lunes, 29 de agosto de 2022

La piedra de Rosetta: de pilotos y comités


No, amado y guapísimo lector con olor a vainilla y sabor a Riley Reid, no malinterpretes el título, no te voy a castigar con otra lección de historia. Ésta no es otra entrega de Todo lo que creías saber probablemente sea mentira.


Lo cual no quita que, para comprender el título de la entrega de hoy, tenga que explicarte que la piedra de Rosetta es una antigua estela egipcia de diorita que presenta un mismo texto (un decreto que establecía el culto divino al recién coronado Ptolomeo V) escrito en jeroglíficos egipcios, demótico y griego clásico; trifecta textual que fue clave para descifrar la escritura egipcia.

Este tochaco.

El término «piedra Rosetta» se emplea coloquialmente para aludir a un instrumento que permite descifrar un misterio o revelar lo que está oculto. Y yo lo empleo ahora porque, después de ver los pilotos de She-Hulk: Attorney at Law, Game of Thrones: House of the Dragon y The Sandman, gracias a un vídeo del canal Call me Chato que voy a desarrollar con todo el morro, creo haber dado al fin con la Piedra Rosetta que explica por qué los comités de las productoras de cine y televisión han tomado la decisión creativa consciente de que la ficción basada en cómics, novelas de terror, ciencia-ficción y fantasía, sea tan ignominiosamente penosa.

La respuesta es que, pura y simplemente, nos odian.

Netflix, Disney, HBO, Amazon, nos odian. Odian al público potencial al que dirigen sus productos de fantasía y ciencia-ficción. Odian al marginado, al nerd, al gordo miope y tímido con nulas capacidades atléticas y autistas dotes sociales que, asumida su subterránea predisposición genética para los deportes y el rechazo de sus más sociables y extrovertidos pares, se resignaba a leer libros y cómics y ver películas y juguetear con ordenadores mientras sus compañeros de clase fornicaban unos con otros y fumaban porros mojados en calimocho.

¿Qué por qué nos odian?, me preguntas, clavando en mi pupila tu pupila azul. En primer lugar nos odian porque tenemos sentido del humor, herramienta evolutiva que en nuestro caso reemplaza a la belleza física y la coordinación neuromuscular y que desarrollamos fundamentalmente para desarmar a los abusones de patio de colegio, completamente cortocircuitados cuando descubren que somos capaces de escarnecernos a nosotros mismos más, mejor y con mayor saña que ellos, y también para amansar su sed de sangre a fuerza de bombardearlos con chistes de monjas.
(Además puede ser también un buen recurso reproductivo. Cuanto más hagas reír a una mujer, más tiempo pasará con los ojos cerrados, tus ignominiosas taras físicas le serán menos evidentes y, cuando quiera darse cuenta de que se está abriendo el sostén para un orco de Mordor y no para Jason Momoa, ¡pum!, ya estará follada).

A los sepulcros encalados y consumidores de soja de los comités de Hollywood les jode que tengamos sentido del humor, que estemos, con sólo pequeñas concesiones a la dignidad humana, dispuestos a reírnos de cualquier cosa (el dolor, los defectos físicos, el crimen, la muerte, la pederastia, la pobreza, la guerra, el incesto) y, esto es lo que más les duele, de cualquier colectivo: mujeres, inmigrantes, ancianos, niños, madres solteras, homosexuales, negros, subnormales, ¡joder, que hemos contado chistes sobre enfermos de cáncer y sobre la pobre Irene Villa!

Para la persona con sentido del humor, casi nada es sagrado. Por eso la woke armada nos odia. Porque su fanática ideología postmarxista de universitarios blancos de clase media enumera temas sobre los que está prohibido hacer comedia, axiomas que deben ser encerrados en vitrinas blindadas y elevados sobre una columna de mármol de manera que nadie se atreva a cuestionarlos jamás, y menosprecia a las minorías, pobrecitas, tan frágiles, tan incapaces y tan sensibles que deben ser protegidas a toda costa incluso del humor más blanco y bienintencionado. Y por eso odian nuestra capacidad de reírnos de cualquier cosa.

«Mientras me la follaba sobre la mesa de disección me decía a mí mismo que un momento de debilidad no me hace mala persona y que sigo siendo el mejor veterinario forense de la ciudad».

También nos odian porque sabemos que es imposible crear nada en un comité. Las mejores novelas, las mejores películas, las obras capitales de la cultura universal son mayoritariamente fruto del trabajo solitario, vocacional y raras veces remunerado de un único autor que ha explorado en ellas su memoria, sus miedos, sus aspiraciones; no el consenso de un grupo de acomplejados puritanos temerosos del qué dirán.

Un comité jamás habría permitido a Nabokov escribir Lolita ni a Neruda confesar la violación de una intocable india en su autobiografía. Porque los comités odian la polémica pero todavía aborrecen más el individualismo, al que consideran egoísta e insolidario. Destruir al individuo y disolver la identidad personal forma parte de su plan para hacerse con el poder de una masa de borregos aplatanados a los que poder manipular a su antojo mediante técnicas pavlovianas como si fuese un único miriápodo ciego y sin cerebro. Los comités nos odian por ser conscientes de que el autor, con notorias y honrosas excepciones, es siempre un ente inalienable que hace un trabajo no pocas veces clandestino, excéntrico, y a menudo incomprendido y mal agradecido.

Finalmente, en gran medida nos odian porque la lectura de esos libros y cómics (Asimov, Watchmen, Clarke, Blankets, Phillip K. Dick, La cosa del pantano, Stephen King, Monalisa Overdrive, Lovecraft, Camelot 3000, Ted Chiang, el Spiderman de John Romita Jnr. antes de que empezaran a joder al personaje con clones de clones y demás mandangas) nos convirtió en personas curiosas, fascinadas por la tecnología, la otredad y la imaginación sin riendas, enamoradas de los mundos imaginarios y propensas a navegar otras geografías; porque nuestra voracidad lectora nos expuso a sensibilidades ajenas, a otros universos simbólicos, nos hizo reflexionar acerca de la sexualidad (Los propios dioses, La mano izquierda de la oscuridad), la exploración del espacio, que es en realidad la exploración del vínculo con el universo que tenemos cada uno de nosotros (2001, Solaris), y, en definitiva, nos hizo meditar sobre las sombras y luces del espíritu humano y su posición en el tapiz de la eternidad (La nave de un millón de años, El señor de las moscas, Flores para Algernon).

Nos odian porque nos interesamos por otras culturas, Japón, Rusia, Marte, por otras lenguas, reales o artificiales, el klingon, el sindarin, el murciano, y han acuñado el provinciano y chovinista concepto de «apropiación cultural» para intentar zaherirnos por nuestra apertura de espíritu, nuestra tolerancia y nuestro cosmopolitismo. Les repatea que sepamos tanto de las sagas nórdicas, que nos peinemos con rastas jamaicanas (los que puedan, porque es que yo...) o llevemos una camiseta de Akira, destruyendo así la prístina pureza de sus prejuicios y el cepo de hierro con el que pretenden atenazar nuestras mentes, que es que hay algunos mamíferos en esos comités que podrían usar sus propios cojones de almohada.

