domingo, 26 de agosto de 2018

«Pater dimitte illis, non enim sciunt, quid faciunt»

Malditos seais todos.

Os lo advertí.

Acabo de ver The Man From Earth: Holocene, la secuela de The Man From Earth; la mejor película de ciencia-ficción de los últimos once años.

No sé si ni siquiera merece que le dedique mi tiempo y un espacio en Paratroopers, pero, por el respeto y cariño que tengo a su predecesora, voy a hacer el esfuerzo.
Abreviando: tal y como me temía ya en 2016, The Man From Earth: Holocene es una mierda.

Pero una mierda así de grande.

Con esta secuela han cometido todos, absolutamente TODOS los errores que podían cometer, y que yo me había temido que cometerían.

Para empezar, ni siquiera estoy seguro de que pueda considerársela una secuela. El tono y el estilo son tan diferentes que es casi una película independiente de su predecesora. Desaparece el intimismo de ese grupo de amigos reunido junto al fuego. Desaparece la sensación de obra de teatro filmada, los planos largos, los silencios, la voz de John Oldman como hilo de Ariadna que nos guía a lo largo de su historia, que es la de todos nosotros.

Y eso que la idea de partida no podía ser más jugosa, a priori: John Oldman, el Cro-Magnon inmortal que ha llegado hasta nuestros días con tesoros de sabiduría y catorce mil años de historia sobre sus espaldas, ha comenzado a envejecer (golpe de genio que permitía explicar por qué David Lee Smith ya no luce tan lozano como hace una década). Por primera vez en toda su existencia, desde que fue consciente de su especial condición, John Oldman conoce la decadencia de la edad y afronta la certeza de la muerte.

Está asustado, no te jode. Y confuso. No comprende qué ha cambiado para que, de pronto, comience a ver deteriorada su juventud, amenazada su salud a prueba de bomba y debilitado su cuerpo.
John Oldman, el inmortal, descubre, de repente, el miedo a la muerte.

Esto, señoras y señores plagiadores de Crepúsculo y fatuos autores de Sombras de Grey de Aliexpress, es lo que de toda la vida será una buena idea para una buena historia.

Lamentablemente, The Man From Earth: Holocene se queda simplemente en eso: en una buena idea; y, al ver la torpeza con la que fue desarrollada, empiezo a pensar que ni siquiera en una particularmente buena.

Dicebamus hesterna die... Perdón. Que me patina el frenillo. Decíamos ayer que la fuente de casi todas las virtudes de The Man From Earth era su humildad. Tan humilde es The Man From Earth que el grueso de su distribución no fue ni en cines ni en alquiler de DVD, sino a través de las redes P2P, algo por lo que el productor no tuvo empacho en mostrarse agradecido. Las negritas son mías:
"Our independent movie had next to no advertising budget and very little going for it until somebody ripped one of the DVD screeners and put the movie online for all to download. After that happened, people were watching it and started posting mostly all positive reviews on IMDb, Amazon and other places. Most of the feedback from everyone who has downloaded “The Man From Earth” has been overwhelmingly positive. People like our movie and are talking about it, all thanks to piracy on the net!
Limitados a un presupuesto de doscientos mil dólares, que no es ni la partida destinada a cocaína de cualquier serie B de Hollywood, director y productor convirtieron su flaqueza en fortaleza y filmaron un lagometraje de guerrilla: nada de estrellas; actores secundiarios competentes, y vía; prácticamente cero localizaciones exteriores, cero escenarios monumentales, cero inversión en decorados; el salón de una casa y vas que chutas. ¿Efectos especiales, dices? ¡Jajajajá!
Con cuatro duros y un puñado de secundarios honestos, Richard Schenkman no tuvo más remedio que centrar su atención en la historia y los personajes. Y entonces The Man From Earth se convirtió en la pequeña maravilla que es, por razones que no voy a repetir, aunque solo sea por no citarme a mí mismo. Si no te acuerdas, pincha en el enlace que abre esta entrada de Paratroopersdon'tdie (¡Segundo párrafo! ¡Atontao!) y lee, lee.

Y llora.

Yo ya lo he hecho.

No me explico, no soy capaz de comprender, por más que me esfuerce, cómo ese tesoro de The Man From Earth ha podido abortar una secuela tan tramposa, falsa, innecesaria y decepcionante. Donde The Man From Earth nos daba trascendencia, The Man From Earth: Holocene nos da rutina; donde The Man From Earth nos absorbía con su profundidad, The Man From Earth: Holocene nos aburre con su superficialidad; donde The Man From Earth nos sorprendía y conmovía, The Man From Earth: Holocene peca de previsible, protocolaria y fría.

