domingo, 13 de diciembre de 2020

«Si no hubiese sido tan rico, tal vez habría sido un gran hombre»

Hay una diferencia fundamental entre los buenos y los malos escritores. Los malos sólo escriben. Los buenos, además, reescriben y corrigen.


Mank es la nueva película de David Fincher, estrenada directamente en Netflix, que la cosa esa de los cines, con la pandemia, está muy pero que muy malita (y el plan de las grandes productoras es que vaya todavía a peor, al menos para los cines), y antes tampoco iba como la seda, no sé a quién pretendo engañar, que como no tuviese superhéroes o a Tom Cruise, más bien nones. Que menuda generación de babosos culturales estamos creando con esta infantilización del arte y bla bla bla...

¿Por dónde iba?

Ah, sí, por Mank, de David Fincher. Por no desmenuzar su argumento párrafo a párrafo, el largometraje desarrolla una versión dramatizada de la escritura del guion de Ciudadano Kane por el legendario Herman J. Mankiewicz (y de las claves biográficas que explicarían algunas de las decisiones creativas tomadas por Mankiewicz), interpretado por el siempre eficaz, y en este caso algo menos camaleónico de costumbre, Gary Oldman. A lo largo de sus dos horas de metraje, Mank se convierte en una ventana al Hollywood de los Años Dorados, donde Mankievicz se codeaba con bestias ya famosas (o infames) en los libros de historia del cine como Louis B. Mayer, Charles Lederer, David O. Selznick, Ben Hecht, Charles MacArthur o Josef von Sternberg. El Hollywood de los hermanos Marx, de Marion Davies, del joven Orson Welles y, obviamente, del propio Mankiewicz.

Que vaya por delante que el argumento de Mank es, básicamente, el mismo que el de RKO 281, película de hace más de veinte años en la que John Malkovitch hacía de Mankiewicz y Liev Schreiber, sacándole partido a su vozarrón gutural y rompechochos, de Orson Welles.

Mank toma partido en la vieja polémica de la autoría del guion de Ciudadano Kane (Welles y Mankiewicz recibieron a dos carrillos el Óscar al Mejor Guion Original, pero siempre hubo mala sangre entre sus respectivos biógrafos acerca de quién era el auténtico autor del texto y quién, pese a estar acreditado en condiciones de igualdad con el auténtico guionista, sólo hizo algunas correcciones relativamente menores) y se decanta por Mankiewicz. Para Jack Fincher, autor del libreto de Mank, la cosa está clarinete: fue Herman Mankiewicz y sólo él el genio tras la historia de Ciudadano Kane. Habría sido contratado por Welles casi en calidad de «escritor fantasma» pero Mankiewicz, Mank, exigió créditos de escritor, provocando la cólera de Welles. Dos egos del tamaño de los cojones de Peter Freuchen, o el globo de Aimo Koivunen, chocando como campanas de iglesia de pueblo.

Lo suyo eran pelotas y lo demás hostias.