O, rizando el rizo del retraso mental, cabrearse porque un actor feo a rabiar y latino interprete a un personaje
de ficción feo a rabiar y latino.

Y como esta gente no está interesada (ni capacitada) para sostener un debate, no admite la posibilidad de estar equivocada y no va a establecer ningún compromiso civilizado que no pase por la total sumisión a su catecismo, nos odian por hacer preguntas, por tener juicio crítico, por conocer mejor que ellos el material que adaptan y señalarles lo que están haciendo mal.

También nos odian porque como personas leídas, curiosas y aventureras, todos sabemos un poco de narración, entendemos cómo se escribe una historia, cómo se caracteriza a unos personajes, cómo se construye un drama y se mantiene el suspense.

Y no soportamos las chapuzas. No perdonamos a los imbéciles ni tenemos piedad con los aficionados.

Conozco a pocos lectores de fantasía y ciencia-ficción que no hayan sentido el prurito de convertirse en escritores o no hayan intentado al menos una vez escribir ellos mismos nuevas fábulas en mundos evocadores de Perm, Arrakis, La Tierra Media, Hyperion, Terramar, Prythian, Barrayar. Aunque hayan fracasado apoteósicamente en terminar un libro o una historia corta que no diese ascopena, aunque hayan tenido que conformarse con escribir campañas caseras para el AD&D o Vampiro: La mascarada, aunque se limiten a dibujar, con más buena voluntad que técnica, a sus personajes favoritos o jugar a videojuegos, los lectores de ciencia-ficción y fantasía, de cómics, nunca pierden del todo su ánimo aventurero, su espíritu explorador. Su espíritu creativo, su curiosidad. Por eso tan a menudo se interesan por alguna ingeniería, por la informática u otras ramas de la ciencia que favorecen la especulación, la experimentación, la investigación.

«No jodas, hombre. ¿Qué es lo peor que podría pasar?»

Porque somos curiosos. Como niños que nunca crecerán ni perderán su inocencia. Nos obsesionan las preguntas más que las propias respuestas. Hemos volado con la imaginación a lomos de un dragón sobre las tierras de Melniboné, librado la última batalla de la yihad butleriana, resistido la tentación del Único y arrancado a Excálibur de la piedra. La riqueza de nuestra experiencia lectora y espectadora, nuestros hallazgos a través de la literatura, el cómic y el cine nos han llevado a preguntarnos qué más habrá ahí afuera. Y raras veces rechazamos una invitación a visitar nuevos mundos, bien de la mano de otros, bien a iniciativa propia.

Somos curiosos, y entre otras cosas sabemos cómo se construye una narración, y sobre todo cómo no se construye.

Y los comités de productores meapilas nos odian por ello porque mientras ellos estaban fumando caspa de jorobado de Chernobyl y hablando en la terraza de un Starbucks de la junguiana emotividad transesfinteriana de Zerkalo, de Tarkovsky, entre clase y clase de Teoría racial crítica, Biopolíticas de la descolonización, Herstoria de las culturas indígenas o Estudios comparados de género pirámido-convexo-catalíticos, de nuestras lecturas y nuestros pinitos en la redacción amateur nosotros estábamos aprendiendo exposición, descripción, diálogo, estructura narrativa, construcción de personajes; estábamos buscándole las costuras al Viaje del héroe y reventándolo como un condón de Aliexpress, y por todo ello reconocemos a un inútil en el primer párrafo, en los primeros diez minutos de metraje.

Porque las personas curiosas no se conforman con los lemas predigeridos. Los frikis no compramos dócilmente la puta agenda woke que los grandes estudios desprecian pero promueven fariseamente porque creen obtener beneficios de ella, bien en forma de crédito social, o sea imagen corporativa, bien como herramienta de marketing para mantener estable el precio de sus acciones, bien como deducción en gastos publicitarios por el procedimiento de que todos los social justice warriors de pacotilla les hagan el boca-a-oreja de lo inclusivos y gay-friendly y feministos que son sus productos culturales y las toneladas de REPRESENTEISHON que ofrecen.

Por eso las productoras están sodomizando, prostituyendo, torturando y desfigurando todas aquellas historias y personajes que amamos: Geralt de Rivia, Los Vengadores, Supermán, El señor de los anillos, al adorable bribón Nathan Drake y la franquicia de Resident Evil. Porque nos odian. Porque saben que no pueden comprarnos con banderas arcoiris y chuminismo gratuito, que no nos vamos a callar si convierten uno de nuestros libros, de nuestros cómics favoritos, en una cipotada sin pies ni cabeza firmada por cuatro indocumentados sin puñetera idea del material que adaptan pero felices de que se les otorgue un medio para colarnos su puñetero manifiesto postmoderno y tranquilizar a sus accionistas, tan atentos a los precios del mercado, estado de ánimo extraordinariamente voluble del cual depende la cotización de sus stock-options.

Y es una pérdida de tiempo explicarle a esos sensibles y necios mierdecillas dotados de nacimiento con una ineptitud supina para cualquier actividad creativa que si en vez de escribir cien tweets de 280 caracteres al día explicándonos por qué ellos tienen razón y nosotros estamos equivocados escribiesen 12 000 caracteres de ficción al día, tendrían dos guiones de cine al mes o una novela de quinientas páginas cada noventa días y, en virtud del algoritmo de los mil monos aporreando mil máquinas de escribir, quizá por accidente escribiesen algo medianamente potable.

Pero vamos ya al turrón, que te veo con hambre.

♪ Abooogadaaaaa solteeeeeeraaaa
lucha por su clieeeeenteeee ♫


Me he visto el piloto de House of the Dragon, la precuela de Juego de tronos que nadie que yo conozca pidió y que nadie
que yo conozca esperaba.

Y me he quedado como estaba.

Casi una hora de metraje y al llegar al final nadie me había explicado aún por qué debería importarme un carajo el rey Viserys Targaryen, caerme simpática la princesa Rhaenyra Targaryen, espantarme el príncipe Daemon y darme cosica la princesa Rhaenys Velaryon. Entraron los créditos finales, me comía la verga todo el elenco de HOTD y aún no se me había ido el sabor a mierda que me dejaron las últimas temporadas de Juego de Tronos.

Y es que aunque HBO ha metido una cantidad de panoja obscena en la recreación de Poniente, aunque se notan los volquetes de dólares gastados en vestuario, ambientación, escenarios y efectos especiales, todo lo que he visto en pantalla tenía un aspecto tan genérico, tan rutinario, tan falto de personalidad que no me pude librar en ningún momento de la sensación de estar viendo los extras de un BluRay de GOT ni dejar de preguntarme «¿quién coño es toda esta puta gente? ¿Por qué nadie me ha explicado aún por qué me debería importar un pijo lo que les pase? ¿Por qué mierda el capítulo empieza con voz en off
La trona de pinchos se parece un poco más a la de los libros, eso sí.

No pude evitar desde el primer instante conectar con Eddard Stark en el piloto de Juego de Tronos, ese padre bueno y cariñoso, ese marido enamorado y gobernador justo y sensible que ajusticia a un desertor de la Guardia de la Noche asqueado de verse en la obligación de administrar justicia tan expeditiva. Me cayeron simpáticos los hermanos Stark, todos ellos, hasta Jon Soso, y por eso sus desventuras en los capítulos siguientes me conmovieron tanto. Pero en La casa del dragón no he podido encontrar ni un protagonista que me intrigue. Todos son superficiales y huecos, y eso se arregla con buena dirección y buenos guiones, no con carretadas de dinero.