Todo lo que había de hermoso, abrumador, universal y sobre todo humano, en The Man From Earth, ha desaparecido de su secuela.
Richard Schenkman, que repite como director, ha cogido su humilde y a la vez gigantesca obra maestra y la convertido en...

en...

Dios.

Por favor, no me hagáis decirlo.

La piedra angular de The Man From Earth eran sus personajes, sus diálogos y el drama que se ofrecía a nuestros ojos. Siete personajes en una habitación enfrentados a la voz implacable de la historia por un testigo vivo de la misma. Sacudidos sus prejuicios, dinamitadas sus creencias, asesinada su incredulidad, siete mortales escuchan el testimonio del inmortal y se asoman, por primera y única vez en sus vidas, a un retazo de la eternidad.

¿Cuál es la fuerza dramática de los cuatro estudiantes del profesor Young, encarnación de John Oldman al principio de esta infame secuela, que intuyen, y acaban descubriendo, el secreto de su inmortalidad?
Ninguna. Ni siquiera me tomé la molestia de aprenderme sus putos nombres. Si no fuesen unos estereotipos con ojos (el negro, el rubio, la asiática, la putilla), no creo que los hubiese distinguido a los unos de los otros.
¿Cuál es el propósito del bueno de John Oldman en The Man From Earth: Holocene y hasta dónde llegan sus investigaciones acerca de por qué su eterna juventud se ha revelado no tan eterna?

Pues... tiene David Lee Smith más o menos el mismo carisma de siempre, pero es que tampoco le dan muchas oportunidades de brillar. Como profesor de religiones antiguas, se esfuerza por enseñar a sus alumnos la historia de las creencias de la humanidad desde una perspectiva histórica e intenta que aprovechen las lecciones de la antigüedad para convertirse en mejores personas y construir una sociedad más justa y feliz... algo que a la mayoría de ellos se la trufa, porque en realidad son unos cretinos sin civilizar, lo único que les importa es licenciarse cuanto antes para irse a trabajar para Apple o Google y, por si eso no fuera suficiente, no van a revisar sus ideas preconcebidas por razonables que sean los argumentos del profesor Young.

Y en cuanto al misterio sobre su repentina senectud... es que guionista y director ni siquiera le dedican a ello más de dos minutos de diálogo, al final de la película. Y la respuesta es...

es...

Olvídalo. Me da hasta vergüenza haberlo mencionado.

¿Cuál es el conflicto de The Man From Earth: Holocene?

Pues... los esfuerzos de John Young/John Oldman por sobrevivir a los ceporros de sus estudiantes, que, si ya tenían problemas para digerir las sencillas lecciones que intenta impartirles en clase, una vez descubren su secreto se niegan a dejarle marchar hasta que consienta en doblegarse al papel de gurú que le han atribuido y les revele el secreto de la vida... pero más le vale que ese secreto no amenace sus creencias, porque si no, a lo mejor tienen que atarlo a una silla y matarlo y eso. Por impío y cabezota.

Han cogido a John Oldman, lo han hecho secuestrar por cuatro descerebrados y lo han dejado a solas con el más tronado de todos ellos. Un puto talibán de sacristía obsesionado con que le den la razón y armado con un cuchillo.
¡Con un cuchillo!
La épica historia de la humanidad, nuestra crónica como especie sobre esta frágil arenita azul en medio del frío y hostil universo, reducida a un thriller de sábado por la tarde en antena 3. Uno de los peores.

Eso es lo que han hecho con The Man From Earth.
Que Dios se apiade de ellos.

Porque yo no lo haré.

¡Harlan Ellison, vuelve y hazles sentir tu cólera!

Y hasta aquí llega lo que merece de mi tiempo y esfuerzo este lancinante desengaño de secuela.
Te echamos de menos, John.

sábado, 18 de agosto de 2018

Marz Zuckerberg puede comerme la polla y tú también

Es más bien tirando a poco probable que vayas a tener este problema, pero quizá, en algún momento, te de por buscarme en las redes sociales. Ya sabes: Twitter, Facebook, Instagram; esa mierda.

Te vas a llevar una desilusión.

Haz la prueba. Te espero aquí.

¿Ya estás de vuelta?

Pues bien, si has estado chateando con un tal Herbert K. Sommer, le has dado un «me gusta» a un post en su muro de Facebook o has retuiteado alguna de sus polladas, que sepas que no era conmigo con quien estabas interactuando.

Ni lo será nunca.

Desde hace unos años no paro de encontrarme consejos para promocionar mi obra en la Era Internet. Y casi todos esos consejos pasan por promocionarme a mí mismo en alguno de los corrales de comadres en los que se ha convertido la Guol Guai Güeb.

