viernes, 18 de marzo de 2022

Perhaps you should read the instructions first

¿Sabes lo que sucede cuando te dan contenido sin contexto, querido lector? Sucede que te tropiezas con esta cita:

"We only need to be lucky once. You need to be lucky every time."

Y tú crees que estás leyendo una frase motivadora cuando en realidad acaban de tirarte a la cara un extracto de una carta del IRA en la que la banda terrorista amenazaba de muerte a Margaret Thatcher.


Matt Reeves ha hecho un esfuerzo encomiable por lograr en su The Batman un buen equilibrio entre contenido y contexto. Y, aunque a veces da la impresión de no haberse leído las instrucciones sobre cómo se rueda una película y parece confundir contenido con contexto, si me pides un resumen en cincuenta palabras te diré que, a grandes rasgos, ha logrado hacer la película de Batman que le ha salido de los cojones, que no se parece a ninguna película previa del personaje y, de alguna extraña manera y a lo mejor también por esos mismos motivos, es muy buena y me han sobrado tres palabras.

Despejemos ya la ecuación de esta entrada, amado e inteligentísimo lector:

En Paratropersdon'tdie el The Batman de Matt Reeves nos ha gustado mucho.

MUCHO.

Que sí.

Palabra.

«Y ahora es cuando viene el "pero"».

¡Coño! ¡Mi amigo el amargado! Dichosos los ojos. Sí. Obviamente ahora vienen el «pero» y los espóilers (pocos, pero alguno cae). Si no hubiese un «pero» esta entrada del Paratroopersdon'tdie no tendría razón de ser.

The Batman es una buena película por sí misma y una buena película de Batman.

 

Pero sufre de algunos problemillas que me han amargado la experiencia de su visionado, mayoritariamente satisfactoria, por otra parte. No se trata aquí del vaso de vino y el barril de mierda, como en el caso de Matrix: Resurrections, que ya pusimos de chupa de dómine hace unos meses, ni muchísimo menos. Matrix: Resurrections me dio dolor anal durante todo su metraje. The Batman me dio gustirrinín durante casi toda la proyección, media docena de escalofríos de gusto y un par de orgasmos frikis muy localizados, aunque también me rompió el frenillo y me dejó un chupetón en el cogote de esos que no se tapan ni con masilla de carrocero.

El contenido, en The Batman, a veces no está a la altura del contexto. Sucede pocas veces, pero sucede.

Me reafirmo: no sólo me ha encantado The Batman sino que opino, objetivamente, que es una buena película.

Muy, muy buena.

Si no me dicen que es Colin Farrell...

Que sí.

Dura casi tres horacas y a mí se me hizo corta.

Con eso está casi todo dicho. Puede que sea la mejor película de Batman que se ha rodado desde El caballero oscuro (que también tiene sus problemas, empezando porque en puridad no es una película de Batman sino una película del Joker, pero dejémoslo para otro día).

Pero la película de Matt Reeves tiene algunos problemas a los que no se ha intentado dar solución o que se han resuelto en falso. Ninguno de ellos me ha impedido disfrutar de The Batman, pero sí que me han hecho arquear una ceja. Como espectador, como narrador e incluso como fan del personaje.

The Batman es como una novia subiendo hacia el altar. Y ya sé que se dice que no hay novias feas (certifico que eso es una asquerosa mentira), pero aun dando por cierto tal apriorismo, The Batman sería una novia muy muy guapa, con una carita de ángel y una silueta deliciosa. Pero una novia con basurilla.

Y ése es el primer y más grave problema de la película, y al mismo tiempo su más evidente virtud: lo que funciona en ella (casi siempre el contexto y otras veces el contenido) funciona maravillosamente pero está de tal manera interrelacionado con lo que funciona un poco peor (el contenido, a veces), o no funciona en absoluto, que no sólo es difícil identificar correctamente sus puntos flacos, sino que además, si lo consigues, no puedes separar esos elementos disonantes sin que todo el conjunto se desplome.

Espera, que me crujo los nudillos y empezamos.

♪ Las mujeres y los músicos primero ♫
♫ y los niños detrás, con una piedra al cuello ♪


The Batman, de Matt Reeves, está ambientada en el segundo año de Batman como vigilante enmascarado en Gotham. Ya ha establecido una relación de confianza y colaboración con James Gordon, que en esta película aún es teniente del GCPD, y se ha labrado una reputación en los bajos fondos. Los raterillos y punks de la ciudad empiezan a saber que los callejones oscuros no son seguros, que por primera vez en ni se sabe la de años el crimen en Gotham no siempre queda impune, que cada vez que alguien enciende esa puta señal con el murciélago y la proyecta en los nubosos cielos de la ciudad, se abre la veda y ellos podrían ser la presa.

Los referentes de esta película dentro del lore del Caballero oscuro están ahí para quien quiera o sepa verlos: mucho de Año uno y El largo Halloween, algo de Catwoman: si vas a Roma, pellizquitos y mordisquitos de Batman: victoria oscura, Batman: Ego y Batman: Tierra uno, un poco de sal y pimienta de El caballero blanco… Con eso tenemos un muy buen contexto y mucho de dónde sacar un muy mejor contenido.

Y podemos empezar citando el tratamiento cinematográfico de Gotham, puro contexto, como uno de los puntos más fuertes de The Batman.

Creo que desde las películas de Tim Burton (algo menos en Batman Returns, que siempre me ha dado la impresión de haber sido rodada en un plató, y uno bien pequeño), nadie había entendido que no puedes hacer una película de Batman sin que la ciudad de Gotham sea un personaje más. Y no cualquier personaje. No la Gotham aséptica, acristalada y cromada de la trilogía de Christopher Nolan, que la ves y sabes perfectamente que estás viendo Chicago. La Gotham cinematográfica tiene que ser un estercolero grasiento, oscuro, brumoso y corrupto; o sea la clase de ciudad en la que tiene sentido que exista un Batman. Si no consigues eso desde el principio, el resto de la película sera pura y simplemente inverosímil.

Matt Reeves lo ha hecho bien. Ha creado una Gotham fétida, viscosa, podrida; una Gotham en tonos sepia poblada por lumpenproletarios empobrecidos, castigada por la delincuencia e infectada por una policía genuflexa, venial. En esta Gotham sí veo a Batman bien enmarcado. De esta metrópolis ruinosa y tenebrosa sí que puede haber surgido un justiciero enmascarado. Cuando Robert Pattinson hace su entrada como el Caballero Oscuro, las bases para que dicho personaje pueda existir de forma coherente con su entorno han sido correctamente establecidas. Como espectador no arqueas una ceja en gesto de incredulidad. Como el vampiro en su castillo de los Cárpatos o el fantasma en la mansión victoriana británica, Batman aparece en un escenario cuya propia naturaleza hace no sólo plausible, sino inevitable el surgimiento de un vigilante oscuro, un antihéroe que reclame la soberanía sobre las sombras que lo han creado.
Diseños para la Gotham de The Batman.

Y aquí vienen mis dos primeras quejas específicas sobre The Batman.

Matt Reeves sienta un escenario en el que el Cruzado de la capa lleva dos años operando en Gotham. Y ya se ha hecho una reputación. Las tinieblas, la noche, que hasta entonces favorecían al crimen, se han convertido en una amenaza para ellos. Vándalos, robaperas y raterillos miran ahora por encima del hombro mientras cometen sus villanías, rehuyen los callejones solitarios y las sombras, desde donde tal vez un par de ojos fieros tras una máscara de murciélago, les estén vigilando.

Matt Reeves establece un escenario en el que los delincuentes de Gotham tienen miedo de Batman, vacilan y se inquietan al ver su señal proyectada en las nubes, recelan de la oscuridad...

...y luego Batman llama a la puerta del Iceberg Lounge de El Pingüino y los porteros gemelos pasan de él como de la mierda. Como si fuese un puto noob y no la sombra ominosa que lleva dos años atormentando a la fauna de los más bajos fondos de Gotham. Los porteros de la sala de fiestas reaccionan como haría cualquier persona con el número correcto de cromosomas ante un gilipollas disfrazado. Nadie le tiene miedo. A nadie intimida. Nadie le respeta. Tiene que abrirse camino a hostia limpia, romper narices, brazos y piernas como si no hubiera un mañana para demostrarles que es una amenaza, que es peligroso, que la próxima vez que le vean recordarán el dolor o la factura del quiropráctico y no volverán a hacerse los chulitos.

