domingo, 27 de marzo de 2016

Quieres ser un decadente y lo sabes


Quieres ser un decadente.

Que sí.

Que a mí no me engañas.

Que hace mucho que nos conocemos.

Que te veo con ganas de decaer.

Que la decadencia te pone.

Te pone mucho.

Pues bien, tengo malas noticias para ti.

Vas a llegar tarde.

Siempre.
Viste clara la primera oportunidad de decaer cuando explotó el éxito de Harry Potter. De inmediato te dedicaste a perpetrar una novela sobre un niñato con gafas de pasta y cara de pasmo cuyo pasado oculta un terrible secreto. Hiciste que el pipiolo en cuestión asistiese a una escuela de magia sospechosamente parecida a un internado inglés (o a lo que tú crees que debe ser un internado inglés, que no has visto uno ni en fotos), le asignaste unos amigos, un rival pretencioso y hostiable, le hiciste pronunciar hechizos en un impostado latín adulterino y, lo que ya fue el colmo de la desvergüenza, bautizaste el libro Henry Porter y la Piedra de los sabios.

Todavía sigues preguntándote por qué ningún editor contestó a tus correos electrónicos, salvo aquel que replicó a tu mensaje con un críptico:

¡CUÑAAAAAAAAAAAAAAAAOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!

Sigues enfadado con tu hermanita pequeña, envidiosa de tu talento, que te llamó plagiario. «¿Plagiario yo? ¡Pero si le puse la puta cicatriz en el otro lado!», protestaste.

Pero no te rendiste.

A ti, es que la decadencia te erotiza.

Por eso, tan pronto como te chivaron que estaban rodando una película de El señor de los anillos te lanzaste sobre el teclado de tu ordenador como lactante sobre una teta y machacaste ochocientas páginas de saga épica ambientada en una Edad Media idealizada. Poblaste tu creación de elfos huidizos, enanos huraños, dragones maliciosos, un héroe (que ocultaba un secreto del pasado) tan íntegro que hasta cagaba mármol y un anciano mago cascarrabias que, si vienen mal dadas, podría darle capa y media de hostias a Jason Bourne.

Estabas emocionado. Paraorgásmico. «¡Ésta es la mía!», pensaste. No te detuvo que, en realidad, no tenías ni repajolera idea de cómo coño fue la Edad Media, o cualquier otra sociedad feudal, y así mal podrías describir una versión falseada de la misma. No te preocupó que tus elfos fuesen indistinguibles de los de Tolkien, ni que su Alto Élfico («Cnit le uip secne ne semalf!») fuese valenciano al revés. En realidad, no aportabas nada en absoluto al género, sólo estabas vomitando, uno tras otro, todos los tópicos repetidos hasta la náusea en un millar de novelas delinquidas por otros tantos desaprensivos.

Las carcajadas mefistofélicas de aquel agente literario que consintió en ponerse al teléfono y las amenazas de muerte en sindarin de tu amigo el freak, a quien dejaste leer el manuscrito, no castraron tu creatividad. A fin y al cabo, si ese indocumentado de Dan Brown puede, ¿por qué tú no? Muy pronto encontraste un culpable: qué contrariedad, no habías sido el único en parir su propia versión de El señor de los anillos. El mercado estaba saturado de novelas con dragones y elfos disputándose en portada el trono de la fantasía heroica. Todos esos autores de los que nunca habías oído hablar, hasta un niñato a quien aún no le había crecido todo el vello púbico, eran proclamados «el nuevo Tolkien», y a nadie le importaba cuánto se moviesen en su fosa los huesos del pobre John Roland cada vez que alguien usaba ese título.

Juraste que esto no te volvería a pasar.

Así que, cuando llegó la moda de los amores imposibles entre humanos y seres sobrenaturales, te preparaste un intravenoso de café y una jarra de anfetasotalvezfuesealrevésnoteacuerdas y escribiste de una tacada tu propio clon de combate.
(Si no sabes lo que es un clon de combate, léete esto, resalao).

Atribuyen a Albert Einstein la frase: «locura es hacer una y otra vez las mismas cosas y esperar resultados diferentes».

¡Pero ese tío qué coño sabría, si en su puñetera vida escribió una novela!

¡Además, mira qué pelos tenía, el muy gorrino! ¿Qué te va a enseñar un tío con ese peinado?

