viernes, 16 de julio de 2021

Se está muriendo gente que no se había muerto nunca y yo estoy empezando a tomármelo como algo personal

Ay.

Esto de estar vivo tiene el inconveniente de ver cómo se van marchando todos tus ídolos.

Que ya me parece el puto colmo que en poco tiempo hayan esmochado el jrandísimo Franco Batiatto y la tía Raffaella, así sin darnos tiempo a asimilarlo, pero cuando el que se muere es Richard Donner ya es para subir al cielo, agarrar al Jefe por las solapas y decirle «¿pero tú de qué mierda vas, a ver, eh?»

The man.

¿Cómo que «quién coño es Richard Donner»?

Tú hoy no te quieres ir a cama sin un par de hostias bien dadas, verdad?

Richard Donner era, simplemente, el director de La Profecía, Los Goonies, Lady Halcón, Los fantasmas atacan al jefe, dos películas de Supermán y cuatro entregas de Arma Letal.

Sólo como director (también fue productor de películas como X-Men, que Dios le bendiga, y X-Men Orígenes: Lobezno, que Dios le perdone), Richard Donner firmó cinco clásicos del cine, de géneros diversos, probando que era un director bestial, de los que no sólo saben hacer películas de acción, o sólo películas de fantasía, o sólo comedias infantiles, sino que sabía hacer cine y punto.

¿Y tú? ¿Cómo estás de lo tuyo?

(Oh, sí, Richard Donner también dirigió esa... cosa rara... llamada Asesinos, con Antonio Banderas y Sylvester Stallone, que por más veces que la veas sigue sin tener puto sentido y que, de hecho, junto a El Especialista y Juez Dredd terminó arruinando la carrera de Stallone por el resto de la década, lo cual sólo demuestra que hasta el infalible Dick Donner podía tener un mal día).
Pero no muchos, ni muy a menudo.

Para los que fuimos niños cuando Supermán llegó a los cines, Richard Donner era parte de la familia. Y entre la gente de la industria era más que un colega, era un padre, un hermano, un niño eterno que tuvo la suerte de jugar con juguetes carísimos que se convirtieron en películas inmortales, y su desaparición ha roto el corazón de quienes trabajaron con él, como Mel Gibson («I will sorely miss him, with all his mischievous wit and wisdom»), Danny Glover («I will so greatly miss him»), Sylvester Stallone, Steven Spielberg («the greatest goonie of all», dijo de él. «He was all kid. All heart. All the time. I can’t believe he’s gone») o Sean Astin (que está de acuerdo y tan hecho polvo como Spielberg), y también de aquellos a quienes inspiró, como el director
Edgar Wright o el dibujante Jorge Jiménez.
O el menda, que aún se emociona con escenas como ésta.

Richard Donner
logró hacernos creer a todos que Christopher Reeve podía volar.
Logró que un adulto vestido con un pijama azul y rojo pareciese un héroe y no un lunático soplapollas.

¿Te gustan las pelis del MCU, Iron Man, Los vengadores, Viuda Negra, recientemente estrenada tras un año pandémico? No existirían sin Richard Donner.

Richard Donner le demostró a todo el mundo que era posible hacer una película de
superhéroes de gran presupuesto,  creíble, respetuosa, coherente, épppPPPPPpppica y, no menos importante, rentable.

¿Su recompensa? Ser despedido por los productores y tener que ver el montaje de Supermán II mutilado por otro director.

Y desde aquí, aunque no pretendemos escribir un monográfico sobre el rodaje de Supermán y Supermán II, vamos a intentar rendirle un cariñoso homenaje a su director a través de una de sus obras más cara a nuestro corazón.

Esto va por ti, Dick. There. Up in the sky.

Décadas antes del «Release the Snyder Cut», Warner Bros cedió a la presión de los fans y le permitieron al director 
de Supermán I y II currarse su propio montaje.

Pero no fue un camino de rosas ni mucho menos. Y uno de los que más trabas puso fue el propio Richard Donner.

Cuando se estrenó Supermán, los Salkind, padre e hijo, Illya y Alexander, dueños de la opción para la pantalla del personaje de Supermán (WB, incapaz de concebir una película de superhéroes que no fuese una pichotada hilarante para niños, al estilo del serial de Batman de Adam West y Burt Ward, había renunciado a intentar nada parecido, aunque se declaró encantada de distribuir el largometraje, si alguna vez se acababa), estaban técnicamente arruinados. El esfuerzo económico de desarrollar los efectos especiales que la película necesitaba había roto el presupuesto tantas veces que ya absolutamente nadie les fiaba a los Salkind ni un mendrugo dibujado con rotuladores Vileda en la parte de dentro de una caza de Pizza. Entonces los Salkind se reunieron con Donner y le dijeron, «hay que estrenar algo, lo que sea, y empezar a hacer dinero, o acabaremos en la ruina y en los tribunales. Por ese orden».
El montaje cinematográfico de Supermán que probablemente conozcas, si lo conoces, no es el que Richard Donner había planeado. Fichado para hacer dos películas, Supermán II era la prolongación argumental y temática de Supermán. No eran dos películas, era una película muy larga dividida en dos parte. Un todo. Donner tenía un proyecto para el personaje pero, presionado por los Salkind, tuvo que currarse un corte completamente distinto al que había planeado.
(Sí, amigo lector. Si has visto Supermán o Supermán II en algún momento entre 1978 y 2006, has visto el montaje equivocado. No al nivel de cuando te bajaste la versión equivocada de Wonder Woman, pero casi).