Así que Matt Reeves sienta unas normas y luego renuncia a atenerse a ellas. Habiendo dado con el contexto apropiado, va y se folla por la oreja el contenido. Eso es de mal escritor, y no es el único patinazo narrativo de la película. Aunque tampoco el más grave.

Mi segunda protesta tiene que ver con Robert Pattinson.

Robert Pattinson es un gran actor. Es británico y con eso tiene media carrera hecha. La formación de los actores británicos, que suelen empezar en el teatro, encarnando a algunos de los personajes más arquetípicos de la cultura universal, antes de dar el salto a medios dramáticos de mayor audiencia (cine, televisión), que educan su voz y estudian cómo transmitir diferentes impresiones jugando con la entonación, el énfasis, el timbre, los acentos... Si quieres un personaje bien hecho, contrata a un actor británico. Punto. Por eso tan a menudo en las películas estadounidenses contratan a un actor británico para que interprete al villano (Tom Hiddleston, Ben Kingsley, Anthony Hopkins, Christopher Eccleston), porque si no tienes un antagonista respetable no hay drama, y un británico siempre sabrá imbuirle trascendencia shakesperiana al más ridículo de los villanos.

El trabajo de Robert Pattinson en The Batman es bestial. ¡Lo que es capaz de decir este talentoso hijo de puta con sólo una mirada! Increíble. Yo sólo lo había visto, hasta ahora, en la odiosa Escrúpulo, de la que el mismo Pattinson abomina visceralmente, en Z, la ciudad perdida, en Maps to the Stars, de David Cronenberg y en la rarísima, maravillosa y marciana High Life, a la que deberíamos dedicar una entrada del Paratroopers lo antes posible. Sabía que era un actorazo, que desde el punto de vista interpretativo estaba más que capacitado para interpretar a Batman/Bruce Wayne, a Winston Churchill y a la hermana María de Sonrisas y lágrimas, si se lo propone. Porque esta bestia de la profesión es puro contenido.

Pero, más allá del desempeño actoral de Robert Pattinson, que es indiscutible, los ojos también piden su parte. O sea contexto. Y yo no veía a Batman en los teasers, no vi a Batman, más que momentáneamente, en los tráilers y, con media docena de excepciones en las que sentí electricidad recorriéndome el cuerpo, y que a grandes rasgos correspondían a algunas escenas de acción (y un par de escenas expositivas), no he visto a Batman en The Batman.
Y la culpa es del peinado que le han hecho a Robert Pattinson.

No, a ver, ese corte de pelo a lo Kurt Cobain tiene parte de la culpa de mi dificultad para meterme en la película, sí, pero fundamentalmente el responsable de que me cueste ver a Batman en este Robert Pattinson grunge que, insisto, lo peta en este largometraje y consigue, por momentos, hacerme olvidar que no es Batman lo tiene Ben Affleck.
(El parecido con Cobain es intencionado, el propio Matt Reeves lo señala: "We'd already seen Bruce as the ultra-rich playboy, but I wanted him to feel almost like a fallen American Prince [...] instead of fostering the image of the storied Waynes, he completely withdrew and became what I saw as an almost rockstar-like recluse. I saw him kind of like Kurt Cobain.")
No es que yo sea gay, es que Ben está así de bueno.

Difícilmente después de ver lo hipermamadísimo que se puso Affleck para BvS, la energía comiquera que transmitía como Bruce Wayne y como Batman, lo hostiaputamente bien que le sentaba el manto del Caballero Oscuro, puede satisfacerme este Battinson tirillas, fibroso pero no corpulento, carente de la fisicalidad que transmite peligro, amenaza, batmanidad. Este Batman emo con cuerpo de Daredevil y sobrado de angst adolescente no me acaba de cuadrar en, redondeando, el 40% del metraje. Es que no lo veo. No veo a un gladiador. No veo a un tío que irradie peligro. Lo veo demasiado joven. Lo veo demasiado delgado. Le veo la puta ele de novato.

Pattinson me da mucho contenido pero su esbelta silueta carece del contexto apropiado. Se supone que es una máquina de matar, pero no lo parece.

Esta protesta no me impide ver que este Batman aún está aprendiendo el oficio. Aún no posee verdadero control de su personaje y Matt Reeves quiere que se note, pero eso pasa, para mí, para hacerme aún más visibles los puntos flacos de su concepto del personaje, cosa que no me sucedía con el Batman de Batman Begins por ejemplo, aquejado del mismo problema.

En los planos cerrados, cuando sólo se nos ofrece la cara o el busto de Batman y Pattinson tiene que actuar sólo con la mirada, o con la voz, la actitud o, más difícil todavía, con el silencio (contenido a porrillo), ves al mejor Batman de la puta historia del cine. Cuando se le ve de cuerpo entero, o repartiendo estopa (contexto a tutiplé), no sé si soy el único al que le ha pasado pero yo insertaba con la imaginación a Ben Affleck en casi todas las escenas.

Robert Pattinson
lo hace bien. Muy muy bien. Mecagoenlarecontraputísimaconchatumadre de bien. Pero no consigue el 100% del tiempo llenar el plano como entiendo que debe hacerlo Batman. Acaso llegue al 65 ó 70%. Que no es poco y sí indiscutiblemente más de lo que yo conseguiría en su lugar. Pero le falta ese 30% de contexto (casi podría decir «continente») que le convertirían en un Batman perfecto.

Tal vez no sea el peinado ni su aspecto de adolescente eterno. Tal vez sea el traje. No me gustó ni cuando se revelaron las primeras imágenes ni ahora que le he visto en la película. No transmite la impresión que debería transmitir el batsuit tal y como nos hemos acostumbrado a verlo en los cómics y en las primeras iteraciones cinematográficas del personaje. Todos esos volúmenes duros, angulosos, todas esas placas independientes impiden que Pattinson parezca un murciélago, hacen que parezca un insecto. Una hormiga, un escarabajo. Cualquier clase de bicho con caparazón, pero no un murciélago. De nuevo, fallo de contexto.

Y es que la interpretación no lo es todo. Los ojos exigen su parte. O tu encarnación es perfecta, o te dejas poseer por el personaje hasta hacer olvidar completamente al espectador que en realidad no te pareces lo más mínimo a él (Oliver Masucci en Er ist wieder da, David Suchet en Sabotage!), y la interpretación de Pattinson, siendo innegablemente colosal no es perfecta, o los ojos empezarán a exigir su parte, y entonces encontrarán los fallos en la caracterización y notarán que Oliver Masucci mide casi metro noventa, cuando Hitler no llegaba al metro ochenta ni con alzas, que hasta nuestra tía Petronisia tiene más cara de Napoleón Bonaparte que el gigantesco y talentosísimo David Suchet y que este Batman es tan diferente al que estamos acostumbrados a ver que Pattinson o Reeves deberían habernos ofrecido algunos acentos, algunos rasgos característicos del personaje más evidentes para hacérnoslo más reconocible.
Aquí mal veo a Bruce Wayne.

Tampoco, pero esto estoy dispuesto a admitirlo como punto de partida de la evolución del personaje, me acaba de cuajar su relación con Alfred, ese padre sustituto al que Bruce ningunea y maltrata verbalmente durante casi toda la película. Y el hecho de que a Andy Serkis le hayan concedido tan poco tiempo de pantalla tampoco ayuda. Las interacciones entre ambos son casi de padre consentidor e hijo nini agorafóbico y malcriado que sólo quiere hacerse pajas, fumar porros y jugar al Call of Duty (o al Arkham Knight, por mantener la coherencia).

Al menos hasta que el Riddler le envía un paquete bomba a Alfred y Bruce/Batman descubre el miedo por primera vez desde el asesinato de sus padres. Pese a lo mucho que se ha esforzado por no conectar emocionalmente con nadie, ama al fatigas de su fiel y sufrido mayordomo, la última familia que le queda, su figura paterna desde que Thomas y Martha Wayne cayeron tiroteados en ese callejón. La escena en la que Batman le da zapatilla al batmóvil y llama una y otra vez por teléfono a Alfred, desesperado, temiendo no llegar a tiempo para salvarlo, y la conversación que mantienen luego en la que Bruce admite que cuando supo que Alfred estaba en peligro ha vuelto a sentir miedo son exquisitos puntos degiro para el personaje y las razones que me redimen a este Batman/Bruce borde por ese agresivo nihilismo que ha derrochado en la primera mitad de la cinta.