A grandes rasgos, tengo una recomendación para todos ellos:

Que os empollen el culo. Sin vaselina y sin avisar.

No. No quiero saber cómo una cuenta en Facebook o Twitter va a mejorar nuestra interacción autor-lector.

Porque no es eso lo que se supone que sucede cuando tú lees lo que yo escribo, por ejemplo esto.

Sí, es una relación unidireccional. Yo me encierro a escribir como un cabrón, intento hacerlo lo mejor posible y después tú lees, o no, lo que he escrito, y te gusta, o no, y se lo recomiendas, o no, a tus amigos.

Y, lo creas o no, a eso se reduce todo.


No hay 3D.

No hay sonido.

No hay enlaces a YouTube.

No hay colorines, ni GIFs animados, ni la posibilidad de escribir comentarios.

Un libro no es una página de Blogger (como ésta).

Un libro es un libro.

Y eso debería bastarte.

Porque a eso se reduce todo.


Yo escribo, tú lees. Yo lo hago lo mejor que puedo y tú me concedes el beneficio de la duda, por lo menos hasta que te termines el primer párrafo. Después, no me hago responsable. Si no te he hecho atractivo el primer párrafo, el fallo es mío, no tuyo, y te absuelvo de cualquier malentendido al respecto.

O te crees mis mentiras, o no te las crees, pero no te las vas a creer más, o NO DEBERÍAS, porque vengan envueltas en hipertexto, con blogroll, vídeo incrustado, enlace a una cuenta de Twitter y un botón de «Me gusta».


No, no quiero conocer tu opinión acerca de cómo debería haber desarrollado éste o aquel personaje, ni de cómo debería haber cerrado un determinado capítulo o argumento; porque tu opinión desinformada e iletrada probablemente sea una mierda y, además, me la suda.

Los consejos para publicitarse en la Millenial Golden Age son de traca.

En serio.

«Créate una página web».

Bueno, eso es lo primero.
«Pide a tus lectores que suban vídeos o fotografías sobre cómo imaginan los escenarios y personajes de tu novela».
(Y así, encima, te ahorras el tener que escribir párrafos descriptivos).
«Haz tus posts más atractivos con imágenes y vídeos».
(Y así, encima, te ahorras el bla, bla, bla).
«No olvides incluir un espacio para comentarios, de manera que tus lectores puedan hacerte observaciones acerca de tus obras o sugerirte autores o lecturas que te puedan interesar. El diálogo con tus seguidores es lo más importante».
(En la sociedad conectada, el diálogo con tus lectores, al parecer, está por encima del diálogo con tu propia obra).
«Haz preguntas a tus lectores, pequeños cuestionarios sobre sus libros favoritos... de manera que puedas conocer mejor sus intereses y perfeccionar tus escritos conforme a sus preferencias y elaborar una estrategia de contenidos, tanto para tu página web personal como para tus futuras obras».
(Que sean otras personas, no tú, las que decidan de qué y cómo debes escribir. Remitirse a mi opinión expresada más arriba).
«Publica anuncios orientados en Facebook y Twitter. Eso aumentará tu visibilidad».
¡Puto pajarraco!
(Los anuncios orientados en Facebook y Twitter son de pago. Eso es. ¿Quieres que te lean? Pasa por caja. ¡Si Harlan Ellison leyera esto!).
«Crea listas de Twitter diferenciadas para editoriales, editores y revistas, ¡y no olvides repasarlas un par de veces al día y compartir los contenidos que puedan ser más interesantes para tus lectores».
(Y cuando hayas terminado de gestionar tus feeds del día, quizá te sobren cinco o siete minutos para escribir).
«Organiza concursos para tus lectores. Por ejemplo, ofréceles un ejemplar firmado o que sus nombres aparezcan en la página de agradecimientos, ¡o incluso bautizar con ellos a alguno de los personajes!, si reservan una copia de la primera edición de tu próxima novela».
(Sí, señor, ¿para qué molestarse en buscar el nombre apropiado para cada uno de tus personajes cuandos tienes a dos mil millones de analfabetos funcionales deseando hacerte saber sus preferencias al respecto?)
«Graba un booktrailer y súbelo a YouTube. ¡Y no olvides habilitar los comentarios!».
(Y si no sabes ni coger una cámara, contrata a alguien, que será un dinero bien invertido y, además, los aspirantes a Steven Spielberg también tienen derecho a comer).
«Analiza tu blog y mide las visitas, el flujo de tráfico desde tus redes sociales. Google Analytics te será de una gran ayuda a este respecto».
(Y si no sabes cómo hacerlo ni tienes tiempo para ello, contrata a alguien, que los bla, bla, bla; anda, sigue tú).
«Cómele la polla a otros escritores para que recomienden tu libro en sus redes sociales».
(No lo dicen literalmente así, pero ésa es la idea).
«Y si ves que todo esto de la redes sociales te supera, ajo, agua y resina. Tienes que trabajarte este aspecto de tu labor como escritor tanto o más que tu obra en sí».
 ¿Notas una línea común en todos esos consejos?

