sábado, 2 de noviembre de 2024

Ha llegado el momento de matar «Stranger Things»

Nunca he entendido a los nostálgicos del cine. Los que creen que cualquier película pasada fue mejor. Que el Séptimo Arte murió con Orson Welles. Que Spielberg es un vendido, Polansky un fraude, Eastwood un trilero, Coppola un patético inútil, Fincher un mugriento, los Cohen unos alfeñiques cinematográficos y Scorsese un ganapán. Ese pensamiento es corrosivo, falso y condescendiente. Niega el talento y el mérito de los nuevos cineastas y condena a la irrelevancia el progreso de las formas narrativas, de la vigencia del cine como vehículo de expresión cultural y herramienta de análisis psicológico y social, privando de voz, y vehículo para la reflexión y el debate, a las nuevas generaciones de artistas.

No, nunca he entendido a los repugnantes del «cualquier cine pasado fue mejor».

Pero cada día me parezco un poco más a ellos.


La semana pasada, sin ir más lejos, de mis resecos labios salió una de esas frases lapidarias, tan malhumorada como inexacta, pero rebosante de indudable nostalgia: «Los 90 fue la última buena década del cine».

Imagínate, amado lector, lo CABREADO que debía de estar para decir semejante BARBARIDAD que deja fuera de los libros de historia del cine títulos como Origen, Memories of Murder, Náufrago, Cartas desde Iwo Jima, El hijo de la novia, Training Day, Promesas del Este, Munich, Good Bye, Lenin!, Secuestrados, American Gangster, Una historia de violencia, Nueve reinas, Bloody Sunday, Monstruos S.A., Una mente maravillosa, La isla mínima, Déjame entrar, Los hombres que no amaban a las mujeres, El caballero oscuro, Hijos de los hombres, Celda 211, Dogville, No es país para viejos, La bruja, Big Fish, Magical Girl, El viaje de Chihiro, Oldboy, El secreto de sus ojos, Infiltrados, Mytisc River, El laberinto del fauno, Billy Elliot, Ciudad de Dios, El pianista, Gran Torino, Black Hawk derribado y tres películas de El PUTO señor de los anillos, por poner sólo unos pocos ejemplos.

(Hablando de que las generalizaciones son peligrosas).
Y ahora, además de empezar a sonar como un viejo insufrible, lo cual, aunque ya peino canas en mis arrugados cojones colganderos, no por ello me repatea menos, estoy muy cabreado con Stranger Things.

La serie de los hermanos Duffer se convirtió en un fetiche colectivo desde la primera temporada. Muy especialmente entre los pollaviejas de mi generación. Personalmente, tardé en verla. En casa no tenemos Netflix, así que dependía de que algún amigo me invitase a verla en binge o de que un señor con loro en el hombro y parche en el ojo me pasase los archivos. Y, la verdad, tampoco sentía ninguna urgencia por ver la enésima interación de la-única-serie-que-deberías-ver. Demasiados títulos ya, a quienes la prensa babiosa y canallesca había pegado esa etiqueta (Peaky Blinders, Raised by wolves, El cuento de la criada, From, Perdidos, The Walking Dead, The Strain, Parks and Recreation, FlashForward...), me han dejado parcial o totalmente «meh» como para apresurarme a una nueva decepción.

Por pobre y escéptico, me mantuve al margen del fenómeno mientras Stranger Things crecía a mi alrededor. Mientras naciones enteras caían de rodillas ante esta serie de niños que viven aventuras en mundos de pesadilla, me ocupé con otras cosas, como bajarme vídeos de nuestra amada Riley Reid, o reenviar a mis abogados órdenes de alejamiento de Sara Sampaio o buscar un buen sitio para aparcar la bicicleta.


Y, seamos claros, en mi distanciamiento de la serie estrella de Netflix había no poco componente de formación reactiva. Rodeado de personas que poco menos que me reprochaban no haberme enamorado todavía del título de Matt y Ross Duffer (una entusiasta compañera de trabajo era especialmente tocacojones al respecto), mi probablemente soterrada curiosidad al respecto se manifestó en una paradójica y visceral repulsión hacia esta serie.

Me parece que no me vi la primera temporada hasta el confinamiento pandémico, que, por si no te acuerdas, amado lector, fue esa época de locura, entre finales de 2019 y mediados de 2020, durante la cual tuvimos la oportunidad de hacer un millón de cosas realmente creativas pero preferimos jugar videojuegos y ver la tele. Y eso nos pasó a todos.

Así que me vi Stranger Things, temporada uno. Y me gustó. Pero no fue el ACABOSE que me habían prometido. Era entretenida. Estaba más o menos bien rodada. No puedo decir que estuviese particularmente mal escrita y los Duffer se las habían arreglado para que cada capítulo invitase a engullir el siguiente a la mayor brevedad. Que es una pericia de escritor al alcance de realmente pocos.

