domingo, 14 de junio de 2020

Todo lo que creías saber probablemente sea mentira (II)

Napoleón Bonaparte no era un enano y los escritores no somos unos vagos.

Es sorprendente el éxito que tienen algunas mentiras, la larga vida de que gozan ciertas falacias.

En el momento de su muerte, el doctor Francesco Antommarchi, el médico responsable de hacerle la autopsia, determinó que Bonaparte medía cinco pies y dos pulgadas francesas, o sea cinco pies y seis pulgadas y media británicas, o sea un metro y sesenta y nueve centímetros en el Sistema Métrico Decimal. Se puede cuestionar la autoridad de Antommarchi en medicina interna o medicina general (Napoleón rechazó tomar ninguna medicación prescrita por él después de que Antommarchi le administrase una dosis de tartrato de antimonio y potasio que por poco lo manda a la tumba), ponemos poner en solfa su personalidad (se tenía a Antommarchi por presuntuoso, descuidado y frívolo o, en palabras de Bonaparte, «un imbécil, un ignorante, un petimetre y un soplón») e incluso su fibra ética (intentó hacer pasar por suyas unas láminas anatómicas de Paolo Mascagni, plagio por el cual acabó respondiendo ante un juez), pero como anatomista y patólogo era de los mejores de su tiempo y determinó que Bonaparte medía un metro sesenta y nueve.

Eso son cinco centímetros más que la media de altura de los hombres franceses entre 1800 y 1820, y un centímetro más que la talla media de los varones británicos. Por poner un ejemplo comparativo, la Némesis de Napoleón, el vicealmirante Horatio Nelson, ese gigante físico y moral al cual en la tradición historiográfica y la cultura popular británica se pinta como un coloso esculpido en bronce, con voz de trueno, mirada de fuego, voluntad a prueba de bomba y cerebro privilegiado medía solo un metro sesenta y dos. Siete centímetros menos que «el enano corso ése» que había conquistado media Europa.

El insigne Nelson.
Y sin embargo, en la literatura, en el cine y en el imaginario de la gente de a pie, los cristianos de tropa que no suelen leer obras eruditas ni tratados históricos perdura el prejuicio de que Napoleón era un enano. Un tapón. Un mierda seca. Una mentira que ya quedó desautorizada en 1821. Hace casi doscientos años. Hasta la versión para televisión de la vida de Bonaparte rodada en 2002 escogió para encarnar al granadero corso a Christian Clavier, actor de talento monstruoso y que solo mide un centímetro menos que el Bonaparte histórico... pero que en pantalla luce como un hobbit al lado de compañeros de reparto pelín más creciditos. Y es que pones a Clavier al lado de Gérard Depardieu (un siniestro Joseph Fouché, en la serie), que mide un puto metro ochenta, o de ese metro ochenta y tres de delgadísimo Talleyrand interpretado por John Malkovich y el pobre del buen Christian no puede dejar de parecer un cacahuete con bicornio.

Incluso una miniserie de producción franco-alemana no pudo, a la hora de decidir el reparto, evitar incurrir en el topicazo de un Napoleón malnutrido. ¿Desquite de la parte alemana de la producción por las derrotas que sus tátara-tátarabuelos sufrieron en Jena y Austerlitz?


Pero si era mentira, ¿por qué se ha perpetuado hasta nuestros días?

Napoleón asegurándose de que no le han chorizado la billetera.
Hay un obvio componente de venganza de los vencedores (las monarquías europeas en general y el Imperio Británico muy en particular), de los reyes que vencieron a ese advenedizo corso que empezó como general de la república y acabó coronándose a sí mismo emperador. Retratar a Bonaparte como un retaco era una manera de ridiculizarlo, menospreciarlo, abrir contra él un segundo frente donde las batallas se libraban con burlas, caricaturas y chistes de mal gusto, no con cañones. También, una vez consumada su derrota, era una forma de zaherirlo, escarnecerlo, avivar la ignominia de su caída. Por la misma regla de tres tenemos a autores romanófilos diciendo que Cleopatra VII Thea Filopátor era un callo malayo cuya única virtud digna de mérito era el buen uso que le daba a su órgano de fornicar, con el cual habría enviciado y subnormalizado hasta someterlos a su voluntad a hombres tan inteligentes, y sobre todo tan bien follados, como Julio César y Marco Antonio. Y tienen que salir autores contemporáneos a desmentirlo, a decir lo que ya en su época era cosa conocida: que Cleopatra no se parecía en nada a Liz Taylor, lamentablemente para ella, pero que tampoco era el feto mal abortado que luego intentaron vendernos.

