sábado, 27 de julio de 2019

Entre todos la mataron y ella sola se murió

DC, esa editorial que no parece acabar de tener muy claro qué cojones hacer con su patrimonio de ochenta y cinco años (que se dice pronto, ¿eh?; o-chen-ta-y-cin-co-ta-cos. ¿Que te parecen pocos? Prueba a meterte ochenta y cinco bombonas de butano por el culo y luego me lo cuentas), con personajes universales, arquetípicos, como, por citar solo unos pocos, Batman, Supermán, Wonder Woman o Green Lantern, acaba de cerrar Vértigo.

Así que, a grandes rasgos, acaba de cerrar la editorial que sacó al mercado, y cito lo que me viene a la memoria: Watchmen, Predicador, Los libros de la magia, Animal Man, Hellblazer, La cosa del pantano, Sandman, V de Vendetta, Fábulas y Doom Patrol; buena parte de ellas convertidas o en camino de convertirse en películas o series de televisión que han rendido pingües beneficios a DC Entertainment.

Ni siquiera me voy a esforzar en intentar entenderlo.

Eeeeh no. No tiene nada que ver.
«[...] Alan Moore es un adulto, que escribe historias para adultos, protagonizadas por personajes adultos, con preocupaciones adultas, miserias y defectos adultos y que toman decisiones adultas y cometen errores adultos. [...] Porque hay un momento en el que compras tu último Mortadelo y tu primer Batman. Y un momento en el que hasta el Cruzado de la Capa empieza a saberte a sudor rancio, y entonces pueden pasar dos cosas: o dejas de comprar cómics o te compras Blankets, Persépolis, V de Vendetta, Maus, y así es como mantienes esa línea vital con tu infancia y puedes seguir disfrutando de Mortadelo y Filemón, de Batman, de todo lo que siempre te había ilusionado, aunque haga años que entraron en bucle y se limiten a contarte una y otra vez las mismas historias, porque siguen reluciendo con el engañoso oropel de la nostalgia y, además, ahora, como adulto, sabes que siempre te quedará Alan Moore».
Esto lo escribí yo, en esta misma pistácora, en junio del año planchado. Lo que no podía imaginar entonces es que estaba explicando las razones por las cuales DC, un año después, iba a cerrar Vértigo.

En resumen: DC flagela a sus lectores adultos y se caga en sus llagas abiertas.

Ya puedes dejar de leer y bajarte otro vídeo de la traslúcida pechugosa Nadia Nabakova. A partir de aquí, rollazo macabeo. Avisado quedas.

Nos aseguran que es una chica muy inteligente y que hace unas syrniki que te mueres de gusto.
Vértigo fue un sello editorial de DC Cómics que recuperó en 1993 una reserva de personajes que la editorial no podía publicar en su línea habitual sin infringir el Comics Code; ese artificio infecto mediante el cual la industria del cómic se cortó los cojones a sí misma y se los ofreció en bandeja de plata a los puritanillos blancos, anglosajones y protestantes. Personajes extraordinariamente oscuros, cuando no abiertamente terroríficos como Sandman y el John Constantine de Hellblazer; historias violentas, cómics de hazañas militares o serie negra, viñetas de nudismo parcial o total... o sea todo lo que no cabía en la línea habitual de DC porque se limpiaba el culo con el Comics Code, estaba abandonado en un cajón, acumulando polvo y champiñones, cuando podría estar produciendo réditos a la empresa. Sabiendo esto, Karen Berger (apasionada de la literatura de terror que venía de ser editora de House of Mystery ) y el ya fallecido Dick Giordano (que llegaría a entintar seis números de Sandman) pidieron la llave de ese cajón y el código del mecanismo termonuclear de autodestrucción y crearon Vértigo.
No nos engañemos: Vértigo publicó títulos que, a día de hoy, son clásicos del cómic y casi me atrevería a decir de la literatura, pero también publicó MUCHA MIERDA por una sencilla razón: como sello joven e inexperto, no tenía miedo, estaba abierto a experimentar, no sabía lo que era el fracaso y por lo tanto no podía temerlo. Vértigo era el Quimicefa de DC; un juguete aparentemente inofensivo para aspirantes a científicos locos con el cual, si te descuidas, puedes mandar al nabo bendito la casa de tus padres.