Las malas lenguas dicen que los Salkind, exprimidos económicamente hasta el tuétano, ya se habían arrepentido de meterse a hacer cine y presionaron a Donner para sacar cualquier corte de Supermán con la esperanza de recuperar unas perrillas, aunque el largometraje fuese un desastre, y poder empezar a distanciarse del proyecto.

Supermán se estrenó y fue un éxito mundial de taquilla. Costó unos 55 millones de dólares y recaudó más de trescientos en todo el mundo.

Así que los Salkind despidieron a Donner y encargaron a Richard Lester que terminase Supermán II. (Sí, yo también me pregunto qué le habrían hecho si llega a ser un fracaso). Lester ya ejercía labores de productor ejecutivo no acreditado en Supermán, aunque su verdadero trabajo era el de intermediario entre Donner y los Salkind, cuyas relaciones, después de casi un año de producción,  habían llegado a tal extremo de deterioro que literalmente ya no se hablaban. Dado que, según el propio Lester, los Salkind le debían parte de sus honorarios por Los tres mosqueteros (algo que, a día de hoy, Illya Salkind sigue negando enérgicamente), ponerle en nómina como «negociador de rehenes» en la producción de Supermán era una forma de saldar esa deuda y matar dos pájaros de un tiro.

Supermán II
no estaba terminada (de hecho, como ya hemos explicado, la Supermán que Dick Donner había planeado tampoco estaba terminada strictu sensu), pero Lester (responsable de Golfus de Roma, Los tres mosqueteros y Robin y Marian entre otros títulos) fue mucho más allá de completar el trabajo de su predecesor. A Lester le parecía que Donner había intentado hacer una película grandilocuente, monumental, que no tenía razón de ser en una historia de superhéroes. Para Lester, cuyo referente tal vez fuese, otra vez, el estilo camp de la serie de Batman de los sesenta, una película sobre un payaso vestido de colores primarios, que vuela y lleva los calzoncillos por encima de los leotardos no podía, no debía exudar toda esa trascendencia shakespeariana, casi bíblica, que a él le resultaba forzada y pretenciosa. «I think that Donner was emphasizing a kind of grandiose myth. There was a kind of David Lean-ish attempt in several sequences, and enormous scale. There was a type of epic quality which isn't in my nature, so my work really didn't embrace that...That's not me. That's his vision of it. I'm more quirky and I play around with slightly more unexpected silliness.»

El realizador de Philadelphia cambió completamente el tono de la película, reescribió el guion y llegó al extremo de volver a rodar, plano por plano, escenas que Donner ya había rodado, al propósito de superar el 40% de metraje total de su autoría exigido por la Directors Guild of America y poder así atribuirse los créditos como director, lo cual se traducía en un pellizco más de pasta para su bolsillo.

Lo hiciese o no con malicia, o porque estaba incómodo con el proyecto de Donner, o sólo como manera de asegurarse un porcentaje mayor en sus honorarios, lo cierto es que Lester destruyó y, en cierto modo, robó el trabajo de otro director. La cábala de Warner Bros. y los Salkind, que todavía retenían los derechos para pantalla del personaje, quedaron bastante satisfechos con el resultado y le ofrecieron los créditos de Supermán III, donde la querencia del autor hacia la comedia (hasta fichó a Richard Pryor para un personaje protagónico) desfiguró entre un poco y un mucho al Último Hijo de Kryptón (y la hostia en taquilla, con menos de 60 millones de recaudación para un presupuesto estimado de 39 millones, certificó el desencanto del público), imponiéndole un insufrible tono de slapstick, aunque es cierto que nos ofreció la mejor pelea cinematográfica de Supermán hasta la fecha.

Supermán contra Clark Kent, o Dios contra la humanidad.

(Eso sí, aún duele comprobar cómo en una época en la que muy poca gente sabía de qué era realmente capaz un ordenador, y el PC doméstico más potente era un Commodore 64, el guionista de Supermán III intentó hacernos creer que un ordenador lo bastante potente puede hacer... magia. Literalmente. Convertir a un ser humano en un cyborg teledirigido pegándole mágicamente placas de circuito, sintetizar un rayo láser de kryptonita porque sí, porque patata, hacer que los hombrecitos de un semáforo cobren vida y se hostien el uno al otro... Y es que ya en los años 80 había guionistas de cine escribiendo sobre asuntos acerca de los cuales no tenían ni la más puñetera idea).
Esto sucedió. En una película de Supermán. Palabra.


Llegado al año 2000, Warner Bros encargó al director y montador Michael Thau la remasterización de las películas de Supermán para su Edición Refinitiva Tope Molona en DVD Espesial Delucse Onli For Collectors.

A Thau, o a alguien, se le ocurrió comentarlo por ahí.

Y se armó la mundial.

Seis años antes de que naciese Twitter, los fans de Supermán y de Richard Donner empezaron una campaña de buzoneo bestial (correo físico y eMail) para que, aprovechando parte de los fondos destinados al proyecto del nuevo máster, WB liberase el corte original de Supermán II que a Richard Donner no se le permitió terminar. Ése que los prebostes de Warner Bros. llevaban veinte años diciendo que no existía. El propio Thau lo explicaba así:

«The fans pounded at Warner Brothers... emails and home video and the head of the studio, and so Warners finally... called me up and said "What do you think?" and I said "Well, let's see what we can find"».

