martes, 27 de agosto de 2019

No te llamo Trigon por no llamarte Rodrigon (I)

The Big Bang Theory es quizá la serie de televisión más divertida de los últimos veinte años.

Por ese mismo motivo me alegro tanto de que se haya terminado ya.


The Big Bang Theory logró dibujar en mi rostro una sonrisa o hacer florecer en mi pecho una carcajada en momentos realmente chungos de mi vida, cuando lo último que quería hacer era reírme (y lo hice con desprecio hacia mí mismo), pero aun así no pude evitarlo. En un par de negros episodios de mi existencia, en los cuales me hallaba abismado en el dolor, la única luz que me alcanzó allá abajo fue un chiste, una escena o un gag de The Big Bang.

Por eso me hace tan feliz que ya la hayan retirado.

Y lo que es, solo aparentemente, una declaración esquizofrénica constituye la presente entrada en el Paratroopers. Partida por el medio.

Como un chichi.

A partir de aquí sigue el desarrollo de la paradoja por la cual entro en aparente contradicción conmigo mismo y afirmo estar tan feliz de que esta serie de televisión que me gusta tanto y con la que tengo incluso un profundo vínculo sentimental se haya terminado ya.

La versión oficial, y yo no digo que no sea cierta, es que TBBT se fue al carajo porque Jim Parsons estaba harto. Literalmente harto. No creo que nadie se lo pueda reprochar. Tras doce años interpretando a Sheldon Cooper, el pobre de Jim Parsons estaba hasta las mismísimas pelotas del personaje. Seguro que hasta por la calle, en el caso poco probable de que todavía pueda salir a la calle, le llamaban Sheldon

En este tiempo, Parsons ha tenido un pequeño papel en la desgarradora The normal heart, una participación en Extremely Wicked, Shockingly Evil and Vile, papelillos en varias series que, me da pereza buscarlo, creo que no se han estrenado en España, un montón de trabajos de voice over (El joven Sheldon, spin-off de The Big Bang, entre ellos) y doblaje de dibujos animados y un par de papeles menores en películas de bajo presupuesto. El resto del tiempo, Jim Parsons ha sido Sheldon. Y por el resto de sus días, Jim Parsons será Sheldon, porque un personaje como Sheldon Cooper y una serie como TBBT es de las que marcan para siempre la vida y la carrera de un autor. Como dice Kunnal Nayar, «un día seré viejo e iré por la calle diciendo, "hey, yo salía en The Big Bang Theory"».

La versión oficiosa tras la cancelación es que NBC estaba recibiendo un retorno cada vez menor por cada episodio de TBBT y la espantada de uno de los actores originales ya solo podía ser la puntilla. Imagínate sacarle rendimiento a una serie de televisión para la que antes de rodar un plano tienes que proveer un millón de dólares para cada uno de los cinco personajes principales. Un millón por actor y capítulo. 120 millones de dólares por temporada, o sea lo que cuesta un tráiler de Vengadores, solo para los sueldos de los cinco actores originales.

«¡Pastaaaaaaaaaaa!»
Suma los dos elementos y tendrás masa crítica: audiencias a la baja y un The Big Bang sin Sheldon Cooper. Catástrofe garantizada.

No culpamos a Jim Parsons por estar harto ni a NBC por pensar que había llegado la hora de cerrar el grifo. Realmente hacía tiempo que la criatura había devorado a sus creadores. Tampoco hay que menospreciar el agotamiento. Ni a cambio de un millón de dólares por episodio van a conseguir que vuelvas a tu puesto de trabajo si te sientes físicamente incapaz de hacerlo, si piensas que ya lo has dado todo, que comienzas a repetirte, que empiezas a tomarle el pelo al público.

La serie no podía continuar sin Sheldon. Eso estaba fuera de toda discusión. Sheldon es el epicentro de la mitad o más de las tramas. Sheldon es el tornado alrededor del cual se congregan todos los demás personajes, arrastrados hacia su ojo obsesivo-compulsivo por vientos huracanados. Sheldon es, o ha acabado por convertirse en, que ahí está la cosa, el centro de The Big Bang.

Por eso ha sido tan oportuno, y tan extraordinariamente paradójico, que la inminente ausencia de Sheldon sea la razón esgrimida por los productores para echar el cierre a la serie.

Porque Sheldon Cooper no era, no debería ser, no fue al principio el eje de TBBT.

Fue Penny.

¿Te has limpiado ya la espuma verde de las boqueras?

Sigamos.