«No contiene productos peligrosos. No contiene productos peligrosos. ¡Me cago en...!»
El catálogo de Vértigo es como el regaliz negro: amargo, empalagoso y no apto para todos los paladares.

Y sin embargo funciona.

Nadie se explica cómo coño llegó a los quioscos y librerías el primer número de Sandman. Ni por qué se vendió. Ni por qué se sigue vendiendo. Ni por qué seguirá vendiéndose. ¿Cómo coño ha encontrado público ese emo andrajoso y palidorro que cita a Shakespeare y comparte viñetas con transexuales y maricones desde antes de que se pusiese de moda decir en voz alta que todo lo LGTB mola mazo?



En Vértigo cabía todo lo que se consideraba veneno para los demás títulos DC: satanismo, lesbianismo, piercings, BDSM, telarañas... tetas... pililas... pelines potorreros...
Vértigo era subcultura dentro de otra subcultura, un cómic que se había labrado su propio nicho dentro del mundillo del cómic.

¿Podría haberse publicado Watchmen en DC? No. Precisamente por ese motivo se publicó en Vértigo.

¿Tenía hueco Predicador en las colecciones de DC? No. Y por esa razón salió bajo el sello de Vértigo.

¿Sandman era compatible con las otras cabeceras de DC? Anda, contesta tú, que a mí me da la risa.

Vértigo tenía éxito porque era una jaula de grillos, un convento de peyoteros en el que nadie se preocupó de meter mano. De sus factorías humeantes, de sus máquinas de vapor alimentadas por ositos de gominola y pedos de panda arcoiris, salieron verdaderos cagarros, pero también algunas joyas que equilibraban los platillos de la balanza de beneficios. Porque cuando no tienes miedo de meter la pata puedes atreverte a hacer cualquier cosa, y cuando te atreves a hacer cualquier cosa, abres de par en par las puertas de la genialidad.

La fábrica de freaks empezó a irse al peo cuando Karen Berger cogió la puerta y DC aprovechó para ponerle estribos a Vértigo. Y freno. Y riendas. Y un cock-ring. O sea, cuando DC Cómics pasó a ser solo una división más de DC Entertainment, subsidiaria de Warner Media, participada durante un tiempo por AT&T. Privado de su fundadora, Vértigo empezó a parecerse cada vez más a otra editorial de cómic. Con cada nuevo contrato, los escritores y dibujantes perdían una nueva migaja de control creativo sobre sus personajes y sus historias, se iban proletarizando; la comuna anarco-esquizofrénica de Vértigo se convirtió, capa de cebolla tras capa de cebolla, en un remedo agusanado y cortante de DC Cómics. Por eso muchos autores escogieron llevarse sus lápices a otra editoral. Una en la que tuviesen mayor control sobre su trabajo. En la que el reparto de royalties no fuese tan ignominioso. En la que les dejasen dibujar pililas, tetas y pelos chumineros.

The Boys, por ejemplo (serializada para televisión por Amazon Prime con jugoso quiñón para DCCómics/DCEntertainment/WarnerMedia/ElArtistaAnteriormenteConocidoComoPrince/QuéSeYo/¿CártelDeCali? por los derechos televisivos, de los cuales me juego que Garth Ennis y Darick Robertson vieron a lo sumo un par de peniques, de lejos y en una fotocopia), que, aunque se publicaba en Wildstorm (sello adquirido por DC), era una serie 100% Vértigo, continuará en Dynamite Comics. SFSX vuelve a Image, de donde nunca debió haber salido. En un proceso retroalimentado, como Vértigo era cada vez más rácana con los dividendos de sus productos y más puñetera con el Comics Code, cada vez menos autores querían publicar para Vértigo, con lo cual Vértigo tenía crecientes motivos para retribuir peor a sus dibujantes y escritores, con lo cual todavía menos artistas querían trabajar para ellos y así vamos matando poco a poco al perro hasta que él se muere solo.
«Este perro está muy delgado. ¿Por qué no le das mejor de comer?»