Joder, qué buena estaba, la jodida.
¿La presunta fealdad de Cleopatra será culpa de Dion Casio, que afirma que, en su reunión clandestina con César, la Cleo no solo se esforzó en arreglarse para parecer más follable de lo que realmente era, lo cual no impresionó a Cayo Julio, que ya venía jodido de casa, sino que lo que realmente cautivó al cónsul romano fue el ingenio de la egipcia? También Plutarco escribió que la reina egipcia no era hermosa en un sentido convencional, sino una mujer que, en lo físico, tiraba a lo normalito, pero con una cabeza muy bien amueblada, una resolución insobornable, una vasta cultura y, lo más importante, un discurso embrujado.
«Se pretende que su belleza, considerada en sí misma, no era tan incomparable como para causar asombro y admiración, pero su trato era tal, que resultaba imposible resistirse. Los encantos de su figura, secundados por las gentilezas de su conversación y por todas las gracias que se desprenden de una feliz personalidad, dejaban en la mente un aguijón que penetraba hasta lo más vivo. Poseía una voluptuosidad infinita al hablar, y tanta dulzura y armonía en el son de su voz que su lengua era como un instrumento de varias cuerdas que manejaba fácilmente y del que extraía, como bien le convenía, los más delicados matices del lenguaje».
¿La auténtica Cleopatra? Pues da para paja.
Pero, volviendo al corso, ¿quién tiene la culpa del exitoso malentendido sobre la talla de Napoleón? Se ha responsabilizado al caricaturista británico James Gillray, autor de una famosa viñeta satírica en la que Jorge III (ya sabes, ése rey de Inglaterra que era tan basto que le llamaban «Jorge el granjero» y que acabó mochales perdido), convertido en Gulliver, examina con una lente de aumento a un liliputiense Napoleón que le cabe en la mano; pero eso es como culpar de la crisis del coronavirus al termómetro que detecta la fiebre.
Lo cierto es que buena parte de culpa de la leyenda sobre su corta estatura es del propio Napoleón, que se rodeaba de hombres altos.

En el año 1799, Bonaparte elevó los requisitos de estatura para acceder al ejército francés. Los aspirantes a la Guardia Imperial debían medir, como mínimo, un metro setenta y ocho y los Cazadores Montados un metro setenta. Esto determinó que, inevitablemente, Napoleón apareciese casi siempre en campaña rodeado de hombres más altos que él, y ya sabemos que las comparaciones son odiosas. Al lado de Nacho Vidal, parezco un eunuco, pero al lado de un virus parezco el cachalote que acaba de usar a Nacho Vidal como condón.

Esta fantasía sobre la retaquidad de Bonaparte ha prosperado con tanta fortuna que hay incluso un apócrifo «síndrome de Napoleón», no reconocido en ningún manual clínico, en virtud del cual los hombres acomplejados por su corta talla tratarían de compensarlo afectando una conducta agresiva, intolerante, maníaca, y que explicaría por qué Joe Pesci acepta esos papeles de gánster gritón y faltón, por qué Harlan Ellison era tan propenso a saltar a la yugular de los editores tocapelotas y por qué Nicolas Sarkozy, que es tres centímetros más bajo de lo que lo era Bonaparte, acabó trincándose a Carla Bruni, que le saca casi una cabeza. Pero eso es completamente absurdo, reduccionista y, encima, devalúa los logros y justifica los excesos de esos personajes. Que los tipos chiquitines tengan que pagar peaje por su corta estatura, y lo hagan a través de un carácter grandilocuente, colérico y ambicioso, es tanto como decir que Julio César se fue a hacer la guerra a los galos para que la gente de Roma dejase de fijarse en su cabeza en forma de bombilla y hacer chistes acerca de su bisoñé o que la risueña Riley Reid empezó una vertiginosa ascensión al Olimpo de las videodiosas venéreas porque estaba harta de que los chicos solo se fijasen en sus preciosos ojos verdes.