Ajá: todo se reduce a lo mismo.

Si quieres que los millenials lean tu puto libro, y favor que te hacen, muerto de hambre,

aléjate lo más posible de los libros,

(y me importa un huevo que te consideres un escritor)
cambia tu ecosistema de eremita encerrado en su estudio ante la página en blanco por el infinito mundo de la Intenné,
(y me importa un huevo...)
 gasta dinero,
(cuanto más mejor)
hazlo multimierda o transmierda,
(cuanto más mejor)
pasa más tiempo leyendo tweets que escribiendo,
(aunque se suponga que eres escritor, no community manager)
publica más tweets y posts y haz más vídeos para YouTube que libros o relatos,
(y me importa un huevo...)
asegúrate de que tus novelas estén lo bastante subnormalizadas para que hasta un pastillero disléxico pueda entenderlas,
(lo cual no solo no dice nada bueno de ti, sino que deja muy claro la opinión que tienes de tus lectores)
Gronf, gronf. Ungf.
y, lo más importante,

QUE

PAREZCA

UNA

PUTA

PÁGINA

WEB.


¿Y si, pura y simplemente, merecemos extinguirnos?
«O yo me estoy volviendo loco o aquí se está multiplicando el número de subnormales».
(Fernando Fernán Gómez)
Querido millenial, malas noticias:

No tengo ninguna intención de convertir mis relatos en un programa de televisión.

Porque entonces estaría haciendo televisión, o al menos intentándolo.



No tengo ningún interés en hacer que mis novelas se parezcan a un largometraje.

Porque entonces haría cine, no novelas.

Y si quisiera hacer que mi libro pareciese una app para tu móvil o una página web, haría apps y páginas web. No libros.



Si esto es lo necesario para que me leas, prefiero que no lo hagas. Mala bestia.
 
¿Por qué cojones debería darte todo eso que me pides, a ver? ¿Por qué debería sustraer tiempo de mis horas de escritura para desnudarte mi intimidad, desgranarte mi menú del día o mis problemas de salud? 


¿Me estás diciendo que eres incapaz de concentrarte en la lectura de mis textos si no tienen colorines, enlaces a YouTube, gifs animados y la posibilidad de escribir comentarios? ¿Que no me vas a leer hasta que sepas la marca de cereales que tomo en el desayuno, la talla de mis condones, el color de mi vello púbico o si después de mear me sacudo el carallo en sentido horario o antihorario?


Ya que lo mencionas:

CÓMEME

EL

NABO.

E incluso el pepino.
Indudablemente las redes sociales son una excelente herramienta para promocionar a un escritor.

Lo cual no me impide preguntarme por qué cojones debería  promocionarme yo y no mi obra. Soy escritor, no youtuber. No me propongo convertirme en influencer. Nunca he querido ser influencer. Es más, creo que deberíamos esterilizar a todas las personas que se pegan a sí mismos la medalla de influencer.


No tengo nada que decirte en Facebook que no lleve dos años intentando decirte a través de esta bitácora que, de todos modos, no lees. No tengo nada que decir en defensa de mis cuentos y mis libros que ellos no puedan decir por sí mismos; y, si no son capaces de defenderse solitos, entonces está muy claro: son una puta mierda y nada de lo que yo diga a su favor en Feisbuk, Tuiter o Badoo va a cambiar eso.
¿Por qué cojones debería estar más pendiente del Twitter de Ediciones Pudreputa que de ese capítulo de mi (pen)último libro que se me está resistiendo?
(Además, Twitter lo carga el diablo. Pregúntale a James Gunn si no).
Y sí, creo que a través de esos consejos puedo aumentar mi visibilidad.

Y también creo que no solo está extraordinariamente sobrevalorada la visibilidad que se obtiene a través de las redes sociales, si que además está mal orientada, porque visibilizan al autor, y no a su obra. Convierten al escritor en un producto más de consumo.



ME


NIEGO

A

SER

UN

PRODUCTO.
¡Hostia ya!
ME

NIEGO

A QUE

CUALQUIER

MIERDOSO

SE CREA

CON DERECHO

A CONVERTIR MI VIDA

EN UNA EMISIÓN DE GRAN HERMANO.

Y si no eres capaz de entenderlo, no quiero que me leas. Quiero poder enorgullecerme de mis lectores, no sufrir ramalazos genocidas cuando piense en ellos.