Tampoco la diarrea de viruta gastada en la serie puede ocultar que, salvo que yo no me haya enterado de nada (no lo descarto), este episodio piloto que se supone sienta las bases temáticas y tonales de toda la serie huela tantísimo a excremento woke. Porque si te vas a la página de la IMDB y lees la sospechosamente brevísima descripción del argumento de la serie (copipego: «La historia de la casa Targaryen, ambientada 200 años antes de los acontecimientos en Juego de Tronos»), que sugiere que la serie está vagamente inspirada por Fuego y sangre de GRRRRRR Martin, y llegas al primer capítulo y descubres que en realidad estás viendo «La feroz y valiente lucha de la empoderada Rhaenyra Targaryen contra el heteropatriarcado opresor», sospecha confirmada por los propios creadores de la serie, lo mínimo que sientes es que te la están metiendo doblada y con un cock-ring de vibranium.

Pero es que incluso si consigues, que ya cuesta proezas de disciplina y estoicismo, dejar de arrugar la nariz ante semejante plasta de propaganda hembrista (¡ese malvado machirulo del rey Viserys, que puesto en el dilema de salvar al vida a su esposa o tener un hijo varón optó por lo segundo, el muy facha!; "In medieval times, giving birth was violence"), lo que te queda es una versión descafeinada, vegana, sin sulfitos y con quinoa del argumento de Juego de tronos: los esfuerzos de una princesa Targaryen por elevarse hasta el Trono de Hierro sorteando mil obstáculos y derrotando a todos los demás aspirantes y conspiradores que intentan impedirlo. Y con una Daenerys de Hacendado con la que me resultó absolutamente imposible conectar emocionalmente y que, para más escarnio, me daba risión incontrolada cada vez que aparecía en pantalla... y es que los parecidos razonables son muy puñeteros.

¡Juaaaaasjuajuasjuasjuas!

Y sin embargo, toda la prensa del sector pone a House of the Dragon en los cuernos de la luna, hasta el punto de que yo empecé a desconfiar de mi propio criterio, que motivos no me faltan, ¿eh?, que me conozco y estoy muy mal. «¿Me habré visto otro piloto de otra serie?», llegué a preguntarme, y agobiado por el peso de la duda volví a ver el capítulo de estreno de Juego de tronos: Origins. Total, ya tengo medio pie en la fosa y otra hora de mi vida perdida miserablemente en capulladas no va a cambiar nada.

¡Los sacrificios que hago por ti, amado lector y que poco me lo agradeces!

Mi segundo visionado de esta nueva iteración de la franquicia me ha dejado igual de frío que el primero. Y esta vez  creo que el pelucón de Matt Smith (definitivamente lo mejor, o tal vez lo menos anodino de HOTD) y las escenas de fornicio más light que esperé ver jamás en ningún producto de Canción de fuego y hielo, donde las tetas son tan características como la sangre y los dragones, tienen buena parte de la culpa.

(«[...] the production also "pulls back" on the amount of sex in the series while adding glimpses of how sex is a nonchalant aspect of Targaryen life. Violence against women is still very much part of the world»).


Y no dejan de chirriarme esos Targaryen negros («Blackgaryen» los ha llegado a llamar algún desalmado), cuya mera existencia se debe al deseo expreso de los showrunners de HOTD de demostrarnos lo poco racistas que son ("It was very important for Miguel and I to create a show that was not another bunch of white people on the screen"; it was very important for them not to deliver the best tv show but to make a statement on race and gender, aparentemente), y en la inconfesable esperanza, sugiero, de que durante los próximos disturbios raciales en Estados Unidos no les revienten sus casas. «¡Pero si somos los que metieron Targaryen negros en Game of Thrones! ¡No te lleves la tele!»

Pero casi diez millones de personas la vieron el día de su estreno, así que a lo mejor sí había gente esperando la serie y quizás el problema con La casa del dragón es mío.

♫ Lleva minifaldas provocatiiivaaaas
y además es autosuficieeeeente ♪


Al mismo tiempo que HOTD me dejaba ni fu ni fa, la adaptación que Netflix ha hecho de The Sandman, cómic de Neil Gaiman del extinto sello Vértigo me ha producido una perturbadora mezcla de horror y placer.

Placer por la respetuosa adaptación que Netflix, aparentemente marcada muy de cerca por el propio Neil Gaiman, ha hecho de los dos primeros arcos argumentales del cómic. Nada parece caprichoso ni oportunista. Las inevitables diferencias con el material original están bien justificadas desde el punto del presupuesto, la necesidad de adaptar la historia a un lenguaje diferente como es el del cine y, me atrevo a suponer, los derechos adquiridos por la productora, que obviamente no podía echar mano de ciertos personajes del sello Vértigo y del universo DC que sí aparecen en el material impreso.

Horror por la deliberada, gratuita e injustificada reasignación de sexo y, de nuevo, negrificación de algunos personajes clave de la serie. Y así tenemos a dos Johannas Constantine, que son la misma con siglos de separación (y a niguna la vemos fumarse un Silk Cut), porque no podemos tener a un John Constantine (WB aún retiene los derechos para la pantalla sobre el personaje aunque haya chapado la fallida serie), y ya no te cuento al increíble Constantine de Matt Ryan, que parece haber nacido para interpretar al personaje. Pero por el mismo extraño fenómeno de ineptitud creativa y cínico cálculo reputacional propio de todo comité corporativo, tenemos a un Lucien mujer y negra, a un Morfeo que, sin desmerecer el increíble trabajo de Tom Sturridge, parece un emo sin maquillar más que un semidios eterno y casi omnisciente y a una Muerte negra.

¿Que si tengo algo contra la pobre Kirby Howell-Baptiste? Nada. A grandes rasgos estoy satisfecho con su interpretación, y en este caso concreto no me molesta que sea tan verbosa y dicharachera, tan diferente al solemne, introspectivo y majestuoso Sueño, porque es que directamente Gaiman LA ESCRIBIÓ ASÍ. Diré más: la Muerte de los cómics es aún más humana, más juguetona y maja que la de la serie.

Y es blanca como el papel. Blanca como la nieve. Tan blanca que bajo ningún concepto podría pasar por una chica normal, como el blanco y ojinegro Morfeo jamás podría pasar por un simple mortal. Los rasgos de Muerte podrían ser caucásicos o asiáticos pero ya te digo que Neil Gaiman no la describió con rasgos africanos y dado que, una vez más, y ojalá me dieran un euro cada vez que lo he escrito o lo he dicho en voz alta, dado que su raza no tiene ninguna repercusión en su desarrollo como personaje ni en su historia, reclutar a una actriz negra, por buena intérprete y por atractiva que sea, es un nuevo insulto a los abonados negros de Netflix, una nueva patada de condescendencia corporativa en la boca, otra puñalada racista de «como la vuestra es una cultura de mierda y no tenéis referentes propios vamos a darlos unas migajas de personaje blanco para que os conforméis».
Encuentra las siete diferencias.