«Para lo que trabaja...».

«Entonces ¿por qué no te deshaces de él?»

«Para lo que come...».
Hay quien atribuye el cierre de Vértigo a esa guiñada a la derecha que está dando la cultura occidental, reacción a la efervescencia de voces negras, homosexuales, inmigrantes, musulmanas, feministas, contra las cuales los acojonados blanquitos cristianos trincachirlas de toda la vida, trémulos de verse convertidos en una minoría, estarían abrazando de nuevo los rancios valores de los años 50, cuando los hombres eran muy hombres, los sarasas se escondían en la oscuridad de sus armarios y las mujeres sabían que su lugar está en la cocina o en la cama, espernancadas y lubricadas en cualquier caso. 
«¿Hablas chichi?».
Traducción: según esa teoría, el fin de Vértigo sería una nueva victoria de los promotores del Comicsgate.
Los defensores de esa conjura antropológico-trumpista señalan como evidencia de su premisa la cancelación por Vértigo de Second Coming a exigencia de grupos ultraconservadores como CitizenGO y One Million Moms. ¿Qué fue lo que cabreó a estos señores (y tal vez señoras) que leyeron (si es que leyeron el cómic o saben siquiera leer, cosa que nadie nos ha demostrado) Second Coming? Bueno, admitámoslo: un cómic donde un Jesucristo algo despistadillo, hijo de un Yavhé iracundo y amargado, baja a tierra para aprender a ser un buen tío de, juro que no es coña, un superhéroe llamado Sun Man (sospechosamente parecido a Supermán), no podía dejar de parecerles blasfemo a los chupacirios y beatuelos de misa diaria. Tras la cancelación de Second Coming, que no he leído, se produjo un cierre en cascada de otros títulos de Vértigo particularmente combativos con los valores y postulados de la contrarreforma ultraconservadora, como Border Town y SFSX (se pronuncia «Safe Sex»). En el primer caso se horrorizaron al descubrir que Eric Esquivel era, presuntamente, un delincuente, y echaron cemento sobre este esperpento repleto de monstruos, asesinatos en serie, dioses aztecas, desmembramiento de menores y el chupacabras (no, no; en serio), ambientado en una frontera mexicana patrullada por milicias de rednecks racistas ansiosos por asesinar inmigrantes ilegales al grito de «Make America great again!». La justificación para chapar la serie de Tina Horn y Michael Dowling, por otra parte, fue que el cómic, pura y simplemente, sus controvertidos autores habían llegado demasiado lejos: SFSX retrata una distopía donde el gobierno controla y legisla sobre el placer sexual y un grupo de putos y putas de la otra acera, parroquianos del club clandestino llamado La Mente Sucia, se abren camino hacia el interior del Centro Gubernamental para el Placer empleando sus trucos ninja de expertos en bondage.
¡Mujeres besándose! ¡Perros y gatos cohabitando! ¡La histeria de las masas!
Pero seguro que solo fue coincidencia que cancelasen precisamente estas dos series después de Second Coming.

Entre quienes se niegan a ver conspiración alguna de supremacistas blancos extreñidos en el ocaso de Vértigo, no faltan los papanatas dispuestos a afirmar que el cierre de Vértigo es una buena noticia; una especie de rito de paso para DC Cómics, empresa que ya habría alcanzado la madurez y, por lo tanto, no necesitaría de un sello específico para sus personajes e historias de temática adulta o controvertida. Para estos ilusos optimistas, en los años venideros veremos una progresiva pero inexorable metamorfosis en las colecciones habituales de DC, que se irán «oscureciendo», o sea incorporando elementos cada vez más adultos, polémicos e incluso indigestos hasta que sean indistinguibles de las cabeceras de Vértigo hoy huérfanas.