Por no mencionar que, para un escritor, abrir una cuenta en Twitter es el equivalente a darle a un ongarután un revólver cargado y un bote de anfetas. Algunos lo han aprendido por las malas. Otros, han tardado algo más en darse cuenta, pero se dieron cuenta. Entregarle a alguien, obsesionado con enhebrar palabras como si fuesen cuentas de rosario, una cañería de alta presión a través de la cual dar rienda suelta a su verborragia es la receta para el desastre. Un día te tomas un pacharán con ginebra de más, o te levantas con el cojón torcido, o se te calienta la boca, te lanzas al teclado y te arruinas la vida.

Abrir una cuenta en una red social es darle un altavoz a los gilipollas y valor de autoridad a sus opiniones sobre asuntos que solo te conciernen a ti.

Me niego a colaborar con esa infamia.

Dejando aparte el hecho de que algunas personas muy inteligentes, y sin embargo con cuenta en Facebook o Twitter, no pueden evitar entrar al trapo cuando les salta a la garganta algún gilipollas. Y es un problema. Siempre es un problema discutir con un gilipollas, porque al cabo de diez minutos puede que te des cuenta de que la otra persona está haciendo exactamente lo mismo.
Hace poco más de dos años que abrí este cajón de sastre en el que hemos hablado de libros, sí, de recursos creativos, de cine, de drogas, de cómics, de coito anal... un poco de todo.

Al principio estaba un pelín obsesionado con la bitácora. Miraba cada dos por tres las estadísticas. Me mesaba los cabellos (es mentira, no tengo) si una entrada recibía menos visitas que la anterior. Me desesperaba que nadie dejase un comentario. Vaticinaba el fin del mundo si no lograba nuevas visitas.

Efectivamente, amado lector:


hacía

el

GILIPOLLAS.

La última vez que lo comprobé había tres personas agregadas a la lista de correos de Paratroopersdon'tdie.

¿Sabes cuántas hay ahora?

Si lo sabes, no me lo digas. Porque me la trae al fresco.

Ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que alguien dejó un comentario.

Le estoy muy agradecido a esa persona y la invito a seguir haciéndome llegar sus impresiones, pero no he vuelto a quedarme chafado porque nadie había comentado una entrada concreta.


Dejé de preocuparme por mi visibilidad y seguí escribiendo.

Porque, por increíble que pueda parecértelo, no empecé esta bitácora por ti, querido lector, ni por la infame visibilidad.

La empecé por mí. Para tener un lugar donde sacarme las zapatillas, hurgarme la nariz, aflojarme el cinturón y tirarme todos los pedos viscosos que quisiera.

Porque escribir razonablemente bien, lo creas o no, ES DIFÍCIL DE COJONES, y llega un punto en el que tienes pesadillas con los adverbios, te atormentan los gerundios, te revuelve el estómago el subjuntivo y te producen sudores fríos las subordinadas encadenadas.

Y enfrentarte a todos esos problemas forma parte de una jornada normal de trabajo cuando estás no digo ya escribiendo, sino puliendo un texto ya escrito.

Pero no aquí.

Aunque intento no cometer errores ortográficos y de concordancia demasiado obvios, y he llegado a editar una misma entrada unas veinte veces, para corregir cositas que se me habían pasado por alto en las primeras revisiones antes de publicar (SIEMPRE hay al menos un error que no detectas hasta haber publicado), Paratroopers es, básicamente, mi spa cerebral.

Aquí uso todos los adverbios acabados en -mente que salen de las pelotas.

Desbarro sobre casi cualquier tema remotamente emparentado con la escritura sin preocuparme demasiado de ofrecer argumentos coherentes.

Uso argot.

Mezclo gallego y castellano.

Escribo palabrotas.

Me invento neologismos.

Hago chistes políticamente muy incorrectos.

Me permito cultivar la fantasía de machista, irreverente, amargado (ésta es fácil) y grosero.

Canto alabanzas a la seráfica carne de Sara Sampaio, lo cual probablemente me convierte en un machista redomado, un violador en potencia y un maltratador de mujeres.
Si no es la perfección, entonces la perfección no existe.
Y luego puedo volver a escribir en serio sobre las cosas que en realidad me obsesionan, y no sobre mamonadas.

Porque eso, en realidad, es lo que me supone un desafío productivo y espiritual, no tanto este albañal de memeces en el que, con muy buen sentido común, casi nadie se mete.
¿Sabes lo que hace Facebook con todos tus datos?

Los vende.

¿Sabes lo que hace Facebook con todos los datos de las personas que leen tu página de Facebook?

Los vende. Y no te pide permiso antes de hacerlo.

¿Sabes lo que hace Mark Zuckerberg con toda la información que accedes a darle, gratis, cuando creas una cuenta en Facebook?