El personaje de la teñidísima Kaley Cuoco, Penny, es el motor argumental original de TBBT. Los esfuerzos de Leonard (John Galecki) por conquistarla, los sacrificios y renuncias que está dispuesto a abordar por conseguir hacerse digno de su amor (y los constantes desengaños que la promiscua e iletrada camarera con ínfulas de actriz de serie Z le obsequia) son la piedra angular de las dos primeras temporadas de la serie y el eje central del resto, con rupturas, reconciliaciones, una boda, otra boda, la crisis de la donación de semen (The propagation proposition, episodio 12 de la última temporada)... Las rarezas de Sheldon, la hipersexualidad de Howard, las idas de olla sentimentales y problemas psicológicos diagnosticables de Rayesh, solo aportaban color. TBBT iba sobre un puto nerd bajito, fan de los cómics, miope, trekkie empedernido, rechoncho, apasionado de la ciencia-ficción, con intolerancia a la lactosa y escasas habilidades sociales intentando conquistar el frívolo corazón de una estereotipada rubia fornicadora de la América Profunda (a la que era raro que en un capítulo dado no usasen como reclamo sexual gratuito). En el proceso, a veces se encontraba compitiendo con sus propios amigos, una cuadrilla de freaks tan torpes, solitarios, entrañables y hechos polvo como él. O sea, The Big Bang Theory iba sobre mí y mis amigos.
(Kaley Cuoco ni siquiera era la primera opción para el interés romántico de John Galecki. La actriz Amanda Walsh llegó a rodar un piloto que jamás fue emitido y que se rehizo casi en su totalidad. Y el personaje de Amanda Walsh no se llamaba Penny sino Katie. Las pruebas de pantalla con público fueron unánimes: todos adoraron a Sheldon y Leonard, todos detestaron a Katie).
Se conoce que Penny pega hostias más gordas.
La serie podría haber sobrevivido sin Sheldon (si el favor del público no hubiese condicionado a los guionistas a convertirle en la estrella de la serie). Podría haber sobrevivido sin Howard. Sin Raj, sin Amy Farrah Fowler, sin Bernadette, pero no sin Penny ni Leonard.

Y sin embargo, a The Big Bang Theory le había llegado el momento de morir.

Porque hacía tiempo que TBBT ya no era TBBT. Era otra cosa. No digo que fuese peor. Digo que era diferente. Digo que ya no era la serie que habíamos empezado a ver. Nos la habían cambiado.

Lo he dicho taaaaantas veces.
Desde el momento en que nos dimos cuenta de que ya no cabía más gente en aquel puñetero sofá, deberíamos haber rebobinado unos cuantos episodios y echar un vistazo a las transformaciones que había sufrido la serie.
Para durar doce años en antena, la serie tenía que reinventarse. TBBT no podía incurrir en el mismo error en el que casi todas pecan: no podía empezar de nuevo a repetir esquemas, a contar una vez más lo ya contado. Había un número limitado de veces que Leonard y Penny (o Sheldon y Amy) podían romper y reconciliarse antes de empezar a resultar ridículo. Y hay que reconocer que los guionistas y productores lo hicieron muy bien: abusaron de la paciencia del público solo lo justito y de inmediato se pusieron a explorar nuevas tramas, a desarrollar nuevos personajes, algunos de los cuales no habían sido más que estrellas invitadas o figurantes con escaso diálogo y que acabaron convirtiéndose en verdaderos filones: Wil Wheaton, Stuart, el enfermizo y siniestro dependiente de la tienda de cómics, Bert el geólogo, Zack Johnson, el apirolado ex novio de Penny, el profesor Protón... ¡Y los invitados, por Dios! Leonard Nimoy, Mark Hamill, Satanás, Nathan Fillion, Charlie Sheen, Christopher Lloyd, el puto Stephen Hawking...
Para conseguir mantenerse en antena una temporada más, TBBT tenía que cambiar, crecer, evolucionar.
(Por el camino, insistimos, se sacaron de la manga treinta y dos mil excusas idiotas para sacar en pantalla a Penny con la menor cantidad de ropa posible o en actitudes descaradamente sexuales).
(En serio, es que ni se molestaban en buscarle un sentido. Puro sexploitation).
Solo que eso conllevaba una consecuencia inevitable: The Big Bang Theory cada vez se parecía menos a sí misma. The Big Bang Theory estaba cada vez más lejos de sus fundamentos: el freak patoso enamorado de la lúbrica diosa del sexo o, en un plano paralelo, los considerables problemas de socialización de Sheldon. Los personajes de TBBT crecían. Los personajes de TBBT maduraban, se casaban, tenían hijos, renunciaban a sus frágiles sueños de juventud para aceptar trabajos que odiaban pero que les permitían pagar las facturas, se iban a vivir juntos, veían transformadas sus prioridades por las nuevas circunstancias de sus vidas.

Madurar es lo último que hacen las frutas justo antes de empezar a pudrirse.

The Big Bang Theory era mejor cada episodio (altibajos aparte) pero, al mismo tiempo, a cada episodio era un poco menos The Big Bang. Había pasado de ser una divertida fantasía sobre un nerd que codicia a la chica de sus sueños a simplemente otra sitcom romántica decidida a perpetuar los tradicionales valores familiares estadounidenses. De repente todo el mundo se enamoraba en TBBT. Todo el mundo encontraba pareja. Todo el mundo echaba un polvo. O más de uno. Hasta el asexuado Sheldon Cooper mojaba el churro. ¡Sheldon Cooper, del que sus amigos sospechaban que no tenía genitales! Habíamos empezado conmoviéndonos (y descojonándonos) con los esfuerzos que hacía el pobre Leonard para superar sus evidentes limitaciones físicas y de carácter para elevarse a los brazos de su amor imposible a conmovernos (y descojonarnos) con las tontunas de una típica pareja de profesionales liberales con los mismos problemas, discusiones y pollardías de cualquier matrimonio NORMAL.