De nuevo, por las razones apuntadas más arriba, es difícil discernir si este tratamiento del personaje es un acierto o una rémora, porque aunque The Batman no es propiamente una película de orígenes, el Batman que nos presenta es un personaje todavía en construcción y la negativa inicial del personaje para conectar emocionalmente con su única familia ayuda a hacer más sólido el desarrollo psicológico de este Batman que aún no es la Némesis del crimen organizado de Gotham, pero apunta maneras; no puede reclamar el título de mejor detective del mundo, pero está haciendo méritos. Es, salvando mucho las distancias, el 007 del Casino Royale de Daniel Craig. Empieza la película siendo Bond pero todavía no es Bond, James Bond.

Al menos no hasta el final del tercer acto (sigue leyendo).

Pero que ese crecimiento del personaje a lo largo de la película es casi lo mejor de Batman en The Batman y, encima, Pattinson lo peta en ese proceso de madurez. Aquí el contenido se come al contexto. En serio. Mi ligera protesta acerca de este Batman que aún no ha aprendido a convivir con sus sentimientos, magistralmente interpretado por Robert Pattinson, es que no ha acabado de venderme al 100% que es Batman (quizá porque empieza la película sin ser todavía 100% Batman, con lo cual mis reservas estarían más que justificadas y, a la vez, no tendrían sentido). Algo que Ben Affleck, insisto, consiguió sin aparente esfuerzo desde el primer plano de BvS y que Michael Keaton en su día y Christian Bale después, en diferentes proporciones que resultaría extraordinariamente nebuloso cuantificar, también consiguieron.
(Tampoco me ha parecido nunca que Keaton estuviese físicamente a la altura del papel, pero no importa una mierda porque lo clavó con la interpretación, y Bale, pese a encarnar al Bruce Wayne perfecto, no sólo tuvo que ponerse a dieta porque a Nolan le parecía que su Batman estaba demasiado ciclado, es que honestamente no consiguió redondear su papel como Batman, y él es el primero que no tiene empacho en admitirlo).

El resto del reparto está absolutamente brutal. Creo que tardaremos en ver un Alfred tan íntegro, y a aquellos que me digan que no se parece ni física ni psicológicamente al Alfred de los cómics les recomiendo que se lean Batman Earth One de Geoff Johns y Gary Frank y que se vayan acostumbrando al sabor de mis cojones. Este Alfred, del cual sabemos por un par de líneas de diálogo que es (y en cierto modo sigue siendo) el responsable de entrenar a Bruce, de convertirlo en la máquina de combate llamada Batman, es tan completo y convincente que se hace particularmente molesto que le hayan dado a Andy Serkis tan poco tiempo de pantalla, o sea tan poco contexto cuando está claro que su Alfred puede darnos mucho contenido.
(Bola extra: ¿por qué en la versión en castellano Alfred habla de sus tiempos en «el circo» y el director de doblaje espera que los subnormales de sus espectadores millennials sepan que se refiere al servicio secreto británico y no a un espectáculo con leones y trapecistas bajo una carpa? Las cagadas en la traducción, como ese «me chiflan [los gatos]» de Catwoman por "I have a thing about strays", que destruye el doble sentido de la frase, dirigida a Batman, él mismo un "stray" por el cual Selina comienza a sentirse atraída, merecerían su propia entrada del Paratroopers).
¿Y qué decir del resto de los actores? Necesitaría una entrada entera del Paratroopers para cada uno de ellos. Zoë Kravitz es la Catwoman cinematográfica puuuuuuuurfecta, título que hasta el momento se disputaban en nuestro corazón, por diferentes razones, Michelle Pfeiffer, Julie Newmar y Anne Hathaway. ¡Joder la química que hay entre ella y Robert Pattinson! Que Pattinson se debe de haber dejado el sueldo en Predictors, porque esas miradas que le echa Zoë en la película son de las que te dejan preñado de trillizos.
¡Chispas saltan aquí! ¡CHIS-PAS!

Jeffrey Wright por su parte, y muy especialmente su relación de camaradería y fe casi ciega en Batman, es un James Gordon de quitarse el sombrero (como también era un Felix Leiter más que sólido en la saga Bond de Daniel Craig), y me importan tres puntas de carallo las lágrimas y pucheros de los trogloditas a los que cabrea su color de piel. La bestia actoral que se hace llamar John Turturro es un Carmine Falcone que remite directamente a El largo Halloween. Colin Farrell está absolutamente irreconocible como Oz/El pingüino. ¡Hasta ha dado con la voz perfecta para el personaje! (Y protagoniza la persecución más badasss de una película de Batman que hemos visto hasta la fecha) Y Paul Dano. Ay, Sara Sampaio bendita, Paul Dano está COLOSAL como el asesino del Zodi... perdón, como Riddler. Se come la puta película y pide repetir. ACOJONA lo bien que ha interiorizado este papel de asesino sociópata digno de una entrega de Saw. No es el sobreactuado e histriónico nerd de Jim Carrey en Batman Forever ni el lisérgico Frank Gorshin de la serie de los años sesenta, ni el esquizofrénico homicida de Cory Michael Smith en Gotham (serie que acabé abandonando a mitad de la segunda temporada y, viendo la espiral descendente en la que entró a partir de ahí, no me arrepiento de haberlo hecho) ni puta falta que le hace. Es un Riddler que hace lo que se supone que debe hacer el personaje: matar, sembrar el terror y poner a prueba la inteligencia de Batman. ¡Y vaya si lo hace!

Paul Dano, mis dieses.
El batmóvil es otro de esos personajes (sí, el batmóvil es en toda historia de Batman un personaje más, como la batcueva y la misma Gotham) que ayudan a construir una película de Batman. De hecho fue lo primero que Christopher Nolan hizo diseñar para Batman Begins y mostró a los ejecutivos de Warner, que en seguida se hicieron una idea del concepto de película que quería rodar el rubio director británico.

Al batmóvil de The Batman tienes que esperar una hora y veinte minutos para verlo, pero Cristo, merece la pena. ¡Joder que si la merece!

Ese monstruo acorazado, rugiente y llameante diseñado por Ash Thorp, ese demonio aullador que se lanza a la persecución del Pingüino como un engendro mefistofélico recién salido del infierno es todo lo que debería aspirar a ser un batmóvil. Una veloz e imparable máquina de acojonación masiva.

Y la renuncia expresa a convertir el batmóvil en una especie de vehículo militar, como en la trilogía de Nolan, o un estilizado coche de carreras, como en las películas de Tim Burton o el BvS de Zack Snyder, le otorga a este batmóvil personalidad propia y un extra de verosimilitud. A despecho de que en las casi garantizadas secuelas de la franquicia (la recepción en taquilla permite aventurar que las habrá, ya suenan rumores de que las secuelas están en desarrollo y algunos nos preguntamos cómo vamos a conseguir soportar la espera) se introduzcan nuevos elementos tecnológicos, quizá una nueva flota de vehículos, este muscle-car hormonado (probablemente un Dodge charger con un motor Ford Triton V10 muy pero que muy sobrealimentado) que habría ensamblado personalmente en la batcueva sin intervención de Lucius Fox alguno encaja perfectamente con el estilo de película que Matt Reeves ha hecho.

Pero que Matt Reeves haya aportado a su película exactamente el batmóvil que necesitaba para hacerla más redonda  no resuelve los fallos de ritmo y continuidad, de los cuales el más dolorosamente evidente es casi de dibujos animados del coyote y el correcaminos: Batman escapa del GCPD convirtiendo su capa en un aerosuit, cuando llega al suelo frena con un paracaídas desechable que se engancha en un puente; Batman se come una hostia de las que te cambian hasta el grupo sanguíneo, se levanta gruñendo, baldado, probablemente con un par de costillas rotas y sin capa y en la siguiente escena vuelve a tener capa y está derecho como una picha y aparentemente ileso.
En serio, ¿cómo logró levantarse?

Además de que la película dura casi tres horas y hay un par de momentos, entre la segunda mitad del primer acto y la primera parte del segundo, en los que empiezas a mirar el reloj. Digamos que The Batman sería incluso más redonda, sin descuidar ni un poquito así el desarrollo de trama y personajes, con media hora menos de duración.

