viernes, 22 de junio de 2018

El Factor X

Desde esta bitácora que nadie visita (eco, ¡ecoooo!), hemos clamado alguna vez contra la zapa y socavamiento de la autoridad del artista, a quien, desde la deificación de la vacuidad que supuso el urinario de Duchamp, se ha convertido, a menudo con justicia, en un payaso especulador, un iletrado papanatas, un farsante narcisista y un inútil botarate.

Desde el momento en que el Arte se convierte en un negocio, y no simplemente en un medio de transmisión de cultura, la producción artística ha entrado en una peligrosa derivada: o está completamente vendida al capital que sufraga los vicios del autor, que, con absoluta indiferencia hacia su propio talento, se pliega servilmente a los deseos de su pagador, convertido en prosaico cliente, o, yéndonos al extremo opuesto, está puesta al servicio de la vanidad del artista hasta más allá de lo humana, material e incluso financieramente soportable.

En el primer caso tendríamos, por poner un ejemplo, a Tim Burton entregando una película que ni hasta el ojete de tripis podrías reconocer como suya. En el segundo, a Michael Cimino arruinando a la United Artists por empecinarse en rodar una película de casi cinco horas y media que nadie ha visto ni verá.

Mira el reloj y repite conmigo: «Tim Burton es un genio. Un geeeeenioooo».
Y no. A pesar de lo que pueda sugerir el párrafo precedente, hoy no vamos a hablar de cine (otra vez).

No es extraño que los artistas tengan fama de egocéntricos. A fin y al cabo, un artista es ante todo una persona consumida por una obsesión que solo otros artistas pueden siquiera aspirar a comprender. Y las personalidades obsesivas tienden, como no podría ser de otra manera, al egoísmo («mi Arte está por encima de todo», «lo único que me importa es poder seguir pintando/escribiendo/componiendo/haciendo películas»), la vanidad («no os merecéis el privilegio de contemplar mi obra; es demasiado buena para vosotros»), que no es sino reflejo de la inseguridad («¿tengo siquiera algo parecido al talento?»), la bohemia («¿que hoy era nuestro aniversario?, pero, cariño, ¡entiéndelo!, me pasé toda la mañana en el estudio y, por la tarde, me fui al café literario con Paquita y estuvimos hasta las tantas hablando de Schiele, ¡y ya sabes que a mí me pierde Schiele!») y la megalomanía («¿por qué no me come todo el mundo la polla, si soy el nuevo Picasso?»).

Un artista es una persona que hace algo que no puede explicar, por motivos que los demás no van a entender, que pone por delante de su familia, sus amistades, sus compromisos personales y todas esas cosas tan burguesas como no vivir entre la mierda y pagar el recibo de la luz; algo que seguirá haciendo aunque se muera de hambre, y, lo peor de todo, que no puede parar de hacer.

Compadeced al artista: en el fondo, es un pobre bastardo incomprendido.

Y algunos, en la superficie, son un fraude.
Vivir con un artista no es fácil. Imagínate compartir piso y genitales con un escritor, por ejemplo; o sea, con un señor que se pasa la mayor parte del tiempo viviendo en un mundo de fantasía, que piensa más en sus personajes que en ti, que podría recitarte de memoria el argumento de todas sus obras y escenas completas de sus novelas pero es incapaz de recordar tu puto cumpleaños, que se queda como traspuesto en mitad de una conversación porque acaba de ocurrírsele como resolver ese punto de giro en el que lleva días empantanado, que se despierta en mitad de la noche,  enciende la luz y te desvela para apuntar algo que se le acaba de ocurrir en sueños, que cada vez que un timbrazo del teléfono interrumpe su concentración te mira acusador, como sopesando la posibilidad de ahorcarte con el cable del receptor; imagínate a alguien que tiene horarios absurdos, que te corrije cuando usas incorrectamente una perífrasis o un subjuntivo pero se cabrea muchísimo cuando tú se lo haces a él, que no se molesta en ocultar el inmenso desprecio que le inspiran las petardas de tus amigas ni se resiste a impartirles una lección magistral, por inoportuna que sea, cuando tienen la osadía de abrir la boca en su presencia y sacar a relucir su cultura de polígano.

¿Ya te lo has imaginado? Bien.

Pues si vivir con un artista es duro de testículos, ahora intenta imaginar lo que debe ser vivir con un genio. Y hablo de un auténtico genio, ¿eh?, no de uno de esos diosecillos postmodernos a quienes alguien, no sé si con profundo sarcasmo o flagrante desvergüenza, ha pegado un título inmerecido.

Me refiero a un genio. A un auténtico genio. Imagínate vivir con Albert Einstein. Con Charles Chaplin. Con Wolfgang Amadeus Mozart. Con Artemisia Gentileschi. Con Billy Wilder. Con Maryam Mirzakhani. Con Hedy Lamarr. Y, sí, en la lista he metido a un físico, a una pintora, un músico, a una matemática y a tres personas del mundo del cine (aunque la Lamarr no está ahí por actriz). No es accidente. En pocas actividades humanas te encontrarás con egos de tamaño superior al de los realizadores de cine y con mayor número de engreídos dispuestos a considerarse a sí mismos genios. Lars von Trier y Tony Kaye (exacto, ¿«quién»?) incluso han tenido el cuajo de decirlo. Con todas las letras y bien alto, para que todo el mundo lo oyese. Salvando las distancias, Quentin Tarantino también tiene una elevada opinión de sí mismo. No quedan tan lejos los años en los que se situaba «with the gods, all right? I am. I’m right up there in heaven with, you know, Zeus, God and Mohammed», y menos todavía la pataleta que se agarró tras la filtración del guión de Hateful Eight, a raíz de la cual amenazó con no rodar la película e incluso dejar de hacer cine, de raíz, y así castigar a la humanidad privándola de su talento. ¿Y qué decir de Zack Snyder, inmerso en un bucle y decidido a demostrarnos lo cojonudas que son sus películas y lo subnormales que somos por no darnos cuenta de ello, o de George Lucas, empeñado en destruir su propia obra y cabreado con la gente que no reconoce su presunta genialidad y le reprocha estar jodiendo un clásico de la cultura popular?
(Y mejor ni mencionemos a Ingmar Bergman o a James Soy el rey del mundo Cameron).
Difícilmente le pegaría a ninguno de ellos la etiqueta de «genio». De Lars von Trier solo he visto Dogville, que me gustó, pero no la considero una genialidad. Lo que Trier hizo en Dogville es poco más que teatro filmado. Resultona desde el punto de vista formal, pero en absoluto rompedora. Tony Kaye (exacto, «¿quién?») dirigió una de las mejores películas que he visto jamás, pero no ha revolucionado el cine y, es más, probablemente no vuelva a trabajar en los Estados Unidos. Por bocazas. De Tarantino me gustan la mayoría de sus películas, pero Jackie Brown me pareció un prescindible abuso de «la fórmula Tarantino» (escenas irrelevantes excesivamente largas e interminables diálogos insustanciales que impiden avanzar la acción), Kill Bill vol. 2 una pollada para sus incondicionales, Inglorious Basterds una fantasía sádica considerablemente aburrida y Django Unchained ni me la he visto ni prisa tengo por verla. Y de Zack Snyder hemos hablado alto y claro en el primer, y esperemos que último, artículo en cuatro partes de Paratroopersdon'tdie (una, dos, tres y cuatro).