Negocio. Un negocio millonario del cual estás exento. Un Gran Hermano global que te usa como su materia prima pero no comparte contigo ni un céntimo de sus obscenos beneficios.

Tú estás haciendo rico a Mark Zuckerberg. Tú y otros dos mil millones de gilipollas.

¿Por qué coño quieres que me una al club? ¿Para sentirte menos gilipollas?

Cada vez que alguien me sugiere que intente incrementar mi visibilidad como escritor abriendo una cuenta en alguna red social, siento un picorcillo en los dedos que...
¿Sabes por qué ya no tengo teléfono móvil? Puede que algún día te cuente esta historia (aunque no se me ocurre cómo justificar el escribir sobre ello en una página web presuntamente centrada en la literatura y los libros, aunque a veces no lo parezca), pero una de las razones es que los señores de Garrafone comerciaban con mis datos. Sí. Mis datos. Mi nombre, mi dirección, mi correo electrónico, mi propio número de Garrafone, en el cual, pese a que no lo tenía nadie salvo mi familia y mis amigos, y que no figuraba en ningún contrato de ninguna empresa ajena a Garrafone ni en ningún formulario, empecé a recibir llamadas de comerciales de Vomistar insistiendo en que mi vida sería mucho más bonita si me pasase a Vomistar: volvería a crecerme el pelo, se me pondría pirola de caballo bravo, cuerpo de kuros y rostro de efebo, la dulce Sara Eslaprueba vivientedelaexistenciadeDios Sampaio caería rendida de amor a mis pies, obtendría una fuerza colosal, poder sobre el rayo y el trueno y me darían un martillo mágico con el que podría volar.
¡Por Vomistaaaaaaaaaaaar!
Me lo pintaban todo tan bonito que no creo que hubiesen anticipado mi respuesta:
«Perdone que la interrumpa, señorita, pero ¿sería tan amable de decirme, en nombre del virgo incorrupto de María Santísima, DE DÓNDE COJONES HA SACADO USTED MI NÚMERO, si le pilla de camino y no tiene inconveniente?»
Vomistar le había comprado o canjeado mis datos a Garrafone. Y es algo que las grandes compañías de telecomunicaciones hacen todo el tiempo. ¡Al carajo la LOPD 15/1999 (que ni siquiera me atrevo a enlazar aquí porque poner un enlace al BOE en el que la publicaron está muy cerca de ser una infracción prevista en la propia 15/1999)!

Ya me jode bastante que Google le venda mi historial de búsquedas a otras compañías para que me inflen a publicidad.

Imagínate despertarme en mitad del sueño azarado por la terrible sospecha de haber pagado siquiera medio milímetro de la eslora del nuevo yate de Mark Zuckerberg o medio kilate del cockring de oro y diamantes de Jack Dorsey, colaborado en la elección de Trump (y no es que la alternativa fuese mucho mejor, créeme).

Puede que a estas alturas aún te preguntes acerca de la razón por la cual no tengo cuenta en ninguna red social.

Y la razón, básicamente, es que me la sudan como los escrotos de veinte albañiles polacos digiriendo jalapeños en una sauna tu familia, tus aficiones, tus amigos, tus sueños, qué cojones has desayunado hoy, si sueles cagar duro o blando o dónde te has comprado ese trikini de Stella McCartney. Porque si dedicara un solo segundo a interesarme por tus soplapolleces, sería un segundo que le estaría robando a mi propia vida, a mis verdaderos amigos y a mis libros; y deberías empezar a preguntarte por qué coño se supone que deberían importarte a ti mis mierdas, por qué hostia le concedes ni un minuto de tu tiempo a un completo desconocido que jamás ha oído hablar de ti y al que se la crujen a cuatro manos tus problemas; y no por maldad, sino porque, para serte muy sincero, ya tiene bastante con sus propias mierdas.

Creo que eso deja respondida tu pregunta.


Gilipollas.

viernes, 3 de agosto de 2018

«Yo me voy por mi izquierda, yo me voy por mi izquierda, yo me voy por mi izquierdaaaaa...»

Estimado editor; dos puntos.

Me temo que uno de los dos está en un terrible malentendido.

Te daré una pista:

Eres tú.

Imagínate mi sorpresa cuando me encontré en el correo electrónico un mensaje tuyo mostrándote moderamente entusiasmado con el libro que te había enviado y expresando tu deseo de leer más novelas mías.

