domingo, 24 de febrero de 2019

El «community manager» de la RAE es mi puto héroe

Hacía tiempo que la entrada del Paratroopers no me la daban ya hecha.

Y ha merecido la pena la espera.

Hace como una semana, un/a/@/e porropijo/a/@/e con afán de notoriedad o prosaicas ganas de tocar un poco los huevos dejó un mensaje en la cuenta de Twitter de la RAE destinada a resolver las dudas de los hispanoparlantes: #RAEConsultas.

La consulta, preñada de siniestras intenciones (y de ardua lectura en un par de puntos; ¿«mi peor es nada» es un error del autocorrector o esa pareja a la que no soportas pero a la que te sigues follando con la esperanza de encontrarle pronto sustituto?), además de carecer de al menos un signo de puntería que la habría hecho menos vergonzante, era así de malvada:
«Hola @RAEinforma, tengo un dilema. Hoy hablando con mi peor es nada @JPG_Music me di cuenta de que puedo decir que una correa es negrA, pero no que es marronA. ¿Por qué? ¿Estamos discriminando a las marronAs? Gracias por tu atención».
Pero la respuesta a este despropósito... ¡Ugh, la respuesta...!
Sobran las palabras.
A la vista de la que se ha organizado, la autora de la polémica consulta promete inmediatas explicaciones (que siguen sin llegar) e insinúa que, lejos de una analfabeta digna de toda nuestra piedad (y una plaza en un centro de educación especial), es una persona muy cultivada y con absoluto dominio de la lengua en la que se escribió El Quijote, y desliza la pretensión de haber provocado de forma consciente toda esta polémica con alguna más que noble finalidad que, supongo, pronto compartirá con el mundo pero que a mí, y espero no se lo tome a la tremenda si estas palabras llegan a su conocimiento, sincera y básicamente me la trae al pairo porque ya me he partido el hueso del ano de tanto reírme.
(Bueno, promete explicaciones y promete, ¡oh tragedia!, bloquear a todos los que se pongan en contacto con ella para insultarla. Que una cosa muy distinta es comprar tus cinco minutos de fama actuando como un sietemesino y otra muy distinta sufrir que te lo digan a la cara. ¡Acabáramos!).
Corazón no lo dudo. Ahora, lo que es cerebro...
Vaya por delante que no es el primer zasca atribuible a esta insigne institución. No hace nada que pusieron en su sitio a otro listillo ansioso por sus cinco segundos de efímera fama que así, a pijo sacado, les soltó lo que sigue y recibió la respuesta que merecía:
¡Tooooooooma!
No sé si la Real Academia Española le ha entregado la contraseña de su cuenta de Twitter a Pérez Reverte, pero lo que es menda lerenda aún se está partiendo el ojete.
Por estas dos patadas en el paladar, el hombre, mujer, bípedo sexualmente no diferenciado o lo que sea, a cargo del Twitter de la RAE se ha ganado el trofeo Harlan Ellison, la medalla de oro Trollmaster y el título de paladín absoluto del ingenio humano; trofeo, medalla y título que no existen, pero que ya están tardando en crear.

Solamente tengo que decir una cosa más sobre este tema, y si alguien se ofende, que se ofenda y me bloquee en las redes sociales que, de todos modos, no tengo. Favor que me hace.
¡Toma, Moreno!

miércoles, 13 de febrero de 2019

Ni William Wallace era un highlander ni Aquiles olía a bosta

Existe una herramienta creativa, un recurso narrativo que se ha convertido en excusa de malos escritores, y peores lectores, y que siempre me dinamita los huevos, porque noventa y nueve veces de cada cien se emplea como patente de corso para cometer toda clase de tropelías.

Ese concepto es el de «licencia poética».

La liberalidad con la cual se emplea lo ha convertido en un bisturí romo. Se diría que en nombre de la licencia poética, o licencia de autor, todo está justificado. Y no hablo de mover unos metros el desconocido afluente de un río indonesio que nadie sería capaz de situar en un mapa; hablo de cometer verdaderas blasfemias, de asestarle patadas al sentido común y limpiarse el culo con las evidencias, y todo ello con un descaro digno de una empanada de hostias y un par de bombas atómicas.

Todo quedará explicado. Sigue leyendo.
Los buenos escritores emplean la licencia poética para hacer sus historias más atractivas, más dramáticas, o sacarse a sí mismos del insondable pozo de heces que ellos solitos imprudentemente han cavado. Porque licencia poética también son los devs ex machina, que no tienen nada de malo siempre que estén bien utilizados, pero eso mismo podríamos decir de todos los recursos creativos. La licencia poética es inventarte el inexistente 229B de Baker Street. Los escritores recurren a menudo a esta artimaña. No obstante, por la capacidad de síntesis que ofrece, la licencia poética se emplea sistemática, y a menudo abusivamente, en los guiones de cine. Licencia poética es la que se tomó Mark Boal fundiendo varios personajes reales en el cuerpo de Jessica Chastain. La licencia poética hace más que soportable prescindir de Tom Bombadil en la adaptación a la gran pantalla de El señor de los anillos o permite exagerar la rivalidad entre James Hunt y Niki Lauda, que en realidad se respetaban mucho y eran excelentes amigos, para hacer más atractivo el argumento de Rush.