Eso sí, me dio la impresión, desde el capítulo piloto, que Stranger Things hacía trampa. Al construir sus audiencias, confiaba demasiado en el poder evocador de la nostalgia, para la franja de espectadores que fuimos niños en los setenta y ochenta, y en la curiosidad y estupor de los Millennials neopunks de la Generación Z hacia el mundo desaparecido, y para ellos exótico, en el que se desarrollaron sus padres, un mundo de salones de arcade, walkmans, vídeos VHS, videoconsolas prehistóricas, Guerra Fría, ordenadores personales de 8 bits sin conexión a Internet, cardados con laca, hombreras, calentadores y la última década de la mejor puta música que oirás en tu vida de mierda.

«¿Será que me he perdido algo?», me pregunté. Así que me apresuré a ver la segunda temporada.

De nuevo, la cosa no mejoró. No empeoró... demasiado, pero mis impresiones iniciales sobre la serie apenas se vieron alteradas. Esta segunda temporada era al menos tan entretenida como la anterior. Al menos tan adictiva como la primera. Sus virtudes eran cuando menos tan visibles como las de la temporada inaugural. Pero yo seguía, y sigo, sin enamorarme de Stranger Things. A lo mejor es defecto mío, pero realmente no me temblaron los labios cuando le dije a mi compañera que ya había visto su amada Stranger Things y que «no me había parecido gran cosa». Así fue como conseguí un dos por uno. Me quité la curiosidad y ahora mi compañera de trabajo no me habla y se cambia de acera cuando me ve. Lo cual es algo que le tengo que agradecer a la serie de los hermanos Duffer. Gracias, Stranger Things. Los gilipollas, cuanto más lejos, mejor.

En mi opinión, Stranger Things tira demasiado de su condición de cartografía de un pasado ya perdido, y que no fue tan bonito como nos lo pintan (te aseguro que vivir en una década en la que un diagnóstico de prácticamente cualquier tipo de cáncer equivalía a una condena a muerte, y en la que te ibas cada noche a la cama preguntándote si te despertarías en un infierno radiactivo a la mañana siguiente, no tenía ni puta gracia). Además, como producto carece de una personalidad propiamente dicha y se limita a remezclar una docena de elementos del género: el programa secreto del gobierno, la investigación ilegal con niños y toda la demás mierda. Que no digo que no los remezcle con acierto. Pero si lo que pretendes es hacer un cóctel de Los Goonies con Los cazafantasmas, Silent Hill, Ojos de fuego y casi cualquier otra de las «novelas góticas» de Stephen King, Poltergeist, Akira y Cuenta conmigo, ya te vamos anticipando que tampoco hace falta ser un genio de la televisión, para qué engañarnos.

Stranger Things es entretenida. Ése no es el problema. El problema de Stranger Things es que está condenada a morir de éxito (los actores protagonistas están creciendo físicamente a una velocidad que pronto les incapacitará para seguir interpretando el papel de adolescentes y, de hecho, en implícita admisión de derrota contra las inexorables fuerzas de la naturaleza, ya se ha anunciado que la temporada 5, todavía no estrenada, será la última). Veremos si eso sucede o no. Lo que es innegable, es que el fenómeno Stranger Things ha matado, o cuando menos lisiado un montón de películas y series producidas tras su exitoso estreno.

Y eso es un problema.

En los despachos de algunas de las más potentes productoras de cine y televisión, algún timorato soplapollas está ahora mismo aleccionando, a un pálido y sudoroso guionista, por qué su película no se va a rodar a menos que la reescriba para que se parezca más a la serie de los hermanos Duffer.

Stranger Things ha extendido, entre algunos deficientes mentales con dinero y poder de decisión, la falsa especie de que, para convertirse en un éxito, toda producción de terror tiene que parecerse lo más posible a Stranger Things. Así fue como David Muschietti reemplazó a Cary Fukunaga como director de It: Capítulo Uno para que New Line Cinema pudiese tener su Stranger Things en Derry (si quieres volver a leer nuestro análisis de la película, pincha aquí, oh mineralizado y vitaminado lector). Y así fue también como Columbia Pictures convirtió la secuela/spinoff de uno de los éxitos más sonados de la (pen)última buena década de cine en su Stranger Things en Arrancaputas de Abajo.

Y así es como 20th Century Studios, antiguamente 20th Century Fox, ha perpetrado Alien: Romulus. Que el espíritu de Billy Wilder los maldiga.

Ya es oficial, muchachos: Ridley Scott, aquí en el rol de productor, ha alcanzado, en su invierno biológico y creativo, una consistencia admirable:

Convierte en mierda todo lo que toca.
(Prueba número uno. Prueba número dos. Prueba número tres. Prueba número cuatro).