Otra cosa que la película de Matt Reeves clava desde el minuto uno es el tono de película de detectives, voz en off de Batman incluida, que debe tener una película del personaje. El diálogo interior de Batman es puro cómic (algo Rorscharchiano, todo hay que decirlo) y, además, respeta las convenciones clásicas del género negro. Toda la película en sí misma, concebida como un largometraje de detectives, es la esencia de lo que debería ser siempre una película de Batman y hay que felicitar a Matt Reeves por su buen juicio al respecto. Que Batman sea una película en la que un detective investiga un caso particularmente difícil es la mejor prueba de que el director, en este particular, se ha leído las instrucciones y entendido exactamente cómo se hace una película de Batman.

Pero aunque me encanta la ambientación de la película, aunque opino sinceramente que Matt Reeves ha escogido la única escenografía posible para The Batman, no pude evitar obligarme a recordar, una y otra vez durante toda la proyección que no estaba viendo un nuevo trabajo de David Fincher.


Los diferentes experimentos que el director de fotografía Greig Fraser tuvo que hacer para darle a The Batman la textura correcta, pasando por emplear objetivos defectuosos, ("we have these lenses that were a little bit crazy an detuned", dice en este vídeo justo antes de que Matt Reeves le corrija: "they were the rejects, they were the the ones we were urged not to use"), combinar positivado analógico con las nuevas técnicas que permite el vídeo digital, filmar con cámaras realmente penosas de teléfonos móviles marca Cacalavaca, añadir ruido durante la postproducción... Toda esa combinación de técnicas no consiguen que The Batman tenga una entidad visual propia. Tienes la sensación de estar viendo The Game, Se7en, Zodiac o esos videoclips para Madonna que Fincher rodó antes de dedicarse al cine.
(Y si encima tienes la mala suerte, como yo, de ver la película en un cine donde la proyecten con escaso brillo, te va a costar un Perú enterarte de qué cojones está pasando en la mitad de las escenas más oscuras).

La estética Se7en es probablemente la mejor opción visual posible para The Batman. Quizá la única. Pero al mismo tiempo le impide conquistar su propia estética, salvo cuando Matt Reeves te regala uno de esos planos que parece sacado directamente de la viñeta de un cómic de Batman. Planos que como lector de cómics le agradezco pero que no bastan para conferirle a The Batman una identidad distintiva.

La música de Michael Giaccino para The Batman es tan buena como cabe esperar del compositor. Y, de nuevo, si nos ponemos a en detalle es que nos salimos de extensión para la entrada. Y de madre. Y de padre. Y de suegra. Y ya estamos escribiendo una entrada especialmente larga, y sintiendo la tentación de dividirla en varias partes, y eso no es bueno para tu paciencia, oh excelso lector. Que sólo enumerando y explicando el origen de todos los easter eggs (como ese busto de Shakespeare que aparece en un plano de The Batman y ES el busto de Shakespeare de la serie original con Adam West y Burt Ward) ya nos curraríamos otra entrada aparte, y con esta serían ¿tres, cuatro ya? Y ya sabemos por qué camino nos lleva eso.

Pero la música, el reparto, la ambientación, el fabuloso trabajo de los actores y los «huevos de pascua» para frikis no atenúan el impacto de las incongruencias como ese Bruce Wayne heredero de un imperio que está, aparentemente, al borde de la quiebra, y que pasa olímpicamente de implicarse en los negocios de sus empresas porque su cruzada contra el crimen es lo único que le importa. Pero, si pierde su dinero, si deja caer Empresas Wayne, ¿cómo va apagar la gasofa del batmóvil, que con diez cilindros y un potquemador no creo yo que baje de un diez millones de litros a los cien, y todos esos juguetes de megaalta tecnología Apple Design como las lentillas mágicas GoPro que graban en 4K todo lo que Batman ve y además le proporcionan visión nocturna?

Es una decisión de guion que no tiene ni pies ni cabeza.

Pero en absoluto el derrape narrativo más gordo de The Batman.
Con esa cara de gata, medio papel tenía ya hecho.

A ver, Matt Reeves, ¿o sea que en el tercer acto los seguidores de Riddler vuelan esos diques de Gotham de los que acabamos de enterarnos para sumergir esa ciudad que, después de casi tres horas de metraje, acabamos de descubrir que está por debajo del nivel del mar, creando un torpe suspense y sensación de amenaza porque toda  nos has hurtado esta información hasta este preciso momento, en el que pretendes que tengamos miedo de un peligro totalmente inesperado?

Si salvar a un personaje por medios casi mágicos o a través de una casualidad absolutamente increíble es un devs ex machina, ¿cómo llamamos a sacarte de la manga una amenaza que no has establecido previamente ni dedicado tiempo a construir y esperar que tus espectadores sientan desazón por ella? ¿Diabolvs ex machina?

Ese patinazo narrativo es imperdonable en alguien que ha tenido cinco años para hacer su película, pandemias coronavíricas mediantes, retrasos inesperados y demás mierdas, y casi tres horas para construir el drama.

Mal, Matt Reeves.

Mal.

Y como esta entrada está empezando ya a alcanzar unas proporciones nachovidalianas, será mejor que le vayamos poniendo fin, que ya nos da la risa imaginarnos cómo se va a buguear Blogger cuando intentemos subir las imágenes.

Fin de The Batman: Batman es incapaz de detener a su adversario y Enigma gana. Enigma GA-NA. Consigue todos sus objetivos salvo uno (matar a Bruce Wayne)... pero al mismo tiempo Enigma pierde, porque su victoria es la derrota del Batman huidizo, del "almost rockstar-like recluse", misántropo y obsesionado con la venganza que conocemos al principio de la película y el triunfo del Batman nuevo, que descubre que ha corrompido su cruzada (e inspirado a gente muy jodida como el propio Riddler) sustentada por sus ansias de venganza y comprende que ya no puede conducirse como un matón de patio de colegio ni permanecer en la oscuridad, como una leyenda urbana. Ya no es un vigilante, es un protector. Ya no puede permitirse el lujo de ser un pijo traumatizado y lleno de ira, ha de convertirse en un símbolo de justicia y esperanza. En un salvador. En un héroe.

Bruce Wayne empieza la película siendo Bruce Wayne. La acaba convertido en Batman.

No sé cómo mierda sigues aquí, leyendo estas chorradas. ¡Corre a tu cine más cercano a ver The Batman de una puñetera vez!

No le hagas venir a buscarte.

sábado, 5 de marzo de 2022

«La espada y la brujería ¿me la pone con leche de soja, por favor?»


Los dedos de las manos


Soy lo bastante viejo para recordar cuando se esperaba de ti que te avergonzaras por leer novelas de «espada y brujería». Era un vicio despreciable que autorizaba a cualquier interlocutor a escarnecerte y coronarte de espinas, denunciándote como un inmaduro comemierda que
salvo por accidente nunca le tocaría la teta a una chica o un analfabeto funcional con la profundidad intelectual de un virus, indigno, en cualquiera de los casos, de respirar el mismo aire que él.

Nunca entendí, y además tampoco me quitó jamás el sueño, de dónde procedían esos prejuicios. ¿Desprecio cultureta, tal vez, al menos en algunos casos? Me pregunto si las personas que cuestionaban tu recuento de cromosomas por leer a Tolkien y Ursula K. Leguin pasados los diecisiete años eran las mismas responsables de que generaciones enteras renunciasen a la literatura por el procedimiento de regalarles por su primera comunión un ejemplar de La ilíada o de El quijote (o, Dios no lo permita, una Biblia), obras fundacionales de la cultura occidental, qué duda cabe, pero que a un niño de ocho años no pueden parecerle menos que coñazos ilegibles.

¿Cuánto habría mejorado nuestro nivel lector nacional si a esa edad les hubiesen regalado un ejemplar de El hobbit o de El león, la bruja y el armario? ¿Por qué (vieja y hastiada pregunta de esta bitácora) en vez de estimular a los niños a leer dándoles libros que estimulen su imaginación, despierten su curiosidad y y enciendan en ellos la pasión por la lectura los maltratamos obligándolos a meterse en vena las Cantigas de Santa María y a Jorge Manrique y los humillamos por no conmoverse al leerlos?

Pregunta retórica.

