domingo, 31 de diciembre de 2017

Un minuto

Dejadme que hoy robe un minuto.

Dejadme forjar una llave con ese minuto.

Dejadme que abra la madrugada con esa llave.

Ahora contemplad conmigo lo que hay más allá de la puerta:

Sueños.

Todos cuantos quieras.

Noches.

Trescientas sesenta y cinco. Ni una más.

(Hasta que abra otra madrugada, con otra llave forjada con otro minuto robado.)
Horizontes vestidos de púrpura.

La música cristalina de la medianoche.

Amor.

(Más del que os merezcáis, espero.)
La mentirosa seducción del triunfo.

El seductor vino de la derrota.

El tatuaje de una caricia.

La promesa de una mirada.

Todo eso y más.

Todo eso os doy.

(Con esa llave, que antes fue un clavo, que antes fue un minuto.)
Todo eso y más.

Ahora plantaos conmigo en la puerta y mirad atrás.

¿Veis lo que yo veo?

Sueños.

(Quizá ya devaluados.)
Todos cuantos quieras.

Noches.

(Y unos cuantos días también.)
Trescientas sesenta y cinco. Ni una más.
(Hasta que abra otra madrugada, con otra llave forjada con otro minuto robado.)
Horizontes vestidos de púrpura.
(Y algunos mares ominosos.)
La música cristalina de la medianoche.
(Y el terrible silencio de una silla vacía.)
Amor.
(Asi tengáis más del que os merecéis.)
La mentirosa seducción del triunfo.
(Y el pegajoso tacto del oro.)
El seductor vino de la derrota.
(Y el amargo paladar del desengaño.)
El tatuaje de una caricia.
(Y la cicatriz de un beso.)
La promesa de una mirada.
(Y el trueno de una mentira.)
Todo eso dejáis atrás.

Ha sido un buen año y lo seguirá siendo.

Ha sido un mal año.

Ha sido el mejor de los años.

Ha sido el peor de los años y lo seguirá siendo.

Pero eso ya no importa.

Porque con esa llave, hecha de un minuto robado, le vamos a cerrar la puerta de la madrugada.

Ahora cruzad conmigo al otro lado.

Sueños, trescientas sesenta y cinco noches, horizontes vestidos de púrpura, la música cristalina de la noche y todo lo demás.

Todo eso y más.

Todo eso os doy. Con ambas manos.



Porque nunca hubo un día como éste, ni volverá a haberlo.

Feliz año nuevo.

sábado, 23 de diciembre de 2017

La ilusión de lo permanente

Todos los años, llegados a estas fechas acometo el mismo ritual.

Todos los años, desde hace ya ni se sabe, termino todas mis lecturas a tiempo para tener libres las últimas semanas del año. Si un libro se me está haciendo corto, lo apuro. Si se me está haciendo largo, lo apuro todavía más. El propósito final es llegar a fin de año sin «cuentas pendientes» como lector, con todos mis libros dignamente terminados.
(Bueno, eso y alimentar las sospechas de un muy buen querido amigo mío de que, en realidad no duermo, o que me invento todas esas obras de las que le voy dando cuenta en nuestra correspondencia.)
Desde hace tiempo, llevo una lista de los libros leídos. Aunque sólo sea para evitar, que ya me ha pasado, leer dos veces una obra que ya conocía y que, en realidad, no me habría apetecido ni lo más mínimo releer... de haber recordado que ya la conocía (y es que hay otros libros por descubrir antes de volver sobre los que, lo confieso, no nos gustaron tanto). Gracias a esa lista se, por ejemplo, que este año me ha dado tiempo a leer menos libros que en 2016; treinta y siete contra cincuenta y uno. También sé que empecé el 2017 acompañado por El rey de amarillo, de Robert W. Chambers y El imperio final, de Brandon Sanderson, y que el último libro que he leído en 2017 fue Los argonautas del pacífico occidental, de Bronislaw Malinowski; el típico libro que debería haber leído durante la carrera si no hubiese estado demasiado ocupado yendo a clase, estudiando para los exámenes y soñando que Jessica Alba me hacía cosas, que me niego a describir, con sus muelles labios latinos; que por aquel entonces ya era mayor de edad y esa clase de pensamientos no constituían delito.
(Que sigo sin explicarme qué cojones tienen los profesores universitarios en la cabeza, porque para una mierdecilla de asignatura optativa de cuatro créditos no te daban menos de tres folios de bibliografía básica, escritos por ambas caras.)
Perdón, he dicho «el último» y debería haber dicho «el penúltimo».

