lunes, 19 de junio de 2017

El mensaje

Pregunto.
Si de verdad quieres dedicarte a esto de perpetrar historias (por cierto, ¿lo saben ya tus padres? ¿Crees que se lo tomarán bien?), va siendo hora de que empieces a preocuparte por el mensaje.

Sí, el mensaje.
«Oh, no me vengas con esas milongas, que yo sólo escribo novelas de evasión, pijotaditas de espías tipo James Bond, space-opera casi indistinguible del peor episodio de Star Trek, novelas del oeste que son refritos de películas de Sergio Leone y clones de combate de Harry Potter. No me importa el mensaje. No pretendo enviar ningún mensaje. Lo único que quiero es que mis lectores tengan algo entretenido que sostener entre las manos cuando van a cagar.» 

Pues aun así deberías preocuparte por el mensaje.
Y mucho.
(Y ahora es cuando, para explicarte el por qué, redacto una entrada injustificadamente larga, espolvoreada de humor ranciomachista y adobada con una foto de Sara Sampaio en algún grado de desnudez)
(Empezamos)
Razón Número Uno: lo quieras o no, ya estás enviando un mensaje.

El arte es comunicación. El propósito de la comunicación es intercambiar un mensaje entre emisor y receptor. Puesto que la literatura es, o aspira a ser, arte, el silogismo es obvio hasta para ti. Sin comunicación no hay literatura. Sin mensaje, tu cenutria novela 0025 Contra el doctor Tal Vez no seducirá a ningún lector.

Y como eso de leer libros es muy cansado («¡Si es que tienen demasiadas letras, joder!») te voy a poner algunos ejemplos sacados de películas, que ésas casi nunca tienen  texto.
¡SPOILERS INCOMING! ¡SPOILERS INCOMING!

Daylight (incomprensiblemente estrenada en España con el título Pánico en el túnel, que es como si The Tragedy of Othello, the Moor of Venice, de Shakespeare, se hubiese estrenado en España bajo el título Puto negro mahometano mata a mujer blanca)  es una película de 1996 en la que Sylvester Stallone, todavía en una razonablemente buena forma física, interpreta a Kit Latura, un especialista en emergencias que se mete, con sólo una linterna, un poco de explosivo plástico y sus latinos cojones, en uno de los túneles de Nueva York, hundido por ambos extremos debido a un gravísimo accidente de circulación. La misión de Latura: rescatar a los conductores atrapados allí abajo. A lo largo del metraje, Latura guía a los supervivientes de la tragedia a través del túnel, evitando derrumbamientos, incendios, fugas de gas, obstáculos y, sobre todo, el abrazo de las álgidas aguas del río Hudson, que suben y suben amenazando con helar o ahogar a los personajes, lo que suceda primero.
Stallone Daylight: cuando el actor protagonista se convierte en un género en si mismo.

La peli nunca ganó ni podía ganar un Óscar, pero El paciente inglés sí y al menos Daylight no da sueño. Cada uno de los personajes tiene sus mierdas personales que ventilar (y ningún momento mejor para hacerlo que en mitad de una situación crítica, o sea cuando vayan a aumentar la tensión) y una personalidad más o menos bien definida que sirven, llegado el momento, para ponernos los cojones por gargantilla («¡Pero mira que hay que ser subnormal!») o arrancarnos una lagrimita (yo es que soy muy lloreras). Hay un aventurero pelín narcisista, y con ínfulas de salvador, en Viggo Mortensen; una clásica familia norteamericana con hijo pasota y padre sobrepasado por los acontecimientos que encuentra su coraje e incluso una villana de carne y hueso en Rosemary Forsyth, esa funcionaria del ayuntamiento que decide empezar ya a desescombrar el túnel derribado aunque los técnicos de emergencias le advierten que así acelerará la inundación, (matando a Latura y a las víctimas atrapadas dentro) porque es que en realidad a ella los supervivientes como que se la pelan. Lo único que le importa es que una de las principales arterias de tráfico de Manhattan está bloqueada y eso interfiere con el sagrado derecho de los neyorquinos a ir en coche a comprar tabaco al estanco de la esquina, merced otorgada por Dios a los americanos y que está por encima de ninguna vida humana de mierda.

Daylight es la típica peli para ver estirado en el sofá, con una Coca Cola fría a mano (o una Pepsi, que también nos vale) y algo para picar (aquí, una crítica casi despiadada.). La peli que atrae a la gente a los cines en verano no porque les mole Stallone, o el género de catástrofes, o les ponga burros alguno de los actores. Vamos que es un largometraje del que, a priori, uno no esperaría un mensaje (al menos no uno legible) o, que si lo tiene, es tan evidente, manido y soso que nos pasa casi desapercibido. 

Bueno, pues lo pretendieran o no sus guionistas, Daylight tiene mensaje.

Pero no podría decirte cuál.
¿«Si te dejas guiar por el chulito piscinas de turno y no por el tío sensato que te dice la verdad, aunque no te guste, la acabarás palmando»?
«No sé quién ha sido, pero no pienso limpiarlo.»
Podría ser ése el mensaje. Cuando Latura contacta con los supervivientes, no todos ellos deciden seguirle. Una mayoría decide esperar a que los equipos de desescombro lleguen hasta ellos. Otro pequeño grupo, entre los cuales se halla un adolescente rescatado del autobús de un correccional (el típico atontolinao sacrificable), chaval al que es evidente que no dieron un par de buenas hostias cuando más las necesitaba, prefieren confiar sus esperanzas al personaje de Viggo Mortensen, que busca una salida del túnel por sí mismo, desoyendo los buenos consejos de Stallone, y que acaba hecho potito cuando provoca un derrumbamiento sobre su dura cabezota.
¿«Si tienes fe y luchas, te salvas, si confías en que otro te saque del agujero, estás jodido»?
Hombre, mira, ése podría ser otro mensaje. Un mensaje compatible con la farfolla insufrible del self-made man que avena la mentalidad estadounidense. «¡Esfuérzate al ciento diez por ciento y no habrá nada que no puedas hacer! ¡Sobre todo si te interpreta Stallone
¿«Cuando se presente un líder, obedécele a ciegas, o Dios se te follará por la oreja»?