Mi sorpresa, y en esto me darás la razón, estimado editor, estaba más que justificada: no tenía ni puñetera idea de quién coño eras ni a qué libro aludía tu correo. Llevo algún tiempo sin hacer buzoneo por las editoriales (una vez agotada mi breve producción actual en todas las del orbe) y ni tu nombre ni la razón social de la tuya evocaban eco alguno en mi memoria. No te extrañará que llegase a considerar la posibilidad de un error por tu parte; o bien habías equivocado el destinatario de tu mensaje, o bien reenviado a varios contactos un correo privado.

Intrigado, me puse a hacer arqueología en mi cliente de correo y, tras llenarme hasta las pestañas de polvo de momia, chinches peludas y telarañas caducadas, fui capaz de resolver el misterio. Y no me hizo falta un destornillador sónico ni nada.
Déjame que te anticipe mi respuesta:

vete a la mierda.
Indeed I am.
Ahora que sé quién eres, cuándo me puse en contacto contigo y qué libro, de los varios que me atribuyo, te gustó tanto, esto es lo primero que pretendo dejar muy claro:

vete a la mierda.
(Y diles que vas de mi parte. He enviado a tantos allí que te harán descuento).
¿Sabes ese libro que te gustó tanto (aunque no te parezca oportuno publicarlo pero sí haya despertado tu curiosidad hacia mis otras obras)?, pues estuve a punto de no mandártelo. Y estuve a punto de no mandártelo porque la primera vez que indagué sobre ti y tu puñetera editorial pinché en todos los enlaces de tu página web y fui incapaz de averiguar, porque escogiste deliberadamente ser muy ambiguo en este punto, si la admisión de originales seguía abierta o, como todas las demás editoriales del universo, la habías cerrado sine die a la espera de que alguien te ofrezca las próximas Sombras de Grey.
«¡Más best-sellers potorreros escritos con el orto! ¡Más!»
(Algo que, ya te cuento, no va a pasar).
Tampoco me produjo ninguna satisfacción descubrir que, aparte de la dirección de correo electrónico, no ofrecías ninguna otra forma de contacto a tus posibles escritores. No había una dirección postal, ni una página de Facebook, ni un teléfono en el cual yo pudiese resolver mis dudas y descubrir si merecía la pena o no el esfuerzo de hacer un clic de ratón y enviarte una muestra de mis novelas. Desde el principio, me negaste toda posibilidad de hablar con un ser humano que me informase si tenía siquiera sentido intentar enviarte una de mis novelas o si el mero atrevimiento me iba a hacer quedar como un papanatas, un desinformado y un inoportuno.

Tampoco ofreces, en tu única ventana al mundo, información alguna acerca de los plazos que consideras razonables para responder a una oferta de publicación. Ni te comprometes a proporcionar respuesta alguna, dicho sea de paso, aunque tampoco la descartas abiertamente. Ni das unas mínimas indicaciones acerca de cómo prefieres que se te hagan llegar esos libros rechazados que prometes leer; solo sinopsis, sinopsis y primer capítulo, obra completa, en formato .DOC, .PDF, .XDOC, .BDSM...

Esto debería haber sido suficiente para desanimarme.

Pero como la ilusión es lo último que se pierde, justo antes de perder la vida, como a los escritores nos tira una editorial más que un par de esponjosas teturcias bien plantadas y como en tu página web pintas unos coloridos mundos de Yupi en los cuales todos los autores con oficio, y a ser posible algo de talento, rechazados por las editoriales corrompidas por esos grandes grupos editoriales que solo buscan el multimillonario beneficio inmediato, tendrán la oportunidad de ser al menos leídos, creí que merecía la pena el esfuerzo si con ello dejaba más o menos dilucidada la duda de mi pertenencia o no a ese exclusivo club. 
«Publicar, publicar, publicar».
Así que, incapaz de obtener más información, porque de forma muy ladina escogisteis negármela, decidí jugármela (con vosotros, estimado editor, a veces vale más pedir perdón que pedir permiso) y te envié una carta de presentación, un bochornosamente breve currículo literario, una sinopsis de una de mis novelas y la novela en sí.

Y me olvidé de ti.

No, no es que haya sufrido un infarto cerebral ni tenga ningún problema de memoria.

Es que, mi muy estimado editor, intenté ponerme en contacto contigo en diciembre del año pasado.

Diciembre

del

año

pasado.

Hace ocho meses que me puse en contacto contigo para ver si podíamos trabajar juntos.

En todo ese tiempo, y hasta ayer por la mañana, no supe ni media mierda de ti, estimado editor. No supe si recibiste mi libro. No supe si tenías tiempo o intención de leerlo. No supe si te gustó. No supe si lo incluiste en tus planes editoriales. No supe absolutamente nada.