Haz conmigo lo que quieras, Riley.
Hay mentiras que, no se el motivo, sobreviven a todos los intentos de gente serena y asesada por derribarlas a pollazos de sentido común.

Y una de las falacias que más me tocan los cojones, y en realidad el motivo de esta entrada, de la cual todo el texto precedente no sería más que una innecesariamente larga introducción (marca de la casa), es la de que los artistas en general, y los escritores en particular, no trabajan. Que son unos vagos. Que lo que hacemos no requiere esfuerzo ni merece reconocimiento alguno. Y que es un repugnante prejuicio de clase, de clase trabajadora digo. Y es que para algunas personas, trabajo es solo el que te mancha las manos, el que te hace sudar y, a ser posible, sangrar. El que duele. El que te jode la espalda. Dando por bueno ese baremo, pasarse cinco, seis, nueve, doce horas al días, siete días a la semana, sentado, delante de la pantalla de un ordenador o de un folio en blanco, juntando palabras, no sería ni será nunca trabajo.

Lo cual solo demuestra que la gente que extiende, engorda y cree esta mentira jamás se ha sentado a intentar escribir un libro.

Sí, ya se que este tema lo he tratado otras veces. Sí, ya se que me repito más que la cebolla. Quizá no tendría que repetir una y otra vez las mismas lecciones, mi amado lector, si no fueses subnormal profundo y las hubieses entendido a la primera.


«Disimula. Ahí viene el enano. Encórvate».
Estoy preparando un par de libros para su publicación (de momento, concentro el grueso de mi esfuerzo en el más breve de los dos) y no paro de darme asco a mí mismo. Y estoy hablando de libros que acabé hace años, que corregí un par de veces antes de meterlos en un proverbial cajón (en realidad una carpeta del disco duro de mi ordenador) y olvidarme de ellos mientras me dedicaba a otras cosas. Que es lo que hay que hacer. Siempre. Porque un libro que dejas amontillar unos meses, unos años, y abres luego para descubrir que se ha avinagrado es un libro que tiene problemas. Un libro que necesita una remodelación completa, cuando no un libro que no merecía haber sido escrito. Y es por esa distancia que te permite, como escritor, acercarte a tus propios trabajos CASI como lector y detectar los fallos que como escritor se te han pasado por alto (porque estabas demasiado encima del proyecto), que se debe dejar los proyectos un tiempo en la nevera y concentrarte en otras cosas distintas.

Para que entiendas de qué te estoy hablando, no hay nada mejor que unos números:

El Libro Pequeño tiene una extensión de 157.000 palabras. Unos 900.000 caracteres, espacios incluidos.

El Libro Grande tiene una extensión de más de 680.000 palabras y casi 4.000.000 de caracteres. Cuatro veces más que el Libro Pequeño.


Hablando de cosas pequeñas...
Del libro más grande, sobre el cual no me extenderé por el momento, tengo como un 25% corregido. Que en realidad es menos, porque aunque el libro no tiene serios problemas de estructura o ritmo, hay un par de cosas de él que no terminan de convencerme como lector. Que requieren una reescritura o una corrección.

Es un libro gigantesco y complicadísimo. Por la cantidad de personajes, por el número tramas que se entrelazan con otras tramas. Por la cantidad de temas distintos a los que se asoma. Por la documentación que requirió escribirlo con un mínimo de dignidad. Es un libro del cual, cuando me senté a escribirlo, solo sabía que quería llevarlo de A a B, pasando por C, D y E, y confiarle la acción a los personajes Mengano, Zutana, Fulano y Perengana.

Siete años más tarde, al fin pude ponerle fin al manuscrito.

Y entonces empezó de verdad mi trabajo con ese libro, que aún no ha concluido.

Por eso, a la hora de abordar la publicación de mi próxima obra opté por la novela más sencilla y más pequeña, en extensión de palabras. También era, de las dos, la que más veces había corregido antes de meterla en el virtual cajón. Eso, a priori, aventuraba una menor cantidad de correcciones.

¡JA!