Thau, que ya había trabajado en la troupe de Dick Donner, desempeñando diferentes tareas, en Los Goonies, Arma Letal y Arma Letal II, y que conservaba una buena relación con el director neoyorquino, consiguió la llave de los archivos de WB y descubrió un auténtico tesoro: los negativos originales de todo el metraje no utilizado en los cortes cinematográficos de Supermán y Supermán II, y que Warner llevaba décadas perjurando que había sido destruido. Había escenas terminadas, pruebas de cámara, planos a los que sólo faltaban los efectos especiales, tomas falsas... De todo.

Así que Michael Thau llamó a su viejo amigo y le dijo, «eh, Dick, colega, ¿te apetece terminar tus películas de Supermán

La respuesta de Donner fue algo como: «go eat shit, dude».

Bueno, no digo yo que Donner fuese tan rudo. Estoy dramatizando un pelín. Pero lo cierto es que, al menos tan tarde como en 2001, Donner seguía reluctante a un «Director's cut» de su película sobre el kryptoniano. Para él, el asunto estaba cerrado. Era historia pasada.

Pero los fans no se dejaron desanimar. Gente como Dharmesh Chauhan desde supermancinema.co.uk, webs como TheForbidden-Zone.com, respaldados por actores del film, como Margot Kidder, que, en una entrevista de junio de 2004 para Starlog Magazine, declaró que existía «una versión diferente de Supermán II [...] mucho mejor que la estrenada» («There's a whole other Superman II [in a vault somewhere, with scenes of Chris and me that have never seen the light of day.] It's far better than the one that was released»), siguieron ejerciendo presión sobre la productora, que en junio de ese mismo año se declaró públicamente a favor de un «Donner Cut» (que ellos llamaban «versión extendida»), e, indirectamente, también creció la presión sobre un todavía remiso Richard Donner.

Pero había mucho más en juego que las dudas de un director por aquel entonces ya septuagenario. Para empezar, el metraje original seguía siendo propiedad de la familia Salkind, sin cuya autorización no podía ser empleado en manera alguna. WB sólo tenía los derechos de distribución de la película, no la película en sí. Además, los herederos de Marlon Brando, fallecido en julio de 2004, estaban poniendo toda clase de impedimentos para usar el metraje inédito del finado en la franquicia de Supermán.

Sin embargo, algo cambió en marzo de 2005. WB logró cerrar un dato con los herederos de Brando para usar parte del material inédito del actor en la fallida Supermán Returns de Bryan Singer. En noviembre de 2006, Michael Thau contó a la revista American Cinematographer  (Post Focus: Recutting the Man of Steel for Supermen II: The Richard Donner Cut) que ese trato había hecho posible obtener el consentimiento de la familia para emplear el metraje inédito de Brando necesario en el corte original de Supermán y Supermán II.

Resueltas las cuestiones legales, los trabajos de restauración habían empezado ya a finales de 2005. Sin Richard Donner. El director del Bronx, absorto en la producción de la que acabó siendo su última película, 16 calles, aún no quería ni oír hablar de volver a Supermán. «Lo están haciendo [el Corte del Director]», declaró. «No lo estoy haciendo» («They're doing it. I'm not doing it»). Tal vez le resultase demasiado doloroso revivir el desengaño de aquel proyecto truncado. Tal vez aún le escocía lo de Richard Lester (treinta años después del estreno de Supermán II, seguía negándose a pronunciar su nombre). Tal vez hubiese otros motivos. En el tiempo transcurrido desde 1980, Donner había evolucionado como cineasta. Ahora hacía sus películas de otra manera. Volver sobre un proyecto de juventud sería una experiencia bochornosa, como ver sus dibujos de preescolar. «I would never shoot like that now in a million years,» dijo en una entrevista a la web Dark Horizons «I mean it was a different way, a different style, different interpretation».

Finalmente, Richard Donner sucumbió a la tentación y acudió a la sala de montaje en la que su amigo Michael Thau estaba intentando reconstruir su largometraje. Hay vídeos
conmovedores de Donner tocando las bobinas originales de su película no estrenada, hablando de escenas que, veinticinco años más tarde, ni siquiera recordaba haber rodado. Casi parece que el bueno de Dick está intentando no llorar de emoción. Aquel es su bebé nonato y, aunque iban a intentar reconstruirlo, nunca sería como inicialmente había sido concebido. Bajo la supervisión directa de Donner y Tom Mankiewicz, el guionista y consultor creativo de Supermán y Supermán II (y sobrino de Herman J. Mankiewicz, el viejo, genial y alcohólico Mank de Ciudadano Kane, al que dedicamos una entrada en el paratroopers), Michael Thau acabó el corte de Donner a tiempo para la edición Súpertrúper Megacrúper del DVD, publicada en 2006.
El mejor Supermán de todos los tiempos.

Dejémoslo bien claro, por si alguien se ha perdido: nunca veremos la película de Supermán II que Richard Donner quería hacer. En 2006, el pobre de Christopher Reeve llevaba dos años muerto después de pasarse los últimos once de su vida paralizado del cuello para abajo, el trastorno bipolar de Margot Kidder la tenía hecha una mierda y el resto del reparto de las películas o había fallecido ya, o estaba demasiado viejo o no tenía interés alguno en el Donner's Cut. Así que no había la menor posibilidad de rodar todas esas escenas y planos que se habían quedado en el tintero en 1978. Además, en WB le dieron a Michael Thau cuatro duros, literalmente cuatro duros para currarse un par de efectos especiales de andar por casa. Para su «corte del director» de Supermán II (la primera película estaba prácticamente completa y sólo se le añadieron algunas escenas extra), Thau tuvo que tirar de material de archivo y, lo que sin duda debió de resultarle lo más doloroso a Donner, escenas rodadas por su innombrable sustituto.