Así que no tengo nada contra ese instrumento, que he empleado varias veces, cuando está bien aplicado.

Ahora bien, cuando recurres a la licencia poética con tanta osadía como ignorancia, y muy particularmente cuando incurres en flagrante delito contra historias bien conocidas o hechos históricos sobre los cuales cualquiera con acceso a una enciclopedia se puede informar, ha llegado la hora de afilar los machetes.

(No, El Hobbit de Peter Jackson no es una licencia poética. Es una desgracia).
Déjame, querido lector, ponerte un ejemplo paradigmático: una película dirigida por un neoyorquino nacionalizado australiano, rodada en Irlanda y hecha al gusto estadounidense, pero que cuenta hechos conocidos de la historia de Escocia.

Una película, lo digo por adelantado, que me encanta.

Lo cual no le impide ser un pésimo ejemplo de cómo retorcer una historia al servicio de un argumento que, en realidad, no necesitaba de trucos de trilero para ser apasionante. Y al servicio de la vanidad del protagonista, qué duda cabe.

Hablo de Braveheart.


La película nos narra la insurrección en el siglo XIII de los campesinos escoceses, oprimidos y sojuzgados por el tiránico, cruel y traicionero rey Eduardo I de Inglaterra que, no contento con expoliar las tierras de los pobres highlanders, encima les llena el país de aristócratas pichabravas para que se cepillen a sus mujeres. William Wallace, un greñudo destripaterrones que se casa en secreto para no tener que ceder a su señor feudal el derecho de pernada con su legítima, se alza al frente de sus vecinos cuando su mujer es ejecutada por los ingleses, dirige a un creciente ejército de campesinos contra las tropas de Eduardo, pasa olímpicamente de los veniales, corruptos e intrigantes aristócratas escoceses, le inflige al rey inglés varias humillantes derrotas y es finalmente traicionado por el padre de Robert Bruce, candidato a la corona de Escocia, hecho prisionero por los ingleses y ejecutado. En el proceso, se tira a la esposa del bujarrón hijo de Eduardo (una sabrosísima Sophie Marceau) y la preña.

Ay, Dios mío.

Demasiadas licencias poéticas para una sola película.

Licencia poética: cuando empieza la película, en 1280, Escocia no estaba sometida a Eduardo I ni muchísimo menos; era un próspero reino independiente enriquecido por el comercio de lana con el resto de Europa; un reino en cuyo trono se sentaba Alejandro III El Glorioso, que estaba a partir un piñón con sus vecinos ingleses, y William Wallace tenía diez años. Fue a la muerte de Alejandro III (despeñado por un barranco, con caballo incluído, durante una noche particularmente oscura porque las ganas de joder con su joven esposa Yolande de Dreux pudieron más que el sentido común) que empezaron los problemas. La primera mujer de Alejandro III le había dado dos hijos y una hija,
casada con Eric II de Noruega, de quien había concebido una niña, Margaret, que era técnicamente la heredera al trono de Escocia, algo que a los nobles escoceses, encabezados por Robert Bruce, no les hizo ni puta gracia, y tú creías que los líos dinásticos de Dallas eran el puñetero colmo.