Es increíble la cantidad de pequeños errores (y medianos, y alguno grande) que se te quedan atrás después del segundo, del tercero, del cuarto y quinto repaso de un texto relativamente extenso. Y ya no hablo de errores ortográficos (desde que escribo con el diccionario a mano y el corrector automático del procesador de textos desactivado he mejorado mucho en ese campo), sino de gambazos mecanográficos (por alguna siniestra razón, relacionada con el cableado de mi cerebro, soy casi incapaz de teclear «historia», entre otras palabras; me sale siempre «hisotira»), conectores huérfanos porque me cargué la frase a la que pertenecían o los dejé atrás después de editar esa misma frase hasta dejarla irreconocible, nombres de personajes o topónimos cambiados (la opción «reemplazar todos» del software de tratamiento de textos a veces te hace la puñeta) y, lo más infamante de todo, frases, párrafos enteros que lees, con ojos relativamente inocentes por primera vez desde que los escribiste o los corregiste, y te dices «pero ¿qué cojones...?».

Lees la frase y te dices «¿cómo coño se me pasó esto?», o «¿cómo se me pudo ocurrir que esto era una buena idea?», o «¿en qué cojones estaría pensando?».


«Merde alors! ¡Un adverbio!»
Hasta el momento, me ha sucedido una media docena de veces en el libro que estoy preparando para su publicación. Media docena de veces en un libro de menos de 160.000 palabras que ya había corregido varias veces. Y es que la ceguera al error es terrible cuando trabajas cuando grandes cantidades de caracteres. Nos pasa a los escritores, le sucede a los programadores informáticos, a los analistas de grandes cantidades de datos de cualquier tipo. El problema se agrava cuando trabajas con un texto que ya conoces, porque tomas atajos, lees por encima una fase, un párrafo, creyendo que conoces al dedillo su contenido a fuerza de haberlo leído en el pasado, varias veces, y es entonces cuando se te escapa esa preposición mal colocada, ese predicado sin concordancia, ese personaje al que mataste hace tres capítulos y que no debería estar ahí, y, si no le das otro repaso al texto, se te van a colar todos esos errores, y van a ir directos al tórculo, porque hoy en día, en todas las editoriales de cierta entidad ya ha desaparecido la figura del corrector de pruebas (que era un señor que tenía todo el diccionario en la cabeza, repasaba las galeradas antes de enviártelas, y no te pasaba ni una), vas a quedar como un chapucero y a tus haters les va a empezar a gotear el colmillo.

Hablando de gotear...
No tengo manera de saber cuántas horas le he dedicado a ese libro. Aunque procuro escribir todos los días, por lo menos un par de frases, no siempre puedo hacerlo porque la vida nos pone la zancadilla y mis recurrentes pequeños problemas de salud se confabulan con ella. Yo diría que cinco páginas diarias de manuscrito es una buena media. No siempre las alcanzo. A veces las supero ampliamente. Otras, me tiro horas con un puñetero párrafo, una frase mierdecilla que no parece tener mayor importancia, pero sin la cual no puedo avanzar. No tengo datos de cuánto tiempo me llevó el Libro Pequeño, pero sabiendo como se que el Libro Grande secuestró siete años de mi vida, calculando una media de cinco horas diarias de escritura, cinco días a la semana, me salen 1.820 horas, que ya te digo que a mí, que lo escribí y sé lo que costó, me parecen pocas, pero, a menos que haya cagado las matemáticas, probablemente esa cifra sea una buena aproximación al total de horas que me llevó la elaboración del manuscrito, dejando fuera del cálculo el tiempo dedicado a documentación.

Del manuscrito. Porque luego elaboré el primer borrador, la primera copia de trabajo, digamos, y sobre ella empiezas a corregir, reescribir y, sobre todo, recortar (en todo manuscrito medianamente solvente sobra un porcentaje de texto que varía entre un 15 y un 25%, o un 100% si escribes un Código da Vinci o unas Sombras de Grey). Y ahí ya se me escapa toda medida, porque acabé este libro hace tiempo y, en ese tiempo, lo he dejado reposar antes de abrir el archivo, tocar una cosa aquí, otra allá, dejarlo de nuevo en la nevera...

Pero tomando esa cifra para el manuscrito, esas 1.820 horas de trabajo en el manuscrito del Libro Grande, no es poco razonable extrapolar que el manuscrito del Libro Pequeño, que tiene un 25% de la extensión del grande, no me pudo llevar mucho menos ni tampoco mucho más de 455 horas (también en este caso me parecen pocas).