¿Y Gwendoline Christie como Lucifer? ¿Pero qué me estás contáiner? ¡Me encanta Gwendoline Christie, pero esta mujer es DE-FI-NI-TI-VA-MEN-TE la elección equivocada para el papel! Mira, por más que en los cómics lo representen con rasgos masculinos, aquí por la propia naturaleza del personaje estaría más que justificado el cambio de sexo del actor. Pero no me pongáis a Gwendoline Christie, joder. No es lo bastante andrógina para sugerir una naturaleza asexuada. No tiene un rostro ni una presencia que sugieran que es un ser casi todopoderoso y atemporal. Tilda Swinton habría hecho mejor trabajo, pero me apropio del private cast de un amigo mío y coincido con él en que el joven David Bowie habría sido un Lucifer mucho más creíble, como Siouxsie fue la obvia inspiración de Muerte y Morfeo podría ser un joven Neil Gaiman despeinad... un Neil Gaiman joven.

Dime que no, anda.

Y si me preguntas quién podría haber reemplazado a Bowie en el papel de Lucifer ahora que se han cumplidos seis años desde que el Duque Blanco nos hizo la gran putada de morirse te diré el primer nombre que me viene a la cabeza cuando me piden a un intérprete de belleza seráfica y aire andrógino: Hunter Schafer. Aparte de ser una hermosura y tener una presencia impresionante en pantalla, la creo muy, pero que muy capaz de estar a la altura y estoy deseando verla en un papel en el que no sea vulnerable y esté algo desorientada como lo está su personaje de Jules en Euphoria.


Quitando todos estos problemas y algunos más que no son tan odiosos, The Sandman me ha gustado, me la he visto entera y te la recomiendo siempre que vayas advertido de lo que te vas a encontrar, oh atento y comprensivo lector.

♫ Abooooogadaaaaa solteeeeeraaaaa,
practica mucho el seeeeexoooo ♫


Ver el capítulo piloto de She-Hulk: Attorney at law  (vandálizada en español como She-Hulk: Abogada Hulka), ha sido casi doloroso. Y si sólo lo ha sido
casi es que en realidad mis expectativas para esta serie estaban por los suelos y tener acceso por fin a ella no ha sino confirmado mis peores temores, excitados por el visionado de los teasers y tráilers.

El CGI es terrible.

TE-RRI-BLE.
Encuentra las siet... ¡ah, no, que son la misma imagen!

Aunque eso podría ser en buena medida responsable del insostenible ritmo de estrenos de Marvel/Disney™, que deriva en pésima dirección de equipos y fechas de entrega inalcanzables y desencadena una escasez crónica de profesionales gráficos, colectivo maltratado y explotado hasta el punto de que algunos de ellos han abandonado la profesión dando un portazo, agravando las penurias laborales de los que se quedan.
"Marvel has seen grown men punch walls and throw monitors from stress. [...] Fuck Marvel as a client, the credit name is not fucking worth it."
"It took me over six months to recover from WandaVision's crunch. It’s not worth it."
El montaje de She-Hulk: Attorney at Law es de lesa majestad, propio de aficionados sin puta idea de producción cinematográfica.

Desde que Titania entra en la sala del tribunal hasta que Hulka decide transformarse y pararla de un sólo golpe transcurren lo que parecen minutos de indecisión en los que la supervillana podría haber matado al juez, a los ujieres, al público, al defensor, a los testigos, a la taquígrafa y a media población de Nueva York pero durante los cuales, aparentemente, se quedó fuera de plano sin hacer nada esperando a que Jennifer entre en escena, como los chinos de las pelis de Bruce Lee o los masillas de las de Batman, que te atacan por turnos y de uno en uno sólo cuando están seguros de ques va a poder devolverles los golpes.
(Y éste sólo es el ejemplo más llamativo. Ah, y tenemos que esperar al segundo capítulo para saber por qué Titania entra en la sala donde está Hulka, y ojalá no lo hubiésemos sabido. ¿Huyendo de otra sala y de un juicio por infracciones de tráfico? ¿En serio, Marvel? ¿En serio?).
El guion es absurdo, con chistes acerca de la virginidad del Capitán América, peroratas victimistas de Jennifer (problemas de chicas blancas y de clase media) y elipsis y omisiones caprichosas e injustificables que aparentan sugerir que para entender lo que estás viendo tendrías que hacer un crossover con otras dos o tres series de Marvel Studios (que aún no existen), algo que siempre me ha cabreado en los cómics, que ya entraba por el orto en Doctor Raro en el chochoverso de la inclusividad y que en un producto para televisión es imperdonable.

El personaje de Jennifer Walters comparte con el de los cómics poco más que el nombre, y el Hulk de Mark Ruffalo, que aparece en el piloto para darle el relevo a su prima en la ficción, comparte incluso todavía menos no ya con el de los tebeos, sino con el Hulk de Vengadores: Endgame, que ya era casi una parodia del personaje original. Y que Jennifer «rompa la cuarta pared» como la Hulka de John Byrne y hable con los espectadores no altera la evidencia de que han tomado a uno de mis personajes favoritos, a una de mis amadas superheroínas de juventud, a la única amazona verde de la que podría enamorarme, y la han convertido en una parodia, en un chiste que hace doloroso escarnio de la causa feminista.

«Sí, Bruce, ya sé que tu padre te maltrataba e hizo atroces experimentos contigo, que te expusiste a un artefacto experimental radiactivo para salvar la vida de un amigo y que como consecuencia de eso ahora te conviertes en un monstruo verde de furia incontrolable, que tuviste que abandonar a la mujer a la que amabas por miedo a que Hulk,  alguno de sus enemigos o el ejército de los Estados Unidos que te busca para matarte la lastimase, que pasaste años de fugitivo, usando identidades falsas y comiendo mierda, que incluso intentaste suicidarte para poner fin a tus miserias, que cuando al fin creías haber hecho amigos viste morir a varios de ellos y a tu segundo amor sin poder hacer nada por evitarlo, pero no vas a comparar nada de eso con lo mucho que sufro yo cuando un colega varón me intenta explicar mi propia especialidad profesional o me gritan piropos por la calle. Por eso soy y seré mejor Hulk que tú, porque soy mujer y por el mero hecho de tener útero sufro mucho más que tú y por mi verde papo soy más fuerte y disciplinada y eso me hace superior a ti en todos los sentidos».

¿En serio?

¿En PUTO serio?

Marvel, cómeme los cojones.

Amores míos, una sugerencia: si necesitáis héroes negros, homosexuales o musulmanes, heroínas empoderadas y fuertes y por alguna misteriosa razón no os valen los que hay o no existen no, repito, NO JODÁIS LA MARRANA con los nuestros. El mundo, ay, sigue necesitando héroes y no te cuento ya heroínas, pero el expediente para conseguirlos no puede, NO DEBE ser desfigurar a los personajes ya existentes para que se amolden a vuestros estúpidos y miopes moldes y a vuestra desesperada necesidad de un modelo de conducta. No me hagáis maricón a Supermán, no me hagáis mujer al Capitán Marvel, protagonista de uno de los mejores y más conmovedores cómics que se han escrito jamás, hasta haber desarrollado correctamente a su predecesor masculino, y por el amor de Sara Sampaio Dominátrix no me convirtáis a Hulka en el más destructivo torpedo en la línea de flotación del feminismo desde la insufrible y soberbia Capitana Marvel de Bree Larson.
Bree Larson en un descanso de Capitana Marvel.