Nunca veremos esa película. Lo más parecido a ella que veremos jamás es la reconstrucción forense de Supermán II
(«as close to the original version as I intended it to be», en palabras del propio donner) que Thau, Donner y Mankiewicz hicieron, a partir de los materiales imperfectos e inadecuados de que disponían.

Y eso me llena de una profunda tristeza.


Los fans de Snyder han tenido su «Author's Cut», su Zackstice League. ¿Que es una mierda? Pues sí, es una mierda, ¿esperabas otra cosa? ¿Que es mejor que la Josstice League? Pasándose de largo varios sistemas solares, pero tampoco hacía falta mucho esfuerzo para lograrlo. ¿Que es la sublimación del cine de superhéroes? Tú lo que eres es imbécil, ¿verdad?

Los fans de Supermán, de la obra de Richard Donner, de los superhéroes en particular y del cine en general, jamás veremos Supermán II tal y como fue concebida por su autor. El «Director's Cut» llegó treinta años tarde, no contó con la tecnología ni el presupuesto necesarios para, sugerimos, rejuvenecer o reemplazar con dobles CGI a los actores que, por edad, salud o ligero problema de muerte, ya no podían rodar las escenas de sus personajes que nunca llegaron a filmarse (aunque el resultado nos hubiese llevado a ese mismo «valle inquietante» que el Moff Tarkin y la joven Leia de Rogue One) y, por esos mismos motivos, se hizo imposible publicarlo con la dignidad que merecía.
El cerebro humano se rebela contra cosas como ésta.

Hubo una oportunidad, una sola oportunidad de rodar Supermán II como su director había planeado. Esa oportunidad llegó, pasó y ya no se puede recuperar. Dick Donner era muy consciente de eso, y quizá este motivo por encima de todos explique sus reticencias iniciales a colaborar con el proyecto (aunque es cierto que a veces se desdecía; ahora era que sí, luego era que no).

Sin embargo, Richard Donner acabó aprovechando la oportunidad que se le brindaba y sacó su imperfecta, sí, tardía, sí, sólo esbozada versión de Supermán II.

Y aunque, publicado el largometraje, persistiese el dolor por la oportunidad perdida, no me cabe duda de que Donner jamás se arrepintió de su Director's cut.

Porque para un autor hay una cosa mucho, muchísimo peor que una mala obra, y es una obra inconclusa. Acabar su película, aunque fuese a trancas y barrancas, hacer su corte, aunque no le quedase otra que hacerlo mal, fue, estoy seguro, muchísimo mas gratificante para Richard Donner que consentir que la versión remezclada y desfigurada por Lester permaneciese como la edición canónica.

Richard Donner no quería hacer Supermán II ni su versión de autor de Supermán porque ya era un director diferente, ya tenía más experiencia y otras inquietudes creativas y artísticas a las que le animaban en los últimos años 70 y primeros 80.

Lo que tal vez no comprendió, al principio, es que, treinta años más tarde, ahora era capaz de hacer ambas películas mucho mejor de lo que las había hecho en su día. Que toda esa experiencia acumulada en casi tres décadas de trabajo darían como resultado un mejor Supermán y un muchísimo mejor Supermán II (con las salvedades repetidas hasta la saciedad en esta entrada).

He visto la edición extendida de Supermán, supervisada y aprobada por Donner. Y es mejor que la original. Más rica. Más épica. Y el final, con ese misil nuclear que explota en el espacio y, accidentalmente, destruye la zona fantasma y libera al general Zod y sus dos sádicos secuaces, es un cliffhanger bestial (y, sobre todo, narrativamente redondo) y una introducción perfecta de esa versión de Supermán II que ya nunca veremos.

He visto la edición del director de Supermán II, con todas las prevenciones, con plena consciencia de que no estaba viendo realmente la película que Dick Donner quería hacer, y, a pesar de su condición de artificio cogido con alfileres (y eso se nota mucho en algunas transiciones entre escenas, excesivamente bruscas, y en una narración por momentos sincopada), el filme que intuyo en ella es mucho mejor que la versión de Lester, que me sigue gustando. Mucho (aunque la nostalgia juega un papel no pequeño en este asunto).

Entre otras diferencias no menores, al final del corte de Donner, Supermán destruye la Fortaleza de la Soledad y toda la tecnología kryptoniana que contiene, para que no haya  vuelta atrás, para que, por grande que sea la tentación, nunca más exista la posibilidad de renunciar a sus poderes y dejar a la humanidad desamparada. Oh, y también viola las leyes de la física (no veo por qué no, si ya llevaba dos películas haciéndolo) y da marcha atrás al tiempo, otra vez, para que Lois olvide que alguna vez conoció su identidad secreta y no sufra por ese lastre emocional. Nada de «beso mágico borra-mentes» en el corte de Donner.

Así acaba Supermán II, con metraje de Supermán a secas.