No, difícilmente calificaría a ninguno de esos cinco como genios. Es más, a George Lucas lo considero un indigente cinematográfico. Lucas es el único del grupo de amigos formado por Coppola, de Palma, Spielberg... que en vez de estudiar clásicos del cine, lenguaje y técnica cinematográfica y empaparse de las lecciones de los grandes maestros, se quedaba en casa a ver pelis del oeste, de la Segunda Guerra Mundial y de samurais. Y no me refiero a John Ford, David Lean, Rosellini o Kurosawa, de los que, aunque solo fuese por accidente, podría haber aprendido algo. Me refiero a bélicos de cartón piedra y westerns y chanbara de todo a chino. Lucas es el inepto que armó un primer montaje de Star Wars absurdo, confuso, aburrido, ilegible, que fue saludado por sus amigos Coppola, Spielberg, de Palma..., tras un pase privado, con un colectivo y exasperado alarido de: «¡en el nombre del circuncidado cipote de Cristo crucificado ¿qué cojones es esto?!». ACTUALIZADO: No, no lo es. Contrastada esa información con otras fuentes, se ha revelado dudosa, por decir algo, y nosotros gilipollas por no haber hecho mejor el factcheking. En fin, pasa en las mejores familias. George Lucas es un mal director de cine por muchos motivos, pero no por éste, mencionado en el texto original.
(Hay un precioso y pedagógico documental [ACTUALIZADO: completamente falso] sobre cómo los directores de montaje convirtieron la PUTA MIERDA de Star Wars en un clásico atemporal. Se lo recomiendo a todo el que esté interesado en el cine y a todos los que pagarían por el privilegio de comerle la polla al director de cine con la papada más repugnante de la industria).

¿Sabes lo que tenía previsto el genio de Lucas para las tres próximas películas de Star Wars que en Disney no le dejaron hacer? (Casi literalmente le tiraron los guiones a la cara).

Dos palabras:

Más midiclorianos.

¡Que no! ¡Que no vamos a hablar de cine, tranquilo!

Es peor.

Muchísimo peor.

Porque solo hay un lugar donde puedas encontrar egos más monstruosos, vanidades más grotescas y narcisistas más hostiables que en el mundo del cine.

Y es en el maravilloso y ocasionalmente fétido mundo de la Arquitectura.

A fin y al cabo, un libro te gusta o no te gusta, pero no te arruina la vida. Una película puede ser mejor o peor, pero no va necesariamente a hipotecar tu salud (salvo que la peli sea de Riley Reid y te hagas de pajas hasta entrar en combustión espontánea). Una composición musical o te seduce o te deja indiferente, pero no te va a hundir en la miseria. Incluso hay gente capaz de vivir sin libros, ni cine, ni música... Bueno, lo llaman «vivir», que es por llamarle algo.
Busqué un gif en el que no estuviera... haciendo cosas... y fracasé.
Pero si alguien jode tu casa o tu ciudad, te está jodiendo muy íntimamente. Está destruyendo tu hábitat, tu relación con tu entorno, con tus vecinos, tu propio sentido de la seguridad personal, al actuar sobre la calidad de refugio que debería representar todo hogar.

¿Crees que exagero? ¿Que cualquier subida de ácido de James Cameron es más desproporcionada que los patinazos de embrague del arquitecto medio?

A ver cómo te lo explico sin que te diarrees encima.

Le Corbusier quería arrasar el centro de París para construir esto:


Repito, Le Corbusier quería convertir esto:
en esto:

Le Corbusier consideraba el «viejo París» un cementerio, una costra seca, un apéndice muerto a extirpar. Los monumentos de París, centenarios tesoros de cultura, de Arte e Historia, le ofendían, le estorbaban, y pretendía aislarlos o destruirlos. Salvo las iglesias, eso sí, que Charles-Édouard Jeanneret era suizo, no olvidemos.
«Je rêve de voir la place de la Concorde vide, solitaire, silencieuse et les Champs-Elysées une promenade. Les quartiers du Marais, des Archives, du Temple… seraient détruits, mais les églises anciennes sauvegardées».

«Sueño con ver la Plaza de la Concordia vacía, solitaria, silenciosa, y los Campos Elíseos [convertidos en] un paseo. Los barrios de Marais, de los Archivos, del Temple, serían destruidos, pero las iglesias antiguas, preservadas».
Nos ha jodido, el abuelo.
Ahora vuelve a decirme que Avatar es una pasada de frenada, anda.

Y me pregunto, porque es que a mí los días de fiesta me da por pensar, y pensando a veces acabas haciéndote preguntas interesantes, si a todos los biógrafos y apologetas de Le Corbusier se les ha pasado por alto que su Plan Voisin se parece sospechosamente a los disparatados proyectos que Hitler tenía para Berlín, que no era lo bastante monumental, ni lo bastante bonita, ni lo bastante fascista para su delicado paladar artístico de pintamonas que no fue lo bastante macho para ser admitido en la Academia de Artes de Viena, y, sí, soy muy consciente de estar rozando, si no me he zambullido de cabeza en ella, en una reductio ad Hitlerum.
(No, no vamos a hablar de Calatrava. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué insinúas?).
Mira si la Arquitectura es un peligroso caldo de cultivo de campeones de la arrogancia y la pretenciosidad, que Ayn Rand, la mismísima emperatriz de todos los infiernos, la Papisa de Lucifer, la ancilla satanae en persona, le dedicó uno de sus libros más famosos, El manantial, convertido después por King Vidor en una película que, sorprendentemente, no está nada mal...