Decidido a evitar una escabechina en su frontera norte, y a aprovechar las aguas revueltas para meter cuchara en Escocia, Eduardo I de Inglaterra propuso un matrimonio entre su hijo, el futuro Eduardo II, que era maricón perdido, y Margaret, dama de Noruega, casorio (que a saber cómo coño se iba a consumar) sancionado en el «Tratado de Birgham». Seguro que el acuerdo tenía bicho, porque contemplaba el establecimiento de guarniciones inglesas en Escocia, pero da lo mismo porque Margaret murió de camino de Escocia y, a su muerte, hasta catorce aristócratas escoceses reivindicaron derechos sobre la corona. Llamado a arbitrar la disputa, Eduardo I tomó partido por John Balliol, al que consideraba un pelele fácil de manipular.  E
ntonces Robert V «The Bruce», hasta sus pecosas pelotas de conspiraciones, cedió sus derechos dinásticos a su hijo Robert VI, conde de Carrick, que es al que retratan en la peli de Gibson como un finolis mediahostia de barbita amariconada.
Voila!
(La historia de cómo Robert Bruce se convirtió en conde de Carrick daría para otra película. Amigo de Adam de Kilconcath, caballero de la Octava Cruzada muerto en Acre en un hecho de armas, a su regreso a Escocia Robert fue a comunicar la mala nueva a su joven viuda, Marjorie, condesa de Carrick, que entre la estampa del Bruce, que parece ser que era un Ryan Reynolds de la época [aunque la reconstrucción forense de su rostro no invita a creerlo así], y la calentura chuminal que soportaba la pobre mujer desde que su legítimo se había ido a tronchar moros, se dijo «el muerto al hoyo y el vivo a comerme el berberecho», cerró con siete vueltas de llave la puerta del castillo, se le tiró encima a Robert Bruce como una pantera ninfómana en celo y le dijo «de aquí no sales hasta que te cases conmigo, y que sepas que después de casarnos te voy a descapullar a polvos». Y Bruce, mirando bien a la condesa, que al parecer era la Anne Hathaway del siglo XIII, no tuvo problema imaginándosela con un picardías de Victoria's Secret, y dijo, «mierda, ¿por qué no? ¡Que venga un cura y a follar como gorrinos!»).
Será la erótica del poder, o yo no entiendo nada.
Licencia poética: por mucho que Mel Gibson se empeñe en ello, William Wallace no se quedó huérfano a los ocho años, a lo Bruce Wayne, como tampoco se vestía de murciélago por las noches ni le daba de patadas en las sienes a los criminales de Gotham. El padre de William Wallace murió en 1291, cuando William ya era un hombrón de 19 tacos, con los cojones bien peludos y toda la barba. Y, por cierto, los Wallace no eran unos mugrientos campesinos melenudos con estiércol entre los dedos de los pies y las uñas negras de roña, sino, según se desprende de las fuentes de la época (fundamentalmente el The Actes and Deidis of the Illustre and Vallyeant Campioun Schir William Wallace, del poeta Harry el ciego, que escribe ya en el siglo XV), nobles rentistas, aristócratas terratenientes de Elderslie o Ellerslie (la toponimia medieval ha sufrido tales transformaciones a lo largo de la historia que los investigadores no se ponen de acuerdo), al suroeste de Escocia, en las Lowlands (vamos, que Wallace ni siquiera era un highlander, sino un lowlander). William tenía hermanos mayores, así que no le correspondía heredar, por lo cual su familia le destinó al servicio de Dios y le envió a vivir con su tío paterno a la abadía de Dunipace, donde entre otras cosas aprendió latín y francés.

Licencia poética: Eduardo I no pudo estar presente en la boda entre su hijo, Eduardo II e Isabel de Francia («La Loba de Francia»). Esta boda se celebró en 1308 en Bolonia, y para entonces Eduardo I ya estaba saliendo por los esfínteres de unos cuantos gusanos. La historia de amor entre Wallace e Isabel tampoco tiene ningún sentido: Isabel de Francia acababa de cumplir cinco tiernos añitos cuando Wallace se rebeló contra Eduardo I, y se casó con Eduardo II tres años después de la ejecución de William. Aunque algunas leyendas insinúan que Wallace empotró bien a gusto a una princesa francesa (no nos atrevemos a especular si dicha princesa también disfrutó de la experiencia), esas mismas leyendas apuntan a Margaret «la Perla de Francia», segunda esposa de Eduardo I a la que (licencia poética) no concedieron ni medio fotograma en la película de Gibson.
Supongo que Gibson pensó: «si la contrato, mi personaje tiene que follársela».
Licencia poética: en la batalla del puente de Stirling no aparece el puente de Stirling, cuello de botella sin el cual la victoria escocesa habría poco menos que sido imposible. Y en el siglo XIII y XIV los escoceses ya no se pintaban el cuerpo con glasto, si es que lo hicieron alguna vez (los celtas, pictos y escotos sí que lo hacían), ni tampoco usaban kilts con los colores de su clan, costumbre que no se generalizó hasta el siglo XVII. Y los ejércitos europeos no impusieron un código de uniformidad hasta bien entrado el XVII, así que no tiene mucho sentido vestir a los soldados ingleses con las mismas ropas y los mismos colores, salvo para que en pantalla no se les confunda con sus enemigos.

Licencia poética: venga, por Dios, ¿nacionalismo escocés antes de que se acuñara siquiera el concepto mismo de Estado Nación, que se formuló por primera vez tras la paz de Westfalia y no empezó a desarrollarse con verdadera fuerza hasta el siglo XIX?


Licencia poética: la tradición dice que William Wallace llevaba una claymore a la batalla. Pero ¿qué significa eso? Porque claidheamh-mòr significa simplemente «espada grande» en gaélico, aunque normalmente se le aplique esa denominación a un «mandoble pesado de hoja y mango largos y arriaces en cruz o ángulo», o sea la versión escocesa de un montante español o un Zweihänder alemán, y este tipo de espadas no empezaron a utilizarse en Escocia hasta el siglo XV, cuando William Wallace ya no era más que un recuerdo, por mucho que en el monumento a Wallace en Aberdeen se le represente empuñando una.
Y la gracia de este asunto es que la presunta espada de William Wallace que se exhibe en el Museo Nacional de Stirling, ni es una claymore, ni es contemporánea de Wallace y ni siquiera es una espada, sino un monstruo de Frankenstein hecho a partir de piezas de armas de diferentes épocas, y la misma hoja se compone de al menos tres fragmentos de acero (¿procedentes de otras espadas?) soldados en forja con técnicas muy posteriores a la muerte de William. Pero esta licencia poética da un poco igual, porque la claymore de Wallace en Braveheart mola a Dios. Y no, no es una espada bastarda, como decía un colega mío, empedernido jugador de Dragones y Mazmorras y analfabeto espadil.