Penny, el catalizador de la serie, ya no era «la vecinita de al lado», sino «la hembra que duerme en mi cama y con la que estoy casado». Leonard ya no tenía que esforzarse en conquistarla. Ya no tenía que renunciar a nada por ella. Ya se había asentado. El motor del argumento de la serie se había apagado. Y, por si no fuese lo bastante grave que los personajes protagonistas de TBBT perdiesen su motivación para seguir siendo ellos mismos, el resto el reparto les siguió muy pronto en sus decisiones vitales: Bernadette y Howard ya se habían casado en la temporada cuatro. Sheldon y Amy también se casaron, Leonard y Penny, llevados del entusiasmo general, volvieron a casarse por segunda vez, Koothrappali estuvo a punto de hacerlo también (pero no pudo superar que su único y verdadero amor siempre será Howard) y así todos los personajes iban perdiendo la gracia, la frescura, el atractivo, para convertise en simples estereotipos, con sus rarezas pero estereotipos, de personajes de comedia romántica estadounidense.
The Big Bang Theory tenía éxito porque contaba una fantasía. La de todo hombre con inseguridad... la de todo hombre; especialmente la de todos los putos nerds bajitos, fans de los cómics, miopes, trekkies empedernidos, rechonchos, apasionados de la ciencia-ficción, etcétera: que llegue un día una atolondrada Princesa Encantada, núbil y bien prieta, que se enamore de nosotros y nos sorba hasta las yemas de los cojones. En el momento en que la fantasía se volvió realidad, al menos en la ficción (en la vida real no sucede nunca), la serie tenía que acabar. Pero los productores se debían a la junta directiva de la NBC, no a la coherencia narrativa, así que mantuvieron artificialmente con vida TBBT. Para lograrlo, empezaron a destruir The Big Bang Theory y a construir otra cosa con los pedazos.
Y los espectadores se habían dado cuenta de que aquella ya no era su serie. The Big Bang Theory había crecido poco a poco hasta alcanzar su récord de audiencia en la temporada 7 y, a partir de ahí, había comenzado a perder espectadores, con una única y futil remontada en la temporada 10. Ciertamente es difícil considerar un fracaso a una serie que se despidió con una audiencia media de 17 millones cuatrocientos mil espectadores en su última temporada y 18 millones en su último episodio, pero lo cierto es que los números revelan la lenta, pero inexorable, realidad: el público estaba empezando a darle la espalda al producto. La decisión de Jim Parsons de abandonar TBBT solo precipitó lo inevitable.
Audiencias de The Big Bang Theory.
También podríamos pararnos a hablar de si The Big Bang Theory ha tenido el final que se merecía.

Y yo tengo la sensación de que no.

No jodas, hombre. Que Penny, la que tenía clarísimo que no quería tener hijos, acaba preñada de Leonard. Pura propaganda de familia blanca, anglosajona y cristiana.

Penny. La anti-niños. La que provocó una crisis de pareja cuando le dijo a Leonard que de reproducirse nanay, ni ahora ni nunca, y armó un Panamá cuando Leonard se planteó el donar su semen a Zack y su esposa. Y que la infertilidad voluntaria de Penny se convirtiese en un argumento de la serie nos da una pista de hasta qué punto había cambiado The Big Bang Theory.

Sheldon y Amy ganan el premio Nóbel. Y esa trama es una de las más sosas y prescindibles de la temporada 12.

Raj decide cambiar su vida e irse a vivir con su prometida... y luego se queda como al principio, o sea compuesto, sin novia y con ese mariconístico rollo raro que mantiene con Howard.

La sensación que me dejaron esos dos últimos episodios es que los guionistas buscaban el final perfecto para todos los personajes. Todos consiguen lo que querían (salvo Penny, que quería ser actriz). También me quedé con la sensación de que los guionistas no sabían lo que hacían o ya no les importaba, o no había un plan para acabar la serie en la temporada 12 y simplemente le pusieron un final, cualquier final, el Standard Operational Happy Ending.
Venga ya. ¿Penny preñada? ¿En serio? ¡Por Dios!
Y me quejo a pesar de que TBBT ha conseguido sacar adelante la papeleta de cerrar el ciclo con considerable dignididad, dejando aparte las objecciones presentadas más arriba. Porque lo acostumbrado en el medio es estirar el chicle hasta el absurdo. Como se estiraban las escenas de Penny marcando pezones o haciendo saltar y rebotar a las gemelas.
Dejé de ver Anatomía de Grey cuando me di cuenta de que ya todos los personajes se habían acostado con todos y los guionistas estaban introduciendo nuevos personajes para incrementar las permutaciones fornicatriles. El otro día me asomé a un capítulo y no reconocí a ninguno de los que aparecía en pantalla.

Grissom dejó CSI y CSI, que llevaba un par de temporadas sin oler a rosas, no volvió a levantar cabeza pese a todos los intentos de guionistas y productores por buscarle sustituto: Liev Schreiber, Lawrence Fishburne, Ted Danson...

Abandoné Smallville en la sexta temporada, que ni siquiera llegué a ver completa, harto de que la historia de la infancia de Clark Kent/Supermán se hubiese convertido en Smallville 90210, sensación de volar. Los que se quedaron hasta el final aún se muerden la punta del carallo cada vez que recuerdan que aguantaron estoicamente diez temporadas de merengue y mamoneo romántico solo por darse el gustazo de acabar viendo volar a Supermán y al final... no acabaron viendo volar a Supermán.

Cuando me di cuenta de que 24 llevaba como mínimo desde la tercera temporada vendiéndome la misma historia una y otra vez, dejé 24. Además, ya se había ido Elisha Cuthbert, que me fidelizaba que no veas.

Y de qué manera.
Me mantuve fiel a Dexter hasta el final, y probablemente hice mal.

Cuando Mandy Patinkin se fue de Mentes criminales, dejó de gustarme Mentes criminales.