Estás empezando a acojonarme.
¡Chabuuuj-buj-buuuj!
Sí que el personaje de Stallone tiene algo de caudillo mesiánico, «¡yo os guiaré hasta la luz del día!», e incluso hay un falso profeta en el personaje de Viggo Mortensen, que prometía un camino rápido y recto a la salvación y acaba convertido en carne para kebab. Pero no. No creo que debamos hacer una lectura religiosa de Daylight. Porque esa lectura es muy siniestra. Compatible con el cristianismo de Antiguo Testamento que los pioneros llevaron a las trece colonias de Nueva Inglaterra y en el cual se basa la idiosincrasia de los Estados Unidos, si existe tal cosa, pero siniestra a pincho.
«Eeeeeh... ¿Un homenaje a La Divina Comedia, con Stallone en el papel de Virgilio, guiando a un rebaño de Dantes a través del infierno?»
Ahí te has pasado, tío. Pero como mil pueblos y once sistemas solares.
«Bueno, pues entonces ¿cuál es el puto mensaje?»
«Salvemos al perro y matemos al negro.»
«No me chingues.»
Oye, es lo que yo saqué en claro la primera vez que vi la película. Y sigo sin explicarme cómo ese guión se filmó sin que nadie de la Universal pusiera el grito en el cielo. Llegados a cierto punto de su viaje subterráneo, los supervivientes deben pasar por un cuello de botella, único camino posible e infranqueable por el personaje de Stan Shaw, un negro poli que, a raíz del accidente en el túnel, ha quedado paralítico y al que acarrean en una improvisada camilla. Y, como no pueden pasar con él, le abandonan, después de hacerle ver que no hay otra posibilidad, que es lo único que se puede hacer, que cómo van a sacrificarse todos por él, y de que el negro personaje acepte su inminente muerte con resignación cristiana.

Pero a nadie se le ocurre abandonar al perro de la pareja interpretada por Colin Fox y Claire Bloom.

«¿Puestos a elegir entre un animal y un negro preferimos al animal?»

Dudo mucho que ése fuera el mensaje que el director y el guionista querían transmitir.

Pero es el que yo capté.

Razón Número Dos: si no te aseguras de dejar bien claro el mensaje, alguien lo hará por ti.
(Corolario a la Razón Número Dos: por más claro que hayas dejado el mensaje, nunca faltará al menos un tonto que lo interprete a su peculiar manera.)
En el año 2000, Christian Bale nos maltrató en American Psycho con su más sobreactuada interpretación (de momento). La película, basada en la novela homónima de Bret Easton Ellis, refleja las malandanzas de Patrick Bateman, un ejecutivo de una firma de Wall Street vanidoso, ególatra, codicioso... y asesino en serie. La novela (que no hemos leído) en la que se inspira la película pretende erigirse en crítica feroz del materialismo voraz y la ausencia de empatía, sacrificada en el altar del éxito, de los yuppies neoyorquinos que la desregulación de los mercados financieros auspiciada por las administraciones Reagan multiplicó como cucarachas de motel barato. Lo cierto es que la tesis del libro no puede ser más clarividente: ¿dónde podríamos encontrar antes a un psicópata, es decir a un tío incapaz de identificarse con sus semejantes y volcado en un perenne culto a su propia pesona, si no en el mundo de las altas finanzas, donde se fomentan y se recompensan las conductas despiadadas, el egocentrismo, la agresividad y las puñaladas en los riñones?
«¡Cómo mola eso de matar! ¡Lástima no haberlo probado antes!»
Jason Bateman es incapaz de establecer un vínculo afectivo con nadie (tiene incluso novia oficial, pero prefiere el sexo mercenario), lo mide todo en función del beneficio o la satisfacción personal que pueda alcanzar, usa a las mujeres como meros agujeros calientes en los que vaciarse la huevada, gasta casi todo su dinero en música, ropa y complementos de marca, restaurantes caros y productos de belleza personal: cultiva su cuerpo como si pretendiese convertirlo en el cánon de la perfección física... e intenta matar a un compañero de trabajo porque sus tarjetas de visita son más molonas que las suyas.
(No sé por qué te escandalizas: a fin y al cabo, se necesita el mismo estómago a prueba de bomba para escabechar a un cristiano que para desahuciar a dos mil trabajadores hundiendo la cotización en bolsa de su empresa o adquiriéndola a precio de saldo con maniobras especulativas.)
Cágate vivo.
Jason Bateman tiene problemas. Joder, los problemas de Jason tienen problemas, y encima Jason Bateman trabaja en un negocio donde alimentan sus instintos de depredador,  le recompensan por ser egoísta e insensible y le desafían a llegar aún más lejos. Si el entorno urbano es el ecosistema de los asesinos en serie (no lo digo yo, lo dice Robert Ressler en casi todos sus libros, y si de algo entendía el señor Ressler era de esto), el capitalismo salvaje e insolidario, que fomenta el individualismo ciego y la gratificación personal por encima de todo, es su religión. Me parece que el mensaje de American Psycho no puede estar más claro:
«Tratar a las mujeres como a putas y matar gente es la hostia de divertido.»

No, venga, estoy de guasa. Realmente creo que American Psycho es una crítica feroz al capitalismo, pero yo he leído por ahí que el New York Times la proclamó la película más indigesta de 2000 («the most loathsome offering of the season»), poco menos que llegó a acusarla de fomentar la violencia contra la mujer y recordó, no sin un cierto placer morboso, que Bret Easton Ellis llegó a recibir amenazas de muerte tras la publicación del libro.

No es coña.
Los kilotones de gore que destilaba la novela, y que en la película sólo asoman la patita, eran más de lo que el público americano estaba dispuesto a soportar y se convirtieron en la justificación de un verdadero maelstrom de odio contra el libro, su autor, sus editores y el Lucero del Alba. Después de que muchas empleadas de Simon & Schuster e negasen a trabajar con el libro y de que el jefe de arte, que había hecho las portadas de otros libros de Ellis, rehusase hacer la de éste, la editorial sacó American Psycho al mercado... y  poco después retiró la obra de las librerías, guillotinó toda la tirada y renunció a futuras reediciones. Cuando sus archienemigos de Alfred A. Knopf retomaron la publicación, el editor en jefe, Sonny Mehta, empezó a recibir «industrial quantities» de cartas amenazadoras y paquetes de carne cruda...
(La película, que yo sepa, no produjo el mismo efecto. Quizá porque en el año 2000 ya estábamos todos curados de espantos.)
¿Nos vamos entendiendo?

Razón Número Tres: si no haces tuyo el mensaje, alguien lo hará suyo (y te acabarás cagando en sus muertos por orden alfabético). 
¡Puta droga!
En el año 1968, Stanley Kubrick estrenó su maravillosa y misteriosa 2001: A Space Oddisey. Basada en el relato The Sentinel, de Arthur C. Clarke, que también escribió el guión de la película, a cuatro manos con Kubrick, y una novela desarrollando el mismo libreto.