En ocho meses no encontraste un momento para acusar recibo de mi novela. En ocho meses no te pareció necesario comunicarme que el libro estaba a la espera de lectura ni pedirme un poquito de paciencia. En ocho meses me tuviste en una nebulosa de incertidumbre y me permitiste creer que mi correo no había llegado, que había sido descartado o que mi libro te parecía tan penoso que tuviste que lavarte los ojos con salfumán después del primer párrafo. Y no, Salfumán no es el mago chungo del Señor de los anillos.
Ni éste uno de tus ojos.
En ocho meses, permitiste que me olvidase de ti.

En ocho meses, me dejaste muy claro que me consideras basura y me dispensaste el trato que reservas a los pedófilos, los contertulios del corazón y los atorrantes.

¿Y ahora quieres leer otro de mis libros, por si te gusta más que el primero y decides publicarlo?

Vete a la MIERDA.

No sé si hay un plazo máximo innegociable para contestar un mensaje, pero ocho meses está mucho, muchísimo más allá del mío.

Vete a la mierda.

Si has tardado ocho meses en sacarte el puño del recto, limpiarle las heces y teclear tu respuesta a un correo en el cual, básicamente, te preguntaba si (como sugería casi falazmente un artículo en prensa publicado pocas semanas antes de ponerme en contacto con vosotros) seguís aceptando originales y podía enviaros el mío, no imagino cuánto tiempo te llevaría contestar a una reclamación sobre unas galeradas o la liquidación de mis derechos de autor.
Vete a la mierda.

No sé qué chiringuito de los cojones es ése que diriges, mi estimado editor, pero si no puedes permitirte el lujo de mantener una línea de teléfono (aunque siempre estuviese descolgado o fuera de cobertura) o el sueldo de una persona que resuelva las dudas de tus posibles autores; si has tardado ocho meses bisiestos en leer un puto manuscrito (yo no necesito pasar de la primera página para saber si merece la pena el esfuerzo), porque no tienes suficientes lectores editoriales (o porque no tienes ninguno, ya que no te alcanza para sueldos, y te curras los originales tú solito); no es un bisnes que me ofrezca demasiada confianza y creo que prefiero mantenerme alejado de él por más que te hayan sorbido el cipote en un par de periódicos de difusión nacional.

Vete a la mierda.

Me ha quedado muy claro el absoluto desprecio que sientes hacia mí como persona y como escritor y la repugnancia que te inspira el mero hecho de mostrarme incluso una cortesía protocolaria que a nada te comprometía e incluso redundaría en beneficio de tu imagen pública. Imagínate lo diferente que podría haber sido esta entrada de Paratroopersdon'tdie (que no cunda el pánico; esto no lo lee nadie), mi estimado editor, si hubieses configurado una respuesta automática en tu servidor de correo, algo que hasta un retrasado mental podría haber hecho, donde agradecieses mi interés por tu empresa (aunque te la sude ese interés), prometieses leer el libro recibido (aunque no tuvieses la más mínima intención de hacerlo) y dieses un plazo razonable, digamos tres meses, para ofrecer una respuesta a mi solicitud.

Imagínate qué diferente tono tendría este texto que ahora estoy escribiendo.
«¡Que me publican! (o casi) ¡Que me publican! (o casi)».
Vete a la mierda.

No, mi estimado editor, no voy a enviarte ningún otro libro mío.

No, mi estimado editor, no vamos a publicar nada juntos; por todo lo expuesto más arriba y porque te has ganado a pulso que te llame a la cara impresentable, aficionado, grosero y gilipollas. Y yo puedo manejar a los impresentables, apiadarme de los aficionados y esquivar a los groseros, pero no pierdo el tiempo con gilipollas.
Vete a la mierda.

No, mi estimado editor, no vas a volver a ver otro libro mío, salvo que (espacio para risas del público) algún día lo compres en una librería o alguien te lo regale. Y espero que ese libro te guste todavía más que el primero, y te digas a ti mismo, «¿seré gilipollas?» (lo eres) «¿Por qué no até bien atado a este ternasco cuando tuve oportunidad?» (precisamente porque eres un maleducado gilipollas).

Vete a la mierda.

Mi estimado editor, si no sabes tratar no digo ya a los escritores, que lo creas o no tenemos nuestra dignidad y nuestro corazoncito, sino simplemente a las personas, quizá, y mira que me duele decírtelo, no deberías tener una editorial.

Pero mira, puede que saques algo en limpio de esta experiencia: en contra de la impresión que puedas haberte llevado cuando les servías la coca en bandejitas de plata a los capitalistas con chistera y puro de Planeta, Penguin-Random House y Spectra, los escritores son seres humanos y merecen que se les trate con un mínimo de respeto.

Ah, y por si no te ha quedado claro, estimado editor:

VETE A LA MIERDA.

Atentamente, bla, bla, bla y toda esas polladas.