Licencia poética: hasta donde sabemos, el mancebo del futuro Eduardo II no descubrió, por las malas, la Ley de la Gravedad. El barragán retratado en la película probablemente sea Piers Gaveston, el culo preferido de Eduardo II, que sobrevivió al padre de su enculador y, de hecho, fue el favorito del rey inglés al menos durante los primeros años de su reinado. Es más, Eduardo II no (solo) era el putero sodomita, loco por los trapitos, que insinúa Mel Gibson (que ya tiene delito casarte con Isabel La Louve de France, aclamada entonces como la mujer más bella de Europa, y preferir el culo de un conde gascón). De hecho, fue un rey muy querido por los ingleses, adorado por sus servidores y bastante menos apreciado por sus nobles, a los que tocaba sus nobles cojoneras irrigadas con sangre azul que el rey fuese tan campechano y apegado al pueblo y le gustasen más la farra y el jashondeo que gobernar sus Estados.

Licencia poética: ni Robert Bruce era un cagapoquito aplatanado ni él ni su padre traicionaron a Wallace. Los propios nobles escoceses, partidarios de John Comyn (el otro candidato al trono de Escocia) y de Eduardo lo hicieron. Y en Fallkirk no llegó a intervenir la caballería porque la batalla estaba perdida, y sacrificar bestias y jinetes al fuego de los arcos largos no habría supuesto ningún cambio, salvo arruinar las probabilidades de los escoceses en futuras batallas. Robert Bruce VI y William Wallace, no solo no eran adversarios, eran aliados. Gracias al tiempo comprado con las correrías de Wallace, que Robert condenaba en público, el futuro rey de Escocia podía cimentar sus apoyos entre sus paisanos aristócratas, de cara a una futura reivindicación de su candidatura, y al mismo tiempo fingir vasallaje al rey de Inglaterra y trabajarse a Eduardo I por la vía diplomática, mientras Wallace incendiaba aldeas y bastiones ingleses y pasaba a cuchillo a sus defensores.

La mejor prueba de esta afirmación es que tras el arresto y ejecución de Wallace (con refinamientos sádicos que Gibson no tuvo huevos de insinuar siquiera en su largometraje), Bruce retomó la lucha de su amigo, empitonó a John Comyn, el otro candidato, se fue a Scone, donde desde tiempos de los celtas se han coronado todos los reyes escoceses y, aunque Eduardo se había llevado la piedra a Inglaterra, se hizo coronar rey (dos veces, ya que Isabella MacDuff, condesa de Buchan, no pilló Uber, llegó tarde a la ceremonia y exigió que se repitiese, que al rey de Escocia no lo coronaba nadie más que ella y a ver quién tenía huevos de discutírselo. ¡Eso es empoderamiento y lo demás son hostias!), ya coronado rey, Robert I de Escocia reunió un ejército... y Eduardo I y sus partidarios escoceses se lo follaron por la oreja. Con solo un puñado de hombres leales, Bruce se refugió en Casa Cristo a mano izquierda, tan lejos  que sus enemigos decidieron que no merecía la pena el esfuerzo de ir a buscarle (¡hacía un frío! ¡Jodó!) y se conformaron con matar a sus hermanos y tomar de rehenes a su hija y su segunda esposa. Desde su base del norte, Bruce lanzó contra los ingleses una de las más inteligentes, desesperadas y efectivas campañas de guerrilla de la Historia. Finalmente se enfrentó a los partidarios de Eduardo en Bannockburn, los derrotó (por los pelos, pero los derrotó) y conquistó, por derecho propio, la independencia de Escocia.
Así hacían antes los selfies.
(Y trescientos y pico años después, su tátara tátara bajó al sur y fue  coronado rey de Inglaterra. ¡Ja! ¡Te jodes, Eduardo I!).
Licencia poética: William Wallace no tenía, hasta donde llega mi conocimiento o mis parcos medios me han permitido informarme, un amigo irlandés mochales que hablaba directamente con Dios y mataba más guiris que el tabaco. Curiosamente, Robert Bruce sí tenía un amigo así; un aristócrata llamado James Douglas, desposeído por Eduardo de Inglaterra de sus tierras y títulos, que entraba en combate dando gritos de lunático y esmochaba gente a dos carrillos, como si se le fuesen a acabar antes de tiempo.
(Y podría seguir, ¿eh?: no hay ninguna prueba del presunto asesinato de la esposa de Wallace a manos del sherrif inglés, y de existir dicha esposa ni siquiera se habría llamado Munro, sino Marian o Marion Braidfott, y habría muerto mucho antes de que a Wallace le diese por echarse al monte. En Fallkirk los irlandeses que combatían para Eduardo no se pasaron al bando escocés, ni muchísimo menos. Wallace fue arrestado y se fugó varias veces. No hay la menor documentación que sugiera la existencia de nada remotamente parecido al derecho de pernada, ni en la Escocia del siglo XIII ni nunca...).
Pero probablemente la más ignominiosa patada a la historia sea el propio título de la película.