...si consigues, y mira que no es fácil, pasar por alto que el personaje de Gary Cooper es un puto sociópata violador y el de Patricia Neal el infamante prototipo de complaciente hembra sumisa que desea ser domada, maltratada y violada por un macho alfa de la especie (y a ese propósito provoca, desprecia y humilla a Howard Roark, el personaje de Cooper, hasta no dejarle otra alternativa que demostrarle quién de los dos tiene la picha, o sea quién es el que manda aquí, so puta, y luego se recrea buscándose en el espejo los verdugones que él le ha dejado), hombres superiores de esos para los que Ayn Rand reclamaba el gobierno del mundo y a quienes, según la chifladura randiana, las leyes aprobadas por los envidiosos necios y los acomplejados impotentes tratan de someter.
"Can you sacrifice the few? When those few are the best? Deny the best it's right to the top--and you have no best left. What are the masses but millions of dull, shrivelled, stagnant souls that have no thoughts of their own, who eat and sleep and chew helplessly the words others put into their brains? And for those who would sacrifice the few who know life, who are life? I loathe your ideals because I know no worse injustice than the giving of the undeserved. Because men are not equal in ability and one can't treat them as if they were." 

«¿Sacrificarías a unos pocos? ¿Cuando esos pocos son los mejores? Deniégale a los mejores su derecho al liderazgo y ya no te quedarán mejores. ¿Qué son las masas sino millones de almas tediosas, marchitas y estancadas que no tienen ideas propias, que comen y duermen y mastican desesperadamente las palabras que otros introducen en sus cerebros? ¿Y por ellos sacrificarías los pocos que conocen la vida, que son vida? Desprecio tus ideales porque no conozco peor injusticia que dar a los que no lo merecen. Porque los hombres no son iguales y no puedes tratarlos como si lo fueran».
Cada vez que lees a Ayn Rand, Jean-Joseph Mounier sodomiza a un gatito.
Sí. Ésa Ayn Rand. La dulce Alisa Zinóvievna Rosenbaum.

Pero tranquilo, no vamos a hablar aquí de Ayn Rand. Si quieres saber más sobre ella o su fementida filosofía infantilista para deficientes mentales, te lees esta entrada de mis vecinos y listo o, si eres capaz de leer más de 140 caracteres sin cagarte encima y dominas el pitinglish, puedes intentarlo con esta otra.
Ayn Rand en su juventud.
Y sí, vamos a hablar de Arquitectura contemporánea porque en ningún otro lugar como éste encontrarás una mayor cantidad de cabrones por metro cuadrado decididos a proclamarse genios de lo suyo, lo cual nos proporciona una herramienta inapreciable para hablar del Arte y del genio.

Desde mi punto de vista, un genio es aquella persona con  conocimientos, experiencia y creatividad, pero con una intuición natural que le permite alcanzar aquello que no está a la altura de los demás. Responder, en ocasiones con insultante facilidad, a aquellas preguntas que han obsesionado a sus predecesores.

En otras palabras, un genio es una persona creativa con un acceso a unos recursos mentales que otras personas, con la misma creatividad y similares conocimientos o habilidades no pueden igualar.

Un genio, por consiguiente, es ante todo una persona creativa y con talento.

Wolfgang Amadeus Mozart era un genio. Creó sus primeras composiciones a los cinco años. De pequeñito, tocaba el piano y el violín con una habilidad fuera del alcance de muchos adultos. De mayor componía sinfonías enteras de memoria. Podía oír una melodía una sola vez y repetirla. Y mejorarla sobre la marcha.

Mozart creció en un entorno que favorecía el aprendizaje de la música. Su padre era maestro de capilla en la corte del arzobispo del Salzburgo y un reputado profesor de música obsesionado con cultivar la predisposición de sus hijos para la música (la hermana de Wolfgang, Maria Anna, también fue desde chiquita una intérprete de música de extraordinaria habilidad), que él consideraba una bendición divina.
Pero Mozart tenía algo más. Un extra que no viene de serie, que no se puede adquirir con la práctica ni se puede imitar o ejercitar. Y ese no sé qué, ese qué se yo le colocaba muy por encima de la inmensa mayoría de los músicos con conocimientos, experiencia, creatividad e intuición de su época (y no eran pocos, ni torpes; si algo caracterizó la cultura del siglo XVIII fue la inflación de buenos compositores de cámara). Ese «Factor X» es lo que convertía en un genio.

Bien, pues ya tenemos una definición de genio: una persona, cualquiera, que en una determinada actividad técnica o intelectual, en igualdad de condiciones con sus pares cuando hablamos de conocimientos, experiencia, creatividad e intuición, consigue cosas que están fuera del alcance de esas otras personas con sus mismos conocimientos y comparables experiencia, creatividad e intuición.

Había otros compositores de talento en vida de Mozart, y muchos de ellos nos han dejado obras maravillosas; pero solo a Mozart se le ocurrió explorar hasta sus últimas consecuencias los límites de la armonía cromática. y rehabilitar elementos de la música barroca, que había sido condenada por el gusto de las audiencias al infierno del culteranismo artificial. Todos eran capaces de escribir cantatas, conciertos, óperas y sinfonías que, todavía hoy, y aunque no nos guste la música clásica, nos embargan y conmueven con su belleza; pero solo Mozart podía hacerlo sin esfuerzo visible (que no digo que no le costase, digo que al muy cabrón le resultaba más fácil que a la mayoría). Cuando todo el mundo a su alrededor componía música de estilo galante, Mozart se atrevió a ir un poco más allá y logró con sus conocimientos, experiencia, creatividad, intuición y ese extra que le convertía en un genio, anticipar las señas de identidad de la música del romanticismo, tarea en la cual otros compositores con el mismo o semejantes conocimientos, experiencia, creatividad e intuición, pero sin ese extra de genialidad, se habrían comido una hostia espectacular, si es que alguna vez se decidían a abordarla.

Pero la música es algo demasiado etéreo para construir sobre ella nuestro diálogo sobre el genio. A fin y al cabo, un estilo de música puede gustarnos o no, una determinada composición puede conmovernos o dejarnos indiferentes, pero raras veces sabemos explicar el motivo. Reaccionamos a la música por medio de mecanismos soterrados en nuestro cerebro de los que raras veces somos conscientes y cuyo funcionamiento sudaríamos tinta si intentásemos desentrañar.