Tu novela tenía de protagonista a una jovencita virginal y media hostia enamorada de un vampiro amariconado. Y, como lo sueco empezaba a petarlo por aquel entonces, tu jovencita virginal y media hostia era también una gotiquilla bisexual con un terrible secreto oculto en su pasado, vivía en Estocolmo (ciudad que no conoces, ni ganas, que en Paiporta se vive de cojón de pato) y hacía virguerías con los ordenadores. Imprimiste este ladrillo y lo firmaste con un pseudónimo de pretensiones nórdicas. Algo como Röberto Laøniconunkanutdson, o Ålicia Analfabetsdöttir.

El suicidio de tu viejo profesor de literatura, a quien enviaste una copia de tu novela, debería haberte puesto en la pista del problema: las librerías, supermercados y centros comerciales ofrecían docenas de libros sospechosamente parecidos al tuyo. En las bolsas de patatas fritas regalaban novelas de jovencitas enamoradas de vampiros.

Hombres-lobo.

Zombies (en serio).

Dragones.

Extraterrestres.

Demonios.

Ángeles caídos (que viene a ser lo mismo).

Ángeles erguidos (ésta me la he inventado).

Dragones que se convierten en humanos (o humanos que se convierten en dragones. Esto no te quedó del todo claro)

¡Escoceses! (Aquí empezaste a pensar que se estaban pasando tres putos pueblos)
¡Estou es intoulerablei, you digou!
Pero de ésta no se te escapa.

Porque lo cierto es que a ti la literatura te tira de un huevo.

Que sí, decadentillo.

No quieres escribir tu nombre con letras de oro en los libros de literatura.

A ti las letras más bien te la bufan.

Te la soplan pero muchísimo.

No quieres un asiento en la Real Academia.

Además, aquello está lleno de viejos, y tienen a Perez Reverte, que es capaz de forrarte a hostias si descubre que dices «mayormente».

Que no. Que la Real Academia no es para ti.

A ti nunca te van a acusar de escribir literatura.

Tú lo que quieres es decaer.

Ser escritor de librería de aeropuerto.

Vender quintillones de copias de cualquier mierda.

Quieres ser una Stephenie Meyer.

Un Dan Brown.

Una E. L. James.

Un Ken Follet.

Por eso ahora estás escribiendo un libro de una pánfila doncella con resabios de monja victoriana que cae rendida de amor a los pies de un atractivo multimillonario controlador, misógino, sádico (pero que oculta, eso sí, un terrible secreto del pasado) y que está tan, tan, pero tan jodido emocionalmente que sólo puede relacionarse con una mujer encadenándola, sometiéndola, degradándola, dándole de azotes y humillándola como no lo haría ni con un perro rabioso. Lo único que aún no has decidido es el título. Te debates entre Dame de hostias y Quiero ser tu sucia puta, ambos con el subtítulo Sabes que en el fondo me gusta.

Lamento tener que ser yo el que te lo diga:

Vas a llegar tarde.

La decadencia no espera por nadie. La decadencia viaja a una velocidad muy superior a la de la luz.

Hazte a la idea que no puedes anticipar un éxito editorial, sean cuales sean sus presuntos méritos. Es imposible para ti. Imposible para mí. Las agencias literarias y los editores tienen un contacto directo con el mercado del libro y tampoco ellos consiguen predecir su comportamiento. Pegar el pelotazo con una novela infumable es, sí, algo que les ha sucedido a algunas personas. A algunas de ellas incluso contra su voluntad. Pero que otros lo hayan hecho no significa que esté a tu alcance. Que sí, que con una adecuada campaña promocional, podrías vender papel higiénico no necesariamente limpio.

Pero ¿a quién conoces dispuesto a hacerle una campaña comercial a tu novela?

¿Eh?

Si fueses un honesto aspirante a escritor te recomendaría que dejases de intentar fusilar éxitos de ventas (por inconfesables que sean las razones de su éxito) e intentases leer un poco más, o leer algo, pero no lo fíes todo a la lectura. Vive. Sal de paseo. Intenta conocer lugares nuevos, personas nuevas. Detente ante un árbol y trata de aprehender sus más pequeños detalles. A fin y al cabo, si vas en serio con lo de escribir, antes o después podrías verte obligado a describir un árbol... Menudo papelón si eres incapaz de hacerlo. Y, quien dice describir un árbol, dice un camión, una puesta de sol, una telaraña...