Dejé Homeland mucho antes de que, espóiler, mataran a su protagonista. Después de eso aún rodaron seis temporadas más. Que yo sepa. La verdad es que hace tiempo que dejé de interesarme por ella.

Tendría que comprobarlo, pero es muy posible que no quede ni un solo personaje original de NCIS (DIECISIETE putas temporadas), aparte de Mark Harmon. Y eran precisamente los personajes los que hacían que viera la serie, con la que me rendí hace años.

Sé exactamente cuándo Juego de Tronos empezó a ir mal.

Modern Family empezó a perder, vertiginosamente, todo interés cuando los pequeños de la serie llegaron a la pubertad y empezaron a no pensar en otra cosa más que en joder.

Y ni siquiera recuerdo cuándo me harté de Los Simpson.

En serio, ya no lo recuerdo. Probablemente cuando también Matt Groening se hartó de ellos.

Me pregunto si ése es el ciclo de vida natural de las series de televisión exitosas: empezar con una pequeña base de seguidores, ir ganando adeptos a medida que los productores exploran las ramificaciones del universo y personajes que han creado y acabar jodiéndose cuando se ha terminado el filón pero la cadena de televisión pretende seguir explotándolo. Muy pocas series cierran en alto, cuando todavía les acompañan las audiencias.

Me lo pregunto porque estoy siguiendo ahora mismo varias series que me gustan, y me estoy temiendo lo que viene a continuación.

¿Cuándo empezaré a advertir los primeros efluvios de podredumbre?

Sons of Anarchy
tiene la mezcla perfecta de intriga policial, drama televisivo y humor negro. Creo que desde A dos metros bajo tierra no me había reído tanto con cosas que no tienen ni puta gracia. También es un gran estudio de personajes. Voy por la tercera temporada y todavía no he empezado a acojonarme.

The Boys, por el momento, es todo lo que esperaba de ella: superhéroes chungos, ambiguos, oscuros y encima clarísimamente pariodas de  personajes clásicos (Supermán, Wonder Woman, Flash...), humor más que negro, Vantablack... No, no es coña. Así, sin esforzar mi memoria, tenemos a Billy Butcher usando un bebé a manera de pistola, a Frenchie metiéndole una bomba por el ano (único punto débil en su cuerpo impenetrable a las balas) a Translucent, y a Popclaw cachonda perdida haciéndole un facesitting tan apasionado a su casero que le tritura el cráneo como si fuese un huevo Kinder. Hay contratada segunda temporada, así que ya veremos.
Titans no es lo que me esperaba. Pero eso no es necesariamente malo. El estilismo puticircus de Starfire sigue sin gustarme. Brenton Thwaites como Dick Grayson aún no me convence. Teagan Croft (ninguna relación con Lara Croft, que yo sepa) aún me parece una Raven blandita y no lo bastante oscura. Sigo preguntándome si el tono deprimente, tenebroso y pelín nihilista de la serie es el apropiado, y sin embargo no podía esperar a ver cada nuevo episodio y aguardo como el comer la segunda temporada, para ver cómo introducen a Bruce Wayne y Superboy y averiguar qué mierda pasa con Dick, ofuscado por el demonio Trigon, y si Deathstroke está a la altura de las circunstancias.
En serio, ¿no podrían haberse currado unas pintas menos putescas para Kory?
A ver, qué mas: tengo pendientes las últimas temporadas de Daredevil y Jessica Jones... aunque The Punisher no me sentó bien, narrativamente hablando. Quiero decir... la serie me encantó, pero el argumento que les llevó trece capítulos desarrollar se habría resuelto en tres. El resto era marear la perdiz y dar vueltas por dar vueltas. Y eso no augura nada bueno para la segunda temporada, que todavía no he visto, y para las de las otras series Netflix que he acabado de mencionar y que, probablemente, y desde el momento en que Marvel ha recuperado los derechos sobre esos personajes, no tendrán tiempo de madurar y pudrirse, como casi le pasó a The Punisher en su primera temporada y le sucedió a The Big Bang Theory en las últimas.

Pero aún están a tiempo de madurar y pudrirse en sus nuevas franquicias. Por motivos que no pueden resumirse en dos patadas.
De modo que hasta aquí llega la cara. En la segunda parte veremos la cruz de los motivos por los cuales, antes o después, acabaré por alegrarme de que cancelen todas mis series de televisión preferidas. Pista: ya he contestado a esa pregunta en esta entrada. Todo lo que contaré a continuación sobre este tema no es más que paja. Relleno. Como las tramas de The Big Bang desde el momento en que Leonard consiguió a Penny y la serie debió haber acabado. Pista plus: me vi entera la primera temporada de Allí abajo. Sí, se que tiene cuatro más, y me importa un higo. Ni las he visto ni las veré.

Así que hasta la próxima, querido lector, y adiós, The Big Bang Theory. Ha sido un placer conocerte, siempre te recordaré con cariño, pero no veas la falta que te hacía largarte de una puta vez.

Our whole universe was in a hot dense state,
Then nearly fourteen billion years ago expansion started. Wait...
The Earth began to cool,
The autotrophs began to drool,
Neanderthals developed tools,
We built a wall (we built the pyramids),
Math, science, history, unraveling the mysteries,
That all started with the big bang!

martes, 13 de agosto de 2019

Al principio parecía buena idea

Como todo el que, en algún momento de su vida, haya leído a Tolkien, yo también quise en su momento escribir una historia de fantasía. A fin y al cabo, ¿cuál podía ser la dificultad inherente a tan rutinaria empresa? Todo lo que necesitas es un mago cascarrabias, un enano susceptible, un apollardado héroe con más espada que cerebro, un puñado de elfos de orejas picudas, un Señor Oscuro, un tesoro y/o objeto mágico y, a ser posible, un dragón.
«¡Noooooooooooooooooooooooooooooooooo!»
Qué fácil, ¿no?