(Pero si da marcha atrás al tiempo, la Fortaleza de la Soledad volvería a existir, y es que no estamos diciendo que la historia de Supermán y Supermán II no tengan fallos, que los tienen y muy gordos. ¿Los kryptonianos sólo conocían 28 galaxias cuando nosotros ya sabíamos que hay millones de ellas? ¿Kryptón se rige por un cómputo de tiempo diferente de La Tierra y por lo tanto cuando la nave de Kal-el llega a Kansas ha estado viajando miles y miles de años terrestres... o sea que Jor-el ha enviado a su hijo a un planeta habitado por neardenthales? ¿O es que la tecnología kryptoniana le permitía ver el futuro del planeta Tierra? ¿Y qué decimos de Luthor? ¿Cómo llega a la conclusión de que las rocas de Kryptón son venenosas para un kryptoniano y qué base científica tiene su razonamiento? ¿Son venenosos los minerales de la tierra para nosotros? Y sigue y sigue).


A veces sólo tienes una oportunidad de hacerlo bien. Y no te sale, o no te dejan.

Pero excepcionalmente, puede que te den la oportunidad de volver sobre una obra que ya habías abandonado e intentar hacerlo mejor esta vez. Aunque no dispongas de los medios para terminarla como tú querías.

Y aquí hay una lección de la que tal vez puedas sacar partido.

Mi consejo: haz como Dick Donner y no dejes escapar esas raras oportunidades. Nunca.

Y si alguna vez te sientes un completo inútil por haber tenido que dejar inconcluso o cerrar en falso un proyecto que amabas, piensa que tal vez en treinta años puedas intentarlo de nuevo, o consuélate pensando que Australia le declaró la guerra a los emús.

Dos veces.

Y la perdieron.

Las dos veces.

Adiós, Dick. O mejor, hasta la vista.

Los goonies nunca dicen «muerto».

sábado, 3 de julio de 2021

Las tres fases del escritor

Dicen los italianos que la vida de todo escritor atraviesa tres etapas capitales:

1. Joven promesa.

2. Crítico imbécil.

3. Viejo maestro.
Es muy curioso cómo, a decir de cierta gente, yo me he saltado directamente la primera etapa y estoy ahora mismo atrapado en la segunda, y mis alaridos de horror en esta bitácora cada vez que Zack Snyder destroza otra película u otro gilipollas iletrado consigue editor serían la prueba de ello. Aunque a mí me gusta pensar que he atravesado ya todas las fases (así que estoy amortizado), y mi rápida evolución como escritor es enteramente responsabilidad de los cómics. Mejor dicho, de mi relación con los autores de cómic.
(Y con algunos lectores, pero eso lo dejo para otro día).

Hace más de veinte años que no escribo guiones de cómic. Empecé haciéndolos para mí. Y haciéndolos mal, porque, como eran para mí, yo sólo necesitaba la historia, que de la diagramación ya se ocupaba el que suscribe. Así pues, yo escribía cuentos que luego intentaba transformar en cómics.

No diré que mis guiones fuesen buenos. Yo era un adolescente con cero experiencia vital fuera de su círculo familiar cuando escribí mi primer cómic y era poco más que eso cuando escribí el último. Supongo que me limitaba a copiar los tropos habituales de los cómics que yo leía, y de los relatos y libros de terror y ciencia-ficción de mi biblioteca. También me limitaba a romperme los cuernos para que cada viñeta fuese la mejor versión de sí misma de la que yo era capaz. Ponía en cada una de ellas todo mi putañero sudor, talento (suponiendo que lo tuviese) y esfuerzo.

Nunca habría aprendido a trabajar en Marvel o DC con mi sistema. Una simple página podía llevarme una semana. A veces acababa tan encabronado por no haber podido replicar sobre la página el dibujo preparatorio para esa viñeta concreta que entintaba el boceto, lo recortaba y lo pegaba en la plana. Y si piensas, querido lector, que eso es hacer trampa y me acusas, amado lector, de ser el primero o el último, profesionales de renombre incluidos, que hizo algo parecido, es que eres subnormal perdido y estás perdiendo el tiempo en esta bitácora.

Pero, eh, dibujaba para mí. Dibujaba mis propias historias y me pelaba los codos intentando que fuesen tan buenas como yo podía hacerlas en aquel momento. Aún así, vivía agobiado por mi propia lentitud como dibujante. Nunca sería capaz de dibujar todos los cómics que tenía en la imaginación. Y los guiones, o las ideas para guiones, se me acumulaban.
(Ya llegamos. Ya llegamos. Tranquilo).
Supuso una sorpresa superlativa llegar al instituto en el que cursé BUP y COU y descubrir que, agárrate, ¡había otros críos de mi edad a los que les gustaban los cómics! ¡Y algunos de ellos incluso dibujaban, también, sus propias historias! ¡Apirolante!

Como no quiero convertir esta entrada en otra de las batallitas del abuelo Cebolleta, hagamos una cómoda elipsis: a los veintipocos años conocía al menos a media docena de dibujantes aficionados (algunos de ellos realmente buenos y con posibilidades reales de acabar publicando profesionalmente). Yo mismo llevaba tiempo sin encontrar ídem para dibujar mis mierdas. Necesitaba casi todo el tiempo para preparar mis exámenes y el poco que me quedaba libre lo dedicaba a leer, ver cine y escribir, pero no guiones. Ya casi nunca. Aunque aún tenía en el bolsillo un par de buenas historias, de buenas ideas para cómics, o que yo creía que eran buenas.

Tal vez no fuesen tan buenas. Tal vez algunas de ellas fuesen buenas ocurrencias, pero sólo eso, ocurrencias. Pajotes cerebrales que ni yo ni nadie habría podido convertir en historias. Pero eran mis pajotes mentales y mis buenas neuronas me habían costado.
Hablando de pajot... Es igual. Olvídalo.