Porque la principal razón de terminar todas mis lecturas antes de fin de año es que me gusta terminar el año leyendo uno de mis libros favoritos y empezar el año de la misma manera, así pues me las alegro para empezar, las últimas o la última semana del año, (depende de la extensión de la obra) una novela que me dure, al menos, hasta los primeros días del año siguiente, porque la vida no deja de ser una mierda llena de desengaños, y encima al final te mueres (¡espóiler!), y ésta es una de las formas que elijo para sobrellevarlo.
Ese libro-puente entre dos años es mi pasaporte entre Nochevieja y Año Nuevo, mis dos monedas de oro para el barquero que me cruza de una orilla a otra entre años, de las costas del pasado a las arenas del porvenir.

Y escoger ese libro no es tarea fácil. La lista de mis favoritos es...

Joder.

Dejémoslo en que es grande.

No, perdón, quiero decir GRANDE.
Más incluso.
(Ya sé que no lo parece, porque ya es raro que en Paratroopers hable de un libro para otra cosa que no sea ponerlo a parir, pero sí, he leído muchos más libros que me han gustado que los que no me gustaron. Ingentes cantidades más.)
Esta tradición fue la que me permitió detectar las incoherencias entre It, la película recientemente estrenada (a la que pongo de vuelta y media aquí) e It, la novela de Stephen King (¡no somos dignos, no somos dignos!) en la que, presuntamente, se basa. Y es que It fue, precisamente, la novela con la cual terminé el año 2016 y empecé el 2017, así que la tenía más que fresca en la memoria cuando acudí al cine a ver el largometraje sobre el cual no tengo nada más que añadir.

Y no, lo de regalarme un libro ya leído no es para recargar mis depósitos de veneno. Por ejemplo: ese libro-pasaporte ha sido, varias veces en los últimos años, El señor de los anillos, de Tolkien, y no, no tengo nada absolutamente malo que decir de la trilogía de Peter Jackson (de su adaptación de El hobbit ya sería otro cantar, pero ciertamente Peter se lo buscó él solito) más allá de que no era la película que me esperaba ni la que yo habría rodado (de tener puta idea de cómo se hace una película).
(Ahora es cuando debería confesar que la trilogía de Jackson, con todos sus defectos, que los tiene, ha sido durante años la obra cinematográfica con la cual he despedido el año viejo y recibido el año nuevo, pero eso abriría toda una derivada de la que tal vez no proceda hablar aquí.)
Simplemente me gusta empezar el año sin aventuras. En serio. Deshojar las últimas páginas del calendario leyendo algo que sé positivamente que va a gustarme, porque ya lo he probado antes, y empezar el año de la misma manera.
(Por eso insisto tanto con El señor de los anillos, que está en cualquier lista de mis libros favoritos, sea cual sea la extensión de esa lista.)

Pero a veces me sale el tiro por la culata.
Y de qué manera.
Hace un par de años, mi libro de fin de año fue Las crónicas de Elric de Melniboné. Recordaba esos libros, que leí con dieciséis o diecisiete años, con admiración y cariño. Elric no es solo uno de los personajes más icónicos del género fantástico, sino que su creador, Michael Moorcock, es (¿era?) uno de mis escritores favoritos de fantasía y ciencia-ficción, además de una auténtica bestia parda de imaginación inagotable y productividad casi fabril.
¿No os recuerda a nadie?
Joder, qué planchazo. La lectura de las aventuras de Elric se me hizo agotadora. Los ocho tomos de la serie, eternos. Las incomprensibles decisiones del último emperador de Melniboné (consciente o inconscientemente empeñado en buscarse la ruina), frívolas, absurdas y gratuitas. Las constantes intromisiones en la trama de otros personajes del prolífico multiverso de Moorcock (Corum, Hawkmoon, Erekosë...), confusas, inoportunas y pelín chulescas. Desdeñosas. Como si Michael me estuviese diciendo «¿es que no has leído mis otras novelas? ¿Y por qué no te has suicidado ya?»
¡Ajá! ¡Guillermo del Toro, te hemos pillado!
La relectura de Elric entre el fin de 2015 y el principio de 2016 me dejó un amargo sabor de boca y es responsable de los temblores que experimento ahora mismo cada vez que pienso en rescatar de los anaqueles de mi humilde (pero honrada) biblioteca mi ejemplar de El bastón rúnico, la primera novela de Moorcock que cayó en mis manos, y de la que guardo también una grata memoria. ¿La habré idealizado en demasía con el paso de los años? ¿Descubriré, si me atrevo a revisitarla, que no es sino otro manantial de imaginación desbocada pero sin sustancia, un mero fuego de artificio digerible solo por adolescentes ahítos de Tolkien? ¿Es, en realidad, Dorian Hawkmoon otro repelente papanatas y no el héroe trágico y noble que recuerdo?
Buena pregunta.
No sé qué significa este terrible descubrimiento. Probablemente sólo que me hago mayor, que tengo unos cuantos miles de páginas más encima (como lector y como escritor), algunas canas de propina en la barba y algunas cicatrices más en el corazón, y, por lo tanto, aquello que me maravillaba con diecisiete años podría ya no ser digno de mi tiempo ni de mi paciencia, y que hay un número finito de veces en las que puedes leer a Elric enarbolando su espada Stormbringer e invocando al demonio Arioch. Por los mismos motivos por los que no conozco a nadie de mi edad que siga leyendo pajas mentales sobre elfos y dragones.
(Pero eso no explicaría por qué me siguen gustando tanto El Hobbit como El señor de los anillos.)
Así que tal vez también releo cada fin de año un libro ya conocido para aprender algo más acerca de mí mismo.