¿Necesitáis héroes? Lo comprendo. Lo respeto. Lo que bajo ningún concepto puedo respetar es que FURCIÉIS LOS MÍOS. No, no podéis decir «me gusta Batman pero Batman debería ser una mujer transexual crudivegana no binaria inmigrante ilegal y madre soltera de une hije pansexual, hermafrodita y zoroastre, que luche contra el crimen dando seminarios de epistemología queer, y no recurriendo a la violencia física de machirulo blanco capitalista heteropatriarcal y explotador», porque esa cretinez significa simplemente «odio a Batman y no descansaré hasta destruir todo lo que es y todo lo que representa» y te darías cuenta inmediatamente de ello si no fueses gilipollas.

DEJA EN PAZ A MIS HÉROES.

Si no te sientes representade por los productos culturales a tu disposición ESCRÍBETE LOS TUYOS PROPIOS.

HOSTIA!

YA!


¿Quién sabe? Lo más seguro es que te comas una mierda, pero a lo mejor los dos nos llevamos una sorpresa y tu versión no patriarcal, anarcolesbiana y full nigger de la Guía del autoestopista galáctico se convierte en un éxito de ventas.

Aunque honestamente lo dudo.

Y honestamente lo dudo no sólo por la implacable ley de Sturgeon (que seguiremos citando mal porque "Sturgeon's Revelation" suena de un mesiánico que da dentera), sino porque, contra la impresión que algunos grupos mediáticos intentan darnos, las locazas chillonas y maquilladas y los drag-queens extravagantes y pelmazos son sólo una porción estadísticamente poco representativa del colectivo homosexual, que es a su vez una excepción, no la norma. Ni tampoco hay tantos auténticos transexuales verídicos como parece, ni tantos bisexuales, negros o musulmanes en nuestros barrios occidentales, europeos y cristianos como intentan hacernos creer los Goebbels de la justicia social, y tanto una encuesta de YouGov para la sociedad británica como su equivalente para los Estados Unidos sugieren que la sobrerrepresentación en los medios de las minorías ha distorsionado completamente la percepción que el público tiene acerca del tamaño de las mismas y agravado las paranoias de ciertos grupos conservadores acerca de esa conspiración comunisto-ateo-bujarral que nunca ha existido.

Y como la audiencia potencial de tu fantasía afro-lesbo-trans-vegano-islamo-libertario-chuminista es tan ridículamente pequeña, tu única oportunidad de petarlo con ella es construir personajes sólidos, cuyos únicos atributos no sean su raza o sus preferencias genitales, escribir una historia interesante basada en temas universales que puedan evocar experiencias comunes en un público lo más amplio posible (así que mal vamos con la lucha de tu personaje para que sus padres católicos y heterosexuales acepten su transespecismo polisémico fideomático) y evitar subirte a una atalaya de superioridad moral que te vuelva odioso a ojos de tus posibles lectores/espectadores/víctimas inocentes.

El que esto escribe defenderá a la Catwoman de Zoe Kravitz como el casting perfecto, sigue enamorado de Sarah Connor y de la teniente Ripley, adora Euphoria y es un veterano lector reincidente de la trilogía de La bella durmiente de Anne Rice y se leyó Lisístrata en la divertidísima versión homo de
Ralf König antes que en la original de Aristófanes, cuyo juramento de las mujeres en huelga de sexo para poner fin a la guerra («Permaneceré intocable en mi casa. Con mi más sutil seda azafranada. Y haré que me desee. No me entregaré. Y si él me obliga. Seré tan fría como el hielo y no le moveré») casi podría ser la declaración de principios del colectivo freak ante las operaciones de zapa y derribo acometidas por las grandes corporaciones contra nuestro acervo cultural.

Pero no creo que vaya a ver más capítulos de Hulka: la narcisista esmeralda porque estoy harto de propaganda misándrica, dudo que La casa del dragón llegue jamás a seducirme como lo hicieron las primeras temporadas de Juego de tronos, no voy a PASARLE NI UNA al piloto de Los anillos de poder, en cuanto le pueda echar mano (y si es lo que parece o más bien lo que me temo, ése será el único capítulo de la carísima campaña de propaganda corporativa de Amazon que verán mis ojos) y aunque me mosquea el blackface de Muerte, Rose Walker y otros personajes en el Sandman de Netflix, la adaptación me parece lo bastante respetuosa al original como para esperar con interés la próxima temporada.

Y cuando estaba acabando esta entrada voy y me entero de que Netflix se ha hecho con los derechos de Horizon Zero Dawn.
¡Huye, Aloy! ¡Huye!

A lo que sólo tengo que decir una cosa:

¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!
"You cannot buy the revolution. You cannot make the revolution. You can only be the revolution. It is in your spirit, or it is nowhere".

Ursula K. LeGuin (1929-2018)

Actualización (2.9.2022): pues nada, chicos, resulta que las pésimas notas de los espectadores que Abogadaa solteeeeeeraaaaa recibe en IMDB y FilmAffinity son culpa del ¡MACHISMO! ¡HETEROPATRIARCADO! («Misteriosamente» en Rottentomatoes le dan un 88% de aprobación por los críticos profesionales y un 50% del público, peeeeerooooo «misteriosamente» la sección de críticas de este título está, una vez más, cerrada y oculta, con lo cual de nuevo esos votos son votos que salen de los cojones morenos de alguien). Así que a verla todos, no sea que os llamen machistas y fachas.


No, no he visto el tercer episodio de Abogadaaaa solteeeraaaa, practicaaaaa muuuucho el seeeeeexooo ni lo veré. Ni ningún otro episodio a partir del segundo, salvo, tal vez, el que sea en el que salga Daredevil.

«Machismo y heteropatriarcado». Hay que joderse.

lunes, 15 de agosto de 2022

Si sangra, podemos matarlo

 ¡Espóilers a lo bestia!

(Avisado quedas).

Si vas por la vida con la boca abierta, antes o después, alguien te meterá dentro sus peludos cojones.

Ahí van los míos. Que aproveche:

Prey me ha encantado.


Los fans de la saga teníamos sobrados motivos para haber renunciado a toda esperanza. Después de que el título fundacional de la franquicia sentase un nuevo estándar de calidad y casi un nuevo dialecto para el género de ciencia-ficción, de que su secuela dividiese al público entre quienes la adoraron y quienes la destestaron, y que desde entonces a los fans nos hayan salpicado a intervalos el excremento y la mierda, poner incluso una cantidad cuántica de esperanza en la nueva iteración del universo cinematográfico de Depredador era poco menos que una insensatez.

La sorpresa que representa Prey es, por lo tanto, realmente difícil de cuantificar. ¿Qué métrica le aplicas a este producto, partiendo como partíamos del punto más bajo de la franquicia? ¿Dónde pones el fiel de la balanza? La cagada colosal de 2018 es tan mala a todos los niveles, tan penosa en argumento, tan absurda en desarrollo, tan cancerosa en sus diálogos, tan patética de personajes, tan desganada en atmósfera que cualquier cosa sólo ligeramente no tan mierder nos parecería astronómicamente mejor.