John Burdon Sanderson Haldane fue un genetista y biólogo británico famoso, fuera de los círculos académicos, por las «Cuatro fases de la aceptación» que se le atribuyen. Con este sistema, Haldane pretendía criticar, con una pizca de humor, la resistencia del establishment científico a la hora de adoptar nuevas teorías que acababan resultando respaldadas por la evidencia.

Esas fases son, en una traducción un poco libre por aquello de los loles:

Uno: «Esto es una gilipollez que no vale ni la mierda de un perro muerto».


Dos: «Es un punto de vista interesante, muy propio de un subnormal como tú».


Tres: «Bueno, vale, lo que dices es cierto, pero no le importa un huevo a nadie».


Cuatro: «¿Ves? ¡Lo que llevo años diciéndote! ¡Imbécil! ¡Que es que no me escuchas!».

Invertimos el orden de estas fases y tenemos una casi perfecta cronología de la franquicia cinematográfica de Alien.


Alien (1979) y Aliens: El regreso (1986): «¿Ves? ¡Lo que llevo años diciéndote! ¡Imbécil! ¡Que es que no me escuchas!»

Alien³ (1992) y Alien: Resurrección (1997): «Bueno, vale, lo que dices es cierto, pero no le importa un huevo a nadie».

Alien vs. Predator (2004) y Alien vs. Predator 2 (2007): «Es un punto de vista interesante, muy propio de un subnormal como tú».

Prometheus (2012) y Alien: Covenant (2017): «Esto es una gilipollez que no vale ni la mierda de un perro muerto».

Alien: Romulus, dirigida, es un decir, por Fede Álvarez, producida, mátame, camión, por Ridley Scott, y escrita (es otro decir) por el mismo Álvarez, es el destilado puro y sin excipientes de esta cuarta categoría.

Prometheus y Alien: Covenant, con lo horrendas que son (que mira que son  horrendas), al menos intentaban ser cine. Fracasaban miserablemente, pero no se puede negar que lo intentaran.

Alien: Romulus ni siquiera se toma la molestia de intentarlo.
Esto ya lo he visto.

Hay algo parecido a un argumento en Alien: Romulus, pero nada que sugiera la existencia de un guion.

Hay algo parecido a una película en 
Alien: Romulus, pero nada que recuerde al cine.

Hay algo parecido a actores en 
Alien: Romulus, pero nada a lo que se pueda acusar de personajes.

Hay pasta invertida en 
Alien: Romulus (unos 80 millones de dólares), pero nadie que se tome en serio la más reciente iteración de una de las franquicias antaño más exitosas, recientemente más maltratadas, de la historia del Séptimo Arte.

(Y lo peor de todo es que, con una recaudación global de casi 351 millones de dólares, la fórmula perversa de Alien: Romulus probablemente se aplique a futuros proyectos).
Esto ya lo he visto.

Ver Alien: Romulus te deja con una sensación que sólo puede expresarse apropiadamente en las palabras inmortales de una de mis compañeras de facultad (durante un inoportuno silencio en el aula), aquella mañana que llegó a clase cabreada como un chihuahua porque la víspera se había
recorrido todos los garitos de Compostela para acabar volviéndose a casa sin haber conseguido chingar: «¿Y para eso me pasé una hora afeitándome el chocho?».

Alien: Romulus empieza y ya rechinas los dientes. ¿Que Cailee Spaeny es la protagonista? Pero... A ver, que Cailee Spaeny nos encanta. Es una gran actriz y, sin asomo de duda, el alma, el corazón y la concienca de Civil War, de Alex Garland, que hemos diseccionado aquí. Pero... joder... Cailee Spaeny tiene veinticuatro años y, con esa carita de niña y ese metro y medio de altura, aparenta trece. Y el resto del reparto no parece mucho mayor que ella. ¿Me tengo que creer que estos tiernecitos lechones son curtidos mineros y encallecidos astronautas? ¡Joder, Fede Álvarez! ¿Por qué me lo pones todo tan difícil ya desde el principio?
Encuentra las siete diferencias.

Y mira que Sihubiera Güevos sólo tenía treinta tacos cuando nos hizo pasar las de Caín en Alien: el octavo pasajero. Pero, joder. Las señoras de treinta años en 1979 estaban mucho más maduras que las mozas de cuarenta en 2024. Yo no sé si es la evolución, la dieta moderna o qué, pero las pintas prepubescentes de Cailee Spaeny y todos sus compañeros de reparto me echan de Alien: Romulus desde el primer fotograma.

