, Maestro se habría comido una 
COLOSAL hostia en taquilla. Como aquella de la que te libró Diosito cuando te fuiste a hacer trekking por Revientaputas de Arriba.
«Yeeeepa. ¡Casi te pillo!»

Resulta muy difícil entender por qué una película bien hecha, y con una historia tan interesante, se atiza un moco. Tal vez llegó en el momento menos oportuno. Tal vez al espectador promedio se la bufa la biografía de Leonard Bernstein, y decimos esto desde nuestra condición de espectadores promedio a quienes el visionado de Maestro no ha despertado la más mínima curiosidad acerca del músico estadounidense. Tal vez deberíamos callarnos ya porque, como te hemos recordado en el párrafo anterior, no hay puñetera manera de cuantificar los beneficios que Maestro le ha granjeadoo granjeará en el futuro inmediato a Netflix, porque los muy ratas no enseñan los libros de cuentas, y es muy aventurado declararla un fracaso con la poca información de la que disponemos.

Como no podía ser de otra manera en el campo de batalla cultural en el que sufrimos, de una década a esta parte, el estreno de Maestro ha sacado lo peor de algunas personas a las que normalmente nadie hace caso y ahora tampoco deberían hacérselo. A muchos les ha cabreado que Bradley Cooper, un cristiano de Filadelfia descendiente de británicos (o puede que incluso neerlandeses) haya interpretado a un músico judío-ruso de Massachussets. Son los mismos que, en flagrante confesión de ignorancia acerca de la naturaleza misma de la profesión de actor, han expresado su preferencia de que un actor judío hubiese desempeñado el papel de Bernstein. Con esos mimbres, para Conan el bárbaro, John Millius debería haberse buscado un auténtico huérfano cimerio en búsqueda de venganza y Richard Donner haber rechazado a Christopher Reeve y fichar al último hijo de Kryptón para su Supermán.

Quizá tocando el mismo palo, al crítico de televisión de The Hollywood Reporter le ha parecido INTOLERABLE que, para meterse en la piel de su personaje, Bradley Cooper haya usado una prótesis nasal. Ya sabes, al crítico de THR le ha parecido intolereibol lo del postizo por lo del tropo antisemita del judío narizotas. Me pregunto si este señor ha visto jamás una foto del verdadero Leonard Bernstein y su PEASO NAPIÓN. Me lo pregunto, pero me da igual. Aquí ya nos hemos rendido con los gilipollas y los hijos de Bernstein ya han dicho que dónde coño está el problema y que a ver si va a ser cierto es que les habían contado de que el mundo se está llenando de subnormales.
Izquierda: Bernstein y su napión. Derecha: Cooper y su prótesis.

Además, hoy no vamos a hablar de Maestro.

El caballero Ballister Boldhead iba a ser el primer plebeyo armado caballero. Ahora es un fugitivo, acusado del asesinato de la reina Valerin y perseguido por sus propios compañeros. Una misteriosa chica llamada Nimona (piercings, corte de pelo Miss kale borroka) le busca y se pone a su servicio. Ballister no consigue convencer a Nimona que él no es el supervillano por el que ella le ha tomado y que no tiene ningún interés en subvertir el orden público y vandalizar la ciudad, que lo que pretende es demostrar su inocencia y encontrar al verdadero asesino. Eso no desengaña a la vivaz Nimona, que se mantiene fiel a Ballister («jefe», le llama) y le saca de apuros empleando sus poderes para transformarse en virtualmente cualquier criatura.
A mí el cómic es que no me ha gustado. Lo siento.

Esta película, inspirada en el webcómic (ya editado en papel) de Nate Diana Stevenson, debería haber sido una muesca más en el historial de Blue Sky Studios, una de las grandes compañías de animación americanas y pionera, con Pixar, de los largometrajes de animación hechos por ordenador. Y si no tienes ni idea de qué cojones te estoy hablando, oh, lector, déjame que te espolvoree con algunos títulos producidos por esta compañía: Ice Age, Robots, Rio. ¿Ves como en el fondo sí los conocías?

Si Nimona no llegó a los cines bajo el sello de Blue Sky es por un motivo muy sencillo: en 2021 Blue Sky dejó de existir. Adquirida en 1997 por 20th Century Fox, fue entregada a Disney como subsidiaria de la división de estudios de Fox y, a pesar de las promesas de la macrocorporación del rodeor nazi de mantener la actividad de Blue Sky, el estudio fue liquidado  el 9 de febrero de 2021 tras casi 35 años de vida y todos los proyectos en desarrollo abruptamente cancelados. La compañía se despidió de sus fieles seguidores con un cortometraje en el que Scrat, la ardilla-Marty Feldman de Ice Age, finalmente se comía la puta bellota.