En aquella época yo todavía no era ni un cigoto, pero he tenido oportunidad de hablar con personas que asistieron al estreno del film en Santiago de Compostela y me han asegurado que los cines se llenaban de estudiantes de filosofía y letras, cada uno con su propia y amarihuanada teoría acerca del tercer acto de la película, en la que el astronauta Dave Bowman (interpretado por Keir Dullea) se transforma en el «niño cósmico».

Una verdadera olimpiada de pajas mentales que no sabría por dónde empezar a deshojar, pero que, dada la época y el público, probablemente tenían mucho que ver con Marx, Freud o lo que les cayese en el programa de estudios aquel cuatrimestre.

Parte del problema de 2001 es su propia osadía narrativa. Kubrick escogió pasar olímpicamente de las convenciones del Séptimo Arte y ofrecernos una lección magistral sobre técnica cinematográfica. En vez de potitos nos dio un chuletón crudo. En lugar de recurrir a una voz en off o un diálogo entre personajes que nos expliquen lo que estamos viendo, Stanley construye su obra maestra con la materia prima del cine mismo: 2001 está narrada con imágenes, efectos de sonido y música. Nada más. Nada menos. En todo el metraje (algo menos de dos horas y media), no hay ni cuarenta minutos de diálogos.

2001 es un desafío a nuestra capacidad de concentración. Una muestra de respeto a la inteligencia del espectador (lamentablemente sobrevalorada por Kubrick, como se comprobó después). Isaac Asimov la definió en un ensayo de 1977 como «la primera película de ciencia-ficción adulta», no en el sentido de que hubiese fornicio y nudismo en ella, sino precisamente por todo lo contrario. En 2001 no hay naves parecidas a cohetes V-2 capaces de superar la velocidad de la luz, ni planetas exóticos con criaturas de fantasía, ni pistolas de rayos, ni malvado lord oscuro del Imperio Galáctico, ni científico excéntrico con hija pechugona, alelada y fornicable, que se encoñe del capitán de la expedición. 2001 pretendía devolverle el respeto perdido al género de ciencia-ficción tratando a sus espectadores como a adultos.
(Vamos, que 2001 no era La guerra de las galaxias.)
Viéndolo en retrospectiva, parece que Kubrick se pasó de frenada. Su película es tan oscura y repelente que, en muchos cines, el prólogo del largometraje (esos tres minutos, más o menos, de pantalla negra y música casi esquizofrénica, que recrean el caos primordial posterior al Big Bang) no se emitieron por miedo a que los espectadores pensasen que el proyector estaba averiado y abandonasen la sala.
(Kubrick se cabreó muchísimo cuando se lo contaron.)
Si no existiera esta peli, habría que inventarla.
Tras años de silencio, Stanley Kubrick tuvo que acabar explicando el misterioso final de 2001 en una versión para DVD con comentarios del director. Ahí va: al penetrar en el monolito que orbita Júpiter (hermano mayor del que fue descubierto enterrado en la luna) y tener su subida de ácido cósmico, Dave Bowman queda atrapado en una especie de bucle temporal en el cual nace y muere, y renace y vuelve a morir en un ciclo sin fin durante el cual la evolución lo transforma en un nuevo tipo de ser, sólo aparentemente humano, pero dotado de  sensibilidad sobrehumana y una superior inteligencia.

El churumbel cósmico.
(Curiosamente, no es ésa la conclusión a la que llegas si te lees el libro de Arthur C. Clarke, versión novelada del guión. Y me niego a creer que Artie malinterpretase el mensaje de su propia obra.)
No me tengo por un puto genio, pero vi 2001 por primera vez cuando aún no me había terminado de crecer el vello púbico y no tuve excesiva dificultad en entenderla. Aunque mi particular lectura del tercer acto era un poco más metafísica (Dave Bowman debía nacer y morir un número casi infinito de veces, y acumular la experiencia de todas esas vidas, para equipararse a los seres que habían creado los monolitos, tan por encima de él en la escala evolutiva como los mismos dioses, y poder llegar, andando el tiempo, a reunirse con ellos de igual a igual), tampoco se aleja tanto de la versión dada por Kubrick.

E insisto: soy cualquier cosa menos un cerebro privilegiado.

Aún así, la recepción de 2001 y su infinitud de lecturas distintas delatan la existencia de una legión de melones muchísimo más duros que el mío. Y cada uno de ellos con su propia versión del mensaje que Kubrick creía haber dejado muy claro.
Stanley Kubrick parte en búsqueda de vida realmente inteligente.
Piensa en ello.

Razón Número Cuatro: si no cuidas el mensaje, podrías estar mandando alguno muy pero que muy siniestro.
¡Ah, aquellos tiempos en 8 bits!
Rompe, Ralph!, estrenada en 2012, es la primera película de animación de Disney, en muchos años, que no me produjo arcadas. Quizá por su homenaje a los videojuegos clásicos, a muchos de los cuales jugué en su día, quizá porque la historia no está mal del todo, quizá porque Vanellope von Schweetz es adorable... Yo qué sé. El juego hasta me arrancó una lagrimita al final y todo.

Y de repente me dije ¡espera un puto minuto!

Ralph, el protagonista, es un villano de máquina recreativa que está hasta las pelotas. Está harto de vivir en una escombrera, está harto de romper cosas, está hasta los mismísimos de hacer todos los días las mismas cuatro mierdas, de no tener ni un amigo y de que la gente le deteste mientras que adoran a Fix-it Felix, el personaje que, con su martillo mágico, arregla en cada partida el estropicio dejado tras de sí por Ralph.

Ralph sólo quiere ser aceptado y amado. Quiere vivir, con el resto de personajes del videojuego, en la casa que está ya harto de derribar una y otra vez. No quiere seguir durmiendo entre cascotes. Quiere ser uno más. Para conseguirlo emprende un viaje iniciático a través de otras máquinas recreativas en busca de una medalla dorada que le distinguirá como héroe y le abrirá las puertas de la casa en la que no se le permite vivir, porque, coño, ¡es el villano del juego!
¡Si es que me la comía! Pero no a lo pederasta, ¿eh?
Pues bien, Ralph vuelve victorioso de su odisea y encuentra a todos sus vecinos mudándose. Falto de un enemigo, el videojuego no funciona, los demás personajes no tienen nada que hacer, los chicos que intentan jugar a la máquina no pueden y el dueño del salón recreativo, creyéndola averiada, está decidido a desconectarla, destruyendo el hogar de Ralph y sus convecinos.

Mensaje de Rompe, Ralph!: «Si tu trabajo es una mierda, si tu casa es una mierda, si duermes entre la basura y tu vida es una mierda, jódete y aguántate, y no intentes conseguir nada mejor o destruirás el universo.»

Menos mal que no hicieron a Ralph negro.