(Peter Freuchen fue un explorador y escritor danés que desayunaba un tazón de Chuck Norris con Sylvester Stallones todos los días. Mira, mira: se amputó a sí mismo un pie que se le había gangrenado —luego tuvieron que cortarle la pierna entera—. Moldeó en forma de cuchillo su propia mierda, dejó que se congelase y lo usó para escapar de un refugio Ártico en el que había quedado atrapado durante una tormenta. Como su primera esposa, una inuit llamada Mekupaluk, no estaba bautizada, la Iglesia se negó a darle sepultura, así que Freuchen la enterró el mismo en plan «el que los tenga bien puestos que trate de impedírmelo». Fue miembro activo de la Resistencia danesa en plena puta Segunda Guerra Mundial. Con-una-pierna-menos. Aunque era cristiano, dijo que era judío como protesta contra el creciente antisemitismo de Europa, los nazis lo atraparon y lo condenaron a muerte. Se escapó a Suecia y de allí a los Estados Unidos).
Qué malas son las drogas, carallo.
(Aimo Koivunen fue un soldado finés que participó en la Jaktosota, la «Guerra de continuación», ¿continuación de qué?, me preguntas, mientras clavas en mi pupila tu pupila azul, continuación de la Talvisota, o «Guerra de invierno» en la que Finlandia perdió ciertos territorios fronterizos —Karelia, Petsamo y Salla— a manos del Ejército Rojo. Kouivunen estaba de patrulla cerca de Murmansk en marzo de 1944 cuando su unidad cayó en una emboscada rusa. Después de huir de los soviéticos esquiando —sí, esquiando— durante varias horas, bajo una lluvia de balas, Kouivunen empezó a sentirse un pelín cansado —esto es algo que le puede pasar a cualquiera— y de repente recordó, qué cosas, que llevaba encima el suministro de Pervitina de todo su pelotón. Se tomó una pirula, que al parecer no le hizo efecto, y, frustrado, engulló todo el bote, o casi. Treinta anfetas de una sentada. Lo encontraron a cuatrocientos kilómetros del lugar de la emboscada. Llevaba ni se sabe los días esquiando casi sin parar y comiendo sólo pinaza, bayas, corteza de árbol y un arrendajo que pasaba por allí, no se había casi ni enterado de que tenía medio cuerpo lleno de esquirlas de una mina, pesaba poco más de cuarenta y cinco kilos —veinte de ellos metralla— y su corazón latía a sesenta millones de pulsaciones por minuto. Para sorpresa de todos, no sólo sobrevivió a la sobredosis de pirulas, sino también a la guerra y murió de viejo en 1989).

Pero no, esta entrada del Paratroopers no va sobre Mank, la menos David Fincher de todas las películas de David Fincher que he visto últimamente, lo cual en modo alguno me impide recomendar vívamente su visionado. Esta entrada de Paratroopers no va sobre Mank, digo, ni sobre los peligros de las drogas, ni sobre cuchillos de caca, ni sobre lo poco que se ha molestado David Fincher en intentar ocultar que con Mank pretendía currarse su propia versión de Trumbo con estética de Buenas noches y buena suerte (la subtrama con Upton Sinclair y la conjura capitalístico-heteropatriarcal contra el pobre intelectual socialista vuelve transparente esta intención del director), porque el pobre de Fincher dirigir dirige bien, pero no es lo bastante macho para marcarse un El crepúsculo de los dioses, que directores así ya no quedan y además hemos olvidado cómo se hacen.

Podrías pensar, amado lector, que te voy a hablar de Herman J. Mankiewicz, y no te lo reprocho. A fin y de cuentas se supone que ésta es una bitácora sobre el feo vicio de escribir y la sucia concupiscencia de la lectura (aunque parece que dedicamos más tiempo y espacio a hablar de cine y de subnormales, por ese orden), y Mank no sólo era un escritor, es que era uno de esos personajes «bigger tan life», alcohólico, cínico, ludópata, sarcástico (capaz de hacer chistes a costa de su propio jefe en su puta cara) y bocazas con 95 créditos como guionista; un veterano que se destetó en la decadente Edad de Plata de Hollywood, se incorporó a la era del cine sonoro y palmó a los 55, aparentando 96 y con el hígado hecho fuagrás.
(Orson Welles le diría a Peter Bogdanovich «nadie fue más miserable, más amargo y divertido que Mank… Un perfecto monumento de autodestrucción. Pero, ¿sabes?, cuando toda la amargura no estaba orientada en tu dirección era la mejor compañía del mundo» —"Nobody was more miserable, more bitter, and funnier than Mank ... a perfect monument of self-destruction. But, you know, when the bitterness wasn't focused straight at you, he was the best company in the world"—).
Obesidad mórbida en talento y mala leche.

Mankiewicz hizo de todo en la industria: diálogos, adaptaciones de obras de teatro, reescrituras, correcciones y, non plus non minus, el libreto original de clasicazos como Los caballeros las prefieren rubias (la de 1928, dirigida por Malcolm St. Clair con Ruth Taylor y Alice White de protagonistas, no la de 1953 dirigida por Howard Hawks, con la exquisita Jane Russell —que a mí siempre se me ha parecido un huevo a Jeanna Fine, aunque seguro que son cosas mías, cosas perversas mías— y la petarda de Marilyn Monroe), Un secreto de mujer (Maureen O'Hara sigue siendo nuestro ideal de pelirroja) y El orgullo de los yanquis. Y la mayoría de esas páginas las escribió borracho perdido, y el resto en alguna clínica de desintoxicación que le aprovechó entre muy poco y nada.