Nimona, cuya fecha de estreno estaba prevista para enero de 2022, entró en el paquete de títulos descartados por Disney (paradójicamente, ay que me da la risa, por su contenido queer casi inevitable desde el momento en que l@ autor@ del cómic en que se basa se haya proclamado no-binario). Personas cercanas a la producción declararon que, para entonces, la película estaba completada en sus tres cuartas partes. Pero Disney había tomado la decisión de condenarla a desaparecer como si nunca hubiese existido.
Nimona expresando su opinión sobre Disney.

Casi milagrosamente, Annapurna Pictures y Netflix recuperaron el proyecto, pusieron la pasta para acabarlo y lo han estrenado.

Y, claro, aunque han contratado a nuestra amada Chloë Grace Moretz para poner voz a Nimona, sir Ballister está caracterizado como un hombre indio y tiene la voz de Riz Ahmed (Rogue One, El encuentro) porque Netflix y es mariquita y mantiene un romance con Ambrosius Goldenloin (que es rubio pero tiene ojos epicánticos porque le ha dado voz Eugene Lee Yang, conocido actor y activista pro-abecedario) porque ya hemos dicho que le autore del cómic dice que no sabe si mea de pie o sentade, algo que a nosotros... eh... ¿como decirlo con diplomacia?

Nos come los huevos. Como todo el contenido LGTBfílico de la adaptación cinematográfica de su cómic.

Porque Nimona es hermosa. Es apasionante. Es divertida. Es una considerada e inteligente fábula sobre la otredad, el doloroso aislamiento que padece aquel al que han etiquetado de diferente. Es un alegato a favor de la dignidad, del amor, de la compasión, la verdad, la generosidad y el sacrificio.

Nimona me ha arrancado una lágrima.

Bueno, vale. Fueron dos.
Nimona saboreando la victoria cosechada sobre mi negro corazoncito.

Cagado de toda la mierda falsa, torpe y forzosamente inclusive, feministe, marique, progresiste y marxiste con la que las grandes compañías cinematográficas y televisivas se me llevan diarreando encima al menos una década; harto de la basura parida por los cerebros infartados de los guionistas sin talento contratados por cuota de diversidad, incluso siendo muy consciente de que todo el componente gay-friendly de Nimona es, desde un punto de vista argumental, absolutamente prescindible, no he podido dejar de disfrutar como un marrano con la película de Annapurna y Netflix, emocionarme donde se esperaba de mí que me emocionase, conmoverme donde tocaba, reírme con los chistes, detestar a los villanos de la peli, electrizarme durante las escenas de acción. Y aunque ya estoy medio amojamado y hace tiempo que empecé a ver las vías del travelling, no tuve absolutamente ningún problema en hacerme el tonto, dejarme llevar por la trama, fingir que no sabía lo que iba a pasar a continuación, hacer como que olvidaba todo lo que sé de cine y de narrativa y gozar con Nimona de una maravillosa experiencia cinematográfica que, de haber sabido lo que me esperaba, habría buscado deliberadamente en la pantalla más grande a la que hubiese podido echar mano.

Nimona es la mejor película de animación que he visto en mucho tiempo. La mejor escrita. La más entretenida. La más divertida. Está al nivel de las exquisiteces que jamás hayan salido de la mejor época de Pixar Studios, antes de que Disney la sodomizase y prostituyese. Nimona exuda kilotones de valores cinematográficos y, de regalo, dignifica valores humanos no menos valiosos: juzguemos a la gente por sus actos, no por su aspecto o su biología. No claudiquemos ante los prejuicios, el dogma y el fanatismo. No consintamos la mentira en nuestras vidas ni depositemos nuestras esperanzas en líderes corruptos. No sigamos la corriente, como borregos, sobre todo cuando sólo nos puede conducir a la injusticia. No subestimemos la naturaleza corrosiva de la soledad y el rechazo y el poder casi infinito del perdón y la empatía.

Nimona nos recuerda que lo que nos hace humanos es la convivencia con otros humanos. Como bestias gregarias que somos, condenados al ostracismo por nuestra tribu sólo nos queda enloquecer o revertir al id, a las pulsiones reptiles reprimidas por siete millones de años de evolución y cinco mil años de civilización. Nimona está terriblemente sola. Ella no busca un supervillano al que servir, sino un amigo al que amar, que esté tan solo como ella, que como ella haya sido rechazado y descartado por la sociedad; un compañero con el cual poder ser humana y que pueda ser humano en su compañía.

(Bueno, vale, han sido más de tres lágrimas).
«¡Bueno, vale, ya está bien! ¡Lloré como una madre! ¡Dejadme en paz!»