No sé dónde poner el suelo. Lo juro. Prey me parece tan buena que la coloco en segunda posición entre las mejores de la serie, al lado de Depredador 2, que a mí me funciona como película, y sólo por encima de Predators, sí la de Manolet... Adrien Brody y Danny Trejo que casi todo el mundo detesta y que, a pesar de todos sus defectos (¡y anda que no tiene! ¡Jodóóóóóó!), es capaz de hacerme pasar una tarde entretenida sin chillar de cinéfila indignación y pánico freak.
(Y ahí se acaban las películas buenas de Depredador. Todas las demás son entre basura infecciosa y gore porn).

Y como aquí, que ya lo hemos dejado muy claro en tiempos pretéritos somos muy talifanes de los yautja (aunque no nos gustaría tener uno de vecino), vamos a intentar explicarnos a nosotros mismos por qué Prey nos gusta tanto y por qué entendemos que todos aquellos que la ponen a caldo se equivocan y que todos aquellos que directamente se han negado a verla, porque están completamente alienados por la propaganda woke con las que nos flagelan a diario, son gilipollas.

Apartad los pelos y saboread mis cojones, chicos.
Y, de paso, los suyos. Si tiene.

Prey intenta distanciarse hasta tal punto de la devaluada franquicia de Depredador que no lleva en ningún lado el nombre de la marca. Prey es Prey, no Predator: Prey (aunque como los distribuidores españoles nos tienen por un poco cortitos la promocionen como Depredador: La presa). De entrada, ésta es una declaración de intenciones que no podemos sino respetar, pero que se habría quedado en mera cosmética si no introdujese un producto efectivamente alejado de las últimas desastrosas y mancas cagadas de 20th Century Fox con la serie.
Aún nos dura el mal sabor de boca de la última de ellas.

Pero tampoco la última videoconsola de Sega, la Dreamcast, llevaba la marca ni el logo de Sega por ninguna parte (las frívolas y desorientadas decisiones empresariales de la casa matriz de Sonic y Golden Axe habían convertido el sello en una letra escarlata) y después de sacar
a la venta la que en su momento fue la mejor y más avanzada consola de videojuegos, con aclamados títulos como Phantasy Star Online, Grandia II ó NBA 2K, Sega cerró la producción de hardware y dejó tirados a sus clientes.

Prey podría habernos dejado tirados a los fans de Depredador.

Pero no lo ha hecho.

Aunque no seré yo el que diga que es perfecta.

Según la página de la película de la Internet Movie Database, el argumento de Prey es el siguiente: «El origen del Depredador en el mundo de la Nación Comanche hace 300 años. Naru, una hábil guerrera, lucha por proteger a su tribu contra uno de los primeros depredadores altamente evolucionados en aterrizar en la Tierra.»

Ya empezamos con una MENTIRA.

Naru (Amber Midthunder) es una joven comanche entrenada como curandera que no se resigna al papel reservado a las mujeres en la sociedad de los indios de las llanuras, que era básicamente el mismo de las mujeres en casi todas las sociedades humanas: llevar la casa (los tipis, en este caso), hacer la comida, cuidar de los críos, recolectar frutas y verduras y ese tipo de mierdas («¡Patriarcado! ¡Machismo!»). Pero Naru no se conforma con eso. Quiere ser cazadora y guerrera, como Taabe (Dakota Beavers), su hermano, y como su padre, ya fallecido, cuya hacha ha heredado.

Naru sueña con ser cazadora y guerrera aunque sus pretensiones hacen sentir muy incómodos a su madre y sus compañeros varones (
«¡Techo de cristal!»), su hermano entre ellos; que no diré yo que los comanches fuesen machistas, pero cuando hacían un prisionero lo ponían a ocuparse de las tareas mujeriles para humillarlo todavía más. Ahí dejo eso. Naru entrena con el hacha y puede lanzarla con una precisión acojonante, pero fracasa en cazar un puto ciervo con ella. Naru sabe seguir rastros como nadie, pero es incapaz de usar un arco y cuando avista un oso no tiene ni el sentido común de colocarse a sotavento, con lo que acaba advirtiendo a la bestia de su presencia.

Naru quiere ser una cazadora y una guerrera, como su hermano y su padre.

Pero es un desastre como cazadora y guerrera. Puede cazar una liebre, pero nada que suponga un verdadero reto. Puede pelearse con un chico, pero no derrotarlo.

«Una hábil guerrera» mis cojones peludos, señor redactor de la IMDB. Naru no es una hábil guerrera. Su falta de aptitudes físicas para el combate y la caza no la hacen menos atractiva como personaje, entre otros motivos porque el arco de transformación de Naru la lleva a buscar la forma de circunvalar
sus limitaciones para que dejen de interponerse entre ella y su objetivo y triunfar en última instancia a pesar de esas mismas limitaciones. Y lo que la motiva a seguir adelante pese a haber constatado varias veces que es un fracaso como cazadora y guerrera no es la sororidad foucaltiana de su racializado potorro cobrizo, sino las ansias de venganza sobre esa bestia de otro planeta que ha matado a sus amigos y a su hermano (¡eh, te dije que habría espóilers!).

Y a todos aquellos a quienes ha sublevado que una chica («¡chuminismo!») india («¡REPRESENTEISHON!») mate a un cabrón del espacio exterior capaz de bajarse con la punta del carallo a dos equipos de fuerzas especiales en la película de John McTiernan, dejadme que os diga:

a). Tú no has visto la película.

b). O bien la has visto y eres imbécil.

Naru no puede igualar en fuerza, resistencia y velocidad a un bicharraco capaz de despanzurrar con las manos desnudas a un oso adulto, como no podían los hombres de Jim Hopper ni los de Dutch en la película de 1987, ni Mike Harrigan, toda la policía y los señores de la droga de Los Ángeles en Depredador 2. Su biología a prueba de bomba, su arsenal alienígena, su sistema de camuflaje, su voluntad indomable y su visión infrarroja le otorgan al depredador una ventaja que Naru no puede contrarrestar con los medios a su alcance.

Naru ni es tan fuerte como un yautja ni puede serlo. Las heridas que para el depredador representan un corte al afeitarse dejarían a Naru mutilada o muerta. El hacha de obsidiana de Naru no es rival para las armas de su adversario.

Así que Naru tiene que renunciar a intentar superar a su antagonista precisamente en todo aquello en lo que el depredador la supera a ella y aprender a sacar provecho de aquellas cualidades en las que le aventaja.

En el clímax de la película, el depredador ya ha descartado a Naru como una amenaza. El depredador no tiene miedo de ella. Sabe que es físicamente más fuerte que Naru y que sus armas son superiores y cree que con eso tiene la batalla ganada.

Me pregunto si lo último que le pasó por la cabeza al yautja, de Prey, además de una de sus propias municiones, fue algo así como «¿por qué coño se sigue esforzando esta loca del choch...?»

Naru tiende una trampa a su enemigo, exactamente igual que Dutch en la película fundacional de la serie. Naru vuelve la tecnología del depredador contra él, como Dutch, cubriéndose de barro frío y encendiendo una hoguera como cebo para joder la visión térmica de su oponente, o Harrigan en Depredador 2 acuchillando y finalmente esmochando a su yautja con su propio disco inteligente. Igual que sus predecesores en la franquicia, Naru
aprovecha el entorno y debilita a su presa con pequeñas heridas, las únicas que puede producirle, o se aprovecha de su debilidad, causada por las heridas recibidas en combates previos, hasta encontrar una oportunidad de matarlo.