Razón Número Cinco: o la historia está al servicio del mensaje o esto es un sindios.

Cuando no te preocupas de ponerle unas buenas riendas a tu mensaje te pasa lo que al sabio y al tonto: tú señalas la luna y todo el mundo mira el dedo.


La burbuja inmobiliaria haciendo implosión.
Inception es una de esas películas sin grados de gris: o la adoras o la detestas. No las tenía todas conmigo cuando fui a verla, aunque era de Christopher Nolan y, creo haberlo dicho ya, me gustan las pelis de Christopher Nolan. Tal vez la culpa fuese de Leopoldo Di Carrillo. No sé por qué, y mira que me repatea, pero le tengo manía al pobre hombre (quizá porque James Cameron le usó en Titanic para intentar convencernos de que hay que ser un enano con cara de efebo para cepillarse a Kate Winslet). Por el motivo que fuese, fui a verla con las defensas altas...

...y tuve que bajarlas. La peli me encantó (sí, yo soy de los que la adoran). Creí en su momento que podría suponer una pequeña revolución de estilo en el género de ciencia-ficción, como lo había sido en su día Matrix. Estaba convencido de que surgirían otras películas «estilo Inception» como surgieron muchas «estilo Matrix» (aunque parece que en esto me equivoqué. La única peli remotamente parecida que ha surgido en todo este tiempo es la de Doctor Extraño.) Yo y el amigo que me llevó a verla (¿Hola? ¿Krioko? ¿Sigues vivo? Pestañea dos veces para decir «sí» y dos veces y media para decir «eutanasia») salimos de la sala comentando nuestras escenas favoritas, nuestros diálogos preferidos, la música, el argumento (búscalo en Google, que ya te he dado bastante la vara hoy), el concepto mismo de ese mundo onírico dividido en capas superpuestas donde se pueden «sembrar» ideas de las que no somos conscientes, pero que determinarán nuestros actos durante la vigilia, y la reflexión que eso introducía acerca del libre albedrío y nuestra propia identidad, y la advertencia acerca de los peligros de abismarnos en nosotros mismos y volver la espalda a la realidad, hasta el punto de no distinguir entre el mundo real y la fantasía, o no reconocer aquel cuando lo tengamos delante, y de qué buena está Marion Cotillard; pues a mí no me gusta, a quien le hacía yo un petroleado de bajos es a Ellen Page, si no fuese lesbiana; ¡para!, ¿que Ellen Page es lesbiana?; muchísimo. Lo contó en una entrega de premios y...

...y resulta que nos habíamos perdido el mensaje.

De hacer caso a la gente con la que hablé del tema, el mensaje de Inception es que la puta peonza cae al final. O no. ¡O yo qué se!
Me la suda.
La luna.

El dedo.

El mensaje.

La puta peonza.

Razón Número Seis: si necesitas seis razones para convencerte de lo importante que es el mensaje, eres un botarate y un gilipuertas y no, repito, NO deberías escribir nunca. Ni siquiera la lista de la compra. 

Permíteme que te resuma el mensaje de esta entrada de Paratroopersdon'tdie: asegúrate de trabajar el mensaje u otro lo hará por ti. Mira si no lo confusa que resulta esta foto:
¡AAAAAAAAAAAAAH!
Si sólo tuviese esta imagen suya, no podría menos que sospechar que la divina Sara Sampaio es una de esas... eeeeeh... «chicas con sorpresa». Vamos, de las que no necesitan de ninguna ortopedia para mear de pie.
(¡Me da igual! ¡Me la quedo!) 

La culpa es del fotógrafo, que no pudo elegir peor encuadre y por lo tanto envía un mensaje... poco claro, por decirlo suavemente.

Un mensaje con pilila donde no debería haberla.

sábado, 3 de junio de 2017

Las liebres y las sardinas

Hoy voy a compartir contigo, querido lector, tres historias que son también tres lecciones de las que espero puedas algún día aprovecharte.

La primera historia trata sobre el valor y el orgullo, sobre una pequeña luz de esperanza ardiendo en la noche más oscura de la civilización. 

La segunda historia nos habla del esfuerzo titánico de toda una generación, y el sacrificio de no pocas vidas, para expandir las fronteras de la especie humana y para que un anciano pudiese gozar del sexo oral.

Por último, la tercera historia es una reflexión sobre la vida y la muerte, sobre las limitaciones de la existencia humana y la pasión con la cual deberíamos afrontar nuestros días sobre este mundo que es, hasta donde nos ha sido dado conocer, el único del que vamos a disfrutar.
(Vamos con la primera historia.) 
La guerra no terminó.
Londres tras recibir los afectuosos saludos de tío Adolfo.
No todas las bombas alemanas lanzadas sobre Londres durante el blitz de 1940 a 1941 estallaron. Algunas de ellas impactaron contra el suelo y se quedaron allí, bien porque las espoltas no hubiesen tenido tiempo de armarse tras abandonar la bodega de un Heinkel He 111 u otro avión cruzgamado, bien porque en el artefacto hubiese algún componente defectuoso, bien por la fase de las mareas o porque el ángel de la guarda de alguien estuviese particularmente despierto aquel día.

De entre aquellos artefactos sin estallar, no todos pudieron ser sometidos a voladuras controladas (de largo la mejor solución siempre que te enfrentas a un explosivo latente, que puede estallar a traición a poco que intentes manipularlo.) Varias bombas nazis estaban demasiado cerca de edificios estratégicos, redes de comunicaciones, refugios civiles o cualquier otra estructura que habría recibido de lleno la onda expansiva y la metralla, agravando los padecimientos de los sufridos londinenses y privádoles de una instalación crítica. Era en estos casos cuando entraban en acción los artificieros del Royal Logistics Corps, unos fieras con sangre de horchata y pulso de neurocirujano que extraían las espoletas de las bombas sin detonar y trasladaban el artefacto a lugar seguro; tarea tan bizarra como mal pagada a cambio de la cual a veces entregaban un órgano, un miembro o la misma vida.
«Que sepas, Hitler, que nos acordamos mucho de ti, pero más de tu madre.»
Uno de estos artificieros reales se encontró, en el transcurso de su trabajo, con un misterio: al sopesar un detonador recién extraído de una bomba alemana lo encontró extraordinariamente ligero. Como si estuviese hueco. Ante la posibilidad de que los nazis hubiesen desarrollado un nuevo tipo de fulminante, abrió la espoleta y se llevó la sorpresa de su vida. Estaba vacía, a excepción de un librito de cerillas usado en el cual alguien había escrito una frase estremecedora:

«Polonia lucha todavía.»
(Agárrate los machos, que aquí viene la segunda.)
De eso nada, monada.