Puede que nunca antes se te haya ocurrido, pero escribir requiere experiencia vital. Así que mira a las personas que te rodean. Siéntate en una plaza e intenta imaginar las historias de los paseantes que crucen tu campo visual. Resume esas historias en palabras sencillas. Alguna de esas historias podría contener un cuento. Quizá incluso una novela. Prueba, a ver qué pasa. Escribe el primer borrador como te salga de las tripas. Luego corrígelo. Busca el mejor sustantivo para cada momento. Contente con los adjetivos. Los adjetivos son cadenas. Lastre. Abomina de los adverbios. Vigila la concordancia. Explora. Intenta forzar los límites del lenguaje, pero no olvides que escribes para otros, no para ti. Tu relato, tu novela, tiene que ser legible. Corrige. Vuelve a corregir. Escribe. Lee. Vive. Cuanto más vivas y más leas, mejor escribirás. Escribe. Lee. Vive. y quizá, por accidente, te salga algo que parezca literatura.

Todo eso es lo que te diría.

Pero si fueses un honesto aspirante a escritor no estarías leyendo esto, estarías demasiado ocupado escribiendo.

Además, lo que tú quieres no es escribir, sino decaer.

Sabes que el noventa por ciento de lo que se escribe es mierda, y aún así, la gente sigue comprando libros.

Así que, a priori, nada debería impedirte vender cuarenta millones de El código Verrochio.

Dieciséis de Henry Porter y los restos de la defunción.

Ciento veinte de El señor de los arillos.

Doscientos seis millones de Escrúpulo.

Mil millones de Reviéntame a hostias, macho de mi vida.

En una palabra: decaer.

Quieres decaer.

Ganar millones de dólares en royalties.

Desayunar cada mañana en el vientre perfecto de una adolescente rusa modelo de lencería.

Tener tu propio avión.

Tu castillo en Escocia.

Tus putas de luxe.

Y, ¡ay!, confieso que a mí también me gustaría decaer contigo.

sábado, 5 de marzo de 2016

Por la manchega llanura


Un día me vi metido en un quilombo de tres pares de cojones.

Y todo por intentar ser amable, cortés, diplomático; lo que se entiende por un caballero.

Desde entonces estoy decidido a no pasar de escudero. Puede que eso me obligue a cabalgar en rucio, ser manteado en las ventas y vaciarme por ambos extremos tras ingerir el bálsamo de Fierabrás, pero a cambio me permite decir verdades como las del porquero de Agamenón.

Y seguro que un escudero nunca, nunca, volvería a pasar el bochorno que pasé yo.

Deja que me explique:

Hace años, vagabundeando por la Red, en los tiempos muertos que me dejaba la visualización compulsiva de porno y la procrastinación, di con un foro de escritores (aficionados). No importa qué foro, ni sobre qué tema versaba el hilo que llamó mi atención. Basta con señalar que yo tenía una experiencia personal de utilidad para los lectores del mismo y me decidí a compartirla. Las normas de publicación de este foro exigían registrarse mediante dirección de correo electrónico, así que me di de alta a través de una de las cuentas invadidas de Spam que ya apenas visito y me olvidé del asunto.

Hasta que recibí en esa dirección un mensaje de uno de los lectores del foro. Había leído mi comentario, le había gustado y deseaba ponerse en contacto conmigo.

Confieso que estuve tentado de no contestarle.

A saber por qué finalmente lo hice. ¡La imbecilidad tiene tantos matices!

En la respuesta de este lector, así como en la docena de correos electrónicos que me envió después (perdigoneados de faltas de ortografía), mi pseudónimo corresponsal (nunca llegué a conocer su verdadera identidad) intentó sumarme a un proyecto en el cual yo no estaba en absoluto interesado y así se lo comuniqué sin ambages. También se deshizo en elogios hacia mi talento literario, mi intuición artística y mi dominio de la narrativa. Poco menos que me llamó fénix de las letras, prestidigitador de las subordinadas y derviche del subjuntivo.

¡Tate!, me dije. ¿Qué desayuna este chaval? (Porque de su vocabulario y su desollada sensibilidad concluí que me las estaba habiendo con alguien a quien no hacía mucho que le habían descendido ambos huevos). ¿Cómo puede sacar todas esas conclusiones de un par de correos electrónicos? Le trasladé mi perplejidad al respecto, con poco éxito. Cegado de admiración por mí, renovó e incluso se reafirmó en sus loas, augurándome, de postre, un brillante futuro editorial.