Mira que han pasado de años (hasta pelo tenía entonces) y me sigo sonrojando cuando lo recuerdo.

«No sabes cómo la estás cagando, chaval».
Yo venía de escribir una espantosa novela de ciencia-ficción, candorosamente timorata, y había empezado una novela de género negro que me apasionaba, pero tenía el cuerpo tolkieniano y a mí lo que me había recetado el médico era más cencerro... digoooooo espada y brujería.

Así que me puse a escribir, convencido de que eso lo liquidaba yo en un decir «Imladris».

Je.

Je, je.

Je je je jeeeeee.

Como intento ser un tipo metódico (hace que la vida sea menos caótica), me senté a elaborar mi documentación inicial. Si no sabes a qué me refiero, échale un ojo al método Sommer. Pensaba, y sigo pensándolo, que desde el momento en que te vas a, literalmente, INVENTAR todo el universo de tu novela, el proceso de worldbuilding cobra una importancia más que acusada; primordial. No puedes acudir a un atlas, a una enciclopedia, en busca de información sobre tus personajes, el escenario en el que transcurre la acción o la historia de ese país porque nada de eso existe. Debes crearlo tú. Debes crearte tus propios atlas, tu propia enciclopedia, tus propios libros de historia.

«Bueno», me decía, «¿cuál es la dificultad? Si hay que dibujar unos cuantos mapas, se dibujan y punto».

De verdad que no deja de fascinarme lo papanatas que puedo llegar a ser.

«No lo ha dicho en serio, ¿verdad?».
Antes siquiera de escribir una coma de la novela me vi ya cargado de papeles: un índice de personajes, una somera cronología y unos muy básicos anales del mundo en el que iba a transcurrir el relato, un esquema del libro con un resumen muy, pero que muy elemental, de los episodios que transcurrían en cada uno de sus actos y cuatro apuntes sobre antropología.

Y la magnitud del trabajo que me había propuesto empezó a aflorar.

¿Todos mis personajes eran blancos, todos practicaban la misma religión, si es que practicaban alguna, vivían en el mismo país y hablaban el mismo idioma? Eso no tenía ningún sentido. Eché un vistazo a mis mapas, que aún conservo: yo había dibujado un vasto continente, tal vez tan grande como África o incluso como toda América. ¿La gente del norte hablaba igual que la del sur y compartían cultura con ellos? Pero si hasta en España te bajas a Andalucía y parece que hayas aterrizado en otro planeta. En mi mapa había montañas. ¿No haría un pelín más de frío en esas montañas que en los valles? ¿La gente y los pueblos serían iguales a ambos lados de las cordilleras, auténticas barreras naturales al flujo de las ideas, las gentes y las mercaderías? ¿Quién me iba a comprar esa ocurrencia de absoluto soplapollas?

La geografía empezaba a tocarme las pelotas. Y no acababa sino de empezar.

Abochornado de un mundo tan pobretón, racialmente unificado y culturalmente eunuco, empecé a meterle algo de color. Me inventé una raza de norteños que vivían en la zona más septentrional de mi mundo y les imaginé una cultura que yo visualizaba análoga a la coreana, con sal y pimienta de la Rusia zarista; una sociedad basada en la agricultura y el cultivo del arroz (sí, podrían haber cultivado otra cosa; alguna especie vegetal exótica, pero ya me estaba rompiendo lo bastante los cuernos con la antropología, como para empezar a afeitármelos también con la ecología). Imaginé una casta gobernante de mandarines disolutos y corruptos que parasitaban a un campesinado empobrecido, fanatizado e iletrado. Imaginé a un emperador apirolado y epicúreo, entretenido en empotrar a sus concubinas, sobrevivir a los intentos de envenenamiento y hacer duques a sus bastardos. Imaginé a una élite sacerdotal dedicada a honrar a dioses silenciosos e indolentes y a comerse las migajas de la mesa de los cortesanos y los funcionarios. Imaginé a una aristocracia terrateniente reblandecida por siglos de molicie y privilegios, militante solo a la hora de defender sus prerrogativas, su derecho a cazar con halcón, practicar el arte de la guerra y voltear campesinas en los arrozales. Imaginé casitas de madera con hipocausto, pequeñas aldeas y granjas dispersas aisladas en invierno por la nieve, vastos prados verdes, sombríos cañaverales.

Imaginé también a una irreductible raza de lo que entonces, y todavía ahora, se parecía sospechosamente a tribus celtas. Vivirían en los valles altos de las montañas occidentales, dedicados a la cría de ganado y a las vendettas interminables. Vestirían prendas de lana, adorarían aún a sus primitivos dioses sedientos de sangre y tendrían un exacerbado y a menudo suicida sentido del honor. Imaginé oscuros palacios de madera construidos en torno a inmensos hogares de piedra en los que calentarse las manos enrojecidas por el relente o asar un ternero para el desayuno. Imaginé estilizadas tallas de héroes, gigantes, bestias míticas y antepasados divinizados. Imaginé taraceas de nudos, lobos y serpientes. Espadas anchas y pesadas. Mozas rubias y pelirrojas, ojigarzas y pechugonas. Torques de bronce y barbas despeinadas. Umbríos bosques de roble y castaño. Ritos neolíticos. Poblados fortificados.