En 1905, Albert Einstein destruyó el paradigma científico occidental. En una serie de cinco artículos, afirmó que el tiempo y el espacio no son absolutos, que el universo no es estático ni infinito y que la naturaleza no es determinista. Y todo eso lo hizo décadas antes de que existiesen los instrumentos que hiciesen posibles las observaciones y experimentos que permitirían demostrar la veracidad de sus teorías (y por eso ganó el Nobel por sus trabajos sobre el efecto fotoeléctrico de la luz, y no por la Teoría de la Relatividad).


En el momento en que Einstein sacudió el mundo de la ciencia, sus colegas llevaban ya algún tiempo haciendo nuevos descubrimientos que, pura y simplemente, se daban de hostias con la Física tradicional. Las leyes de Newton ya no bastaban para explicar los nuevos fenómenos de la luz y el magnetismo descritos por los investigadores de finales del siglo XIX y principios del XX; gente como James Clerk Maxwell, Ernst Mach, Heinrich Hertz o Ludwing Boltzmann. Era necesario escribir un nuevo libro de texto, formular un nuevo paradigma que rellenase los huecos de la física newtoniana.

Pero el nuevo paradigma no se les ocurrió a ninguno de estos sabios, de estos cerebros privilegiados. Fue un empleado de la Oficina Federal de la Propiedad Intelectual de Berna quien dejó escrito cómo está hecho en realidad el mundo.

Un profesor de física sin cátedra que había suspendido el examen de ingreso en la Escuela Politécnica Federal de Zúrich. Un don nadie llamado Albert Einstein.

Se ha escrito y especulado mucho acerca del ingrediente secreto que convertía a Einstein en un genio. Las explicaciones meramente orgánicas han buscado incluso una explicación en la estructura interna de su cerebro, que se conserva en formol y ha sido diseccionado; explicación que otros neurólogos han puesto de vuelta y media. A fin y al cabo, si buscas el origen orgánico de un talento oculto, estarás más que dispuesto a atribuírselo a cualquier anomalía anatómica que te encuentres.
El cerebro de Albert. Sin coñas.
Pero, dado que poseemos fragmentos del cerebro de Einstein y no de los de sus competidores, resulta un mucho aventurado, por decir algo, que una corteza cerebral más delgada, o un lóbulo parietal más desarrollado, o un mayor número de astrocitos permitiese a Einstein formular la teoría que se les escapó a Clerk Maxwell, Mach, Hertz y tantos otros, al menos tan diestros en ciencia y tan inteligentes como él.

El propio Einstein estaba empeñado en desmentir las afirmaciones acerca de su genio. Se negaba a admitir que tuviese ninguna cualidad especial o que le hiciese diferente a sus colegas. «Simplemente», afirmaba, «Soy más curioso. Eso es todo».

En el momento de ser publicada no fue posible comprobar si la teoría de la relatividad era veraz (e incluso hoy hay científicos buscándole las vueltas, dispuestos a pillarse los dedos con tal de darse el gusto de joder al abuelo Albert). Con los años, las predicciones hechas por la teoría general de la relatividad se han ido cumpliendo una tras otra, y la detección de ondas gravitacionales debería haber cerrado para siempre muchas bocas.

Pero no.
(Bueno, dejemos eso).
Así pues, si nos propusiésemos reflexionar sobre la genialidad a partir de la música o la ciencia nos meteríamos en un berenjenal. Problema que no tenemos con una casa: o es habitable o no lo es. Así de simple.

Por eso hemos escogido la Arquitectura para elaborar nuestra tesis. Porque nos parece que es el campo de batalla perfecto para enfrentar al talento con el conocimiento y observar a un claro ganador. Los ejercicios de estilo están bien, pero no son más que balas de fogueo y, en Literatura, Cine, Música... dependen demasiado de la percepción del público. Así es como alguien puede decir que el Ulises de Joyce es la mejor novela de la cultura occidental y, por el mismo precio, yo afirmar que en el mundo hay dos clases de gilipuertas: los que se han leído el Ulises y los que afirman haberlo hecho.

Creo que el caso de Ludwig Mies van der Rohe y su Casa Farnsworth es particularmente representativo al propósito de defender nuestra decisión metodológica.
El amigo Ludwig, convertido ya en un capitalista con puro.
No te voy a marear con la biografía de este señor. Te la buscas en Youpedia y a mamarla (Espóiler: nació en Alemania, dirigió la Bauhaus, se mudó a Estados Unidos, hizo cosas. Fin).

Que conste que también lo he escogido porque la casa Farnsworth sirvió de obvia inspiración para la casa del lago de cierta película sobre la cual hemos desbarrado largo y tendido en esta bitácora.
Así lucía en los diseños.
(Mola, ¿eh?)
Y así en el metraje final.
(¿Cómo que aún no la has identificado?)
¿Mejor desde este otro ángulo?
(¿Qué? ¡Inaudito!)

(Bueno, ¿y si te enseño el sótano?)
Ahora sí, ¿eh, zote?
La casa Farnsworth fue diseñada y construida por Mies van der Rohe a petición de la famosa y acaudalada (requisito indispensable para aspirar a ser cliente de van der Rohe; que barato, lo que se dice barato, no era) endocrinóloga Edith Farnsworth, de Chicago, que pretendía usarla como retiro para los fines de semana. Mies se fue a la mesa de dibujo y diseñó un bloque monolítico, un único volumen de planta baja y cubierta plana sostenido sobre una estructura de acero y dotado de paredes de cristal.
Por si el párrafo precedente no es lo bastante descriptivo.
Y aquí es donde la cosa se pone interesante.