Braveheart, «corazón valiente», no es ni fue nunca el apodo de William Wallace. Era a Robert Bruce a quien llamaban así. Póstumamente. Hace dos párrafos te he dado una pista del por qué. Como no le quedó ejército con el que presentar batalla, Bruce tuvo que reinventar las Fuerzas Especiales. Encabezaba las incursiones de sus tropas, verdaderas misiones de comando en las que se jugaban la vida a todo o nada. Corría los mismos riesgos que ellos. Diseñaba golpes de mano rápidos y demoledores para la moral inglesa siglos antes de la Blitzkrieg. Puesto que no podía igualar la potencia militar de sus enemigos, rehuía el contacto directo con ellos, se retiraba cuando avanzaban, los flanqueaba después e incendiaba y saqueaba las aldeas, las fortalezas y las cosechas a su retaguardia para que, cuando suspendiesen la persecución y regresasen a la frontera, no encontrasen refugio, refuerzos ni alimento. Los ingleses y los escoceses partidarios de Eduardo aprendieron, a las bravas, que no era rentable acosar a Robert Bruce. No, si el precio a pagar era perder su grano y su ganado y volver a sus castillos para encontrarlos en ruinas todavía humeantes.


Y todas estas licencias de autor, que, repito, no impidieron a Gibson hacer una película apasionante (históricamente risible, pero entretrenidísima) podrían ser disculpadas de no reflejar, a mi parecer, las peores intenciones del cineasta.

Porque solo hay una cosa peor que usar mucho y mal un recurso narrativo tan versátil, y a menudo milagroso, como la licencia poética, y es hacerlo por las razones equivocadas. Dos, en este caso.

Uno: sacarle brillo al personaje de Wallace en detrimento del de Robert Bruce, el auténtico Braveheart, única y exclusivamente para halagar la vanidad de su intérprete, o sea el propio Gibson.

Y dos: darle a los espectadores estadounidenses, absolutamente in albis acerca de la historia de Inglaterra o la de Escocia así como de las biografías y personalidades de Wallace y Bruce, la mierda masticada, predigerida y regurgitada que el director de la película creía que se merecían. De tomar Braveheart como referente, solo podríamos deducir que los aficionados al cine estadounidenses son demasiado imbéciles para discernir al villano de la historia o tomar partido por uno de los bandos, y por eso el largometraje les ofrece unos claroscuros tan acusados, aunque históricamente inadmisibles: para que se pongan del lado de los escoceses contra los pérfidos ingleses; porque parece ser, a tenor de lo que sugieren las decisiones creativas del director, los yanquis son demasiado timoratos para soportar la ambigüedad, he ahí que se nos ofrezca a un Robert Bruce débil, indeciso y odioso en oposición a un Wallace irreprochable, y eso que ninguno de los dos era un dechado de virtudes. Incluso dando por bueno solo lo que hemos contado de Robert Bruce en esta entrada, te recuerdo, lector, que el héroe de la independencia de Escocia se convirtió en el único aspirante posible a la corona dando de puñaladas traperas a John Comyn, el otro aspirante, en el presbiterio de una iglesia, algo que entonces, como ahora, era una canallada propia de cabrones, pero imperdonable en un rey presente o futuro.


Y, contrariamente a lo que la película sugiere, después de la derrota en Fallkirk (resultado de la puntería y alcance de los arqueros galeses, que diezmaron a la infantería escocesa con sus arcos largos a una distancia a la cual los rebeldes no podían hacer nada) los partidarios de Wallace no crecieron y crecieron (solo los románticos y los gilipollas apuestan por el perdedor) ni él se dedicó a acogotar, en misiones ninja, a los nobles escoceses que le habían abandonado. Todo lo contrario. A excepción de unos pocos fieles, el ejército de Wallace se dispersó y el mismo William estuvo desaparecido durante años. Había gente que afirmaba haberle visto aquí y allí (en lugares tan dispares como Francia o Roma), pero ninguna prueba de que hiciese tales viajes. Para cuando regresó a Escocia, en caso de que alguna vez se hubiese marchado, ya no representaba ninguna amenaza para Eduardo I, que de todas maneras se la tenía jurada y no paró hasta prenderle y montar una farsa de juicio por traición en el que la sentencia ya estaba decidida de antemano. Pero, como todos los lúsers nos inspiran ternura, Wallace, ese trágico perdedor, ha pasado a convertirse en la personificación de la identidad nacional escocesa aunque, más allá de un par de sonadas victorias en otras tantas batallas y unas cuantas leyendas difíciles de verificar, aportó poco o muy poco a la causa de Robert Bruce, obligado a renegar de él en público mientras intentaba apaciguar a Eduardo I.
El capitán Bruce. Digoooo Robert Kirk.
Quizá para desagraviar al pobre Robert Bruce, tan injustamente maltratado en Braveheart, hace como quien dice ayer mismo han estrenado una película sobre su vida, The outlaw king, que, aunque presenta una acertada ambientación, vestimentas y armas más o menos contemporáneas, también se toma alguna que otra licencia poética sobre la historia real (ni Elizabeth de Burgh estuvo colgada a la intemperie dentro de una jaula, aunque solo fuese porque, de haberlo estado, tras los ocho años de cautiverio habría quedado bien poco que devolver a su marido; ni el cadáver de Eduardo I lo tiraron en cualquier parte, como un condón usado, ni Eduardo II estuvo remotamente cerca de la batalla de Loudon Hill), sobre todo para aumentar el dramatismo de la historia y condensar, en dos horas de metraje, muchos años de argumento.
Pero no te eches a temblar, no tengo intención alguna de destripar The outlaw king