¡JA!

¿Tengo que recordarles a esas personas la crisis de la bat-pilila, cuando UNA viñeta del Batman Damned de Azzarello y Bermejo, repito, UNA SOLA viñeta en la que además había que echarle un poco de imaginación para ver lo que se veía, estuvo a punto de lapidar en su mismo nacimiento toda la línea «etiqueta negra» de DC que presuntamente fue creada como nicho para los cómics «adultos» de DC?

Mira, mira, qué escándalo:

Pilila dentro.

Pilila fuera.

¿Aún no has visto el truco? Te lo repito:

Pilila dentro.

Pilila fuera.

Por un carallo mal dibujado (porque no es un cipote, es el dibujo de un cipote), cientos de ejemplares de un cómic muy caro fueron retirados y guillotinados y la víctima solo volvió a la imprenta después de que alguien velase con tinta negra el maligno piturro agresor.

Ceci n'est pas un carallo.
“It’s something we wished never happened, because it really took the attention away from what we thought was quality storytelling, and that’s not the way we see this imprint. As a matter of fact, we’re excited by all the books that we have under Black Label. And it’s an important line for us, so much so that we’re actually repositioning some of our older material that has that same tonality and bringing it in and reprinting it under the Black Label name.”
¿Qué me decías de ritos de paso, madurez de DC y bla, bla, bla pollas varias?

Hay quien opina que el defenestramiento de Vértigo no es sino un daño colateral de una nueva política editorial de DC, que iría orientada a una mayor producción en tapa dura y una contracción de las publicaciones con grapa por meras cuestiones contables: un libro en tapa dura sale más rentable que un cómic de veinticuatro páginas. El reciente baile de directivos en DC/Warner... lo que sea y la partida de Diane Nelson, hasta 2018 presidente de DC Entertainment, podría ir en ese paquete, junto con la preferencia que la nueva directiva querría darle a sus colecciones infantiles y young adult (o sea adolescentes o veinteañeros todavía llenos de acné), público con amplias tragaderas que no solo compran todo lo que les ponen por delante, sino que imponen sus gustos a toda la puñetera familia.

¿Es que cada vez que se va la mujer que manda nadie sabe qué coño hacer? Porque ese parece ser el problema de DC/Warner: no tenían ni puta idea de qué hacer con Vértigo. Karen Berger abandonó el barco en 2012, cuando el presidente de DC era Paul Levitz; ése que dirigió la mudanza de la sede social de DC Cómics de Nueva York a California, para estar más cerca de Hollywood y asegurarse de que Warner hacía películas tan mejorables como Batman v. Superman o tan manifiestamente abominables como Justice League, pero a él tampoco se le ocurrió ninguna buena idea de cómo explotar el filón de personajes del sello DC/Vértigo, como no fuera vender los derechos para la pantalla de todos cuantos pudiera a ver si, por accidente, alguna de esas franquicias les hacía ricos. Total, para que les hagan joyas inesperadas como la serie de La cosa del pantano, alabada por crítica y público, y, en respuesta a los elogios y buenos resultados de audiencia, decidan CANCELARLA.


¿Quizá pensaron que, otra vez, les había quedado demasiado oscura?
Hay quien opina que todas estas razones ya enumeradas, y alguna más que se escapa a nuestro parco conocimiento, podrían haberse coaligado para firmar la sentencia de muerte de Vértigo.

Yo opino que no importan los motivos. Que todo el reparto de culpas o la construcción del relato de quién dijo qué, que los cómos y los por qués no importan un cojón.

Que lo que importa es que me he quedado sin la casa en la que leí Clean Room, una serie absolutamente bizarra y rabiosamente lovecraftiana que no se podría haber publicado en ninguna otra parte, y la prueba de ello es que solo Vértigo tuvo huevos para editarla.