Además, ¿por qué parecen todos un puto anuncio de Benetton? Era ir apareciendo en pantalla uno tras otro de los secundarios e imaginarme a una señora de sobacos morados tachando casillas de una lista: la latina, la asiática con corte de pelo de carpintera lesbiana..., que conste que me cabreó que se dejasen fuera al obeso, la pelirroja y el personaje en silla de ruedas, pero, bueno, lo del androide negro asexuado neurodivergente ya es que me pareció el puto colmo.

Y estos chicos lo hacen bien, que no se me malinterprete (aunque las motivaciones de sus personajes sean demasiadas veces caprichosas). Pero a.) Su aspecto de alevines del Unión Deportiva Fuerteventura me hace muy cuesta arriba tomarme en serio la acción que protagonizan y me inunda con la sensación de estar viendo un remake de esto y b.) Ese forzado desfile de inclusividad racial, absolutamente gratuito e sospechosamente insidioso, tal vez accidental (aunque no nos lo creemos), nos toca lo que representa ambos cojones.

Y la película todavía no ha empezado.

Y menos mal. Porque, cuando lo hace, es peor. Muchísimo peor. Peor de toda peoridad. Peor de comenzar a tener   pensamientos intrusivos y alucinaciones propias de un locatis summum.

Esa escena inicial de la nave espacial «despertando» en respuesta a una lectura de sus sensores. Esa escena que copia casi plano por plano el comienzo del primer acto de Alien, podría haber sido un homenaje al largometraje fundador de la franquicia.

Si hubiese sido el único.

Que no lo es.

Imagínate intentar concentrarte en una película y estar cada cinco minutos diciendo, primero en voz baja y luego a gritos: «eso lo han robado de Aliens: El regreso», «esa escena es idéntica a otra de Alien³», «este plano lo han fusilado de Prometheus», «¡esto lo han PLAGIADO de Alien, cojona!», «¡ME CAGO EN DIOS, QUE ÉSTE ES EL MISMO TERCER ACTO DE ALIEN: RESURRECTION, PERO ESTO QUÉ ES!»

Si tienes aunque sólo sea un mínimo de cultura cinematográfica, el visionado de Alien: Romulus se convierte en una ignominiosa confesión de impotencia de su director. Cada escena, cada diálogo reutilizado de alguna de las películas anteriores, se convierte en un pollazo en la cara con una picha sifilítica y purulenta recién desenfundada del recto de un animal de granja en avanzado estado de putrefacción. Una purga de polonio que te deja tan mal cuerpo que sólo quieres beberte una botella entera de Jägermeister y pedirle a Meowri que te permita tocarle las petacas, a ver si tienen el efecto ansiolítico que se le atribuyen.

Alien: Romulus no es cine. Es un remix de escenas, diálogos, personajes y tramas de Alien, Aliens: El regreso, Alien³, Alien: Resurrección, Alien vs. Predator, Alien vs. Predator 2, Prometheus y Alien: Covenant. Lo de menos es lo que pasa entre esas escenas. Que podría haber sido interesante. Que podría haber dado una buena película. Pero es que Fede Álvarez no parece particularmente interesado en hacer una nueva película de Alien. Su Romulus es puro fan service del peor: el que sobra, el que estorba, el que resta, el que anula la película que pretende revitalizar e insulta a su referente.
Ian Campeador Holme: 4 años muerto y sigue haciendo películas.

Mira que había maneras de insuflarle sangre nueva a Alien, vandalizada y desacreditada por las fechorías de Ridley Scott (si como director de cine no eres capaz de sacar petróleo del talento de Noomi Rapace, Michael Fassbender, Charlize Theron, Katherine Waterston, Bully Crudup, Idris Elba y Guy Pearce, dedícate a vender churros, Ridley). Fede Álvarez, dentro del margen de maniobra que le hayan dejado 20th Century Studios y Scott Free Productions (que nos apostamos que no ha sido mucho), podría haber intentado hacer algo como lo que Dan Trachtenberg hizo para la franquicia Predator (nuestro análisis de Prey, aquí). Pero, en vez de echarle un par de pelotas (suponiendo, insistimos, que Álvarez tuviese la autoridad creativa, el poder autoral de hacer tal cosa), ha tirado por el camino del medio y se ha currado esta casi-secuela (se supone que la acción de Alien: Romulus transcurre entre Alien y Aliens: El regreso) esta casicuela que hará muy felices a todos los fans de Stranger Things, a quienes damos la enhorabuena y enviamos todo nuestro amor, pero que debería enseñarse en todos los talleres de audiovisuales y escuelas de cine como ejemplo casi perfecto de todo lo que no se debe hacer, nunca, cuando ruedas una película, a menos que tu intención declarada sea firmar una transparente parodia de uno de los últimos genuinos clásicos del cine del siglo pasado.

Ahí queda eso. Me voy a ver, por enésima vez, Alien: El octavo pasajero, a ver si se me quita el mal sabor de boca.
Para que se te quite el mal sabor de boca, lector amado.