Acaso el escrúpulo que despiertan las obras de autores como Moorcock y Leiber proceda del infantilismo asociado al género de bárbaros ciclados, elfos meacolonia y putangas en biquini de cota de malla. Y aquí he de hacer examen de conciencia y admitir que buena parte de las novelas de fantasía épica no resisten una relectura pasados los veinte años. Incluso Tolkien, el profeta moderno de la cosa, sí, Tolkien, sí, ese Tolkien, con toda su tolkienidad y su magistral dominio de la lengua inglesa y la literatura germánica, peca de un tono ligero incluso en los pasajes más oscuros y dramáticos, muy particularmente en El hobbit, y no se resiste a recurrir a un cortante maniqueísmo en el retrato de sus personajes, como si temiese que sus lectores no fuesen capaces de distinguir a los héroes de los villanos de su historia.

(Características connaturales al tipo de relato que nos está contando, al estilo de los cuentos de hadas tradicionales, y que no le impiden mostrarnos la tentación de Boromir por el Anillo Único, ni la locura de un agotado y desesperado Denethor o la caída de Frodo, absolutamente extenuado tras acarrear el Único casi hasta los fuegos del Monte del Destino, cuando ya no le faltaba más que un último movimiento para poner fin al poder del Señor Oscuro en la Tierra Media).

Y ello probablemente se deba a que el público objetivo de estos libros es el colectivo de adolescentes que, mareados por la tormenta de hormonas y todavía en construcción de su identidad y carácter, no sólo no tienen todavía un criterio definido sino que conservan un poso de candor infantil que les hace plausibles este tipo de historias y, además, encuentran en las categorías rígidas del género (los malos siempre son muy malos, los buenos siempre son muy buenos y es fácil identificar a unos de los otros, las gestas son relativamente sencillas, llevar el objeto de poder aquí o allá, matar al dragón y rescatar el tesoro...) un asidero que perpetua la falsa sensación de que el mundo tiene sentido mientras se preparan psicológicamente para la conmoción de descubrir que no, que no lo tiene ni nunca lo ha tenido. Y que lo de mojar el churro es más difícil de lo que parece.


Creo firmemente que los libros de fantasía ayudan a los púberes a convertirse, el día de mañana, en adultos más maduros y centrados.

Pero ¿qué mierda sabré yo de eso, o de nada, ya puestos? Puede que sea al revés, que la lectura de Terramar nos convierta a todos en psicópatas homicidas del espacio exterior. Yo qué sé.

Ya he contado aquí, tiempo ha, el desengaño que me llevé cuando, en fecha reciente, me asomé de nuevo a las Crónicas de Elric de Melniboné, una serie que me había encantado las primeras veces que la leí entre los dieciséis y los veintialgo de años, y que me resultó casi insufrible con cuarenta tacos. De ser ésta la única obra de espada y brujería que conociese, no podría menos que alinearme con los que condenan a todo el género como un entretenimiento inane, apto sólo para los que todavía no se han hecho sus primeras mil pajas.

Pero Terramar me sigue apasionando.

El señor de los anillos aún me parece una obra maestra, pese a algunas taras que he apuntado más arriba.

Así que tal vez el problema de Elric no es que sea ilegible por un adulto porque la fantasía épica sea un género destinado a adolescentes, sino porque Michael Moorcock fracasó en dibujar un personaje que no se hiciese odioso por las caprichosas y autodestructivas decisiones que toma libro tras libro, y en escribir una historia arquetípica más allá de avasallarnos con su fantasía incontenible.

Que la tiene. Y mucha. Y es incontenible.


Y más allá de un polvo insinuado aquí y allá, de un gore «blanco», cuando lo hay en absoluto, en el que el escritor renuncia a recrearse en los detalles más morbosos y una cierta ambigüedad moral en algún que otro personaje, casi todos los autores más conocidos y vendidos del género se caracterizan por esta dulcificación de sus historias. Se muestra la guerra, pero no se profundiza en ella o se le declara a unas criaturas repugnantes a las que casi parezca obligado esmochar. Se muestra el amor, pero nada de sexo. Ni una mala teta se ve, por mucho que el libro tenga portadas de Frazetta o Vallejo. Las tramas son hipersimplificadas. Suele haber una única línea argumental que, rodeos aparte, avanza inexorablemente hacia su desenlace.

Pero algunos autores comenzaron a rebelarse contra esa infantilización de la fantasía épica, rémora de su convencional atribución a un lector sin vello púbico. Con mayor o menor éxito, y más o menos recreo en las escenas perturbadoras, autores como Joe Abercormbie, Andrzej Sapkowski, Glen Cook, Brandon Sanderson, GRRRRRR Martin y Robin Hobb empezaron a profundizar en los aspectos menos glamurosos de la guerra, en las cañerías del poder político y el cínico cálculo de los gobernantes, en las miserias del ser humano y los abismos que oscurecen el alma hasta de los más íntegros héroes. Traspié Hidalgo es entrenado como asesino del rey y aprende a mentir, matar y envenenar. Los protagonistas de La compañía negra no son caballeros de la Tabla Redonda, nobles y virtuosos, sino unos putos mercenarios. Las tropas niilfgardianas violan, saquean y ejecutan civiles desarmados sin vacilación. De repente había novelas de fantasía para adultos, pero seguía siendo un nicho, un vicio selecto reservado a una minoría. Los lectores de estos autores de nuevo cuño aún éramos los mismos adolescentes que un su día habíamos leído a Tolkien, a Moorcock, a Luise Cooper, a Marion Zimmer Bradley; sólo que ahora empezábamos a quedarnos calvos y ya nos habían salido las primeras canas en los cojones.

Y entonces llegó Peter Jackson y mandó parar. Nadie, jamás, nadie se había dejado un pastizal en una película de magos, enanos y dragones. Nadie se había planteado la adaptación de una novela de fantasía heroica como una superproducción a la antigua usanza, un film tan épico como Lawrence de Arabia, como Los diez mandamientos, Cleopatra, Lo que el viento se llevó. Peter Jackson lo hizo. Peter Jackson comprendió que para llevar con dignidad El señor de los anillos a la pantalla grande había que rodarla como si fuese la Última Película Que Harás En Tu Vida. Y eso significaba pasta. Mucha pasta. Y New Line Cinema estuvo de acuerdo y puso la viruta.

Y fue la apoteosis. El primer fin de semana de estreno en Estados Unidos y Canadá, La comunidad del anillo recuperó más de la mitad de su presupuesto de 93 millones de dólares. Y en todo el mundo, sólo en entradas, la película hizo una taquilla de casi novecientos millones. Y de repente descubrimos todos que había mucha, mucha más gente interesada en este tipo de historias de la que incluso nosotros, los pollaviejas de las campañas de Advanced Dungeons & Dragons, nos habíamos atrevido a soñar.

De repente era respetable consumir este tipo de productos. De improviso los editores de libros y los estudios de cine y televisión vieron que había pasta para ganar en este tipo de productos, que había grandes audiencias esperando más de esta droga que antes sólo nos metíamos unos pocos. Y este descubrimiento fue, a grandes rasgos, la reivindicación del género de fantasía.

Y su condena. Ahora todo el mundo quería tener su propio éxito de ventas, su propia franquicia multimillonaria con elfos, enanos, dragones y magos. Así llegaron a las librerías docenas de títulos funestos escritos por completos indocumentados a los que los mamporreros de las editoriales intentaban vendernos como «el nuevo Tolkien». Algunas de esas novelas se convirtieron en películas. Casi siempre espantosas. Y se estrenó en los cines Dragones y Mazmorras, una basura inclasificable que pretendía lograr con 45 millones, un director novato a quien no conocía ni Cristo, actores de todo a cien (y Jeremy Irons en uno de sus papeles mercenarios) y un guion abominable lo mismo que El señor de los anillos con el doble de pasta, un libreto casi perfecto y un elenco de estrellas. Jamás recuperó la inversión. Le siguió Eragon, un espanto insufrible dirigido por un triste aficionado que no ha vuelto a firmar un largo, protagonizado por algunas jóvenes promesas, un puñado de actores de la lista B (y Jeremy Irons en otro de sus papeles alimenticios) y un guion mongolizado basado en la fan-fiction de Star Wars con estética Tolkien escrita por un niñato de quince años (y a ver si es la última vez que tenemos motivos para darle caña al pobre Cristopher Paolini, que no nos ha hecho ningún daño). Y aunque los productores metieron pasta, no metieron talento, y por eso la trilogía cinematográfica de Eragon se quedó en un único título, y a algunos ya nos parece demasiado.