Pero, además de su talla como escritor, que nadie le niega, de su acreditada obsesión por el juego —le debía pasta a media California—, de su integridad profesional, que le costó no pocos disgustos, de su mérito como alcohólico, que se ganó a pulso, de su actitud sarcástica y desafiante, un dato poco conocido de Mankiewicz es que sacó de Alemania a cientos, literalmente CIENTOS de judíos alemanes en vez de permitir que acabasen saliendo por una de las chimeneas de Auschwitz (él mismo era judío e hijo de inmigrantes alemanes). Y eso, querido lector, significaba garantizar, a expensas de su propio patrimonio, que ninguno de esos inmigrantes iría directo a engrosar las listas de beneficencia y los clubes de coleccionistas de cupones de descuento. O sea que Mank no se limitó a escribir cartas al Departamento de Estado diciendo que Fulanito Silbermann o Menganita Rosenthal eran buena gente dignos del estatus de Residentes y buenos candidatos a la Ciudadanía, y no peligrosos votantes de Podemos, sino que le abrió de piernas al Tesoro estadounidense sus finanzas personales para demostrar que, en caso de que estos inmigrantes no se pudiesen ganar la vida, allí estaría él para mantenerlos. Y lo hizo, cuando fue necesario.

Y sin embargo esta entrada del Paratroopers no va sobre Herman J. Mankiewicz. Y no porque no se merezca una digna entrada en una bitácora on-line de mierda como la nuestra, amado lector.

Tal vez a estas alturas (si te has repuesto de lo del cuchillo de mierda y el cuelgue de Pervitina, que lo dudo) hayas llegado a la conclusión de que la presente entrada del Paratroopers va sobre Ciudadano Kane. ¿Por qué no iba a tratar sobre ella? Si Mank era un escritor «bigger than life», Ciudadano Kane es una película «bigger than life». Se han escrito volúmenes enteros sobre la que probablemente sea la mejor cinta jamás rodada (y esto es algo que le jode, pero analmente y mucho, a Francis Ford Coppola, responsable de la segunda mejor película jamás rodada) y no vamos a enmendarle aquí la plana a todos esos engolados historiadores del cine y gafapásticos críticos culiprietos.

Ciudadano Kane, fuerza es admitirlo, es esa película que todo papanatas de jersey con cuello cisne («turtle-necked simpleton») pone por las nubes sin que la mayoría de ellos haya visto realmente. En una serie de Flashbacks («momentos retrospécter», los llama un amigo de la bitácora, proeza lingüística e intelectual que debería ser suficiente para concederle un Premio Nacional de Bellas Artes, una silla en la Real Academia o una larga y fructífera relación con una ucraniana veinteañera modelo de lencería, si no las tres cosas), se nos muestra la biografía del magnate de la prensa Charles Foster Kane (encarnado por Orson Welles, el «niño prodigio» del cine de la época; un poco, pero menos, como ahora Jordi «El Niño Polla»), en cuyo pasado indaga el periodista Jerry Thompson (interpretado por William Alland) en su empeño por descifrar el significado de las últimas palabras de Kane en su lecho de muerte: «Rosebud».
(Borra esa sonrisa condescendiente de tu cara, ambos sabemos que resumir el argumento era imprescindible; también para ti, que en tu puta vida has visto Ciudadano Kane, y si la viste ya no te acuerdas, y si te acuerdas no la entendiste, ¿o puedes explicarme por qué nunca vemos la cara al personaje de Jerry Thompson, cuál es el simbolismo de esos contraluces que, en momentos puntuales del metraje, convierten a Kane y a otros personajes en siluetas ominosas? ¿También notaste que el dormitorio de Susan no es el de una adulta, sino más bien el cuarto de una niñita pequeña, o el de una casita de muñecas? Y por supuesto te diste cuenta de que la puerta por la que abandona a Charles Kane tiene un marco en forma de estrella y eres capaz de traducir ese guiño al espectador inteligente, ¿a que sí?).
Charles Foster Kane en persona y en efigie.