Cuando el joven Neil Armstrong no era más que un guaje tenía por vecinos al matrimonio Gorsky. En cierta ocasión, mientras el niño Armstrong jugaba al béisbol con su hermano, lanzaron la pelota al jardín de los Gorsky, justo bajo la ventana del dormitorio principal de la casa. El intrépido Neil saltó la valla, corrió como un gamo hasta su pelota y, al agacharse para cogerla, oyó claramente cómo la señora Gorsky le decía a su marido, más o menos lo siguiente:

«¿Mamarte el rabo? ¿Mamarte el rabo, dices? Mira, nene, que una cosa te quede muy clarita: yo te succionaré la verga el día que el chico de los Armstrong camine sobre la luna.»

El 21 de junio de 1969, Neil Armstrong se convirtió en el primer ser humano que ponía el pie nuestro satélite. Él y su compañero Edwin Buzz Aldrin caminaron sobre la muda superficie de la luna, tomaron muestras, realizaron algunos experimentos, hicieron docenas de fotografías y, lo más espectacular de todo, regresaron  para contarlo.

«Heil Hitl!... Estooo... ¡Que me he liao!»
Pero, justo antes de abordar de nuevo el LEM que les devolvería al Módulo de Mando en órbita lunar (donde Michael Collins se moría de envidia y se hurgaba el ano con los cepillos de dientes de sus colegas), Neil Armstron, el astronauta más famoso del mundo, miró a su planeta natal, una hermosa y frágil canica azul en el horizonte, y tuvo un momento de recuerdo para su vecino.

Las últimas palabras que el primer hombre sobre la luna pronunció  antes de emprender el vuelo a casa fueron: «buena suerte, señor Gorsky.» 

Nunca llegamos a saber si la señora Gorsky cumplió su parte del trato.
(Por último, el colofón)
El tiempo que nos fue concedido.
Steve Jobs doctor honoris ego.
En junio de 2005, Steve Jobs (sí, ése Steve Jobs) fue invitado a dar el discurso de graduación de la 114ª promoción de licenciados de la universidad de Stanford. Como yo, él también quiso compartir tres historias con su audiencia. Habló en primer lugar de su condición de hijo no deseado, de cómo su padre biológico le rechazó y su madre soltera decidió darlo en adopción con la única exigencia de que sus padres adoptivos le garantizasen una educación universitaria... que supondría para ellos un esfuerzo económico ímprobo. Steve acabó viviendo como un mendigo. Incapaz de costearse un apartamento o una residencia de estudiantes, dormía en el suelo de los cuartos de sus amigos, cambiaba envases de Coca Cola por centavos para comprarse bocadillos y gorroneba una comida sustanciosa a la semana en el templo de los hare krishna... a once kilómetros de distancia, que recorría a pie porque no tenía ni una triste bicicleta ni pasta para el bus.
(Steve, por cierto, jamás llegó a graduarse, ni en Stanford ni en ningún otro sitio. Su discurso de 2005 fue lo más cerca que estuvo de una graduación.)
Stevie en los ochenta.
La segunda historia que Steve Jobs compartió con su público aquel día fue su despido de Apple, la compañia que él y Wozniac habían fundado juntos. Con treinta años, se vio de repente en la puta calle, expulsado por su propia Junta Directiva. Aunque John Sculley insiste en que nadie le despidió, que Steve se despidió él solito, el fracaso de ventas del Macintosh, producto maldito para el cual ningún desarrollador quería programar ni compilar software, desencadenó la salida de Jobs de la empresa que había creado.
Como Apple, pero con muchísima menos pasta.
Éste fue un momento de crisis personal para Steve Jobs (ya quisiera yo que a los 30 me despidieran de mi empresa y ya sólo me quedase averiguar en qué me iba a gastar mis millones), en el que llegó a considerar la posibilidad de huir de Silicon Valley. Pero se rehizo. Fundó NeXT Computer y también Píxar (sí, sí, ese maravilloso estudio de animación que Disney está destruyendo sistemáticamente) y acabó regresando a Apple en pleno de declive de ésta, como Aragorn a Minas Tirith y, para demostrar que no había rencores, puso de patitas en la calle a toda la Junta Directiva y llevó a la marca de la manzana mordida a lo que es hoy en día.

La tercera y última anécdota que Steve compartió con los alumnos de Stanford en aquel caluroso día de junio de 2005 fue una historia sobre la muerte. Habló de cómo, un año atrás, le habían diagnosticado cáncer de páncreas. El médico le dijo a Jobs: «vete a casa y arregla tus papeles.» Enfrentado a la certeza de su propia  muerte, Steve tuvo pensamientos para su esposa, para sus hijos, a los que ya no vería crecer, y para todos sus seres queridos, de los que tendría meses, tal vez semanas para decir las cosas que debería haber dispuesto de toda una vida para expresar.
Steve Jobs presentando el iPhone.
Aunque una biopsia acabaría demostrando que Steve Jobs sufría la única forma de cáncer pancreático susceptible de cirugía, en su alocución a los estudiantes de Stanford, Jobs empleó su reciente careo con La Parca para exhortar a su joven audiencia a no desperdiciar sus vidas haciendo cosas que no les apasionasen, a perseguir siempre sus sueños, encontrar aquello que les motivaba y esforzarse en hacerlo todos los días de sus vidas, para que cuando les llegue la hora postrera, cuando oigan su llamada a abandonar la escena, no tengan que reprocharse haber vivido alienados de su propia vida.

Y ahora la patada en la boca.

Estas tres historias, aunque no lo parezcan, comparten un denominador común:

Son mentira.

Por el mar corren las liebres por el monte las sardinas, tralará. 
Definitivamente, para esto hay que valer y punto.
Oí por primera vez la historia de la bomba trucada de labios de mi difunto abuelo materno, a quien sobra decir que quería con locura. Nunca me cansaba de volver a escuchar la fábula del prisionero polaco. Mi abuelo (que sabía de Historia más que un catedrático) no recordaba dónde la había leído, o quién se la había contado, y tampoco podía darme ninguna referencia temporal o espacial, ningún nombre o fecha que me permitiesen rastrear ese extraordinario episodio de la más tenebrosa hora del siglo XX.

Soy licenciado en Historia y, si algo aprendí en cinco años de carrera (vale, fueron seis, pero porque fui aparcando todas las asignaturas optativas y de libre configuración hasta el final), es que la ausencia de datos es siempre sospechosa. Si alguien te cuenta un cuento, pero no recuerda quién se lo contó, ni sabe decirte cuándo o dónde pasó todo eso, lo más probable es que dicha persona, quizá con la mayor de las inocencias, te esté contando una mentira.