Pero poco después llegó Juego de tronos, a la que aún tardaríamos en ver corromperse y defraudar a todo el mundo. Y una serie con espadas, dragones y tetas convocó frente a los televisores audiencias millonarias. HBO no daba abasto para doblar los nuevos capítulos de cada temporada y hacerlos llegar a sus espectadores no anglosajones antes de que, movidos de la impaciencia, recurriesen a la piratería. Y de nuevo se vio que había pastuqui en esto de la fantasía heroica. Bastaba con tener un buen producto, una historia atractiva, personajes humanos con los que identificarte. Las espadas, los dragones y las tetas eran casi lo de menos.

Y puede que fuese aquí donde todo empezó a irse casi definitivamente a la mierda. Cuando la gente con viruta descubrió que había negocio en esto de los magos, elfos y demás mariconadas de vírgenes eternos, sacaron la chequera.

Y lo que podría haber sido la Edad de Oro cinematográfica y televisiva del género está convirtiéndose muy rápidamente en otra cosa.

Y tenemos los síntomas ante la puta cara.

Los dedos de los pies

La primera temporada de The Witcher todavía me produce sentimientos encontrados. Me gusta, pero... Si te da cansura pinchar en el enlace, te lo resumo así nomás: adaptación bien, reparto bien, guion bien, efectos especiales, con un par de excepciones, bien, estructura de la serie un cipostio sin pies ni cabeza que nos despistó a los lectores de los libros y veteranos de los videojuegos y provocó migrañas a los que no conocían ni las novelas ni los juegos.

La segunda temporada me merece dos elogios y tres quejas, y aquí lo bueno y lo malo de la segunda temporada de The Witcher se superpone.

Queja número uno: la serie aún se llama The Witcher. «El brujero» en cuestión es Geralt de Rivia. La serie se llama así por él. Aparecen otros brujeros, pero no son los protagonistas.

Ni Geralt tampoco.

Geralt de Rivia, el brujero del título de The Witcher no es el protagonista de la serie que lleva su nombre. La protagonista es Ciri porque inclusión. Porque feminismo. Porque patata. Y además Geralt, en su propia serie, comparte co-protagonismo con Yennefer (Anya Chalotra), Fringilla (Mimi Ndiweni) y, en esta segunda temporada, Francesca Findabair (Mecia Simson).

Geralt de Rivia está diluido en su tiempo de pantalla por otros tres personajes femeninos. Como esos 127 tenistas que participan cada año en Roland Garros para escoger entre ellos al que perderá la final contra Rafa Nadal.

Geralt de Rivia sobra.

En su propia puta serie.

Hasta Francesca está cabreada.

Queja número dos, que es a la vez el elogio número uno: en esta segunda temporada los guionistas se han esforzado en ofrecernos una historia relativamente original. Si en la primera siguieron, más o menos ligeramente, el primer y segundo volúmenes de la serie escrita por Andrzej Sapkowski, para la segunda temporada de The Witcher han picoteado algo del tercer libro, algo de alguna historia corta de Sapkowski y algo de los videojuegos pero, básicamente, han tirado por donde les ha salido de las pelotas y nos han ofrecido una historia completamente original.

Y esta idea valiente, que podría haber sido un bombazo si Geralt de Rivia fuese un personaje totalmente sobreexplotado, o sea si el público mainstream ya conociese al dedillo todos los detalles de sus aventuras; esta decisión creativa realmente kamikaze podría estado plenamente justificada («nadie quiere que le vuelvan a contar la misma historia otra vez, así que ofrezcámosle a las audiencias algo que no hayan visto ya, ni en los libros ni en los videojuegos») de no ser el universo y los personajes de The Witcher unos completos desconocidos para la inmensa mayoría de las audiencias occidentales (en Polonia tienen un par de series y películas hechas con mucho amor y un presupuesto cercano al cero absoluto, pero eso es todo), como podría estar plenamente justificado, a estas alturas del banquete, empezar a ofrecernos elseworlds de Batman (del cual hasta los fans más fans estamos hasta las cojones que nos restrieguen por la cara, de nuevo, otra historia de orígenes). Sí, es el momento de que veamos Luz de gas, Thrillkiller, The Liberty Files, Batman Beyond..., pero ¿de verdad, con unas novelas que hasta ayer por la mañana habíamos leído cuatro gordos calvos y miopes y una temporada de una serie en Netflix el personaje y sus tramas están ya tan agotados que tenemos que sacarnos de la manga aventuras nuevas?


La jugada podría haber salido bien. Incluso muy bien si alguien se hubiera tomado la molestia de contratar a guionistas competentes, pero como fan del universo y del personaje esa estrategia deviene en decepción cuando constatas, escena tras escena, capítulo tras capítulo, que casi lo único que merece la pena de la segunda temporada de The Witcher son precisamente las píldoras robadas de los libros, cómics y videojuegos, y que se estropean y vuelven amargas envueltas en este escenario tan pobremente construido y estas tramas tan poco interesantes. Eso cuando la producción de The Witcher no toma directamente un elemento que funcionaba en otros formatos y lo emplea tan torpemente que destruye todo su potencial.

¡Y la completa estupidez de quitarle a Yennefer sus poderes, cipotes a la vinagreta! ¿Para qué se toma esa decisión? No lo entendí mientras lo estaba viendo y sigo sin entenderlo mientras estoy escribiendo sobre ello. Salvo con el propósito hacer a nuestra morena bruja perfumada con lilas y grosellas más vulnerable a la seducción de Voleth Meir y forzar ese dilema del cual Yennefer sale comprendiendo que no puede entregar a Cirilla a cambio de recuperar su magia, no entiendo esta trama que intenta ofrecernos un vistazo al alma de nuestra amada bruja de Vengerberg, interesada y obsesionada con el poder... pero también capaz de amar y hacerse amar, de trazar una línea en la arena y decir, «de ahí no paso». Si ése era el objetivo, ¿por qué no presentarnos el dilema como está recogido en los libros, donde surge de una manera mucho más natural, más orgánica y coherente con la personalidad de Yennefer?
(Voleth Meir, la Madre No-Muerta, es una casi original creación de los responsables de la serie... que aparte de heredar ciertos elementos de Baba Yagá, bruja caníbal del folclore eslavo, destroza de tal manera los atributos de las Damas del Bosque, personajes del videojuego The Witcher 3: Wild Hunt, que anula todo su impacto potencial. Y cualquiera que haya jugado al The Witcher 3 estará tan sorprendido, cabreado y decepcionado como yo).

Elogio número dos: en la segunda temporada de The Witcher vemos mucho más a Ciri. Y eso siempre es bueno. Además no sé si Freya Allan ha pegado un estirón, o ha ganado un poco de peso, o yo le he agarrado cariño o qué carajo pasa, pero ahora esos pómulos tan protuberantes que le hacían una cara rara con la que yo no acababa de sentirme cómodo ya no me parecen tan llamativos.

pero... (y aquí va la tercera queja)

...no puedo pasar por alto que Ciri se está apoderando de una serie que no estaba destinada a ser la suya, que me están colando un producto que debería titularse Cirilla, la leoncilla de Cintra, pero que, conscientes de que probablemente sólo una minoría de los lectores de las novelas estaría interesada en ver algo así, me han comercializado esta quimera tomando en vano el buen nombre de Geralt de Rivia. Un producto que, además de parecerse cada vez menos a su referente, encima no es demasiado bueno. Entretenido, a secas, pero que a duras penas alcanza el nivel del peor capítulo de alguna de las buenas temporadas de Juego de Tronos.

Es que por no parecerse a la Ciri de los libros, hemos tenido que esperar al último capítulo de la temporada, literalmente el último para ver a la Ciri de Netlfix usar los poderes que realmente tiene en las novelas y los videojuegos (vamos, la habilidad de saltar entre mundos por la que magos, reyes, elfos, brujas y su perra madre en monociclo quieren capturarla y someterla); que hasta ahora sus poderes se limitaban a romper a gritos esos condenados obeliscos negros que, o mi memoria empeora por momentos, o jamás han aparecido ni sido mencionados siquiera de pasada en las novelas.