Y, cuando Nick Bruno y Troy Quane, directores de Nimona, tratan estas verdades universales con la inteligencia, sensibilidad y respeto que derrocha esta película, pueden llegar a nuestros corazones porque todos, en algún momento, nos hemos sentido solos, todos hemos sufrido desengaños, a todos nos han rechazado, en mayor o menor medida, o nos rechazará, cuando menos nos lo esperemos, la última persona que podríamos sospechar. Todos podemos identificarnos con sir Ballister y con Nimona. Y en ese contexto, lo que menos importa es que sir Ballister sea oscurito de piel y pierda más aceite que la moto de un hippie o que Nimona tenga esa estética de lesbiana depresiva y graduada en Estudios de Género. Nimona apela a nuestros corazoncitos, y nosotros respondemos aunque no seamos paquistaníes gay ni metamorfas de sienes rapadas. Porque lo que es bueno es bueno y punto.

Cuando los temas son universales, los personajes son atractivos y humanos y la historia es apasionante, un poco de mensaje LGTB apenas se nota y tampoco molesta. Estás demasiado concentrado disfrutando de la película y sufriendo por los protagonistas.

Y he puesto estos dos ejemplos (Maestro y Nimona) para bajarle de una puñetera vez los calzoncillos a toda esa patulea de ideólogos queer que pretenden justificar la mediocridad, estulticia y tedio de esos panfletos y mítines postmarxistas que nos pretenden colar por productos culturales argumentando, es un decir, que semejante meada de novelas, cómics, series y películas capadas, sosas, intolerantes, falaces, descerebradas y, lo que es infinitas veces peor, patológicamente ABURRIDAS se justifica en la necesidad de ofrecer a las audiencias «olvidadas» obras con las cuales poder sentirse representadas.

En el Libro Rojo del activismo woke, los negros no pueden disfrutar del cine si no salen protagonistas negros. Coja usted esa plantilla, sustituya «negros» por su minoría oprimida preferida, y tendrá una explicación de por qué últimamente no puede encender el televisor sin tomarse primero un Motilium. Porque cuando eres más inútil que un cenicero de moto y más vago que los pelos del culo (que ven llegar la mierda y no se apartan), todo lo convertirás en una dialéctica de oprimidos y opresores, religión postomoderna de mediahostias sin criterio que fue lo único que realmente te enseñaron en esa universidad de lilas a la que fuiste.

Tienes mi permiso, amado lector, para no sentirte culpable por no haber tenido jamás el menor problema en identificarte con personajes ficticios que no tenían ni tu mismo sexo, ni tu misma raza, ni tu misma orientación sexual. No, no te pasa nada malo. No, no eres un enfermo porque nunca te haya importado a qué minoría pertenecen tus héroes. No, no deberías sentirte culpable por haber disfrutado de la trilogía de Blade de Wesley Snipes (ni siquiera de la horrorosa tercera película, por mucho que saliese en ella Jessica Biel), como tampoco eres un racista ni un neocolonialista si te pone romántico Briana Smith.
¡Aparta tus sucios ojos heteropatriarcales de ella!

Como tampoco a nosotros nunca nos ha importado una mierda que Hunter Schafer sea... uh... eh... una «chica con sorpresa». La amamos desde que la vimos interpretando a Jules Vaughn y la seguimos amando incondicionalmente desde entonces.
Una hermosa bestia cinematográfica.

Porque, además de una criatura bellísima, Hunter es un pedazo de actriz de la que resulta fácil olvidar que Euphoria fuese su primer bolo, y fíjate que la hemos llamado «actriz», no «actor», a pesar de ser muy consciente de que toma Lupron a capazos para que no le crezca la barba. Y la llamamos así porque nos da la gana, porque nos da igual y porque, sea mujer o no (no lo es), al menos parécelo, no nos supone ningún esfuerzo aludir a ella
en femenino y, de cualquier manera, es su BRUTAL talento dramático lo que nos llamó la atención en primer lugar.
¡Rápido! ¡Repite conmigo: «Nació con pilila. Nació con pilila. Nació con pilila»!

La inclusión bien ejercida no tiene nada de malo. Muy al contrario, cuando está motivada por el genuino deseo de exhibir talento y dar voz a quien normalmente sólo se ofrecen oídos sordos, y no por cínicas e ineptas intenciones panfletarias, es maravillosamente enriquecedora.

Es el «trágala» metido a pisotones, como único valor «artístico», en productos firmados por activistas analfabetos y comisarios políticos bipolares lo que nos produce náuseas y lo que se está cargando la cultura occidental, con la cobarde complicidad de una prensa timorata y eunuca.
¡Que nació con pil...! Bah, como que ya te da igual, ¿verdad?

Ahí queda eso. Nos vemos la próxima bat-semana, a la misma bat-hora, en el mismo bat-canal.