¿Y qué decir del bulo mamandicio de Armstrong? Por Dios, que es más falso que un euro de madera. Aunque el vejete cabrón de Neil permitió, con su silencio, que la leyenda creciese y creciese. ¡Algo tendría que hacer el hombre para entretenerse, cuando ya al mundo se la bufaba la carrera espacial y a él no se lo ponía firme la butifarra sin pastillitas azules!
Para años de recochineo tuvo, con la puta mentira.
(Pero no me creas. Haces bien: los escépticos heredarán el Cielo. Anda, coge las transcripciones de las transmisiones de la misión Apolo XI y repásatelas tú mismo, campeón.)
Pero creo que la trola más gorda es la de Steve Jobs y su cáncer.
Steve Fassbender haciendo de Michael Jobs.
A Jobs le fue diagnosticado un cáncer de páncreas en 2003. Eso es cierto. Probablemente también sea cierto, pese a su evidente intención melodramática, la escena del oncólogo recomendándole a Jobs que dejase sus asuntos en orden porque muy pronto iba a comerse su último tofu, y la del médico llorando sobre el microscopio tras descubrir, al examinar las células de la biopsia, que Steve no sufría un adenocarcinoma (mayoritario en los enfermos de cáncer de páncreas y prácticamente una sentencia de muerte) sino tumores neuroendocrinos que, efectivamente, podrían ser extirpados mediante cirugía.

Todo lo demás es mentira. Bullshit, Steve. Bullshit.
¡Que sí!
Mientras se dirigía a los estudiantes de Stanford, Steve Jobs no estaba curado de su enfermedad. No se había operado. No había recibido el más mínimo tratamiento. El cáncer seguía dentro de él, más fuerte que nunca, y Steve lo sabía. Todo porque cuando le fue diagnosticado el cáncer, Jobs se negó a operarse o a recibir ningún tipo de tratamiento. Estaba decidido a demostrarle al médico que el páncreas se lo podía curar él solito con zumitos de zanahoria, té de pinocha, incienso, flores de Bach y sus Stevejóbicas pelotas. Que para algo era Steve Jobs, fundador de Apple, genio multimillonario, decimoséptimo avatar de Buda, emperador del universo.

Steve se pasó nueve meses recitando mantras y tomando tisanas de escroto de ciervo, o esnifando bayas de goji o vete tú a saber haciendo qué, y colgándole el teléfono al médico cada vez que le llamaba para suplicarle que se sometiese a la cirugía o prometerle un 100% de supervivencia como mínimo diez años tras la intervención. «¡Guárdate tus venenos destilados del petróleo y probados en animales, curandero! ¡Yo me voy a sanar a mí mismo moviendo la kundalini a través de mis propios chakras y gracias a la autosuficiencia ayurvédica de mis todopoderosos cojones!»

Cuando Jobs regresó al médico, porque ni toda la estevia, las cataplasmas de perejil y los preparados homeopáticos lograban detener el deterioro de su salud, el cáncer ya se había extendido. Y mucho.
Steve ya más allá que acá.
Steve sabía muy bien todo eso cuando leyó su discurso a los graduados de Stanford en 2005. Unos críos que empezaban sus primeros pasos en la vida adulta. Jóvenes que estaban encantados de que Jobs hablase en su graduación, que tal vez consumían productos Apple, que admiraban a Steve, que, me juego lo que sea, le consideraban un ejemplo a imitar, un guía espiritual, un semidios. Steve aceptó la invitación de la universidad y dirigió a los licenciados un discurso motivador. Tal vez aquellos chicos se emocionaron al oírle, seguro que atesoraron sus palabras, que acuñaron su filosofía vital: «haz lo que te apasione y hazlo ya, porque mañana estarás muerto»

Imagina que oyes el mejor discurso que te han dado en tu puta vida.

Y la parte más importante está basada en una mentira.
(Yo también me emocioné con el discurso de Steve, cuando me enviaron el enlace a un vídeo de Youtube hace años.)
(Y era mentira.)
(El cabrón me miró a la cara, por así decirlo, y me mintió.)
Por supuesto que Jobs no estaba obligado a compartir conmigo las truculencias de su historial médico, pero yo tampoco le había preguntado nada. Fue él quien decidió hablarme de su enfermedad. Él escogió qué quería contarme y qué no.

Y escogió mentirme, tal vez creyendo que nunca le pillaría.

Le pillé.

Y no puedo perdonarle que se haya reído de mí.
Todo el mundo miente. Pero no importa, porque nadie escucha.
Se non è vero è ben trovato.

Los novelistas sabemos un cacho largo de esto de contar mentiras. De hecho, por algo a las novelas les pegan la etiqueta «ficción». Una ficción es una fantasía, un cuento, una fábula, una mentira.

Escribir una novela es contar una mentira. Una muy larga.

Pero los novelistas contamos mentiras para contar la verdad. Escribimos ficción para provocar una fricción con la realidad. Nuestras mentiras hacen saltar chispas para que nuestros lectores sean conscientes de cosas que ignoran, temen, que permanecían invisibles ante sus ojos o a las que no osan enfrentarse en el campo abierto de la realidad.

Contamos mentiras porque sabemos que, si les contásemos la verdad, los lectores volverían la cara para el otro lado.

Las tres historias que he contado más arriba tienen su propia fuerza dramática. La primera vez que oí cada una de ellas se me quedaron grabadas. Las he contado muchas veces, deleitando a audiencias más o menos interesadas.

Y luego he confesado el truco.

Marchamo de calidad.
Primer caso de estudio: el valiente prisionero polaco.
Varias docenas de personas me han oído relatar la valentía de ese trabajador polaco, arrancado de su hogar por las tropas fascistas y enviado a trabajar hasta la muerte por extenuación en las fábricas de armas del Reich. Esas personas se han emocionado conmigo imaginando las trémulas y descarnadas manos de ese valiente prisionero de guerra polaco saboteando la espoleta de una bomba nazi (sabotaje que, de ser descubierto, le habría costado la vida) y dejando en su interior un mensaje de esperanza, un testimonio de valentía. He empleado la historia del valiente polaco, esclavizado en las industrias de muerte de Hitler, como metáfora de la resistencia frente al mal, del orgullo indomable, del triunfo de la humanidad. Ese librito de cerillas usado ha encendido en mi público una luz cegadora que, por un momento, les devolvió la fé en el género humano.

Pero ese valiente prisionero polaco no existió. Le he buscado en mis libros de texto. He interrogado a mis compañeros y a mis profesores de la  Facultad. Nadie ha oído hablar de él.
Aquí tampoco estuvo nuestro amigo polaco.
¿Por qué entonces La guerra no terminó tiene tal poder evocador? ¿Por qué se me quedó grabada? ¿Por qué me estremezco cada vez que la cuento, si no es más que una puta mentira?