Por eso, cuando algunos dibujantes me sondearon acerca de la posibilidad de convertir en cómic algún guion mío, me pareció una oportunidad deliciosa para descubrir cómo otro autor interpretaba mis historias, cómo podía, yo mismo, convertir mis oscuros guiones (no seguía ningún proceso sistemático ni estandarizado para escribir mis cómics) en una forma que otro dibujante fuese capaz de comprender, descifrar y materializar.

No me da ningún sonrojo admitir que fue una experiencia desastrosa. En cierto grado, pedagógica. En mucha mayor proporción, frustrante; como darle de cornadas a un muro de piedra pura de oliva.

Te lo resumo así, en tres casos certificados, como las fases italianas de progreso del escritor, que si no te me dispersas, como Zack Snyder.
Primera fase: la dibujante sin meninges

Una dibujante, entonces todavía por descubrir, de cuya obra no me tiro de la moto si te digo que existe la posibilidad de que tal vez hayas tenido un ejemplar en tus manos (dibujante con la que ya no tengo contacto alguno, pero por motivos personales que no te incumben, portera), se me quejó de que llevaba meses sin encontrar una historia que dibujar. Que mantenía correspondencia con varios guionistas y no recibía más que guiones malos de solemnidad. Peores que la quina. Clones descarados del éxito de ventas del momento, pero sin trasfondo alguno. Aburridos, superficiales, repetitivos.

Me dije, «ésta es la mía». Y le mandé uno de mis relatos. No como guion, entendámonos. Un guion de cómic es un guion y un relato es un relato. Se lo envié sólo como un «early access». Era mi manera de decirle «mira, chata: así es como escribo yo. ¿Quieres que intentemos hacer un cómic juntos?»

Menuda patada en los dientes me dio con su respuesta.

Mi relato le había gustado mucho...

...pero...

...no veía manera de convertir aquello en un cómic. No era capaz de visualizar un cómic basado o inspirado en mi cuento. Y, según ella, la culpa era mía, por mandarle un relato y no un guion. Hasta tuvo los santos ovarios de enviarme unas fotocopias de Cómic o el arte secuencial de Will Eisner, dando a entender, con mucha mano izquierda (aunque fuese una mano izquierda llena de anillos como los de M.A. Barracus y me estuviese puñeteando los morros con ella), que yo no tenía puta idea de escribir guiones de cómics.
Más oro que la boca de un gitano.

Lo cual probablemente fuese cierto. Pero es que yo en ningún momento había intentado enviarle un guion de cómic, y así te lo he explicado a ti en los párrafos superiores y así se lo expliqué a ella. Para lo que me sirvió. Como yo no le había mandado un guion de cómic formateado en la manera que ella, después de leer a Eisner, entendía que debía estar hecho un guion de cómic, mi historia, que no tuvo inconveniente en admitir que le había encantado, a su parecer, no podía convertirse en un cómic.

Como baño de humildad fue refrescante. Y humillante. Como panorámica a la creatividad de mi corresponsal, fue devastadora. ¿Mi talentosa artista no podía ver el cómic que encerraba un cuento, un libro, una novela, a menos que tuviesen la forma de un guion de cómic? Pero... entonces... ¿cómo convertía en viñetas y páginas los guiones formateados al estilo de Eisner, que son una abstracción, que dejan una enorme libertad al dibujante? Esta chica que dibujaba tan bien (la verdad por delante, dígala Agamenón o su porquero), ¿no era capaz de leer un libro e imaginarse las escenas ni cómo hacerlas encajar en una plana de cómic? ¿No habría sabido hacer un tebeo de una película, una obra de teatro, una canción?

Y lo más cojonudo de todo era que, sin haber leído entonces Cómic y el arte secuencial, de Eisner, yo ya escribía mis guiones de cómic al estilo de Eisner. Porque había leído algo de teatro y entendía que ésta era la forma intuitiva de escribir guiones visuales. Lo que mi poco imaginativa corresponsal parecía tener problemas para comprender era que yo no le había mandado un guion de cómic, como ya he explicado más arriba y no repetiré.

Nunca llegué a escribir ni lo que cabe en un sello para esta señorita. Ni siquiera cuando, más adelante, medio me dio la impresión de que medio se me insinuaba y medio me bailaba la danza de los siete velos bisiestos, literariamente hablando. Escaldado por la primera experiencia, temiendo incurrir en un nuevo malentendido, y también, ¿a qué sentido negarlo?, un pelín cabreado todavía con ella, me hice el sordo y el tonto cuando volvió a dejar caer que, otra vez, estaba sepultada bajo guiones mediocres, historias paletas y argumentos indibujables.

Que no, coño. Si quieres mi trabajo, me lo pidas con todas las letras. Tengo pito. A los que tenemos pito no nos valen la insinuaciones, ni el decirnos lo contrario de lo que se supone que debemos entender, ni todo ese kung-fu femenino vuestro.
(Algún tiempo después, sufrí un desengaño gordísimo con esta persona y la expulsé de mi vida a perpetuidad. Pero no procede hablar de eso aquí).
Segunda fase: el cojonazos
Hay probablemente una cosa peor que encontrarte con un dibujante que te dice a la cara que no tienes ni puta idea acerca de algo sobre lo que no le has dado prueba alguna, y es encontrarte con un dibujante cojonazos.

Me ha pasado como mínimo dos veces, así que condenso mi experiencia en este campo uniendo a ambos personajes en una misma quimera bicéfala.