¿Será, quizá, un poquito gilipollas?, me dije. Debería habérselo preguntado a él. Eso habría finalizado aquel potlatch surrealista. Pero no. Me puse en plan profesoral. Con el mayor de los respetos, intentando no sonar paternalista ni condescendiente, le hice ver que una cosa era redactar y otra muy distinta escribir una obra literaria. Expresé mi convicción de que hasta un bonobo puede aprender a redactar bien, lo cual no implica en modo alguno que llegue jamás a escribir una obra maestra. Argumenté que driblar los más elementales errores ortográficos, hacer una exposición clara y jerarquizada de tus ideas y emplear un léxico enjundioso no te convierten en un Stevenson, un Pérez Galdós, ni en un Chéjov. En última instancia, como me daba muchísima vergüenza ajena que esta persona se deshiciese en alabanzas a mi producción literaria sin haber visto la más pequeña muestra de ella, le envié un humilde cuento de terror surgido de mi modesta pluma.

En mala hora se me ocurrió semejante disparate. Se conoce que ese día mi ángel de la guarda estaba incapacitado por una dosis veterinaria de Cannabis sativa.

Mi corresponsal no sólo leyó mi cuento, sino que lo usó como confirmación de sus apriorismos hacia mi persona. Ahí podría haber terminado todo si el muy desalmado no hubiese tenido la indecencia de mandarme un trabajo suyo, codiciando, sospecho, los mismos ditirambos que él me había prodigado a mí.

La madre que me parió.

El texto en cuestión era, con perdón, uno de los muchos «poemas» que había escrito. Según afirmaciones del propio autor, que me dio pereza investigar, aquella composición había ganado no sé cuántos certámenes de poesía y juegos florales.

Hasta aquí puedo decir. No me atrevo a aventurar nada más porque, dado que el presunto «poema» tenía, a ojo, la misma extensión que el Rāmāyaṇa; que, estrofa a estrofa, el autor se ensañaba con un único e indefenso sustantivo maniatado al cual abofeteaban, sodomizaban y prostituían sesenta y cinco adjetivos y un gerundio a cual más barrocos, arcanos y pedantes; que aquellos «versos», o lo que fuesen, no tenían rima, ni ritmo, ni música, ni pies, ni cabeza; que, en conclusión, tamaño engendro de Satanás no se parecía en nada a la poesía que yo conozco, nació en mí la sospecha de que, o bien a mi corresponsal le sobraba una copia del cromosoma 21 o bien me había tomado por tonto.

Cuando a continuación el ternasco me envió otra docena o más de poemas de su autoría, todos indistinguibles del primero, llegué al colmo del estupor.
Por la manchega llanura

se vuelve a ver la figura

de Don Quijote pasar.
Así surgió mi desgarrador conflicto. ¿Cómo decirle a aquel chaval voluntarioso, pero desorientado, que a sus quimeras no había por donde cogerlas? En correos precedentes ya se me había encabritado, hasta rozar la amenaza y el insulto, cuando malinterpretó una broma inocente a un amargo comentario suyo, sobrado de melodramática trascendencia, acerca de la conspiración judeo-masónica de editores envidiosos de su talento que se habían confabulado con el propósito alevoso de rechazar sus obras. También, a raíz de otro correo, mi fatuo corresponsal tomó por un ataque a su persona una observación carente de malicia acerca del baile de máscaras que el anonimato en Internet permite y alienta. Este ánimo levantisco me hizo preguntarme si me las estaba viendo con Ocatarinetabelachitchix, aquel indómito corso de genio vivo retratado por Goscinny y Uderzo en Asterix en Córcega.
No era un dilema pequeño: ¿Cómo decirle, sin provocarle una apoplejía, a aquel pobre y susceptible diablo que sus poemas apestaban?

Pues mintiendo, claro. O, mejor aún: contando una mentira gorda entre algunas medias verdades.