La película se remonta a los orígenes humildes de Charles Foster Kane y narra su entronización como editor de periódico multimillonario y su progresiva decadencia moral, originada en su ambición desmedida (manipula a sus lectores con noticias tendenciosas o falsas para que respalden la Guerra hispano-estadounidense, sí, esa en la que perdimos Cuba, Filipinas y Puerto Rico para que los yanquis tuviesen donde jugar a la ruleta y follar con nativas; se casa en primeras nupcias con la sobrina del presidente de los Estados Unidos, hace campaña para gobernador del Estado de Nueva York...) y su borrachera de poder, hasta la extrema soledad de su senectud, que pasa enclaustrado en su vasta finca Xanadú, visitado por parásitos, rodeado de criados y de los inmensos tesoros que ha acumulado a lo largo de su vida, la mayoría de los cuales ni siquiera disfrutó y siguen embalados en sus cajas desde el día de la adquisición.

Ciudadano Kane no da para un libro. Da para dos puñeteras enciclopedias Espasa bisisestas. Todo, absolutamente todo lo que rodea a esta película es de proporciones épicas. Escribir el guion ya constituía un desafío en sí mismo, pues exigía mantener a Herman Mankiewicz alejado de la bebida, hazaña de titanes, y bien lejos de la industria de Hollywood.  Aislado en un rancho durante doce semanas, vigilado por John Houseman, colaborador habitual de Welles, que además de niñera desempeñaba también labores de redactor, Mank dictó página a página, escena a escena, Ciudadano Kane y corrigió con Houseman y Welles los sucesivos borradores. Este enclaustramiento fue en parte posible porque Mank acababa de hostiarse con el coche y tenía una pierna rota, y además era de todo punto imprescindible desde el momento en que Welles y Mankiewicz escogieron inspirar su retrato de Kane en tres personas reales: los empresarios de Chicago Samuel Insull y Harold McCormick y el casi todopoderoso magnate de la prensa William Randolph Hearst, cuyas poderosas conexiones en los grandes estudios de cine operaban como un coro áulico/servicio de inteligencia que habría podido ponerle sobre aviso acerca del proyecto de Ciudadano Kane, dándole la oportunidad de ahogarlo en la bañera antes de que creciese lo suficiente para convertirse en un problema.
William Randolph Hearst en estreñido.

Los paralelismos entre la persona real, William R. Hearst, y el personaje ficticio, Charles F. Kane, son demasiados como para hablar de meras coincidencias. Como Kane, Hearst procedía de una familia humilde enriquecida por la minería. Hearst también practicaba un periodismo amarillista y tendencioso fundado en el escándalo y la tergiversación de la verdad, agigantó o directamente se inventó las atrocidades que las autoridades españolas habrían cometido en Cuba —probablemente mitad y mitad—, llegó a atribuirse el mérito de haber desencadenado la guerra con España —incluso los historiadores más tontos discrepan de él en este punto—, coleccionaba obras de arte, joyas y antigüedades con un infantil regodeo en su propia riqueza y una obsesiva ansia acaparadora (y, como Kane, no llegó ni a desempaquetar la inmensa mayoría de ellas), arregló un matrimonio por intereses políticos, además tuvo una nieta a la que secuestraron, se volvió tarumba y atracó un banco (esto no le pasó a Kane), se trincaba a una actriz de talento cuestionable (Marion Davies) a la que pagaba toda clase de lujos, incluidas películas enteras en las que Davies pudiese lucir su palmito (Charles Kane construyó un palacio de la ópera para su amante y luego esposa, un auténtico loro sin una pizca de talento e incapaz de afinar una mala nota ni siquiera por accidente), hizo carrera política (con mayor fortuna que Kane, ya que fue dos veces diputado de la Cámara de Representantes por el Partido Demócrata y presentó su candidatura a la presidencia de los Estados Unidos, que no obtuvo) y para terminar (no es que se acaben aquí las simetrías, es que la lista empieza a hacerse larga y te veo cara de sueño), se emperró en construirse su propio castillo, como lo oyes, en su rancho San Simeón, una propiedad californiana de casi mil kilómetros cuadrados. Un castillo, aunque no llegó a terminarlo, lleno de obras de arte, piezas de museo —e incluso habitaciones completas de mansiones europeas que Hearst había comprado al kilo y al metro cuadrado a sus menesterosos propietarios—, como la Xanadú de Charles F. Kane.
Fotico del chabolo de tío Randolph.