Naru no tiene los recursos físicos ni técnicos para matar al depredador por más crossfit con tomahawk y parkour comanche que haga, así que usa la malicia, el cerebro y esas flores mágicas nativas que bajan la temperatura corporal.

Y Naru triunfa. Naturalmente. Porque es la protagonista y, pese a sus limitaciones físicas frente a un enemigo abrumadoramente superior y su notoria incompetencia en artes marciales, tiene que llegar viva al tercer acto por extremas que sean las situaciones en las que se vea envuelta y por mayores que sean sus meteduras de pata. Porque Naru como heroína de Prey tiene un plot armor de manual, pero igual lo tenía Dutch en Depredador y Harrigan en Depredador 2, y Ripley en Alien y Aliens y Sarah Connor en Terminator, y Conan en Conan el bárbaro, y absolutamente TODOS los demás protagonistas de cualquier historia y también todos los superhéroes Marvel y DC que no mueren al final de la película.
(Aunque, las cosas claras y las Rileys Reids, como hemos dicho el yautja ya venía considerablemente baldado por tanto mosquetazo de trampero francés y tanto flechazo y lanzada de guerrero comanche).

Como Ripley en Alien. Como Sarah Connor en Terminator. Como todas las heroínas que, en vez de inflarse de Clembuterol y agarrar una ametralladora de bombas atómicas en cada mano y usurpar un rol descaradamente masculino, Naru vence a su antagonista con códigos femeninos, con armas y talentos femeninos, no convirtiéndose por unos minutos en un hombre con ovarios, ignominiosa caricatura de machorra amazona en chuminal cruzada contra el malvado heteropatriacado intergaláctico.

Naru quería convertirse en un hombre (al menos simbólicamente) y perservera contra toda evidencia y a pesar de sus reiterados fracasos.

Pero sólo triunfa sobre su rival cuando abraza su naturaleza femenina, deja de intentar igualar la fuerza y habilidad de sus compañeros cazadores y hace lo que mejor se le da: pensar, planear, ir por delante de su presa y tenderle una trampa.

Se me ocurren pocos mensajes más feministas que éste, aunque pueda resultar impopular en una época de kulturkampf esquizofrénica en la que algunas voces del feminismo gritan que el sexo biológico no existe y que no hay nada, absolutamente nada físicamente al alcance de un hombre que una mujer empoderada no pueda hacer también.
¿Cómo va a matar a una reina alien? ¿A un Terminator?

Prey es, además de una película de acción con no poco componente de ciencia-ficción y algunas pinceladas de terror, la historia del empoderamiento de Naru, una chica comanche que se da de morros contra la realidad cada vez que intenta hacer cosas que no es que sean exclusiva de hombres (aunque en la sociedad comanche pueda haberse establecido así) si no que a ella personalmente se le dan como el puto culo, y que triunfa cuando ejercita y persiste en sus dones naturales: la astucia, la empatía (necesaria para predecir el comportamiento del depredador), la inteligencia («no puedo infligirle a este cabrón verde una herida grande, pero sí un montón de heridas pequeñas; no puedo vencerle en el cara a cara, pero puedo hacerle caer en una emboscada»).

Naru merece convertirse en un icono feminista (como Ripley, como Sarah Connor) más que esa Juana de Arco de orejas picudas que Amazon va a intentar vendernos como la nueva Galadriel.
Huele a orco quemado desde aquí.

Y no entiendo por qué hay tanta gente vomitando veneno sobre Prey por tener una protagonista con vagina, muy especialmente aquellos que presumen de que no la han visto ni la verán. Y no te cuento ya la penica que dan los que intentan, mediante alambicados razonamientos que no me siento capaz de descifrar y que me da risa reproducir, explicarte por qué la primera película era buena y ésta, que comparte con ella argumento y estructura, es tan mala, o por qué Sarah Connor o Ellen Ripley son unas heroínas pero Naru no.
(Me pregunto si estos graduados de Educación Especial saben que el personaje de Ripley, como el de Jota en Lo dejo cuando quiera, fue escrito originalmente para un hombre. Pero en cuanto los directores de casting le hicieron la audición a Sigourney Weaver dijeron «ya tenemos a nuestra Ripley». Y Ridley Scott alardeaba de que prácticamente no hubo que tocar nada del guion original «unisex» de Dan O’Bannon para que el papel fuese interpretado por una mujer. Hablemos de feminismo: escribid buenos papeles y luego confiádselos al mejor intérprete para darles vida, y escoged a esos intérpretes por su talento, no por lo que tengan entre las piernas).

Pero, en fin, ya hemos establecido hace tiempo que el mundo está lleno de imbéciles.

No. Por mucho que Disney (la misma megacorporación maligna dirigida por subnormales que se está cargando el patrimonio de Marvel Cómics y ha dinamitado la franquicia de Star Wars y sumergido en ácido sulfúrico los fragmentos) sea ahora la dueña de la división cinematográfica de la Fox, y por lo tanto de la franquicia de Depredador, Prey no es una película de propaganda woke pese a los nada sutiles mensajes subliminales, como esas praderas verdes en las que viven los comanches en comunión vegano-sostenible y anarcosindicalista con Gaia, contrapuestas al erial reseco e incendiado en el que han acampado los colonialistas y contaminantes tramperos blancos, capitalistas y heteropatriarcales.

Por muy poco, pero Prey no es un manifiesto de los eunucos intelectuales de la guerrilla SJW.

Lo cual no quiere decir que Prey esté exenta de defectos.

No, no hablo de que hayan, hasta cierto punto, nerfeado al depredador, reemplazando su característica iMáscara PRO de metal y policarbonato, o lo que coño sea, por una especie de careta de hueso o por el cráneo de una presa anterior reciclado (¿cómo coño ve, por cierto?, porque es que no tiene orificios para los ojos), y permutando su arma de plasma por una especie de lanzavirotes o ballesta con proyectiles teledirigidos. Digo yo que también la tecnología de los yautja evolucionará con el tiempo y que la de 1987 no será tan avanzada como la de 1718, copón. Si esa mala bestia es capaz de cometer el sanguinariamiento que vemos en Prey con armas una o dos generaciones por detrás de la película canónica, no quiero ver lo que haría con juguetes mejores.
(Además, la pintaza que tiene el depredador con esta estética casi steampunk mola a Cristo, a Buda y Mitra juntos).
Y acojona un cacho largo.