Porque, aunque la doctora Farnsworth aprobó los diseños de Mies, cuando comenzó la construcción de la casa exigió al arquitecto, que ya había superado varias veces el presupuesto inicial, una serie de modificaciones que van der Rohe tuvo la genial condescendencia de pasarse olímpicamente por el genial saco de su cojonera (probablemente convencido de que un genio como él estaba más autorizado que su cliente para decidir cómo quería que fuese su casa, rasgo que comparte con el arquitecto randiano de ficción Howard Roark), tras lo cual la Farnsworth decidió cortarle el grifo y acabó en los tribunales, demandada por incumplimiento de contrato. En el juicio, salieron a colación algunos de los pequeños inconvenientes de la casa:

En verano se convertía en un horno. En invierno, en una nevera, y mantenerla en cualquier estación del año a una temperatura humanamente soportable requería una inversión ruinosa de energía. El vanguardista iTejado plano de sección aúrea tope de la gama alta tecnología concepto minimalista rompedor 4K joder Mies cómo molas acumulaba agua de lluvia que acababa filtrándose al interior en forma de humedades y goteras. La fontanería parecía haber sido instalada por un deficiente mental hasta el culo de LSD y, cuando un fontanero de verdad acurrió a reparar una filtración, se quedó sin habla ante las proporciones del pifostio (y cuando vio la instalación eléctrica es que le dio la risa tontuna). Encima, recordemos, todos los muros exteriores son de cristal, así que la doctora Farnsworth gozaba, exactamente, de cero intimidad (cuando esas mismas lunas no estaban empañadas de condensación; al menos Philip Johnson ideó un sistema de ventilación forzada que eliminaba ese problema en su glass house...; pero, claro, es que Johnson vivía en la glass house). En la casa Farnsworth, toooodooooo el puto mundo que pasase por la vecindad (y desde que le dieron un buen hachazo a la propiedad para hacer una autopista, es mucho mundo) podía ver a Edith en bata, haciendo la comida, expuesta en su vivario, o depilándose el chocho.

Para acabar de cagarla, la puta casa salía en todos los libros y revistas de Arquitectura e interiorismo, así que estudiantes o aficionados a ambas materias se dejaban caer por el barrio casi todos los días a joder el césped, hacerse selfies, llamar a la puerta y pedir, por favor, por favor, por favor, que la doctora Farnsworth les dejase cagar en el baño diseñado por Mies Toypartiendo Elojetederisa Cuando Pienso en Cómo te Jodí la Vida, Edith, a ver si por vía rectal se les pegaba algo de su genialidad. Y, por si todo lo citado no te pareciese lo bastante cachondo, encima, cada vez que el río Fox se desborda, la casa se inunda.

No es coña. Se inunda.

¿La respuesta de Mies Pelotas Son Del Tamaño de Campanas cuando le señalaron ese pequeño defectillo de la casa? Agárrate:
“we can combat that. It’s easy. You have a canoe there, and if it floods, you take the canoe to the house. It isn’t much. It’s an adventure, but that belongs to life.”
«No podemos luchar contra eso. Es sencillo. Pones una piragua allí y, si hay una crecida, usas la piragua para llegar hasta la casa. No es para tanto. Es una aventura, pero eso forma parte de la vida».
(Citado en Broken Glass: Mies van der Rohe, Edith Farnsworth, and the Fight Over a Modernist Masterpiece, de Alex Beam, que precisamente profundiza en la pelotera entre arquitecto y clienta, y que puedes comprar aquí).

¡OLE TUS GERMÁNICOS COJONES, VAN DER ROHE!

Te juro que, a pesar de todo, me encanta la casa Farnsworth.


Pero es una puta pecera, hostia. No viviría en ella ni por todo el oro del mundo y dos volquetes de clones de Sara Sampaio.
Las famosas mosquiteras (sigue leyendo).
Lo único que le importaba a Mies van der Rohe no eran la temperatura, las riadas, el coste de mantenimiento, la comodidad o la intimidad de la inquilina. Para van der Rohe todo eso eran factores secundarios, indignos de un genio como él. Lo importante, lo verdaderamente importante era que la puta casa no tuviese ni un condenado mueble y, además, fuese un rectángulo áureo perfecto. No me habría sorprendido nada si van der Rohe hubiese cambiado su nombre por Mies Cojones.
La casa Farnsworth, hay que joderse, se convirtió en un icono ideológico y epicentro de una intensa polémica que desborda el objetivo de esta bitácora. A un lado, los defensores de la arquitectura moderna, minimalista y utilitarista («less is more, bitches!»); al otro los paladines de la tradición denunciando la frialdad del diseño industrializado y sin alma de van der Rohe y acusando a la casa Farnsworth de ser la bola de demolición con la cual Mies pretendía derruir el estilo arquitectónico netamente americano (sea lo que sea eso) y con él los valores estadounidenses, para luego reemplazarlos con una estética deshumanizada de inspiración comunista (otra vez juro que no es coña). En esta esquina los que nos obligan a admitir la novedad de ese concepto inmersivo de la arquitectura, de ese edificio transparente en el cual la naturaleza, el paisaje mismo parece penetrar a través de sus fachadas acristaladas. En la esquina opuesta los que nos señalan que la casa no tenía armarios, porque van der Rohe se había negado a diseñarlos (rompían la continuidad de la línea visual de su preciosa casa trazada con tiralíneas y escuadra) y «porque no te hacen falta, ¡coño!, que la casa es solo para los fines de semana»; que nos recuerdan que Edith Farnsworth se vio obligada a instalar un ropero a medida y colgar unas cortinas (despertando las iras del genial van der Rohe) para tener donde colgar sus blusas y gozar de alguna intimidad ante la avalancha de paparazzi; que la pobre doctora incluso tenía que esconder el cubo de la basura en el dormitorio, porque en su ubicación original, bajo el fregadero, todos los mirones apostados en el exterior podían ver si a Edith le había venido la regla, tomaba sopas de sobre del Mercadona o le daba al vodka.