¿Dónde leeré, si es que llego a leerlo, el próximo El sheriff de Babilonia?
¿Se atrevería DC hoy en día a publicar Lucifer, sobre todo después de la que les ha caído con Second Coming?
¿Y Transmetropolitan, una descarnada sátira del poder, la corrupción y la frivolidad humana y una elegía de la prensa libre, independiente e íntegra como garante de las libertades y azote de los tiranos?
DC, esa editorial que no parece acabar de tener muy claro qué cojones hacer con su patrimonio de ochenta y cinco años, acaba de cerrar Vértigo.
¡Paf! ¡A tomar por culo Vértigo!
Piénsalo un poco, y te darás cuenta de que hoy es un día triste también para ti.

domingo, 14 de julio de 2019

"I totally get how you feel (but I don't fucking care, bitch)"

El capitalismo se parece cada vez más al comunismo, y eso es algo que debería preocuparnos a todos.

Microsoft ha anunciado el cierre de Windows Books por las bajas regalías que obtiene de ese servicio. No es algo que me afecte personalmente, puesto que no soy ni he sido jamás cliente de Windows Books, pero no puedo evitar un retortijón en el ano por lo que el cierre de este servicio revela acerca del concepto corporativo de la cultura en la Edad de Oro Millenial.

Microsoft cierra Windows Books y todos los libros que se hayan adquirido mediante esta tienda on-line DESAPARECERÁN de los dispositivos de sus compradores, que ya no podrán acceder a ellos nunca más. Los clientes británicos de Nook sentirán un escalofrío cuando lean esto.


¡Changa! ¡Adiós libros!
No imagino a los libreros a los que alguna vez he comprado un libro chapando sus negocios y presentándose en mi domicilio con la intención de recuperar todos los volúmenes que me vendieron; pero por si acaso tendré siempre el Kalashnikov cargado y a mano y ya he cavado en mi jardín un osario profundo como el infierno.

«Se ha acabado el negocio de los discos. Empieza el negocio de la música», dicen que dijo alguien del mundillo disquero cuando fue evidente que la industria había perdido la batalla contra la piratería. Luego llegó Spotify y se empezó a escuchar más música que antes, aunque también empezaron a venderse muchos menos temas, si bien, curiosamente, los ingresos por ventas de discos suben.

Tal vez los melómanos del mundo que siguen adquiriendo su droga en formato físico han sido los primeros en ver que las grandes corporaciones de medios pretenden condicionar el acceso a la cultura que ellos gestionan a sus estrategias empresariales o sus alianzas con otras empresas. Por eso los fans del CD y el vinilo acumulan sus nueces, como hacendosas ardillitas, en previsión del invierno de las cuentas de resultados.

(Que es la misma razón por la cual sigo comprando libros y películas en formato físico, siempre que puedo echarles mano, pese al recochineo de algunos de mis amigos).
Microsoft no vende sistemas operativos ni programas de ofimática y bases de datos, sino una licencia para usarlos; Microsoft no vendía libros, sino una licencia para leerlos. En el momento en que el negocio dejó de interesarles, cancelaron esas licencias y tú, atormentado cliente, perdiste el derecho a leer esos libros por los que habías pagado.

Con un carallo así de gordo, Bill Gates.