A la hora de abordar su escritura del personaje de Kane, Mankiewicz explotó su conocimiento íntimo de Hearst, a cuyas fiestas, comilonas, meriendas, vermús, cenas y cuchipandas fue invitado hasta que, depende del autor al que leas, Randolph Hearst empezó a encontrar molesto y no divertido el patente problema de Mank con la bebida o hasta que Mankiewicz, suelta la lengua por el alcohol, le cantó al superhombre Randiano Hearst las verdades del porquero de Agamenón. Y Mank, con la ayuda de Welles, su pata quebrada colgada de un suspensor, entre trago y trago al alcohol de contrabando que algunos amigos poco interesados en la integridad estructural de su hígado le pasaban de tapadillo, burlando la vigilancia de Houseman, se vengó del desplante de Hearst retratándolo como un pueril, colérico, falso y patético viejo verde (Hearst tenía 34 años más que Marion Davies); tan miserable, tan penoso, tan digno de compasión y ternura que, por no tener, no tenía más que dinero.

Esto no le podía hacer ni puta gracia a Hearst, poco acostumbrado a los desafíos y adicto ya a la caricia de lenguas serviles en el ano. La película era casi una parodia de su vida y su personalidad, tan dolorosamente sangrante en cuanto que había sido escrita por alguien que le conocía bien, que había gozado de su confianza. Para Hearst, acostumbrado a controlar el mensaje desde sus propias cabeceras, el atrevimiento de Mankiewicz no sólo era la traición de un antiguo amigo, era una agresión directa a sus privilegios. Durante décadas, su dinero, sus conexiones políticas y el poder de destruir a cualquier individuo, y a casi cualquier organización, con una campaña de prensa, le habían hecho creerse intocable. No iba a permitir una ofensa de ese calibre. Casi cada plano es un insulto directo a Hearst, algunos descarados, otros más sutiles (esa Susan Alexander haciendo puzzles, actividad que sugiere la incapacidad física de un Kane ya provecta y pichopáusico por darle alegría a su cuerpo Macarena) todos ellos aún más infamantes desde el minuto y hora en que procedían de alguien que le conocía bien.
(Y lo que menos gracia le hizo a Hearst, al parecer, es que «Rosebud» —aunque en Mank afirman que Mankievicz ignoraba este dato— era el nombre cariñoso que William Randolph le daba a la pepitilla del chirri de Marion Davies).

La mejor película de la historia estuvo muy pero que muuuuuuuuuuy cerca de no existir. Hearst, personalmente o a través de sus amigos de la industria del cine, no sólo amenazó con demandas judiciales de aquí a Lima, sino que llegó a intentar comprar RKO por ciento y la mitra y con la única condición de que hiciesen una pila con todas las copias del guion de Ciudadano Kane y le plantasen fuego. A ser posible con Mank en lo alto del montón, atado a un palo. Amigos y colegas, y según dicen hasta su propio hermano, intentaron disuadir a Mankiewicz de terminar la escritura o, en su defecto, de figurar en los créditos (si alguien iba a comer mierda, que fuese ese engreidillo de Orson Welles, que se creía mejor que sus mayores y menos talentosos compañeros de profesión), lo cual habría permitido a Hearst más o menos salvar la cara en público...

Y todo para que Ciudadano Kane fuese un fracaso en taquilla del cual, a los pocos meses, nadie se acordaba. Oh, sí, en Francia la habían proclamado obra maestra, pero ¿qué sabrán esos sifilíticos comequesos y esas lesbianas de sobacos malolientes lo que es cine? No fue hasta su reestreno en 1956 (muerto ya Hearst, por cierto) que el público estadounidense, y no te cuento ya la crítica, empezó a apreciarla como se merece.

Pero...

Siempre tiene que haber un «pero».

Pero no, a pesar del tiempo que he dedicado a endulzártela (turra marca de la casa), esta entrada del Paratroopers no va sobre Ciudadano Kane.

¡Huy espera, que sí, que va sobre Ciudadano Kane! Bueno, va sobre por qué la mejor película de la historia es un absurdo narrativo.

Sí. La mejor película de la historia está mal escrita.
No pongas esa cara, hombre. Le puede pasar a cualquiera.