En mi réplica le dije al infatuado bardo que yo no solía leer poesía (verdad) ni entendía gran cosa de ella (verdad a medias) y que no me creía capaz de juzgar con ecuanimidad sus «poemas» (mentira cochina) porque el estilo de los vates cuya obra frecuento era muy diferente al suyo (verdad, ¡y tanto!). A modo de justificación, y también con la anémica esperanza de que el pobre lammer captase el mensaje implícito, adjunté a mi correo algunos ejemplos de mis poetas favoritos. Creo que le envié algo de Rilke, el If de Kipling y el Me voy porque la tierra y el pan y la luz ya no son míos, de León Felipe. Poca cosa. Versos apolillados de tres pelagatos a los que nadie recuerda ya. Hice clic con pulso trémulo en el botón de «enviar», preguntándome si no habría llegado demasiado lejos y mi electrónica epístola iba a convertirse en motivo de disgusto para mi prolífico y atolondrado Virgilio, baldón de sus aspiraciones líricas, escarnio de una naciente vocación literaria y, en última instancia, catástrofe para las letras hispánicas, a las que yo habría hurtado una de sus más esperanzadoras promesas.

En la respuesta de mi infame corresponsal quedó claro que había estimado muy al alza su inteligencia. De un plumazo, mi interlocutor desautorizó a los autores que yo le había propuesto, ¡incluso al pobre Rainer Maria!, los tachó de ineptos y soporíferos, desdeñó con altiva superioridad al parnaso entero, a toda la tradición poética occidental, y poco menos que me tildó de provinciano, carcunda, timorato y carpetovetónico por preferir a su obra aquellos escritores sobrevalorados y tan inferiores a su talento.

Con un par.
(Menos mal que no le envié nada de Robert Allen Zimmerman, porque si hubiese osado injuriarlo, averiguo dónde vive este bárbaro y me presento en su casa llevando una claymore bien afilada).
No soy yo, pero es una claymore.
Sé exactamente qué debería haberle respondido a tan pomposo, petulante y jactancioso adoquín.

Pero no lo hice. Llegados a este punto, una vez desengañado en mi buena fe, tocaba asumir el tremendo desperdicio de tiempo y ponerle fin a aquella bufonada a la mayor brevedad, así que me despedí diplomáticamente de mi esforzado bardo y no le dije lo que pensaba de él.

Hasta ahora.

Mira, chaval, esto es así y ya va siendo hora de que alguien te lo diga:

He encontrado «poemas» mejores que los tuyos en las pelotillas de mi ombligo, las legañas de mis ojos, las canas de mi escroto o los palominos de mi ropa interior, y perdona que use la palabra «palomino», que te verías obligado a buscar en el diccionario si entendieses el castellano o fueses capaz de deletrear la palabra «diccionario».

Escribes como el culo, eres un puto analfabeto, un indigente literario y un niñato insufrible. Deberían haberte sacado los ojos con una cuchara de helado antes de que perpetrases el crimen de escribir el primero de tus diarreicos poemas. Si la cultura fuese pólvora, no tendrías la suficiente ni para volarte los pelillos de la nariz.

No todo el mundo vale para escribir. Yo mismo, sin ir más lejos, llevo mucho más tiempo que tú juntando letras y aún no he demostrado nada. Quizá me muera sin lograrlo. Lo asumo. No es una tragedia. Que tú estés convencido de tu inexistente valía y reboses desprecio hacia los autores que podrían guiarte en tu aprendizaje, sí.

Supongo que los premios que ganaste con aquel primer poema los convocaron tu abuelita la sorda, la asociación de vecinos del barrio de Nuestra Señora de los Beatos Analfabetos Mártires y un colectivo de inmigrantes ágrafos de Surinam. Ágrafos y difuntos.

No me atreví a decírtelo entonces porque estimé, con aguda intuición y escarnecedora cobardía, que eras una persona joven, llena de entusiasmo aunque mezquino en luces, susceptible hasta bordear la tragedia, como todos los adolescentes, y porque, ociosa y abollada mi armadura, preferí concederte el beneficio de la duda e irme, vencido, de retorno a mi lugar. Después de todo, tenías una vida para darte cuenta del ñordo que habías perpetrado, condolerte por ello, madurar, asumir una actitud más humilde, o al menos no tan fachendosa, y mejorar.

No me atreví a decírtelo entonces y probablemente fue un error.

Porque lo cierto es que no reconocerías el talento ni aunque te lo metiesen en supositorios de quinientas arrobas, tu ignorancia y tu vanidad puntúan en la escala Richter, no tienes ni repajolera idea de poesía y, además, eres un maleducado.

Pero no te preocupes, seguro que en el Eroski de tu barrio están buscando reponedores.

Ah, y no quiero despedirme sin antes mentarte a la madre que te parió, la cual, me atrevo a sugerir, cuando leyó tu primer poema se lamentó de que ya fuese tarde para una ligadura de trompas.

Atentamente,
Herbert K. Sommer, escudero.