Porque hubo no uno, sino cientos de trabajadores esclavos, enviados a las factorías del III Reich, que sabotearon las armas nazis. Prisioneros polacos, húngaros, rusos, rumanos que, enfrentados a unas condiciones de hacinamiento indignas incluso del ganado destinado al sacrificio, mantenidos en permanente estado de inanición con una dieta asesina, sometidos a jornadas laborales interminables y a los abusos de sus carceleros, incubaron dentro de sí mismos la voluntad de seguir resistiendo, hasta donde se lo permitía su condición,  y, ante la disyuntiva de conservar sus miserables existencias y colaborar en los crímenes nazis o arriesgarlas estorbando la lujuria asesina de Hitler, optaron por esto último. Se negaron a armar a las SS, inutilizaron municiones, averiaron los motores de los bombarderos de la Luftwaffe y de los carros blindados de las divisiones panzer sabiendo que, de ser descubiertos, lo pagarían con la vida. Porque todos ellos descubrieron algo que les importaba más que la mera subsistencia y empeñaron sus vidas en defenderlo.

Y así, el anónimo saboteador polaco de la bomba nazi se convierte en un arquetipo, en la personificación de todos los hombres y mujeres que, con sus menguadas fuerzas, contribuyeron a frustrar el esfuerzo de guerra nazi.
Birkenau, mayo de 1944. Mujeres judías declaradas aptas para el trabajo.
La guerra no terminó ilustra a la perfección cómo deben contar mentiras los novelistas. El escritor de ficción debe contar una mentira para contar la verdad. Ésa es la única forma noble de mentir cuando te dedicas a esto. Invéntate un personaje, un relato, un escenario, y úsalos para contar verdades como puños, verdades de las que duelen, de las que sólo pueden contarse con mentiras porque la verdad misma es demasiado amarga, dolorosa, insoportable en su forma más pura.

Así se escribió Primera sangre, de David Morell. John Rambo nunca existió, pero ¿cuántos John Rambo volvieron de Vietnam y de otras guerras traumatizados por lo que habían visto y hecho, estigmatizados por unos compatriotas que no apreciaban su sacrificio o que les acusaban de crímenes nefandos? Bien entrado el siglo XXI, David Morell sigue recibiendo cartas de veteranos agradeciéndole que les devolviese su dignidad con esta novela.
Cuando una buena novela se convierte en una buena película.
Miente. Miente como un poseso. Pero miente siempre diciendo la verdad. Convierte tus relatos, guiones y novelas en enormes mentiras escupiendo una verdad tras otra, sin pudor, como si las fuesen a prohibir mañana (al paso que vamos, todo se andará.)
¡Pero no así, por Dios! ¡Menudo orgasmo de frivolidad y mal gusto!
Segundo caso de estudio: al señor Gorsky le van a dejar los cojones como pasas.
La historia de la mamada del señor Gorsky se hizo tan famosa que muchas personas que jamás escucharon las cintas originales de la misión Apolo ni leyeron las transcripciones la dieron por buena. Zack Snyder hasta la aprovechó para sus Estados Unidos alternativos en Watchmen. La razón de por qué esta mentira concreta tuvo tanto éxito salta a la vista: un hecho histórico conocido, un personaje universal, un oscuro secreto de la infancia y una mamada. ¿A alguien se le ocurre cómo mejorarla?

La felación de espoleta retardada del señor Gorsky (y los buenos deseos de su antiguo vecino Neil Armstrong) es una mentira llamada a perdurar en la memoria. Dentro de cien años, los extraterrestres que realicen prospecciones arqueológicas en este planeta que nos habremos cargado entre todos (con la inestimable ayuda de Donald El Cambio Climático es un Invento Comunista Trump) desenterrarán la vieja historia del pito del señor Gorsky y se descojonarán con ella. Si tienen cojones; que esos extraterrestres podrían ser asexuados, como las estrellas de mar o como Keira Knightley.
Es una criatura preciosa, pero, a la vista está, no tiene sexo definido.
De eso nada, monada es un perfecto ejemplo de otra técnica de contar mentiras. Una un poco más burda. Como de chiste de Arévalo. Una mentira para vagos que se aprovecha del desconocimiento del público sobre un detalle concreto (no puede haber muchos que hayan escuchado todas las cintas del programa Apolo o leído todas las transcripciones), del carácter de autoridad que le otorga un personaje famoso (el pobre Neil Armstrong, que sazonó su retiro y senectud negándose a confirmar o desmentir la trola), del inmediato reconocimiento por la audiencia de un hecho conocido (el primer paseo de un hombre por la luna) y de nuestra natural querencia morbosa hacia todo lo relacionado con el sexo.

Juntando esos elementos, De eso nada, monada nos cuela una mentira gordísima. Una falsedad como un piano de grande. Un embuste tan evidente que nadie debería darle la más mínima credibilidad.

Y sin embargo nos la creemos. Porque queremos creerla. Porque nos produce un placer culpable pensar que sucedió tal y como nos lo cuentan. Porque toda mentirijilla sale ganando si le metes a un famoso y algo de sexo. Por eso había gente que aseguraba haber visto el famoso vídeo de la niña, la Nocilla y el pastor alemán llamado Ricky. Aunque ese vídeo no fue emitido. Y no podía ser emitido porque nunca existió. El inventor de tremenda patraña era un auténtico doctor honoris causa en ficción malsana. Una adolescente, una cámara oculta, un coño menor de edad untado en crema de cacao y un poco de zoofilia. ¡Tachán! Los que iban a dar la sorpresa acaban siendo los sorprendidos. Ese giro final, propio de un chiste (de uno del peor gusto) debería haber puesto sobre la pista de la verdad a todos los que oyeron la historia de la Nocilla y el perro Ricky.
(Va Supermán volando por los cielos de Metrópolis y ve a Wonder Woman, en pelota picada y abierta de piernas, tumbada al sol en una azotea. «Ésta es la mía», se dice el Último Hijo de Kryptón. «Con mi supervelocidad puedo meterme en ese amazónico chumino, follármela y largarme antes de que se dé cuenta de lo que pasa.» Dicho y hecho, Supermán se tira como un misil entre las prietas zancas de Wonder Woman y ¡zaca, zaca, zaca! en menos de un segundo acaba y se larga. «¡Por Apolo y por Artemisa!» dice Wonder Woman «¿Qué demonios ha sido eso?». «No lo sé», contesta el Hombre Invisible, «pero me ha dejado el culo hecho una pena.»)