La casa Farnsworth se ha convertido, a su pesar, en un icono de la arquitectura moderna y de la lucha del artista por preservar su integridad frente a los acomplejados seres inferiores, privados de su genio. Los talifanes de van der Rohe se dieron prisa en acusar a Edith Farnsworth de ser una resentida, encoñada por el arquitecto y decidida a destruir su reputación tras el rechazo de éste a sus avances románticos. Los paranoicos de la América de McCarthy vocearon desde el número de abril de 1953 de la revista Home Beautiful que van der Rohe se había delatado con la casa Farnsworth como un peligroso rojo obsesionado con privar a la gente de su intimidad e individualidad y (la ausencia de armarios era buena prueba de ello) sus propiedades. Pero creo que mi lectura favorita de la controversia de la casa Farnsworth es la de género. Sí, amigo mío, por soplapollante que pueda parecerte hay una lectura de género del rebote entre Edith Farnsworth y Mies van der Rohe a cuenta de la casa Farnsworth, que sería, ¿estás sentado?, un deliberado escarnio público por parte del arquitecto (mira que te sientes, ¿eh?), que habría construido esa vitrina como simbólico «armario» (sentado o no allá voy), en el cual exhibir a la doctora Farnsworth, a quien Mies van der Rohe tendría por reputadísima lesbiana clandestina.
Edith Fansworth.
No, una vez más no me lo he inventado. Aunque se te descuelguen los cojones se han escrito artículos poniendo a pan pedir a van der Rohe por haber «expuesto» (literalmente, ¡la casa es un puto escaparate!) de forma simbólica la presunta (y nunca demostrada) homosexualidad de Edith Farnsworth a través de la casa que le construyó. Porque, obviamente, si en los años 50 una mujer con éxito profesional, inteligencia y fortuna material decidía quedarse soltera tenía por fuerza que ser bollera, ¿verdad?, y el sitio de las areperas es la cárcel o una feria de monstruos, donde todo el mundo pueda verlas, ¿no?

La casa Farnsworth es preciosa, indudablemente.

Pero es un puto zoológico. No viviría en ella ni aunque tuviese el doble de pasta que Bruce Wayne y follase tanto o más que él.
Yo no me siento capaz de pontificar sobre si Mies van der Rohe era o no un genio.

Pero que conste que su solución, cuando la doctora Farnsworth le dijo que sus putas fachadas de cristal se llenaban por la noche de mosquitos y otros bichos, atraídos por la luz que desprendía la casa (y que ningún muro opaco atenuaba), fue... quitar todas las luces.

Así, con un par de nueces. Edith Farnsworth pasó de vivir en una nevera barra horno barra pecera inundable, sobrevalorada, incómoda, húmeda y sitiada por chupadores de sangre y fotógrafos a vivir en una nevera barra horno barra pecera inundable, sobrevalorada, incómoda, húmeda, sitiada por chupadores de sangre y fotógrafos y en la más completa oscuridad.

Por eso, aunque no me sienta capaz de negarle a Mies van der Rohe la categoría de genio, no deja de asombrarme su aparentemente nula competencia para resolver de forma creativa los problemas que él mismo había causado, amén de su tendencia a actuar como un perfecto gilipollas.
(Edith Farnsworth acabó vendiendo la casa en 1972, tras sufrir otra derrota en los tribunales, esta vez ante el estado de Ilinois, que expropió parte de la parcela para construir un puente y una autopista. La doctora Farnsworth se marchó a Italia en viaje de estudios y jamás regresó a los Estados Unidos. Poco después de deshacerse de su acuario comunista de bollera acomplejada, una nueva inundación arrasó su carísimo e inhabitable capricho y destrozó el mobiliario).
Sube el agua, baja el valor de la propiedad.
Por increíble que parezca, conocemos a otro arquitecto tenido por genio y todavía más cabrón que el bueno de Mies-ógino. Precisamente el arquitecto que dijo «la arquitectura de Mies Van der Rohe está desprovista de sentimiento y degrada al ser humano».

Y aquí es cuando accidentalmente volvemos a hablar de 
Ayn Rand. Sí, ésa de la que dijimos que no íbamos a hablar.

Ayn Rand, rabiosa anticomunista, se habría bajado ella solita a toda la oficialidad y marinería de la Flota Roja, en salvaje estro carcelario tras una campaña en altar mar de dos años, si a cambio Frank Lloyd Wright le hubiese hecho una casa. Y es que Ayn Rand iba dejando un rastro de babosa cuando le mencionaban siquiera a Frank Lloyd Wright. Rand consideraba a Wright uno de esos superhombres con derecho a estar en la cima. Uno de los que no fueron creados iguales y a los cuales no merece la pena sacrificar por niñerías como una sanidad pública o un seguro de desempleo, engendros tiránicos creados a capricho de esas indolentes masas de almas «tediosas, marchitas y estancadas que no tienen ideas propias, que comen y duermen y mastican desesperadamente las palabras que otros introducen en sus cerebros», cuya única obsesión desde que se despiertan hasta que se acuestan es joder a los hombres-hombres, a los hombres de verdad, los hombres como Frank Lloyd Wright, a quien todos los biógrafos de Rand coinciden en señalar como su inspiración para el personaje de Howard Roark en El manantial.

¿Howard Wright? ¿Frank Lloyd Roark?
Lo cual hace que me resulte absolutamente desoladora la evidencia de que, a grandes rasgos, todas las enciclopedias y libros de Arquitectura que he consultado parecen suscribir la opinión randiana acerca de Wright. No me he encontrado una obra sobre Lloyd Wright donde, de manera más o menos explícita, no se le corone como un genio de la Arquitectura contemporánea. Igual que a Mies van der Rohe. Igual que a Le Corbusier. Y, si alguno de esos panegíricos se atrevían a insinuar que alguna de las obras de Wright podría no ser la fastuosa pieza de Arte e ingeniería que se nos ha intentado vender, lo hacían con  exquisito tacto.

Llamemos a las cosas por su nombre: dentro de las preciosas casas de Frank Lloyd Wright llovía. Una conversación telefónica con un cliente atónito (como siempre con el giro de tuerca de Paratroopersdon'tdie) que recogen algunas de sus biografías revela el carácter de este genio de la arquitectura y su sentido de la responsabilidad profesional:

«Pero, señor Wright, que nos acabamos de mudar a la casa que usted nos hizo, no llevamos ni una semana aquí, y ahora que fuera están cayendo cuatro gotas, nos llueve sobre la mesa del comedor».

«No sea usted imbécil. Sea un genio como yo y mueva la puta mesa».
Esto sucedió. Casi literalmente.

Y no imagino a un cirujano, recibiendo la llamada de un paciente al que acaba de extirpar las hemorroides, paciente casi histérico porque ahora las heces le salen por la nariz, respondiéndole al estilo Frank Lloyd Wright:
«Pues cague usted cabeza abajo. Parece mentira que tenga que molestar a un genio como yo para resolver un problema tan simple».
Frank Mispelotasonmayoresquelastuyas Wright.
Yo no me siento capaz de pontificar sobre la genialidad o carencia de la misma de Frank Lloyd Wright.

Pero me inquieta la superlativa cantidad de tiempo que dedicaba a comportarse como un hijo de puta.