También me saqué de la manga un pueblo sureño, que acabó siendo un revoltijo de culturas distintas. Como eran meridionales, el que menos estaba bien morenito y el que más era negro como el carbón. Rendían culto a un batiburrillo de dioses, genios, espíritus y santones, habitaban populosas ciudades de un urbanismo casi compulsivo, remanentes de una alta cultura venida a menos pero todavía orgullosa. Cuanto más me sumergía en su historia, sus tradiciones y costumbres, más parecidos le sacaba con los antiguos egipcios, los pretéritos aztecas, los persas de la época de Asurbanipal, los indios de tiempo de los rajás... y más me esforzaba en desfigurar las evidencias... de modo que acababan pareciéndose a otra cosa. Visualicé calles abarrotadas de gente y florecidas del colorido primaveral de los ropajes y los tenderetes de los vendedores y de los tonos madera y bronce de la tez de los peatones. Visualicé templos escalonados, pirámides, canales, casas de adobe enjalbegadas para los podres y palacios con peristilos para los ricos. Exóticas princesas envueltas en sedas vaporosas e incendiadas de gemas. Mercados de especias. Templos revestidos de oro. Terrazas ajardinadas.

Y empecé a acojonarme.

Era imposible. IM-PO-SI-BLE que estos tres pueblos tan diferentes hablasen la misma lengua, toda vez que los separaban cientos o miles de kilómetros de tierra hostil y siglos de historia diferenciada. ¿Iba a ponerme a imaginar los diferentes idiomas y dialectos que hablaban estas personas? ¿Y qué coño sabía yo de filología, para empezar?

Jooooooodeeeeeer. Llevaba ya dos años con aquel puto libro y aún no había escrito un mal capítulo. ¿No tenía bastante con dejarme los dientes contra la historia y la etnografía que ahora también quería meterme a lingüista?

En la mayoría de libros de fantasía, este problema se resuelve inventándose una lingua franca. Normalmente la del narrador (inglés, castellano, sueco...). Ahora bien, ¿qué motivo tendrían los extranjeros para aprender la lengua de los guiris? ¿Es que dependían de ellos o los habían conquistado? En tal caso, ¿por qué iba nadie a concederle una segunda victoria a los conquistadores diluyendo la propia cultura en la de sus invasores? Los que quisieran congraciarse con sus nuevos amos sin duda harían un esfuerzo por aprender la lengua, pero ¿y el pueblo llano? ¿No se aferraría aún más, en ese momento de incertidumbre, a sus señas de identidad, como protesta silenciosa por la ocupación? Es más, ¿usaban el mismo léxico, por no meternos ya en el jardín de dilucidar si hablaban el mismo idioma, las clases dirigentes que los alpargatones de la plebe?

He leído dos teorías acerca de cómo
Tolkien construyó su mundo: unos autores afirman que J.R.R. primero diseñaba las lenguas y luego imaginaba al pueblo que hablaba esa lengua, lo cual no tiene ningún sentido (¿por qué vas a inventar una palabra para «nieve» si tu pueblo vive en medio de un puto desierto, por ejemplo?), y otros biógrafos postulan todo lo contrario. Con los elfos, por ejemplo, Tolkien habría partido de los duendecillos malvados del folclore escandinavo, los habría convertido en una especie de ángeles de beatitud prístina y belleza a toda prueba (y, ejem, sospechosamente arios, ejem, en el sentido más nazi de la palabra) y luego les habría inventado un idioma, libremente inspirado del latín y el griego, travestido de galés (mira, mira: Mae'n bwrw eira. O sea «nieva») y más que robado del finés.
«Te voy a comer todo el quenya. Y repetir».
Luego estaba el tema de la magia. ¿Había magia en mi libro? En caso afirmativo, ¿era una magia que estaba creciendo, tras un período de decadencia, como en Canción de fuego y hielo o en Elantris, de Brandon Sanderson (que tiene tres excelentes artículos sobre las leyes de la magia), o era una magia que estaba desapareciendo, como en El señor de los anillos, las novelas de la saga de Geralt de Rivia y la primera novela de los dragoneros de Pern de Ann McCaffrey? No era una pregunta para nada banal, y necesitaba tener la respuesta muy clara desde el principio, porque podía determinar el tono, el desarrollo y la conclusión de todo el libro. Y, por si esa pregunta no era lo bastante importante, había otra no menos decisiva: ¿cómo era esa magia? ¿Estaba sometida a reglas o el mago podía, literalmente, hacer lo que le diese la gana? Y, en ese caso, ¿por qué no lo hacía? Quiero decir, si la magia en el libro que me disponía a escribir te vuelve todopoderoso, ¿dónde está el conflicto? En cuanto el enemigo asome el hocico, ¡pum!, al carajo; y ya está.

¿Te hace gracia? Piensa que hay una buena razón por la cual Gandalf no teletransportó a Frodo y Sam al Monte del Destino, pero es una razón creativa, no mágica: porque El señor de los anillos habría durado diez páginas y nadie lo habría leído jamás. ¿Quién coño quiere leer un libro en el que el protagonista no corre peligro en ningún momento, no ha de vencer ninguna dificultad y acaba con el Señor Oscuro en menos tiempo de lo que se tarda en contarlo, un Señor Oscuro que nunca tuvo la menor oportunidad de vencer?