Al menos Windows va a reembolsar a sus clientes por esas compras, algo que no tienen por costumbre hacer en iTunes, como amargamente descubrió un señor llamado Anders da Silva, de cuya biblioteca de iTunes desaparecieron tres películas porque Apple había concluido su contrato con la productora, o la productora con Apple, o Tim Cook se había sentado sobre el cojón derecho al levantarse aquella mañana. A da Silva le ofrecieron, en compensación, el alquiler de dos películas. El ALQUILER de DOS películas como infamante compensación por la COMPRA de TRES que había pagado y luego perdido porque ya no estaban en el catálogo de iTunes.
No es la primera vez que una megacorporación satánica la lía parda con este tema. En 2009 Amazon ya llegó a los titulares por borrar en modo remoto de sus kindles miles de ejemplares de 1984 y Rebelión en la granja. La compañía de Jeff Bufos no había hecho sus deberes y había incluído para la descarga esas dos novelas de un proveedor que no tenía los derechos sobre esas obras. En cuanto lo descubrieron, hicieron desaparecer las copias de los dispositivos desde los cuales se las habían descargado. El cabreo generado entre los clientes de Amazon por esta decisión fue apoteósico, aunque los oompa-loompas de Llef Belfos se han asegurado de hacer desaparecer la huella digital del estallido de protesta. El borrado remoto fue aún más cabreante dese el minuto en que, en el momento de la decimation sobre estas dos obras de Orwell, la Kindle Store seguía habiendo una descarga autorizada de 1984, pero ninguna de Rebelión en la granja, con lo cual todas las personas que habían comprado una copia de este libro se quedaron sin él y no tenían posibilidad de reemplazarlo.

Y no fue la última vez que el Imperio de las Sombras se cubrió de proverbial mierda, como descubrió amargamente, algunos años después Linn Jordet Nygaard, una usuaria noruega de Amazon. La pantalla de tinta electrónica de su Kindle empezó a fallar (y ya era el segundo terminal que se le moría) y ella, inocentemente, se puso en contacto con el servicio técnico de Amazon, que le ofreció reemplazarle el dispositivo sin cargo alguno. La buena mujer estaba encantada de la diligencia y prontitud de la respuesta de Amazon.

Al día siguiente las cosas se pusieron kafkianas: nuestra lectora vikinga descubrió que ya no podía acceder a su cuenta de Amazon, fulminantemente suspendida. Ni siquiera los de Asistencia al Cliente que tan amables habían sido la víspera podían ver su cuenta y le pasaron con un «especialista en cuentas» que le contó que su cuenta había sido cerrada porque Amazon había comprobado que estaba relacionada con otra previamente cancelada por abuso de sus términos de servicio. Su cuenta quedaba suspendida ad divinis, no se volvería a habilitar jamás y cualquier intento por su parte de crear otra cuenta en Amazon supondría la inmediata cancelación de la misma. Ojiplática, la escandinava lectora intentó obtener una explicación. ¿Qué términos de servicio había violado esa cuenta? El especialista en cuentas no podía decírselo. ¿Qué cuenta era ésa con la que se relacionaba la suya? Tampoco podía decírselo. Además, el especialista en cuentas le recordó a nuestra sufrida heroína que Amazon tenía el derecho de denegar a sus clientes el servicio, cancelar cuentas, retirar o editar contenido descargado o anular compras a discreción. Al parecer también tenían derecho a no ofrecer ninguna justificación al respecto. El «especialista en cuentas» le explicó todo esto a su ya ex clienta, con mucha mano izquierda, eso sí, y le deseó la mejor suerte para encontrar otro librero que pudiese satisfacer sus necesidades.

 “I never imagined that Amazon actually had the right, the authority or even the ability to delete something that I had already purchased.”
¡Clap! ¡A la mierda tu dinero! Gracias por dárnoslo, soplapollas.
Welcome to the XXIst century, my poor little people.

¿Había Linn violado los términos del servicio de Amazon? Tal vez sí o tal vez no, pero Amazon se negaba a decírselo. ¿Quizá lo había hecho, pero por accidente? A Amazon se la sudaba. Aquí el que manda soy yo. Te chapo la cuenta y me paso por el orto tus protestas. No, no te voy a decir por qué has perdido tu dinero y tus libros, por tres razones: porque no quiero, porque no me da la gana y porque no me sale del forro de los cojones. Fin. Ahora, ajo, agua y resina.

Y aunque esta buena mujer consiguió, tras una epopeya puramente surrealista, que Amazon restaurase su cuenta (si bien se veía obligada a acceder a ella a través de su iPad, porque el prometido Kindle de sustitución libre de costes jamás llegó), estos dos ejemplos ilustran perfectamente la evidencia de que se nos está tratando de imponer el concepto de que la cultura ya no es un bien, ni muchísimo menos un derecho, sino un servicio que no nos pertenece, que no está garantizado y que puede ser cancelado, sin reembolso, a capricho del proveedor.