Lo que pretendo es denunciar, una vez más, la inexplicable torpeza con la cual los estudios de cine adaptan material sobradamente conocido o historias a las que cualquier persona intrigada puede tener acceso. Y todo ello en nombre de una dramatización que el argumento, de por sí bastante cinematográfico, no necesitaba, o en tributo a la vanidad del actor o actriz protagonista, o como concesión a la cuenta de gastos del productor, que en realidad no quería gastarse tanta pasta en la película.

Aunque a veces tengo la sensación de que los guionistas (si es que la decisión les pertenece a ellos, y no a los ejecutivos del estudio) adaptan material histórico o literario que solo conocen superficialmente, o del que apenas han oído hablar, o que no han comprendido.

¿Qué decir desde el momento en que Hollywood tuvo los santos cojones de adaptar La ilíada para la gran pantalla y currarse una historia de la guerra de Troya sin magia ni dioses?

Sin magia.

Ni dioses.

A ver, así, sin esforzarme, recuerdo que Áyax el Grande estaba bajo la protección de Atenea, que acudió a animarle al campo de batalla (y se llevó un buen corte, que Áyax así como era alto era un bocachancla), y que Eneas era hijo de Afrodita y Anquises, y cuando cayó herido en combate (de una pedrada en la cadera que le arrepó Diomedes. Va en serio) su madre acudió a rescatarlo y Diomedes también la hirió a ella con su lanza, hasta el punto de que Apolo mismo tuvo que intervenir y salvarle el culo a Eneas. Y también está el sacrificio de Ifigenia en Áulide, donde la flota aquea estaba bloqueada por vientos adversos tras haber ofendido a Artemisa. ¡Pero si hasta la idea del caballo de Troya se le ocurrió a Atenea la de ojos claros (que cambiaba así de chaqueta y pasaba de proteger a los troyanos a ayudar a los aqueos de negras naves a follárselos por la oreja)!
Imagínate un El señor de los anillos sin elfos, ni hobbits, ni orcos, ni Señor Oscuro, ni anillos porque el productor decidió que todo eso era «demasiado fantasioso». Tal vez lograsen una buena película, pero ¿podrías seguir diciendo que es El señor de los anillos?

«Ah, hombre, es que los productores quisieron hacer una versión realista de la Ilíada. Histórica».

Ah, bueno.

Entonces ¿por qué cojones las armas y armaduras de los personajes divagan entre diseños de inspiración calcídica o corintia (licencia poética) y otros fruto de la más aberrante fantasía (licencia poética)? ¿Es que los de diseño de producción fueron a inspirarse a los muñequitos de vasijas como ésta?:
Tetis (sin chistes, por favor) entrega a su hjo Aquiles armas forjadas por Hefesto.
Pues alguien debió de advertirles que la guerra de Troya, si es que dicha guerra tuvo lugar alguna vez, se libró, a lo tonto, a lo tonto, como unos quinientos o seiscientos años antes de que se cociese esa hidria y se pintasen esas figuras, que se hicieron al estilo de su época, no al de la época en la que, creemos, el asedio de Ilión pudo o pudo no haber tenido lugar.

Imagínate recrear la toma de Granada con helicópteros, tanques, ametralladoras, drones y Pablo Casado espada en mano, a lomos de un caballo blanco y gritando «¡Santiago y cierra España! ¡A por esas moras abortistas feminazis y esos moros bolivarianos de mierda!»