Y todas estas tonterías (porque a fin y al cabo sólo son tonterías), que podrían ser lo de menos si la serie, a grandes, rasgos, estuviese bien resuelta, se vuelven odiosas como meterte salsa picante y caramelos balsámicos a la vez por el culo cuando la maldita agenda progre Netflix te hace chirriar los dientes introduciendo, a puro huevo, tonterías identitarias que desfiguran a personajes cuyo atractivo ni dependía ni estaba condicionado por su color de piel, sexo u orientación sexual. Y conviene recordar que mientras se buscaba actriz para interpretar a Ciri, los requisitos exigidos para esa actriz, publicados en una página del National Youth Theatre de Gran Bretaña, eran que fuese BAME ("black, asian or minority ethnic"). ¿Por qué? Porque black lives matters. Porque inclusión. Porque Netflix. (Ya rodaron cabezas por este motivo).

Y ya, en el momento en que los productores de cine y televisión están deseando que haya un personaje pelirrojo en su producto para automáticamente ofrecerle el papel a un actor o actriz negro, toca echarse a temblar.

La edad de oro cinematográfica y televisiva del género de fantasía está comenzando a tomar tintes de pesadilla.

La rueda del tiempo, basada en las novelas del tristemente fallecido Robert Jordan (que murió de una enfermedad cardíaca dejando inconclusos los tres últimos libros, finalizados por nuestro buen amigo y maestro Brandon Sanderson, al que ya hemos dedicado una entrada del paratroopers) es una de las sagas más largas y reverenciadas por los lectores de fantasía heroica, espada y brujería o como cojones quieras llamarla.

No soy un gran fan de La rueda del tiempo por una sencilla razón: no he podido echar mano más que a un par de libros, de los catorce que componen la saga, y ni siquiera eran consecutivos. Así que no estoy del todo implicado con una serie de novelas que, no me cabe la menor duda por la lectura descoordinada que he hecho de esos dos únicos títulos, en cuanto aborde en el orden correcto me va a gustar. Incluso mucho. Hasta entonces me durará este pequeño pifostio mental con la saga y, honestamente, no puedo decir que conozca en profundidad el universo ni los personajes.

Eso no me desanimó de ver la primera temporada de la serie basada en las novelas de Robert Jordan con la cual Amazon pretende reinventar la Coca-Cola y llenar el vacío dejado por Juego de tronos y hacerle la piola a The Witcher.

Y tampoco me impidió rechinar los dientes cuando vi el panfleto woke que Amazon se ha currado sobre las novelas de Robert Jordan. Y aunque hay verdaderos ruedadeltiempólogos desglosando, uno por uno, todos los crímenes cometidos por la primera temporada de La rueda del tiempo, lo que a mí me olió a cuerno quemado fue la diversidad racial impuesta por cojones (en un universo en el que hay pueblos de diversos colores de piel y personajes procedentes de esos pueblos que son claves para la trama) y el envejecimiento de los personajes (en el primer libro de la serie, los críos que Moiraine saca de Dos Ríos son, literalmente críos, adolescentes).

Tuon Athaem Kore Paendrag
, emperatriz de los Seanchan, es negra. Como la mayoría de sus súbditos, si no he leído mal los dos libros de la serie que conozco. El imperio Seanchan, si no he
leído mal, es la potencia política y militar más poderosa del universo de La rueda del tiempo. Y son negros, o por lo menos oscuritos de piel. Por alguna tos tos misteriosa carrasp tos razón, los productores de La rueda del tiempo no han querido, no han sabido o no han podido esperar tanto tiempo para introducir actores BAME y nos los han metido por los ojos desde el capítulo piloto. Fuese o no coherente desde el punto de vista antropológico y humano (¿tiene sentido que haya tantos negros en Rascapollas de Abajo, típica aldeita montañesa donde la gente lleva generaciones casándose con sus primos?) y aportase o no algo a la trama.

Que no aporta. Los personajes de La rueda del tiempo no están definidos por su raza, sexo o preferencias venéreas, y la obsesión de los productores por hacer del color de la piel un factor determinante o característico sólo delata lo mal que han comprendido a esos personajes y lo obsesionados que están de que se les etiquete de inclusivos, tolerantes y absolutamente no-racistas, como si en cine o televisión pudiera haber algo más racista que escoger a un actor o actriz determinado no por su talento o su idoneidad para el papel que se quiere cubrir, sino por su color de piel o su etnicidad.

Si todos los actores principales de La rueda del tiempo fuesen negros no estaríamos teniendo esta conversación tú y yo, amado lector. Estaríamos teniendo la conversación de «qué lástima les dan los negros a los productores de televisión; no les reconocen el derecho a tener sus propios iconos culturales (Blade, Luke Cage, Candyman, El Halcón, Spawn, Shaft, Black Panther, y hablo de T'Challa rey de Wakanda) y se les exige que se conformen con la sopa boba de hacerle blackface a personajes reconocidamente blancos».

El color de la piel de los actores de La rueda del tiempo no tiene ninguna relevancia en la trama. No influye, determina ni altera el discurso de la acción. La Egwene Al'Vere de la serie de Amazon no sufre más, ni sufre de manera diferente, ni afronta retos distintos a la del libro porque la Egwene de la serie tenga el precioso color dorado de Madelein Madden y unos labios sensuales resultado, sugiero, de su herencia aborigen australiana. El Lan Mandragoran de Amazon no lo pasa peor por tener los rasgos orientales de Daniel Henney (¿es así en los libros? Confieso que lo ignoro. En los que he leído no lo describen). Nynaeve no toma decisiones diferentes en la serie porque Zoë Robbins tenga sangre nigeriana. Así pues, dado que la etnia de los actores de La rueda del tiempo no es coherente con los orígenes y etnicidad de sus personajes y no aporta absolutamente nada al drama... ¿qué sentido tienen todas esas permutaciones cromáticas propias de un anuncio de Benetton salvo una hipócrita campaña de publicidad corporativa destinada al público Millennial más ciclotímico?, y me refiero a los que piden leche de soja con su mochachino vegano de comercio justo.

Dicho lo cual, es de justicia reconocer que La rueda del tiempo me ha gustado mucho (aunque conozco fans de los libros que están regurgitando bilis) y estoy esperando con impaciencia la segunda temporada.

Y ya me gustaría poder decir que espero con igual ansiedad El señor de los anillos: los anillos de poder, otro carísimo capricho de Jeff Bezos.

La pirola y los cojones todos suman veintitrés

Pero, a falta de que se estrene la serie y podamos ver el capítulo piloto, lo que más dentera me da de Los anillos de poder es que no reconozco nada de lo que se ve en el teaser recientemente liberado. Literalmente nada. Si no me dices que estoy viendo las primeras imágenes de una serie de El señor de los anillos podría creerme que estaba viendo una serie ambientada en Narnia, otra action-movie de Dragones y Mazmorras o un biopic sobre la vida y milagros del filósofo croata Chiquitan de la Calzadić. Y aunque las comparaciones son odiosas y a ti te encontré en la calle, esta absoluta indiferencia es doblemente grave contrapuesta a mi reacción al primer visionado del teaser de La comunidad del anillo, hace ya más de veinte años; experiencia que me dio escalofríos de placer y en el transcurso de la cual, pese a su inevitable brevedad, pude reconocer a todos, a todos los personajes. Aún se me pone la carne de gallina cuando veo esas imágenes a las que todavía faltaban aplicar filtros, corregir color... (y cuando salió el primer tráiler oficial de la trilogía ya fue el correrse vivos). Como la primera vez. Como siempre. El teaser de Los anillos de poder, en cambio, me ha dejado absolutamente in albis. Ni frío ni calor. Cero grados.
Algunas cosas no envejecen jamás.

De que todo el proyecto ha sido un antojo de Jeff Bezos, obsesionado con repetir el éxito de Juego de tronos, no te quepa duda. ¿Qué es lo más mejor después de Canción de fuego y hielo?, habrá pensado. El señor de los anillos. Pero, como El señor de los anillos y El hobbit ya están adaptados y los derechos sobre El silmarillion no están a la venta por más pasta que ofrezcas, el capricho del hombre más rico del mundo le ha llevado a comprar la opción para la pantalla de la, y esto puede ser una opinión subjetiva absolutamente cuestionable, la etapa más aburrida de la historia de la Tierra Media. Aparte de la corrupción de los reinos humanos por un Sauron sólo aparentemente derrotado y la forja de los anillos de poder, que ocurrirá, si llegamos a verlo, al final de la serie, ¿qué mierda pasó en la Segunda Edad del Sol que merezca la pena contarse? ¿Cómo se las van a arreglar para llenar de contenido toda una temporada?