Así detuvieron a nuestra amiga, en la parada del autobús.
Vivimos en una época en la que, a un solo click de ratón, podemos adquirir libros, películas, discos, videojuegos, programas informáticos, pienso para gatos, ropa, juguetes, armas blancas, pilas AAA, electrodomésticos, condones... y recibirlos en nuestro domicilio sin mover nuestros gordos culos del sofá.

El problema viene cuando «compras» algo y descubres que ese producto no te pertenece realmente, que puedes perderlo porque sí y que, cuando eso suceda, el proveedor no solo se lavará las manos, sino que encima se negará a devolverte tu dinero o te obligará a incurrir en nuevos gastos si quieres seguir disfrutando del «servicio» que has adquirido o de uno similar, como descubrió, para su amargura y pasmo, en fecha reciente, un sufrido suscriptor de Creative Cloud.

Adobe, una de las compañías de software más pirateadas de la historia, pasó hace unos años de un modelo de venta de licencias a otro de suscripción. Si quieres usar legalmente Photoshop, Illustrator, InDesign, ya no puedes ir a una tienda y comprar una copia física del programa. Tampoco puedes descargártelo de la web de Adobe. Ahora tienes que abrir una cuenta Creative Cloud, un servicio de Adobe, y pagar un canon por el derecho a usar las aplicaciones de Adobe. Precios módicos. ¡Estamos que lo tiramos! Doce euritos al mes el plan básico con 20 GB de almacenamiento en la nube (145,08 euros al año; ahora calcula lo que te sale si eres un profesional de la imagen que usa Photoshop a diario en su trabajo) o, agárrate la enagua, Manuela, 96 euros con 78 céntimos el plan completo. 1.161,36‬ leuracos al año. Eso si te das de alta como usuario no profesional. Hay descuentos para empresas (70 uros por licencia, y he puesto «uros» adrede, que estos precios empitonan más que un Cebada Gago) y precios especiales para universidades, pero ya me estoy yendo por las ramas. En resumen: antes comprabas una licencia de Photoshop, por ejemplo, y podías usarla toda la vida, y ahora te pasas la vida entera pagando por el derecho a usar Photoshop. En el momento en que dejes de pagar, ¡pumba!, te cierran la cuenta, te acogotan tu licencia de Photoshop y te jodes como Herodes.
Se me ocurren pocas razones mejores para justificar la piratería informática.

Éste es un sistema por medio del cual Adobe tiene pillados de los cojones a sus usuarios. Como denunciaba Matt Roszak en el tweet enlazado más arriba, Adobe se puso en contacto con él para anunciarle que sus versiones antiguas de Adobe Animate ya no estaban soportadas por Adobe, debido al parecer a problemas con el copyright de Flash, y que debía actualizar inmediatamente a versiones más recientes (pagando por ellas, huelga decirlo) o exponerse al cierre de su cuenta y a posibles demandas de otros titulares de derechos sobre el software, no soportado ya, que seguía utilizando.

Imagina el sueño húmedo de un editor: obligarte a recomprar tu ejemplar de 50 golfas de Grey cada vez que salga una edición nueva, o revisada, una portada alternativa, una traducción corregida, o una versión redux.

Si no somos realmente propietarios de nuestras posesiones ¿qué sentido tiene entonces el botón de «comprar»?


El comunismo aboga por la abolición de la propiedad privada de los medios de producción. Para el comunista dogmático, los recursos minerales, las tierras de labor, el ganado, las pesquerías, las fábricas y talleres deben ser gestionadas por el Estado, que pasará a asignárselas a las personas más competentes, y el fruto de esos medios de producción repercutirá en el bien del Pueblo.