El dibujante cojonazos era un artista al que conocía personalmente, con el que cultivaba una cierta amistad y cuyo estilo y técnica conocía. Era, y no me da sonrojo admitirlo, mucho mejor dibujante de lo que yo lo seré jamás y cien veces más competente que la artistilla sin meninges a la que he citado en el caso anterior. Una vez más haciendo de la sinceridad virtud que me perjudica, debo admitir que el dibujante cojonazos estaba tocado por las musas y yo le tenía un poco de envidia por ello. Posee tal talento, el muy bastardo, que era capaz de asimilar una técnica nueva en la mitad de tiempo que se tarda en contarlo y, en un poco más de tiempo, superar a su maestro.
(Doy fé de que esto es así. Este ser humano entintaba sus cómics con rotulador, pero quería aprender a entintar con plumilla y pincel. Como John Byrne. Como los pppppppprofesionales. Yo sé un poco de la materia y le di unas nociones. En una semana, ya lo hacía tan bien como yo. En quince días, entintaba mejor de lo que yo lo haré jamás y, otro motivo para odiarle, como ahora tenía completamente dominado el procedimiento y ya no le suponía reto alguno, en menos de un mes se aburrió, enterró sus plumillas y pinceles y volvió al rotulador de toda la vida).
Eso me dolió.

Con este dibujante me pasó algo parecido a lo que he narrado en el Caso Número Uno. Llevaba tiempo sin hacer cómics. Ni una mala viñeta. Y quejándose. Tenía un proyecto que había empezado en el instituto y del cual sólo había acabado media docena de páginas. Tenía bocetos para sesenta historias que aún no había dibujado. Este muchacho era (es, que aún no ha esmochado) buena gente, pero tenía la capacidad de concentración de un jerbo cafeinómano.

No recuerdo cómo sucedió el reto, pero en un momento dado, durante la enésima iteración de su tema favorito, «Joder, qué ganas tengo de dibujar y no tengo una historia interesante», nos acabamos picando y planteando un doble reto: el dibujaría un guion mío y yo uno suyo. También yo llevaba tiempo sin hacer cómics.

En menos de una semana le guionicé las cinco primeras páginas del cómic (formateadas al estilo Eisner) y se las entregué. Le dije que cuando tuviese abocetadas ésas, le pasaría más. También le pedí las suyas. No las tenía. No había escrito ni una palabra. Le recordé nuestra apuesta y lo dejé correr.

Una semana más tarde le pedí de nuevo el guion. Aún no tenía nada. Le pedí ver un estudio de personajes, algunos bocetos, una diagramación de página. Tampoco tenía nada.

Quince días después, le recordé de nuevo que aún no había visto ni una página de su guion ni un mal esbozo del mío. Me confesó que aún no había escrito su guion. Que no se le ocurría nada. Y además empezó a sacarle defectos al mío.

«Es que me pones que el protagonista entra en un salón. ¿Cómo es ese salón?»

«Como te de la gana. Tienes carta blanca. El tamaño o el mobiliario del salón no son relevantes para la historia y por eso te doy libertad plena».

«Ya... pero es que también me pones que se encuentra esa piedra, en el salón, en el que está tallada esa figura de mujer desnuda».

«Sí. ¿Y?»


«¿Cómo es esa piedra?»

«Joder, pues es una piedra. Una piedra lo bastante alta y ancha para que quepa en ella un relieve de mujer adulta a tamaño natural. Yo lo imagino como una especie de monolito muy basto, con planos muy rugosos y esquinas irregulares, pero tú dibújala como te de la gana».

«Vale, vale. Es que no lo veo, pero... vale. A ver qué se me ocurre».

No se le ocurrió nada porque no dibujó ni un carallo ni unas bolas. Ni tampoco escribió una palabra del guion prometido que yo iba a dibujar. Cada vez que le preguntaba por sus progresos me confesaba que aún no tenía el guion y, en lo relativo a mi historia, siempre tenía una excusa, que era la misma en todas las ocasiones: el guion no era lo bastante descriptivo. Como no le había puesto, palabra por palabra, absolutamente todos los elementos de cada viñeta, y el encuadre de la escena, y la iluminación, no sabía cómo seguir.

En otras palabras, quería que yo, además del guion, me currase el story-board.

Este amigo mío estaba dispuesto a dibujar mi guion, o eso decía él, pero sólo si no le suponía esfuerzo alguno. Sólo si yo se lo dibujaba primero.

Y este amigo mío es, en realidad, dos personas que me hicieron básicamente la misma putada. Uno de ellos al menos llegó a hacer un pequeño estudio de personajes, pero no llegó mucho más allá.
Tercera Fase: el morros
Imagínate que eres escritor.

Imagínate que conoces a un dibujante interesado en el mundo del cómic, pero sin un buen proyecto que dibujar.

Imagínate que este dibujante te pregunta si tendrías inconveniente en escribirle un guion.

Imagínate que le dices que será un placer, le escribes el guion y se lo entregas.

Ahora imagínate que no vuelves a ver a esa persona nunca más.

O que, cada vez que te la encuentras, le preguntas cómo va el cómic y te contesta con evasivas.

O se cambia de acera para no hablar contigo.

O finje no saber de qué coño le estás hablando.