Y de nuevo las chuminadas woke. Elfos negros. Hobbits negros. Enanas..., que por fin vemos enanas, pero... ¿esta señora negra y obesa es una enana? ¡Si las enanas de Tolkien son indistinguibles de los enanos (entre otros motivos porque se visten igual que ellos y, encima, también tienen barba)! ¿Y por qué han esperado a que se muriese Christopher Tolkien, intransigente celador del patrimonio bibliográfico de su padre, para forzar toda esta morralla inclusiva? ¿Por qué le hicieron la puñeta a Tom Shippey (especialista en literatura medieval y fantasía y ciencia-ficción modernas y uno de los más reconocidos y respetados expertos académicos en la obra de Tolkien), hasta que se le inflaron los huevos y se largó? ¿Por qué, aparentemente
(hay tal cipostio de información contradictoria y secretismo en torno a la producción que es imposible confirmarlo tanto como desmentirlo) y según algunas personas muy, muy cabreadas que gritan muy muy fuerte en Internet, contrataron para sustituirle, a esta señorita, sobre cuyo expediente académico y autoridad intelectual, que desconozco, no me pronunciaré, pero que parece más una activista SJW (su tesis doctoral, ahí es nada, se titula Ethics, Femininity and the Encounter with the Other in J.R.R. Tolkien’s Middle-earth Narratives) que la de una intelectual imparcial. Que yo no digo, líbreme Sara Sampaio Dominatrix, que esta mujer, que hasta nuevo aviso me merece el mayor de los respetos, no esté capacitada para hablar con autoridad de la obra de Tolkien, pero no puedo evitar un escalofrío y una sospecha tras su, insisto, presunta participación como asesora de la producción.

Por supuesto hay gente defendiendo esta inclusividad forzada con argumentos razonados y razonables. Y, por supuesto se pasan de frenada, porque aunque la raza nunca fue el factor determinante en la Tierra Media (y viniendo de un señor que nació y se crió en la Sudáfrica del apartheid, sistema político de base racista que Tolkien aborrecía, no podía serlo), la evidencia de que J. R. R. estaba intentando crear una mitología anglosajona debería ayudar a estos paladines de lo políticamente correcto al menos los patinazos más obvios.
¿Y ésta quién coño es?

"(...) some believe Tolkien was writing a “a mythology for England”, and used myths and texts from Germanic cultures that had nothing to do with people of colour". ¡"Some believe" no, cojones! ¡Toda la mitología de Tolkien es una colección de temas extraídos de la tradición germánica y anglosajona, digan lo que digan sus biógrafos más aturdidos y la gente que obviamente no tiene ni puñetera idea de lo que escribe! "These are imaginary creatures which are not always clearly described in the original books"; bueno, eso es básicamente cierto. "Still, there is some evidence of dark-skinned elves and hobbits in drafts of The Silmarillion and the prologue of The Lord of the Rings", eh eh eh eeh eh eh, «dark skinned» no significa «negro». «Dark skinned» podría ser un italiano. Un griego. Un turco. Y Tolkien ni siquiera usó esa palabra: «Los (Hobbits) Pelosos eran de piel más oscura, cuerpo menudo, cara lampiña, y no llevaban botas», en el original: "the Harfoots were browner of skin, smaller, and shorter, and they were beardless and bootless". ¿Son esos hobbits «de piel más morena», señor mío, los hobbits negros que usted ve? Porque yo no los veo por ninguna parte, y ya me gustaría explicarle que la gente que trabaja al aire libre suele estar tostadita por el sol si no fuese tan obvio. Y aún tiene que explicarme alguien qué coño pintan los hobbits en la Segunda Edad.
(Se conoce que con los hombres, los elfos, los enanos, los haradrim, los aurigas y los woses paisanos de Ghân-buri-Ghân no había suficiente diversidad racial en la Tierra Media, orcos y trolls aparte).
Pero, claro, si en fondo tendrá razón, este caballero. En vez de perpetuar y reforzar la racializada perspectiva del bien y del mal en la Tierra Media es mejor sugerir que hubo una rabiosa limpieza étnica entre la Segunda y la Tercera Edad, evidenciada por el hecho de que ni en las trilogías cinematográficas canónicas de El hobbit y El señor de los anillos hay un solo elfo o hobbit negro.

Han introducido cambios fundamentales en el legendarium de Tolkien. Y no sólo hablo de introducir actores oscuritos de piel para que veamos lo poco racistas que son. Han metido al menos a una actriz rellenita (y también negra) para que no los acusen de gordofóbicos. Hablo de cabronadas como convertir a Galadriel en una especie de valquiria empoderada (¡y llevando en su armadura de Juana de Arco revamped el blasón de Fëanor! ¡Fëanor, su enemigo! ¿Pero esto qué es?), demostrando de paso que no tienen ni puta idea de lo que se supone que es una valquiria, mientras que a Elrond (que también te digo, amado lector, que veo al actor y soy incapaz de ver a Elrond) parecen haberlo travestido en un cagapoquito nerfeado para que no le haga sombra a esta Virgen María con pistolas en la que soy incapaz de reconocer a Galadriel.

Galadriel.
¿Galaquién? ¿Vas en serio?

La elfa más poderosa de la Tierra Media, a la que el propio Sauron, y Melkor en su día, temía enfrentarse. Un personaje arrebatadoramente femenino, personificación de la madre bondadosa y sabia llena de amor y comprensión, de la consejera inteligente y prudente, encarnación de la pureza y la santidad, acaba reducida a un chicote con armadura y espada que reniega de su papel tradicional para usurpar el de un personaje masculino porque femenismo. Porque patriarcado. Porque me llamo Jeff Bezos y estos son mis dos cojones.
Encuentra las siete diferencias.

A la espera de poder echarle el ojo al capítulo piloto, empiezo a temerme que, en vez de combatir a Sauron, los numenóreanos y elfos dediquen capítulos y capítulos a hablar sobre el derecho de autodeterminación de género y si las proas de las naves de los Puertos Grises son heteropatriarcales. Porque, insisto, a la espera de ver el primer capítulo de Los anillos de poder, todo esto desprende un tufillo a carísimo artefacto de propaganda cultural de Amazon que da hasta vértigo.
Ésta es Galadriel.

El Kingpin de Michael Clarke Duncan en la espantosa Daredevil de 2003 es una puta maravilla y lo defenderé ante quien haga falta. El Nick Furia de Samuel L. Jackson en el MCU me encanta. El Heimdall de Idris Elba en el mismo universo cinematográfico me chifla muy a pesar de ser dolorosamente consciente de que a Heimdall, dios nórdico de los pueblos escandinavos y bálticos, se le llama en las fuentes, entre otros nombres, «el dios blanco» (hvítastr ása) o «el más blanco de los dioses» (aunque hay estudiosos que apuntan a que el sobrenombre era debido a su brillante armadura, no al colorcillo de su piel). Me da exactamente igual que en el The Batman de Matt Reeves el teniente (todavía no comisario) Gordon tenga la cara negra de Jeffrey Wright, y que hayan contratado a Zoë Kravitz para el papel de Catwoman me parece lo más cercano a un casting perfecto que he visto en años. No tengo nada que decir del color de la piel de un actor siempre y cuando sea capaz de encarnar y transmitir características reconocibles del personaje que representa.

Pero estoy inquieto.

Muy inquieto.

Porque aunque, a falta de ver Los anillos de poder, confío en la competencia de los actores, directores (ignoro si hay más de uno y este proyecto me inspira tan poca expectación que ni voy a buscarlo) y guionistas contratados, pero no me fio ni un pelo de las intenciones de la productora ni de las decisiones, transparentemente ideologizadas y no motivadas por razones creativas, detrás de los cambios introducidos en esta obra, patrimonio universal de la humanidad, que he sido incapaz de reconocer en las imágenes ya publicadas.

Bola extra: ya me he visto The Batman, de Matt Reeves.


Más sobre ese tema en futuras entradas de esta bitácora,  a la misma bat-hora, en el mismo bat-canal.