Y otra vez entramos en un terreno nebuloso, porque resulta muy complicado cuantificar el esfuerzo de escribir esas 157.000 palabras, y no hablo de esfuerzo físico, que escribir se escribe sentado y en un relativo reposo. Hablo de un esfuerzo intelectual, y aquí es donde vuelve a surgir el desdén de clase obrera del cual parte ese prejuicio de que los artistas en general, y los escritores en particular, somos unos holgazanes y unos cojonazos a los que alguien debería darnos pico y pala para que supiésemos lo que es un trabajo de verdad. Un prejuicio común a muchas personas que nunca han hecho ninguna tarea mínimamente cerebral y que, por desgracia, también aqueja a personas acostumbradas a usar la neurona.


Alguien usó su neurona para crear esto. Que Dios le bendiga.
Recuerdo a uno de mis compañeros de pisos (concretamente el que intentó convencerme de que los murciélagos no vuelan) despreciando mi agotamiento tras una jornada particularmente exigente en la escuela de Artes y Oficios Mestre Mateo. Para mi compañero de apartamento, pasarse el día dibujando, pintando, dando forma a la materia, era una actividad mecánica, carente de gasto intelectual, incluso un simple pasatiempo que hasta un chimpancé amaestrado podría acometer. ¡Mérito tenía lo suyo, que estaba haciendo, a la vez, todas las asignaturas de primero de carrera y algunas de segundo!

Para mi compañero de piso, lo de hacer dibujitos y amasar barro no tenía mérito ni requería de esfuerzo alguno. Y no estaba dispuesto a atenerse a razones por más que le describiese los dolores de cabeza con los que regresaba a casa después de todo un día dibujando, la extenuante sensación de fracaso que me dejaba baldado cada vez que me atascaba en una técnica o un proyecto, la fatiga física que ese trabajo intelectual me ocasionaba.

La carencia de callos y moreno de andamio, la ausencia de movimientos agotadores o carga de pesos es motivo suficiente para que muchas personas desinformadas rechacen toda asociación entre «esfuerzo» y «Arte». Pero, lo que resulta mucho más difícil de justificar, también entre aquellos dedicados a actividades puramente intelectuales, familiarizados con el coste energético del uso intensivo del cerebro, de la resolución de problemas, de la concentración en un proyecto filosófico, cunde esta monomanía de que escribir, componer música, dibujar, esculpir madera o mármol, no es una actividad exigente en sí misma y tampoco merece ser considerada un acto de la mente, sino un hobby, una diversión, una excentricidad.

Y lamentablemente no poseo la fórmula para hacer ver a esas personas lo mucho que se equivocan. En serio, me he visto en algunos debates acalorados, que llegaron casi a convertirse en discusiones (y de una discusión a una empanada de hostias no hay más que un paso) con personas tan prepotentes, intransigentes y condescendientes en su convicción de que lo de escribir no tiene mérito alguno ni supone el menor esfuerzo que parecían casos arquetípicos del efecto Dunning-Kruger que es, si te da pereza pinchar en el enlace, un sesgo cognitivo que conduce a una persona con escasa habilidad o formación a considerarse no solo suficientemente preparados e informados, sino mucho más aptos, mucho más autorizados en un tema dado que los auténticos especialistas en la materia. Las personas afectadas por este sesgo no solo se sienten superiores a aquellos realmente preparados, sino que son incapaces de reconocer su propia incapacidad. En el caso de un escritor, el efecto Dunning-Kruger llevaría a una persona a desdeñar todas las obras cumbre y todos los autores fundacionales de la cultura occidental, de Homero a Sasha Grey y proclamarse más talentoso que ellos, ciega a la evidencia de que no tiene ni puta idea de Literatura y, encima, es un muchín gilipollas. Y si se esa persona se pusiese a escribir un libro que sería, con un 99% de seguridad, una soberana mierda, se convencería a sí misma de que es lo más grande que ha parido madre. La mayor conquista de la humanidad desde el satisfyer.


Aquí subieron a Clavier a una grúa.
Napoleón, rodeado de hombres altos, parecía un fraggle. Los analfabetos, rodeados de literatos, se sienten Joseph Conrads, Honorés de Balzac, Tolstois, Cervantes.

Y no, la cosa no tiene facil arreglo, o, al menos a mí no se me ocurre.

Pero estoy abierto a sugerencias.

Ya sabes dónde encontrarme.