Hablo de algunos problemillas de escritura. Empezando, pero esto no es un problema de Prey sino de la industria del cine en general, por la sangrante evidencia de que el modelo de negocio de los grandes estudios ha cambiado drásticamente desde que el año 1987 trajo a nuestras pantallas el mayor desparrame de testosterona jamás visto en una sala de cine (hasta la casi homoerótica 300, de Zack Snyder). Prey es la séptima entrega, la sexta secuela de un guion original de 1987. Su mera existencia confirma que hoy es prácticamente IMPOSIBLE hacer una película como Depredador. Las historias originales no cotizan, las cintas de presupuesto medio que rellenaban los fines de semana, como esa quimera de ciencia-ficción/terror/bélico rodada con 15 millones de 1987 (unos 40 millones de dólares de hoy en día), tienen todas las de perder en el calendario de estrenos y las tablas de Excel de los productores. Los gilipuertas trajeados que dirigen el cotarro en el mundo del entretenimiento audiovisual apuestan por franquicias que les resuelvan las ventanas de estrenos durante dos, tres, siete años consecutivos; sagas de superhéroes con beneficios milmillonarios, remakes y ridículas actualizaciones queer de éxitos de los 80 y los 90, adaptaciones de cómics y videojuegos tan desfiguradas con respecto a sus referentes que son irreconocibles como adaptación además de infumables como películas o series.

Si alguien llevase hoy el guion de Depredador a un estudio de cine, ese guion que no está basado en ningún cómic ni videojuego de éxito, ni adapta una serie vintage o una atracción de Disneyland, ni era el primero de una trilogía, ni está lleno de drag-queens transexuales negros no binarios neurodivergentes, se reirían en su puta cara, le escupirían en los ojos, le romperían el ojete entre todos los ejecutivos y secretarias de la productora, debidamente equipadas con strap-ons electrificados, y luego lo echarían a la calle a patadas. Y renunciarían a hacer una película que recaudó casi sesenta millones sólo en Estados Unidos y noventa y ocho en todo el mundo.

No, lo que me mosquea en Prey, además de lo dicho en los párrafos precedentes, son fundamentalmente un par de cosas:

De todos los personajes masculinos, sólo hay dos que no sean una completa mierda. Hasta Taabe es paternalista y condescendiente con su hermana. No le profesa abierto desprecio por pretender usurpar un rol masculino, como los otros guerreros de la tribu, pero está todo el tiempo tratando de alejarla del peligro, retrasa indefinidamente su «prueba» (en la que ha de demostrar que es una buena guerrera y cazadora; espóiler: no lo es) y se apropia del mérito de matar al puma al que han dado caza juntos y al que no habría derrotado sin ayuda de su hermana. Y el
trampero francés que habla comanche (Bennett Taylor, me parece), que le da su pistola a Naru y le enseña a dispararla, lo mismo sólo que más sucio y con peor dentadura.

Desde el punto de vista del escritor y del espectador, me parece una jugarreta hacer que todos personajes masculinos sean deleznables para que el ser de luz femenino pueda brillar más. Hubiese preferido que los hiciesen imbéciles, no malvados, y que no se creyese oportuno ensalzar a la chica rebajando a los tíos, terrible mensaje misógino.

Pero me da igual. A nivel de historia funciona y sólo es ligeramente molesto. Y además a buscar pieles a América no es que fuese precisamente lo mejorcito de cada casa, para qué engañarnos.

También, y aunque siga avalando el ingenio de Naru, me parece un patinazo de guion que le resulte tan insultantemente fácil a una chica comanche que sigue usando herramientas de pedernal y no ha visto
en su vida un cepo de hierro o un mosquete volver las armas del yautja contra sí mismo, o que dichas armas no tengan un «seguro a prueba de tontos» que impida precisamente lo que Naru hace en el tercer acto de Prey. Sin renunciar al principio argumental de «voy a dejar de intentar triunfar por fuerza bruta, que en eso llevo las de perder, y voy a comenzar a usar el cerebro», el director, Dan Trachtenberg (el director de Calle Cloverfield 10, donde un postapocalíptico John Goodman quiere frungirse a lo survivalista a Mary Elizabeth Winstead), que también es el guionista de Prey (aunque en ninguna de dichas facetas destaca excepcionalmente en este título el talento del que hizo gala en Calle Cloverfield 10), podría haber tomado otro partido, por ejemplo haciendo que Naru guiase al depredador hasta la madriguera de un oso o un puma, que le daría el toque final tras la balasera fransesa y er dejcabello nativo, dejándolo listo para que Naru le administrarse los últimos sacramentos comanche style, o que lo aplastase con un alud de piedras o cualquier otro tipo de trampa que respetase el tema de la inteligencia triunfando sobre el puro músculo.

De no haber establecido en escenas anteriores que los proyectiles del arma yautja son dirigidos por el puntero láser de la máscara (e incluso habiéndolo establecido sigue siendo un fallo de diseño imperdonable en una especie de cazadores que han dominado el viaje interestelar), ese lanzavirotes sin sistema de seguridad contra gilipollas es casi un devs ex machina y le quita un poco de mérito al triunfo de Naru, que derrota al depredador no exclusivamente siendo más pillina que él, sino porque también en el planeta natal de los yautja, una especie que ha dominado el viaje interestelar, hay ingenieros inútiles.
¿O es que, a diferencia del de 1987, fue a equiparse a un chino?

Y en La Tierra hay espectadores gilipollas. Tan exquisitos en su completo estreñimiento mental que se ofenden de que actores indios protagonicen papeles de comanches en una película ambientada en las llanuras americanas en el siglo XVIII. ¡Pero hombre, no vas a comparar, donde estén aquellos mexicanos pintarrajeados y con peluca de las pelis de John Wayne...!

¿Sabéis qué, mis queridos gilipollas; me he visto Prey en su versión doblada al comanche y muy pronto dejé de notar la falta de sincronización entre los diálogos y el movimiento de los labios de los actores indios (que originalmente leyeron sus líneas en inglés), atrapado por la ambientación, la música, la historia, la escenas de acción, los desmembramientos, los bellísimos paisajes naturales.

Con todo, y una vez confesado que me ha conquistado, no tiene sentido negar que Prey está muy lejos de la originalidad y ya no te digo de la perfección. Por ejemplo, desde la prensa especializada se ha tildado a Prey de fusilar planos de Mohawk, película de 2017 que no hemos visto, ni puñetera falta que hace, y por lo tanto mal podemos pronunciarnos sobre esas acusaciones, tanto como de plagiar sin atribución el fanfilm pobretón de 2019 Warrior: Predator, disponible aquí. En el aspecto técnico, el croma en varias escenas y los animales recreados mediante CGI cantan bastante, y que toooooooooda la sangre y casquería esté hecha por ordenador le quita mucha verosimilitud al asunto.

También es cierto que por momentos luce mal acabada y un pelín barata. La falta de sincronización del doblaje comanche a la que hemos aludido antes y el hecho de que Disney haya confiado este largometraje a actores prácticamente desconocidos y no haya fichado una sola estrella, aunque fuese de la lista B de Hollywood, ponen de relieve que en la compañía del ratón no tienen particular interés en invertir en la franquicia (que nunca fue excepcionalmente rentable, siendo la de 1987 la que mejor se comportó en taquilla) o que deseaban limitar al máximo los gastos de producción para incrementar el retorno de Prey. Paradójicamente, la racanería de Disney/Hulu refuerza la naturaleza pulp del título que, incluso a pesar de sus limitaciones, sigue siendo una respetable secuela de la cinta de 1987 y tú eres subnormal profundo si sigues poniéndola a caldo sin haberla visto.

Hala, a pastar, comemierda. No veas Prey. No te mereces películas como ésta. ¡Guano de yautja es lo que eres!