Pero no. Era una mentira tan buena, tan sórdida, tan sucia y perversa que tenía que ser verdad. Y sigue habiendo gente de mi generación convencida de que «algo había» tras ella.
Advertido quedas.
De eso nada, monada nos enseña a contar una mentira muy mala que todo el mundo se quiere creer. Es un recurso para engañar a lectores que desean ser engañados. Úsalo con cuidado, querido lector. Es el truco más viejo del mentiroso, o sea del escritor de ficción, y el más burdo. Es la espada embotada, el vino aguado, el condón agujereado del arsenal del novelista. Te puede sacar de un apuro para una escena, un diálogo, un personaje... pero como eleves esta falacia ruín y pastosa a la categoría de capítulo o, Dios no lo permita, de novela, bajarán las musas del Olimpo y te calzarán una mano de hostias. 

De eso nada, monada, ilustra el recurso al cebo fácil, normalmente de naturaleza sexual o escatológica. Ponle algo de mierda o una señorita núbil en cuero de pelota y, aunque sólo sea por el morbo, todo el mundo querrá leer esa historia. Por eso usan modelos mollares en ropa de nacimiento para anunciar lo que sea: desodorante, relojes, zapatos, seguros... La iglesia católica, en su ignorancia, se fue al extremo opuesto y, claro, así les va ahora, subsistiendo a duras penas con las cuatro beatas rezadoras de siempre.
Que nada, que mi erección no llega.
¿Ejemplo literario de este tipo de mentira? Joder, las sombras de Grey. ¿Cuál si no? Empecé a leer esa insulsa mierda pensando que era un libro erótico y yo, que es que me pongo burro con todas las palabras que empiezan por ese (las culpas, a la Sampaio), sigo esperando que llegue la trempera prometida por la, además de pésimamente escrita, más aburrida novela que me ha caído en las manos desde hace lo menos veinte años.
Tercer caso de estudio: ésta te la guardo, Steve.
Te lo pido como un favor personal: nunca hagas lo mismo que Steve Jobs en su discurso ante los graduados de Stanford.
Ashton Jobs según Steve Kutcher.
Steve Jobs murió el 5 de octubre de 2011 (víctima del mismo cáncer que podría haberse curado con una operación casi rutinaria) y cada vez que pienso en él lo primero que recuerdo no son sus logros como empresario, su empeño en revolucionar la forma en que los seres humanos se relacionaban con la tecnología, su conquista personal de democratizar la informática; el primer pensamiento que me evoca el nombre o la figura de Jobs no es el ignominioso rechazo a su primera hija, ni tampoco sus amargas polémicas con diversos directivos y empleados de Apple, que le acusan de déspota, maltratador psicológico, Narciso enloquecido y cruel...

Una vez descubierta la amarga verdad tras su precioso discurso de graduación ante los alumnos de Stanford, lo primero que me viene a la cabeza cuando alguien menciona a Steve Jobs es que una vez, hace no mucho tiempo, me miró a la cara y me mintió.

Una mentira preciosa, sí.

Pero mentira, a fin y al cabo.
Entérate.
¿De qué me sirve que todo lo demás que contó fuese verdad? ¿Cómo podría respetar el resto de su vangloriado discurso desde el momento en que supe que me había mentido en lo más importante? Toda su introducción previa (su drama personal de hijo no deseado y entregado en adopción, las estrecheces que pasaron sus padres por darle una educación superior, su caída en desgracia desde la dirección de Apple, su regreso triunfal...) quedaba devaluada, enfangada por su mentira.

Steve quiso contar una mentira y lo hizo. Mintió sobre su estado de salud por razones que sólo él conozce y que dudo compartiese con nosotros, en caso de tener oportunidad de preguntarle. Tal vez era demasiado orgulloso para admitir que seguía enfermo, que se había equivocado al rechazar el tratamiento, que, contra lo que había llegado a creer en los años precedentes, no lo podía todo, no lo controlaba todo, no lo sabía todo. Tal vez tenía miedo. Joder, sí, tal vez incluso el genio Steve Jobs, el infalible Steve Jobs, Steve Jobs el ave fénix había tomado conciencia de su propia mortalidad y estaba asustado. A pesar de todas esas monsergas orientales en las que había creído desde siempre, tal vez Jobs sintió el frío dedo de la muerte en la nuca y, por primera vez en su vida, dijo «¡Hostia, que esto es real!» Tal vez no quería mostrar debilidad. Tal vez no quería reventar la cotización en bolsa de Apple.

Fuera por el motivo que fuese, Steve nos mintió a todos.

Y nos mintió de la peor manera posible. Emparedó su mentira entre verdades, de manera que, cuando detectásemos la trola y la sacásemos de la estructura de su discurso, todo se viniese abajo como un castillo de naipes.

¿Cómo seguir creyendo en la filosofía de Steve Jobs, cómo otorgarle el valor que merece su consejo de vivir la vida con pasión, de aprovechar el poco tiempo que nos quede, ahora que hemos descubierto que estaba apuntalado por una mentira?
Hasta Harry se lo ha tomado a mal.
El tiempo que nos fue concedido es la lección más valiosa de las tres que quiero compartir hoy contigo, querido lector: nunca emplees la verdad para contar una mentira. Es una ruindad. Es indigno de un escritor honesto. Es una canallada que tus lectores jamás te perdonarán en cuanto se descubra el pastel (que se descubrirá; no en vano dicen que se atrapa antes a un mentiroso que a un cojo). Como escritor le debes respeto a tu público. No puedes cambiar las normas de la ficción cuando a ti te convenga. No tienes derecho a traicionar la confianza que tus lectores han depositado en ti, aprovecharte de su simpatía, de su credulidad, apelar a sus mejores sentimientos... y a continuación mentirles. Nunca te lo perdonarán.

Gay Talese tenía una sólida fama como periodista y escritor. Se le consideraba uno de los más solventes retratistas del alma estadounidense y el demiurgo, junto a Tom Wolfe, del «nuevo periodismo».

Pero Gay Talese nos contó una mentira gordísima que arroja una sombra de sospecha sobre toda su obra. Nos mintió porque sí. Porque la historia era demasiado buena para estropearla contando la verdad. Porque Gay ya está mayor y le dio pereza comprobar los datos de su fuente. Porque «soy Gay Talese y no eres digno de respirar el mismo oxígeno que yo, ¡chusma!»
La cagaste, Gay, y lo sabes.
Nos mintió. Adrede o por accidente, nos coló un momento Steve Jobs.

Esas cosas no se olvidan.

Esas cosas no se perdonan.

Nunca hagas como Gay Talese.

Nunca, nunca seas como Steve Jobs.

Porque el legado de Steve Jobs ya será siempre, al menos para mí, una mentira.