Y la decisión creativa de equipar a los héroes de La ilíada con armas y armaduras anacrónicas «solo porque mola más» (licencia poética) derriba toda pretensión de hacer una película «históricamente precisa». Porque es que sí, lo admito, las armaduras «históricamente precisas» que se usaban en el Egeo durante la época de la guerra de Troya (si es que tal guerra... etcétera) dan ya cosica en una panoplia:
pero puestas en un ser humano provocan risa y cagalera al mismo tiempo:
Directo a la Comic Con.
¿Y qué decir de las las tácticas de combate que nos muestra Troya? Pura vergüenza ajena (otra licencia poética). Que, por no extendernos, decir que Aquiles en este duelo pudo embrochetar a Héctor veinte veces bisiestas y Héctor a Aquiles otras veinte y tres cuartos:
Nadie en ninguna batalla de la historia de la humanidad ha peleado así. Y, si alguien lo intentó, fue el primero en morir. Y le estuvo bien empleado. Por subnormal. Que la lanza se emplea para mantener a distancia al enemigo y el escudo está para cubrirse tras él.
Tras él, HOSTIA, Brad. Que ya no sé cómo decírtelo. ¿Pasabas tanto tiempo con las orejas entre los muslos de Angelina que no te llegaba suficiente oxígeno al cerebro o qué?
¡He dicho DETRÁS! ¡Cojones!
Pero, joder, que las cuestiones de trapitos y bailes regionales como que me dan igual; ahora bien ¿La ilíada sin dioses? En La ilíada, los dioses olímpicos son protagonistas de la acción, mueven a los héroes troyanos y aqueos como piezas de ajedrez en un tablero, les tienden emboscadas, les provocan, les engañan, se decantan por un bando u otro en función de las lealtades cambiantes o de las ofensas que, por arrogancia o imprudencia, reciben de sus protegidos... Pero alguien decidió eliminar eso de la superproducción de 2004 porque quería hacer una película «históricamente precisa» (y al final no la hizo) y toda esa mandanga de dioses y diosas era mucho lío y, encima, «demasiado fantasiosa».
(Otra licencia poética fue la supresión de todas las... digamos «cosicas indigestas» de la saga homérica, o sea todo lo que empañase la facha de héroes inmaculados de los protagonistas. Enfrentados a muerte, vale, pero sin malos rollos, ¿eh? Que esto sea como un Sevilla-Betis. O sea que desaparecen, entre otras cosillas, la ambigüedad sexual de Aquiles, al que, según la tradición, le encantaba enfundarse en la polla a su primo Patrocolo; sí, Aquiles, ese guerrero invencible tan machote al que una vez disfrazaron de niña y dio más que el pego. Y tampoco aparece el mentiroso e infanticida Odiseo tendiéndole una trampa a Palamedes para hacer creer a los aqueos que les ha traicionado y lo ejecuten, ni Paris matando a Aquiles a lo canalla en el templo de Apolo, ni el propio Aquiles violando el cadáver todavía tibio de Pentesilea y matando luego a Tersites por llamarle cacho bestia, marrano y necrófilo).
Eso sí, las coreografías de lucha, absolutamente delirantes, molan tres cachos largos de carallo (aunque nadie que haya visto una pelea de patio de recreo puede verlas sin partirse el ojal), y Brad Pitt está para matarlo a polvos. Que hasta yo, heterosexual perdido, le pondría el culo si me dejase escoger la marca de vaselina.
«¿A que hasta así de puerco me lo comías todo, pirata?»
Y, bueno, que no se nos olvide: Diane Kruger compone una Helena a la que le darías un par de mordiscos. Hay que joderse lo mal repartido que está el mundo y lo peligrosos que son los juicios precipitados. Yo pensaba que esta mujer era un bonito pedazo de carne (y lo es, ¡vive Dios!), pero actriz, actriz, lo que se dice actriz, psssss... y luego va, y me hace esto.

Y ahora le debo una disculpa y un bono de morena honoraria, que es el galardón más elevado al que puede aspirar una rubia. ¡Mierda, hasta le voy a poner su apellido a uno de mis personajes!
No sé yo si le hará mucha gracia...
Mira, puestos a tomarse libertades con la historia, prefiero mil veces el Aquiles negro de Troy: fall of a city; serie mucho más respetuosa con la obra de Homero que ninguna mierda recauchutada por Hollywood que se haya rodado en los últimos veinte años (aunque otra vez la líen, en beneficio de la estética, con las armas y armaduras).
Aquiles negro.
Y no es el único que se ha pasado con los rayos UVA, que también Zeus y Atenea son un pelín más oscuritos de piel de lo que mucha gente (blanca y orgullosa de serlo) considera tolerable. No hay más que recordar cómo de parda la lió Martin Bernal con éste libro, que oscurecía un muchito la tez de los mitos clásicos.

¿Que por qué me parece más digna la serie de la BBC y su Aquiles mandingo, que el largometraje de Warner Bros., que tiene a Bad ñam ñam Pitt y a Diane blarfas babas flarfs Kfrugerfs? ¿Por qué la he llamado «más respetuosa»?

¡Coño, porque salen los dioses, cojona!
Afrodita pelirroja. Como, y esto bien lo sabía Boticelli, TIENE QUE SER.
Y no, no estoy diciendo que no sea posible hacer una película llena de licencias poéticas que no traicione la historia que adapta.