Y esa combinación de engreimiento, soberbia y desdén parece ser la más sobresaliente marca de genio de personajes como van de Rohe, Le Corbusier, Wright... Ese Wright que, citado como testigo en un juicio, a la pregunta de cómo se ganaba la vida, tuvo los cojonazos de responder:
«Soy el mejor arquitecto del mundo».
Y reafirmarse ya en casa, cuando al reproche de su (tercera) esposa por tal exhibición de inmodestia, replicó:
«Pero, nena, no podía mentir. Estaba bajo juramento».
Wright no estaba dispuesto a que las leyes de la física pusiesen en cuestión su competencia o límites a su creatividad. Tampoco Zaha Hadid, esa maravillosa arquitecta, prematuramente fallecida, cuyos diseños se quedaron en un cajón porque las técnicas constructivas y los materiales disponibles no los soportaban.

Sí. Zaha Hadid, arquitecta, diseñaba edificios que no se podían construir, porque no existían las técnicas que permitiesen hacerlos realidad. No había manera de imponer al material del edificio aquellas formas, ni materiales que  pudieran soportar las cargas y tensiones de una edificación suya. Y, de hecho, la mayor parte de su obra jamás se ha construido, ni se construirá, porque los frutos de la derrochante imaginación de la señora Hadid no es solo que superen las posibilidades de nuestra tecnología, sino que superan, o está muy cerca de hacerlo, algunas leyes fundamentales de la física.

Lo he investigado y parece que no tiene ningún parentesco con Gigi.
Mies van der Rohe hacía casas inhabitables, Wright techaba las suyas sin tener en cuenta la lluvia y a Zaha Hadid, cuando diseñaba edificios, le sobraban la gravedad, el módulo de elasticidad, la teoría de sólidos deformables, el coeficiente de seguridad y supongo que también le cabreaba no poder conseguir hormigón fucsia fluorescente, soluble en Chanel Nº 5, con sabor a mandarina y que hablase sueco.

¿Es éste el marchamo de un genio? ¿Imaginación por encima de lo realizable, todo forma y nada de sustancia, la belleza por encima de la función, el estilo enculando al sentido común?

¿O acaso un verdadero genio no habría sido capaz de diseñar y construir, con las técnicas y materiales a su disposición, un edificio hermoso y que, por el amor de Dios, no se viniese abajo?

¿Frank Lloyd Wright era un genio?

Frank Lloyd Wright diseñó y construyó el icono de la arquitectura moderna y uno de los edificios más bonitos que verás en tu puta vida, la Casa de la cascada.


Bonita, ¿verdad? En realidad estabas harto de verla y no sabías que era obra de Frank Lloyd Wright.

¿A que molaría vivir ahí? Joder, mira qué enclave, qué paisaje, qué maravilloso equilibrio entre volúmenes horizontales y planos verticales, qué integración con el entorno; casi parece que haya crecido ahí en vez de haber sido construida; qué maravilla.

Mi rincón de lectura.
A veces me da por soñar que vivo en la Casa de la cascada de Wright, jugando al Call of Duty on-line, subsistiendo de las multimillonarias regalías de mis best-sellers y haciéndole hijos genéticamente perfectos a la seráfica Sara Sampaio.
Y aquí pondría la Playstation.
Me encantaría vivir en la Casa de la cascada.

Es decir, si no fuese tan húmeda como una puta mazmorra y no se estuviese hundiendo.

Y aquí es donde la dulce Sara y yo... Vale. No sigo.
Oh, venga, ¿de verdad te sorprende? Construyeron la casa sobre un puto río, por el ojete de Cristo, y, por si eso no aportaba humedad suficiente al interior de la casa, Wright se aseguró de equipar el salón con un acceso directo a una plataforma sobre el agua. Y mejor no entro a analizar la genialidad de cimentar un edificio sobre un terreno en perpetua erosión, porque eso es que ya es de traca y corta el viento cuando pasa por el puerto caminito de Jerez.
«¡Aaaaaaaaaaaa! ¡Mira tú por qué se me rizaba tanto el pelo!»
Desde el principio, la Casa de la cascada mostró filtraciones y humedades. El clima frío del suroeste de Pensilvania, las heladas y la exposición directa a la luz del sol deterioraron a velocidad salvaje los materiales de la casa y los volúmenes estructurales. El entarimado de corcho encerado de los baños empezó a desprenderse mostrando daños por agua en el suelo. Los característicos balcones voladizos de hormigón armado, el rasgo más reconocible del diseño, son tan pesados que desde el momento mismo en que empezaron a echar el mortero de los forjados comenzaron a combarse, y eso a pesar de que el contratista, sin decirle nada a Wright, había corregido su genial diseño e incluido refuerzos extra para soportar todo ese peso. En 1995, la deformación había llegado a tal extremo que estaba a punto de alcanzar el límite elástico del hormigón, así que los balcones tuvieron que ser apuntalados y el marijostio corregido en 2002 mediante módulos de hormigón pretensado.

Que sí, que nada de esto puede borrar que la Casa de la cascada es preciosa.

Pero si ejercer la arquitectura en testarudo desprecio a las más elementales normas de la física, exigir a los materiales un comportamiento ajeno a su naturaleza, despreciar la erosión del agua y entregar a tus clientes un edificio mohoso que acabará siendo arrastrado por el río es un rasgo de genialidad, apaga y vámonos.

Por no mencionar que Wright, una vez más, exibió toda su puta vida ese infantilismo odioso y engreimiento desafiante que, en última instancia, parece ser lo único que se les exige a los genios.


Wright se cabreaba con su mujer, Catherine Tobin, por prestarle más atención a los hijos que tuvieron juntos que a él. Cualquier genio empeñado en seguir siendo el nene de la casa sabe que el camino más corto para logarlo es preñar a su señora seis veces.

Wright paseaba a su mujer e hijos como monos de feria ante sus clientes, pero era con propósitos meramente publicitarios. El resto del tiempo no solo no les hacía ni puto caso, sino que hasta parecía que le molestasen. Dijo en más de una ocasión que sentía más afecto por cualquiera de sus edificios que por ningún ser humano.