Yo no tengo que imaginarme ninguno de estos escenarios. Los he vivido todos y cada uno de ellos, y sospecho que son los hijos bastardos del mismo fenómeno: una depreciación del trabajo del escritor por parte del dibujante que, como es el que tiene que quemarse las pestañas sobre la lámina en blanco, puede acabar sucumbiendo a la tentación de creer que lo suyo sí es trabajo, no lo que hizo el escritor que parió la historia. Lo suyo sí que tiene mérito, que cada viñeta que dibuja es un pequeño cuadro, lo que no puede decir el guionista, que con cuatro palabras ha resuelto la papeleta.

Pero mira, chaval, encontrar precisamente esas cuatro palabras y no otras me ha costado al menos tanto como a ti convertirlas en una viñeta. Y además ¿qué cojones haces menospreciando mi trabajo, hijo de puta? ¿Tú me has oído a mí desdeñando el tuyo, comemierda? Pero ¿a ti quién coño te enseñó que escribir un guion de cómic fuese fácil, payaso? Si fuese tan fácil, ¿por qué no lo hiciste tú? ¿Por qué acudiste a mi, puto mongólico? ¿Por qué me pides que trabajemos en equipo para luego atribuirte la mayor parte del mérito de la obra? ¿Eh, imbécil?

Hacer cómics parece fácil. Porque no es más que ponerle letritas a unos dibujitos, ¿verdad? Y eso puede hacerlo cualquier mediahostia, ¿a que sí?

No, hija, no. Hacer cómics es DIFÍCIL DE COJONES. Porque los cómics tienen su propia gramática, que tanto el escritor como el dibujante de cómics deben conocer y dominar si aspiran a entregar un mensaje legible. En el cómic, el tamaño y forma de las viñetas, su disposición en la página, la perspectiva, la dirección de la luz, la tipografía y mil factores más son ELEMENTOS NARRATIVOS que, si se emplean mal o en el lugar equivocado, pueden no sólo restar valor a la historia que se quiere contar, sino pura y simplemente volverla ILEGIBLE.
Hoy sé un par de cosas más sobre cómics de las que sabía entonces. Creo que hoy estaría mejor armado si me sentase a escribir un guion de cómic, pero ni siquiera estos años de experiencia me disuadirían de empollarme primero el manual de Eisner, que hace tiempo que releí por última vez. Y el How to draw comics, de John Byrne, al que citamos por segunda vez en este artículo. Y el How to draw comics the Marvel way de Stan Lee y John Buscema. Y cualquier otro tratado sobre el arte secuencial al que pudiese echarle mano. Y cualquier otro libro que pudiese facilitarme el proceso, siempre y cuando no lo haya escrito Rob Liefeld.

Pero sobre todo, y por encima de todo, sé lo que cuesta escribir una historia. Simplemente perpetrar una narración que no de asco moruno. Y yo, que he sido puta antes que cardenal, vamos, que he escrito cómics, y también los he dibujado (y entre ambos extremos he hecho los story-boards, aunque es, desde mi perspectiva, una tarea responsabilidad del dibujante, no del escritor), te puedo asegurar que escribir puede ser tan agotador como dibujar. Son destrezas diferentes que implican recursos neurológicos diferentes, pero en absoluto tiene sentido alguno privilegiar uno por encima del otro.

Yo, que he afrontado retos técnicos a la hora de decidir los elementos presentes en una página, o en una viñeta, porque en una viñeta todo es o puede ser significativo y cambiar la información que transmite, u otorgarle un valor diferente al buscado por el artista, muy a menudo me he descubierto añorando el momento de la escritura del guion, que no parecía tan exigente como su traducción a una página de cómic.

Por eso no se me ocurriría decirle a un dibujante que su trabajo vale menos que el mío. Ni aún en el caso de que fuese cierto porque, por ejemplo, no se ha tomado la molestia de igualar mi compromiso con la historia y me ha entregado un galimatías, una corta-y-pega de dibujitos parlantes sin ninguna coherencia desde el punto de vista narrativo.
(Bueno, tal vez si me pilla muy cabreado...).
Y por eso ya no escribo guiones para cómic. Porque aún no he encontrado a un dibujante dispuesto a concederme el beneficio de la duda y respetuoso con mi trabajo.

Al último que me pidió un guion le pedí treinta euros por veinticinco páginas de guión. En el precio incluía hasta un máximo de dos correcciones, aunque estaba dispuesto, y así lo manifesté, de hacerle precio a partir de la 25ª página si me enseñaba diez páginas de cómic terminado.

Repuesto del estupor, mi frustrado dibujante me preguntó que de qué coño iba yo por la vida.

Así que se lo expliqué.

«Voy de alguien que en los últimos tres años ha escrito cinco guiones de cómic y no ha visto ni una página, ni una plantilla, ni siquiera un puto boceto, de los dibujantes que le persiguieron para que les escribiese un guion. ¿Quieres un guion mío? Espléndido, yo quiero escribírtelo. Pero aunque sólo consiga enseñarte a valorar el tiempo que dedico a escribir, me daré por satisfecho, y eso pasa por pagarme treinta euros por veinticinco páginas de guion, con hasta un máximo de dos correcciones. Si después decides no dibujar mi historia, allá tú, que yo ya habré cobrado, pero al que se le va a quedar cara de tonto cuando descubra que ha pagado un euro veinte por página de un guion que, en realidad, no le apetecía tanto dibujar, va a ser a ti».

Hay gente que cree que el arte no vale nada y que el tiempo que le dedicas es tiempo perdido.

Suele ser la misma gente que luego te pide que les regales tu trabajo.
Así se os aparezca Harlan Ellison a todos y os reviente los nakasones a patadas. Hijos de mala puta.