Solo hay que tomárselo en serio.
Hablando de licencias poéticas...
Ni Brian May y Roger Taylor ficharon a Freddie Mercury como vocalista después de oírle cantar una sola vez (Mercury conoció al grupo a través de Tim Staffel, miembro de la banda, que entonces se llamaba Smile, y que estudiaba con él en el Ealing Art College; May y Mercury  compartieron piso y Freddie, entonces todavía Farroukh, estuvo dándoles la brasa a May y Taylor durante meses hasta que le admitieron), ni John Deacon se unió a la formación en 1970 (no llegó hasta 1971, después de que la banda hiciese unos cuantos try-outs con otros tres bajistas), ni existió jamás ningún ejecutivo de EMI Records llamado Ray Foster.

Además, Mary Austin había sido novia de Brian May antes de empezar a salir con Freddie Mercury (y Freddy requirió el beneplácito de su amigo antes de pedirle una cita a Austin), Jim Hutton no era camarero de la mansión de Freddie ni se conocieron tras una de sus fiestas-orgía (muchísimo más despendoladas en la vida real [carretillas de cocaína, strippers arrojándose trozos de hígado crudo...] de lo que sugiere la película de Brian Singer), ni Freddie le confesó jamás a sus padres que mantenía una relación homosexual con Hutton (les contó que era su jardinero), ni Queen se separó en 1983 porque CBS le ofreció a Mercury una morterada de pasta por dos álbumes en solitario (se tomaron un descanso porque estaban hasta las pelotas de tanta gira, tanto concierto, tanto fan y tanta polla), ni Mercury se fue a Alemania solo (toda la puta banda le acompañó), ni tampoco las donaciones al Live Aid estuvieron paradas hasta que Queen salió a escena.
Siempre se van los mejores.
Y Freddie Mercury no era tan locaza muerdealmohadas como lo pintan en la película, sino un bisexual muy inclinado a la derecha de la Escala de Kinsey y que tuvo relaciones con otras mujeres además de Mary Austin (de la que no se separó tan bruscamente como nos hace creer el largometraje); Mercury tampoco le contó a la banda que estaba infectado con el VIH mientras ensayaban para el Live Aid (por cierto, fueron los únicos que se tomaron la molestia de ensayar antes de su actuación; todos los demás, de Elton John a Dylan, llegaron, soltaron sus temas y se largaron, como quien va al dentista a quitarse el sarro), algo de lo que solo fue consciente en algún momento no determinado entre 1986 y 1987. Y, joder,  Freddie Mercury era un pedazo de bigardo de casi metro ochenta de estatura y con cuerpo de atleta, mientras que Rami Malek es más bien tirillas y llega al metro setenta y cinco por los pelos.
 

Pero todas estas licencias poéticas no cabrean ni estorban, porque desde el minuto uno de Bohemian Rhapsody no ves al actor con una piñata postiza recién sacada de un piano Yamaha y un bigotón de leather, ves al personaje. Rami Malek no aparece en ningún momento. Freddie Mercury se apodera de la pantalla, y se mueve como Freddie, y habla como Freddie, y salta y corretea por los escenarios como Freddie, y gesticula como Freddie (porque Bohemian Rhapsody no es una pelíocula sobre Queen, sino una película sobre Freddie Mercury, y cualquiera que vaya al cine esperando otra cosa se va a llevar un merecido desengaño), y hasta los malos rollos y la separación de la banda no dejan de ser concesiones al formulario «película sobre estrellas del rock» (sin conflicto no hay drama) que no te impiden disfrutar Bohemian Rhapsody. No sacas un lápiz y un cuaderno y empiezas a anotar las patadas a la historia original, te lo prometo.
Un amigo, auténtico doctor en queenología, salió de la proyección de Bohemian Rhapsody con los ojos húmedos y caminando sobre algodones, a pesar de todas las licencias poéticas que el director y el guionista se habían tomado y que él, como queenólogo cum laude, no tuvo problemas en detectar.

Pero eso no fue lo más extraordinario.

Lo realmente extraordinario fue cruzarse con un grupo de lechones, unos críos que ni siquiera habían nacido cuando Freddie Mercury sucumbió al SIDA y se apagó para siempre su voz privilegiada, unos adolescentes que tal vez acababan de descubrir a Queen y a Freddie Mercury, tarareando camino de la parada del autobús las canciones de la película o bajándoselas a sus teléfonos móviles para escucharlas otra vez.

Aquí fue cuando mi amigo empezó a llorar emocionado.

Anécdota que no supone en modo alguno un colofón mínimamente respetable al argumento desarrollado a lo largo de esta entrada. Episodio completamente real pero que tal vez no sucedió exactamente así. O sí sucedió de esa manera, pero no le sucedió a un amigo mío, sino que me sucedió a mí y me da apuro admitirlo. O no me sucedió a mí, sino a otra persona que no es amigo mío, a la que no conozco de nada y que sin embargo compartió conmigo esta experiencia que yo ahora comparto contigo.

Porque las licencias poéticas, cuando están bien introducidas en una historia, tienen una característica única y exquisita: son indistinguibles de la realidad, a la que no reemplazan sino que complementan, y encima despiertan en ti el apetito por averiguar más acerca de la historia a la que acompañan.

Salvo para los listillos tocapelotas, como el autor de estas líneas.

«¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas? Poesía... eres tú».