Si te paras a analizarlo te darás cuenta de que Tolkien nunca llegó a especificar cuáles eran los poderes de Gandalf... que, para ser un semidiós, básicamente es un pelín inútil. A lo largo de El señor de los anillos le vemos usar su magia para encender una luz y cerrar una puerta en Moria, hundir un puente, hacer callar a Grima y cuatro mamonadas más. Tal vez Tolkien no quiso hacer demasiado poderoso a su mago, para preservar el drama, el conflicto, la intriga, o tal vez nunca tuvo demasiado claros los poderes de Gandalf porque había pasado demasiado tiempo desarrollando las lenguas y la historia de la Tierra Media.

¿Quién quiere leer una novela sin dilema, sin conflicto, sin emoción, sin alma?

Estaba respondiendo a un millón de preguntas diferentes, un millón de preguntas sin importancia, antes de resolver el único interrogante que debería preocuparme:

«¿Es un buen libro?»

Ni idea. El libro no existía. No podía saber si era bueno o no porque aún no lo había escrito.

Entonces lo entendí.

Entendí por qué tan a menudo, la primera novela que un aspirante a escritor se sienta a perpetrar es una novela de fantasía. No es por las portadas de Frazetta y Boris Vallejo. No es por los guerreros con anatomías que nunca desarrollarán ni las doncellas con anatomías que nunca conocerán. Es porque entiende que la fantasía le da la cohartada perfecta para ser un mal escritor. A fin y al cabo, si algo se lía, narrativamente hablando, porque el escritor es un completo lerdo, siempre podrá decir que lo hizo un mago.

Los géneros literarios especulativos, la fantasía y la ciencia-ficción, especialmente el primero, son el campo de juegos de la imaginación pura. Literalmente no hay más límites creativos que los que el propio escritor se impone.

Por eso la fantasía es el lazareto de los malos escritores.

Digámoslo alto y claro: hay personas con una extraordinaria imaginación, capaces de construir mundos riquísimos y complejos, que no son, no han sido y nunca serán buenos escritores.

Y muchos de ellos se meten a escribir un libro de fantasía porque no puede ser tan difícil, ¿verdad?

Escribir es difícil. Punto. Y, a la hora de escribir, la historia, los personajes y el conflicto deben ser tu primera preocupación.

Lo demás es solo el decorado.

Los géneros de ciencia-ficción y, especialmente, el de fantasía están agusanados de MIERDA. Toneladas, trillones de metros cúbicos de MIERDA escrita por completos analfabetos con mucha imaginación y cero competencias literarias y artísticas, además de lingüísticas; Tolkiens de aliexpress y J.K.Rowlings de bazar de barrio cuya máxima aspiración, aparentemente, es clonar los libros de sus autores favoritos. Christopher Paolini casi lo convirtió en un arte: tomó el argumento de La guerra de las galaxias, lo trasladó a un escenario estilo Tierra Media, le pegó unos cuantos elfos altos, hermosos, inmortales (y excelentes arqueros, no jodas), un puñado de orcos, una colección de nombres extraídos directamente de Tolkien, algunos de ellos con algunas letras cambiadas (Angrenost/Angrenost, Eragon/Aragorn, Beirland/Belerian, Ceranthor/Caranthir, Furnost/Fornost y sigue, y sigue, y sigue...), millones de adverbios y un dragón.

Lástima que se le olvidase aprender a escribir primero.

«Ya me estás tocando el nabo. ¡Mira que te tiro un dragón, ¿eh?!»
(Hay quien dice que si George Lucas no le clavó a Paolini una demanda de te cagas por las bragas fue por no concederle un extra de publicidad gratuita a su torpe libro ni socavar el fandom de lectores de Eragón, que estaban en el mismo grupo de edad e intereses que los de Star Wars. A Kaavya Viswanathan, que hizo básicamente lo mismo que Paolini pero con Salman Rushdie y Megan McCafferty, le cayeron ciento y la madre de amenazas de procesos civiles y su libro fue retirado de las librerías a la espera de una «edición revisada y corregida» que no parece tener prisa por llegar).
Pero no penséis que le tenemos especial manía al pobre de Cristopher Paolini: a fin y al cabo tiene el mérito de haber escrito a los quince años un libro que parece escrito por un crío de quince años. Y en cuanto a esos periodistas comepollas que le llamaron «el nuevo Tolkien» y lo proclamaron un genio, nos sentimos tentados a afirmar lo que dicen que dijo Truman Capote de Andy Warhol: «probablemente sea el primer genio subnormal de la historia». Pero no lo haremos.

¿Cómo se reconoce a un mal escritor, en cualquier género literario, pero muy especialmente en los de ciencia-ficción y fantasía? Adapto y traduzco algunas pistas útiles de cierta página, hoy solo accesible a través de la Wayback Machine en la que, precisamente, ponían a caldo Eragón.