Como en casa ya no era el bebé favorito de su esposa, empezó a ponerle unas perchas así de grandes con otras señoras. Al cabo de un tiempo, le levantó la mujer a un vecino, Edwin Cheney. Como quería que todo el mundo viese lo feliz que era con Martha Mamah Cheney (de soltera, Borthwick), se paseaba con su nueva novia en un descapotable amarillo; ¡no fuera a ser que los cuernacos de su todavía esposa Catherine se quedasen en un asunto privado! Y, como alguien tuvo el cuajo de afearle su conducta, se largó a Europa con su nuevo chocho y, aunque era asquerosamente rico, les dejó a su mujer e hijos una deuda en el Eroski de 900 dólares. 900 dólares de 1909, que, con el ajuste de la inflación, equivaldrían a unos veintitres mil mortadelos de los de ahora.

Taliesin West.
Cuando un criado barbadense (dicen las víboras que hasta sus negros cojones del racismo, condescendencia y carácter tiránico de Wright, su manceba y ayudantes) le abrió la cabeza con un hacha a Mamah Cheney y le prendió fuego a Taliesin, Wright no tardó lo que se dice nada en arrimar la cebolleta a otra señora estupenda, Miriam Noel, a pesar de que seguía casado con Kitty Tobin. Wright y Miriam acabaron contrayendo matrimonio en cuanto el primero obtuvo el divorcio de su primera señora, pero aquel triángulo amoroso (Wright, Noel y su morfina) duró poco.

Pero afearle a un señor, incluso a un genio, sus asuntos vaginales, está feo hasta para esta bitácora.

¿Qué tal esto otro? A un par de maestros que habían comprado una de sus casas les envió un precioso jarrón nuevo. «Creo que será perfecto para la mesita del salón». Y lo era.

Dos semanas después llegó la factura.


Y era un jarrón diseñado por Wright, así que no fueron cuatro duros.

Y, si tenemos en cuenta que Wright pretendía ser un artista total, que diseñaba los interiores y el mobiliario de sus casas, casi suena a cuchufleta recordar que obligó a una clienta a cambiarse de ropa porque el estampado del vestido que llevaba puesto no combinaba con la genial paleta de colores que él había escogido para su hogar.


De no ser porque es el mismo Wright que, tras el terremoto del valle de Kanto en 1923, en el cual murieron más de cien mil personas, no respiró, ni comió, ni durmió, ni cagó hasta que no le confirmaron que el Imperial Hotel de Tokio, construido por él mismo, no había sufrido grandes daños.
«¿Ciento y pico mil japoneses muert...? Ah, hombre, no jodas, ¡cómo vas a comparar! Además, ya te he dicho que a mí la gente como que me la suda».
Y sí, sacar a colación la repulsiva personalidad y el obvio endiosamiento de Wright parece otra falacia ad hominem como la de endosarle a Le Corbusier ínfulas nazis, pero es que Wright (que de estar vivo sería Youtuber y exigiría que le llamásemos por sus siglas, o sea FLLW) es el prototipo de lo que nos venden habitualmente como genio: infatuado, narcisista, egoísta, insensible, necesitado de ser el perenne foco de atención...

Vamos, un puto Trump.


Pero con talento. Eso sí.

¿Dónde coño queda el genio si, para empezar, quienes se vanaglorian de portar su égida acumulan un ejemplo tras otro de flagrante incompetencia?

Yo conozco a un señor que hace casas que no se hunden, terrazas que no se comban, baños que no se pudren, y que jamás le ha puesto los cuernos a su legítima.

Pero no sale ni saldrá en los libros de Arquitectura.


Tampoco me consta que Mozart escribiese melodías desafinadas, o sin armonía, de esas que espantan a los mismísimos cerdos, o que intentase hacer sonar los violines como trompetas y los pianos como botellas de anís del mono rascadas con cucharillas de postre, y se agarrase unas peloteras del carallo al descubrir que no era posible.

Y, sí, Mozart tenía un buen puñado de defectos de carácter. Pero también entendía de lo suyo y se esforzaba en hacer su trabajo lo mejor posible. Además, a igualdad de conocimientos, experiencia, creatividad e intuición con otros compositores, Mozart tenía ese extra, al cual no sabemos qué nombre poner, ese Factor X que le convertía en un genio.

Sé que Albert Einstein tenía un millón de defectos de carácter, pero no me consta que hiciese trampas en sus cálculos para que sus ecuaciones arrojasen el resultado que mejor convenía a sus teorías, ni que le diese un berrinche cuando sus colegas le llevaban la contraria.

Es más, Einstein no era infalible. A veces, también se equivocaba.

Albert Einstein tenía los mismos conocimientos, experiencia, creatividad e intuición que otros físicos de su generación, pero tenía ese extra al que no nos atrevemos a bautizar que le llevó a sacudir los cimientos mismos de la Física moderna, contra la opinión mayoritaria sostenida por sus colegas y sin ninguna oportunidad, a priori, de demostrar la veracidad de sus postulados.

Entonces, ¿puede que sea tan sencillo como afirmaba Einstein, que el genio, simplemente, sea la persona que se hace las preguntas que los demás renuncian a hacer, bien por conformismo, bien por cobardía, y trabaja con ahínco, empleando las mismas herramientas a disposición de sus colegas (herramientas que ellos han renunciado a utilizar para resolver ese problema concreto) para dar respuesta a esas preguntas?

Porque ya me jodería que la marca del genio fuesen, tristemente, las peores cualidades que se le asocian y que incluso un monstruo de la ciencia como Einstein poseía: racista, mujeriego, egoísta, inhumano (llegó a afirmar, tras la muerte de su esposa, que sentía un profundo alivio cada vez que pensaba que ahora dispondría de más tiempo libre para seguir investigando), machista...

Lo cual nos trae de nuevo al problema original de esta entrada en Paratroopersdon'tdie.

Hay muchas personas con conocimientos, experiencia, creatividad e intuición que quisieran ser consideradas genios, y como carecen de ese Factor X que solo tienen los verdaderamente tocados por las musas (Mozart, Einstein, Sasha Grey...), intentan disimular su mediocridad impostando la única cualidad atribuida al genio que está a su alcance imitar:

La mala hostia.

Y a eso se reduce todo: un cabrón sin ese extra del que ya hemos hablado no es un genio. Simplemente es un cabrón.

Genios hay pocos.

Cabrones, lamentablemente...

¡Ay!

Y a esta conclusión, qué duda cabe, ha llegado alguien que está muy lejos de poder ser considerado un genio. La autoridad que decidas atribuirle queda por lo tanto a tu criterio.

Qué, ¿quién sabe?, podría ser el criterio de un genio.