Ésa es la teoría. En la práctica nunca se ha aplicado. Y es un fenómeno muy curioso de la vida imitando al arte, pues uno de los argumentos capitalistas en contra del comunismo era que los comunistas aspiraban a «abolir la propiedad privada», lo cual no era, estrictamente hablando, cierto, pero es lógico que a las clases dirigentes europeas y norteamericanas, principales beneficiarias del acaparamiento de las riquezas nacionales o herederos de los revolucionarios liberales de los siglos XVIII y XIX, revolucionarios que eran propietarios o que defendían, a menudo sin ser conscientes de ello, los intereses de esos propietarios, les conviniera decirlo así, simplificando de manera interesada el más reconocible eslógan comunista. Lo siniestro es que esta mentira capitalista, mero instrumento de propaganda, acabó siendo más o menos cierto en esos países que se jactaban de comunistas y ni lo eran ni aspiraban a serlo y, aunque los comunistas aseguraban que nunca estuvo en su programa abolir la propiedad privada per se, lo cierto es que estaba abolida de facto. Tu casa, en la Unión Soviética, no era tuya desde el momento en que el upravdom podía meterte en ella a otra familia que necesitase alojamiento y con la que no te quedaba más alternativa que convivir, lo quisieras o no; tus discos y tus libros no eran tuyos realmente, pues había listas negras de obras prohibidas que no se te reconocía el derecho a poseer, aunque las hubieses adquirido legalmente antes de la prohibición; en la China Roja, cuadrillas de fervientes comunistas podían llevarse el techo de paja de tu chamizo para hacer ladrillos, o tus escuálidos cerdos para engordar el caldo del comedor comunal, o tus objetos de hierro para hacer acero en las fundiciones artesanales, o los cadáveres de tus muertos para hacer abono, y de la Corea de los Kim mejor ni hablemos.

El capitalismo del siglo XXI va de camino de lograr esta utopía siniestra: que ya no seamos dueños de nuestros bienes y servicios legalmente adquiridos. HP ya está ensayando algo que recuerda sospechosamente a un sistema de suscripción para sus impresoras: pagas por el dispositivo y la impresora, ella solita (no cuando tú decidas, sino por su propia cuenta) pide por Internet tinta cada vez que se queda sin ella. De momento solo es un experimento, pero yo ya me estoy echando a temblar. Imagino a los fabricantes de coches obligándote a suscribir un contrato por el cual te comprometes a comprar solo el combustible que ellos venden al precio que ellos tienen tasado, y a no hacer demasiado ruido si un día bajas para ir al trabajo y descubres que tu plaza de aparcamiento está vacía porque tu proveedor de movilidad ha decidido unilateralmente cancelar tu contrato sin necesidad de justificación ni intención de compensarte por ello o porque el coche ha decidio irse, él solito, a llenar el depósito y ese mes, que ya ibas un poco justo a día quince, no comes. Ahora pongámonos en plan abiertamente siniestro e imagina que esa misma política empresarial fuese aplicada por los fabricantes de las bombas de insulina, los marcapasos, las farmacéuticas que te venden esas pastillas tan caras sin las cuales ya estarías coleccionando tonos de malva... Una pesadilla que ya ha sido llevada al cine, con los órganos transplantados como leitmotiv.

Por ese motivo, noticias como ésta me producen escalofríos.

¡Pufa! ¡A la mierda tus derechos!
No puedes prestarle un libro de Kindle a un amigo, ni tampoco dejar en herencia a tus hijos los libros que te hayas descargado. Si Apple cancela o alcanza el vencimiento de su contrato con tal o cual productora de cine puedes perder todas las películas de esa productora que ya habías pagado. Adobe puede obligarte a hacer un gasto con el que no contabas y adquirir un producto que no necesitabas para reemplazar otro que ya estabas pagando. No podemos decidir qué queremos ver ni en qué formato ni cuándo ni si podremos conservarlo o no porque otras personas toman esas decisiones por nosotros.

Bienvenidos al nebuloso siglo XXI.