1. Pobre dominio del idioma, con todo lo que ello conlleva: patadas al diccionario, sintaxis atropellada, errores semánticos, fallos de concordancia... Que llevan a un:

2. Ritmo incoherente. En lo relativo a la palabra escrita, la frase es la unidad de tiempo. Si no somos capaces de gestionarlo con la necesaria habilidad, el flujo de la narración se resentirá, con largos y tediosos párrafos expositivos que frenan o bloquean el desarrollo de la trama, diálogos superficiales dignos de la alt-lit y escenas de acción confusas y oscuras. Y el ritmo espasmódico suele ser en buena medida consecuencia del:

3. Abuso de la turra. O sea el infodumping, el name-dropping del que ya hemos hablado en esta bitácora y que permite señalar, por ejemplo, Ready player one como un fiasco, desde el punto de vista literario. Me importa un cojón cuánto te hayas documentado para el libro o cuántos meses hayas invertido en la construcción de tu mundo imaginario. No, repito, NO necesito conocer los nombres de todos los reyes de la dinastía de Putegast, con las batallas en las que participaron y las rameras a las que violentaron. NO lo necesito. Tampoco necesito que me tortures con ese:

4. Estilo florido y pretencioso. No hay nada que grite «¡amateur!» con más fuerza que esto. Cuando el escritor se las da de ilustrado y culto y emplea un lenguaje artificioso, una especie de prosa poética que no sirve a otro fin que el de demostrarnos lo sensible, profundo y leído que es, pero que incurre en todos los consabidos lugares comunes que, en realidad, hasta él está harto de leer. Como dicen que dijo André Bretón: «el primer poeta que comparó las mejillas de una muchacha con rosas probablemente era un genio; el segundo, un imbécil». Y esta característica delata la comodidad que el escritor torpe encuentra en:

5. Los moldes. O si lo prefieres, querido lector, los estereotipos. Los clichés. Y me refiero a todo: la caracterización de los personajes (¿por qué los elfos de Eragón son altos, esbeltos, bellos, inmortales y suspiran por sus glorias pasadas?) como a los diálogos prefabricados («¡No eres rival para mí!»), las descripciones manoseadas, las escenas clonadas vilmente de otras mil novelas parecidas y que abundan en manierismos porque el escritor nunca ha aprendido a:

6. Mostrar, no contar. Porque es un coñazo desarrollar la personalidad del personaje. Porque no nos gustan los héroes torpes o con contradicciones. Porque ¿para qué perder el tiempo explorando el aprendizaje de nuestro protagonista, su relación con otros personajes, si podemos quitar todo eso de en medio con una frase y meterle de cabeza en la acción? Luke Skywlaker fue a Dagobah. Conoció a Yoda. Fin. Porque lo demás sobra. Porque no sabes como hacerlo. Porque no te gusta comerte el tarro con mamonadas. Porque, en realidad, no te gusta ESCRIBIR. Y eso queda en evidencia cuando en tus diálogos:

7. Abusas de los verbos de atribución de diálogo y empleas montones de modificadores. Que es uno de los síntomas delatores más claros de un escritor novato. El verbo de atribución de diálogo es el verbo «decir». Ni el verbo «comentar», ni el «mascullar», ni el «rezongar», ni ningún otro. «Decir» es un verbo tan poderoso que no necesita aderezo, y depende de un escritor escribir diálogos que exploten todas las posibilidades de ese verbo. Si los diálogos están bien escritos, no hace falta especificar que el personaje «dijo» lo que fuese «con sarcasmo», «a gritos», «irónicamente» o como fuese. Y sí, escribir un buen diálogo es complicado, pero se supone que tú sabes hacerlo, amigo escritor. Además, si esto fuera fácil todo el mundo estaría... es igual, déjalo. Olvidaba con quién estaba hablando. ¡Mira que no resistir la tentación de resolver una escena comprometida con un sangrante:...!

8. Devs ex machina. El Devs ex machina implica que en realidad tus personajes nunca han estado en verdadero peligro. Y entonces es cuando tus lectores se cabrean. Si tienen dos dedos de frente. Que probablemente no, porque si los tuviesen no estarían leyendo tu puta mierda de libro.
Y, ojo, no estoy diciendo que yo mismo no incurra en estos y otros muchos errores, digo que los escritores profesionales no deberían hacerlo.

La razón por la cual el amigo Paolini y otros tantos iletrados se ponen a escribir novelas de fantasía es que les dan una excusa para ordeñar su imaginación inagotable, desbarrar durante páginas y páginas sobre genealogía, razas, pueblos, dioses, batallas y reinos, ocultando en el proceso la evidencia de que, en realidad, no tienen una historia que contar, y, si hacen el esfuerzo de intentar componer un relato y las cosas se desmadran, siempre pueden meter en escena a un guerrero invencible o a un mago todopoderoso como socorrido Devs ex machina, y listos. Y pueden hacerlo porque no se han tomado la molestia de definir las capacidades de su mago o de su guerrero, las cosas que pueden y especialmente las que no pueden hacer, sus debilidades, sus limitaciones, o sea, lo que los hace interesantes como personajes, lo que los hace atractivos y posibilita la existencia del conflicto, el drama, que es la novela misma.

Pero seguro que todos ellos hablan un élfico del copón. Aunque no sea más que gaélico al revés. I hceastihb na i hcan?

Si Gandalf hubiese sido todopoderoso, si Frodo fuese inmune al hechizo del Único y Aragorn no tuviese dudas, El señor de los anillos duraría quince páginas y sería una puta mierda por más poemas, canciones y frasecitas en sindarin que Tolkien le hubiese metido.

Aún no he renunciado a escribir mi libro de fantasía. Cuando tenga una buena historia. Y una visión que se parezca lo menos posible a todo lo que han escrito mis predecesores.

La fantasía es el refugio de los vagos. De la gente que afirma estar dispuesta a escribir un libro, pero en realidad no tiene la menor intención de intentarlo siquiera.

Desde entonces siento un profundo respeto por los buenos escritores, escriban lo que escriban.

Y verdadera aversión por los que son, simplemente, escritores de fantasía.