¿Cómo se te queda el cuerpo?

Ah, que no lo pillas. Mira el argumento de Ciudadano Kane sacado de la Whiskypedia:


¿Lo pillas ya?

Ah, ¿no? Mira mejor.


¿Todavía nada? Te doy una pista.


No, claro que no lo pillas. No lo pillas porque:

a). En realidad no has visto Ciudadano Kane, pongas lo que pongas en tu muro de Facebook, Millennial farsante, y

b). No eres escritor ni tienes puta idea de cine. Ni de nada.

William R. Hea... ay, que me lío, Charles F. Kane está sólo en su inmenso dormitorio, sólo en su carísima cama, sosteniendo uno de esos pisapapeles de cristal con un paisaje nevado en su interior, dice «clítoris de Marion Dav...»... perdón, dice «Rosebud» y se muere. El pisapapeles se le cae de la mano, ¡crash!, y se desmenuza contra el suelo. Al sonido del vidrio roto entra la enfermera.

NINGÚN periodista podía haberse sentido intrigado por las últimas palabras de Charles Kane porque no había nadie cerca del enfermo para recogerlas. Nadie le oyó decir «Clítoris» antes de irse a la Gran Asamblea de Accionistas del infierno. Nadie llegó a saber jamás que, antes de doblarla definitivamente, Kane dijo «Rosebud», el nombre de su trineo de niño, su última conexión sentimental con la única etapa de su vida en la que fue no sólo inocente, sino genuinamente feliz, la única posesión material que, en su lecho de muerte, sigue amando, y que ha perdido, en alguno de sus gigantescos almacenes llenos de costosísimas chucherías que jamás le hicieron ni remotamente tan feliz como aquel juguete de su infancia, único tesoro real del multimillonario Kane que acaba, con el resto de la basura, ardiendo en la pira de trastos que sus criados destruyen antes de abandonar una expoliada Xanadú para siempre.

Quizá esto te ayude a ser más comprensivo con tus fallos en el futuro. Un error del calibre del que acabo de describirte no impide que Ciudadano Kane sea una gran película.

La mejor película de la historia está basada en una cagada de primero de guionista. Y el responsable de ese resbalón se llamaba Herman Mankiewicz, nada menos. Y tampoco Orson Welles, escritor a su vez, se dio cuenta o quiso corregir este pecado original de la mejor película de la historia. En ninguna de las versiones del guion, y Mank hizo por lo menos tres en sus largas e insomnes noches de esritor alcohólico.

Pero quizá la historia de Ciudadano Kane, corresponda a quien corresponda la legítima autoría del libreto (no vamos a extender la entrada profundizando en la gresca al respecto que mantuvieron durante el resto de sus vidas Welles y Mankiewicz), también implique otra lección igual de valiosa:

Por bueno que parezca un texto, siempre habrá margen para la mejora. Por listo, talentoso y observador que te creas (y Mank y Welles se lo creían mucho), no eres impermeable al error. Ni siquiera a alguno tan evidente como que nadie pudo oír las últimas palabras de tu moribundo protagonista porque nadie estaba lo bastante cerca de él para oírlas. Y, lo creas o no, errores así de gordos, y otros mayores, los he cometido yo, que no tengo ni media hostia, y los han cometido verdaderas bestias pardas de la Literatura. ¿O ese Robinson Crusoe que se desnuda, llega nadando a los restos del naufragio y se llena los bolsillos (¡qué putos bolsillos, si está en bolas!) de cosas es una licencia poética?
Otra licencia poética: la titular de la pepitilla.

Si encontrar un fallo en un texto revisado mil veces y del que creías estar completamente seguro supone tamaña tragedia para tu delicada sensibilidad que prefieres tirar los dados y entregar una obra llena de errores ortográficos, patadas a la sintaxis, calaveradas estilísticas, fracturas de la continuidad, formularias ideas felices o una bomba atómica como la de las últimas palabras de Charles Foster Kane que nadie pudo escuchar y en las que se basa el argumento de la mejor película de la historia, ni que decir tiene que lo de escribir no es lo tuyo y deberías limitarte a hacer tangas de calceta.

Los malos escritores sólo escriben. Los buenos, además, reescriben y corrigen.

Tú escoges lo que prefieres ser.

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