Espero no tener el mismo problema este año.

Porque el libro que he escogido para acompañarme en mi viaje de 2017 entre el ayer y el mañana es éste:
Y, por Dios, que amo con desesperada locura a Honor Harrington. No podría soportar que también ella me rompiese el corazón.
(Os mantendré informados de mis hallazgos al respecto.)
Y ahora permitidme que haga un discreto mutis Homer-style hasta el año que viene. O casi. Me espera mi almirante favorita de la Armada Manticoriana.

domingo, 10 de diciembre de 2017

Fuego, camina conmigo

Ya habrás notado que ando un poco perezoso con la bitácora, pero permíteme tranquilizarte: no es que me haya quedado sin ideas, es que tengo vida ¿sabes?, y, por de pronto, esa vida me exige las horas que, en otras circunstancias, dedicaría a escribir capulladas para Paratroopersdon'tdie.

Pero arranco de donde puedo unos minutos para ofrecerte, querido lector, una de mis patentadas e inoportunas reflexiones, propiciada por la más reciente actualidad.


Acabo de ver el tráiler de Alita, ángel de combate, y las primeras imágenes de la Fénix Oscura de Sophie Turner.

Si esta historia no te llega al corazón, es que no tienes.
Morder más de lo que puedes tragar, rumiarlo sin esperanza durante largo rato, para luego rendirnos y tener que escupirlo, es un error que todos hemos cometido alguna vez. En Hollywood, parece haberse convertido en un vicio. No contentos con haberse cargado toda la mitología de La Patrulla X, y cerrado la franquicia original con un tercer acto abominable, las eminencias grises de Hollywood planean repetir la hazaña. Para acabar de arreglarlo, la misma casta de ejecutivos engominados que violaron Ghost in the shell y planean, por añadidura, perpetrar una versión whitewashed de Akira ambientada en Nueva York, han clavado sus roñosas garras en uno de mis manga favoritos.

Acusadme de ponerme la venda antes de la herida, pero, a la espera de que ambas películas se estrenen y pueda formarme un juicio objetivo de ellas, me estoy cagando vivo.

Por algo las pelirrojas tienen fama de temperamentales.
Las perspectivas no son nada halagüeñas, a la vista de las últimas adaptaciones cinematográficas de personajes de cómic: oh, sí, nos han dado un Deadpool de bajo presupuesto que, en los Estados Unidos, estuvo muy cerca de estrenarse directamente en cines porno por su calificación por edades, rayana en el cine X; y a un Lobezno crepuscular, amargo; esa maravilla de western mutante que es Logan... pero ahí se acaba todo, me temo.

Ya he hablado de Ghost in the shell y no creo que merezca la pena repetir mis argumentos, que luego la boca me sabe a mierda.

Guardianes de la galaxia, Volumen 2, resultó ser una pequeña gran decepción. La primera me encantó. Dios, me enamoré de ella. Es una de las pelis de superhéroes más divertidas, locas y surrealistas del universo. No esperaba menos de su secuela... pero lo cierto es que no llegó a apasionarme. Sí, es entretenida; sí, recupera el humor gamberro y algo transgresor que ya es marca de la casa y sí, me gustó, pero me supo a poco, como si hubiese entrado al cine con mucha sed y para beber sólo tuviese Coca Cola caliente y pelín salada. Un argumento liliputiense, agravado por su épica de fogueo, y un abuso, en número y duración, de escenas cómicas de Baby Groot, son solo dos de los problemas que identifico en esta cinta.

Toda una vida esperando por esto... y no parece haber valido la pena.
Lo menos peor que he leído a los detractores de Justice League es que parece una versión animada. ¡Y lo dicen como un insulto, cuando últimamente DC nos ha premiado, por ser buenos chicos, con Batman: The Killing Joke, Justice League vs. Teen TitansJustice League Dark, Justice League: crisis in two earths, Batman: assault on Arkham, Teen Titans: the Judas contract, la deliciosamente autoparódica Batman and Harley Quinn...! Cualquiera de ellas es mil veces más madura, respetuosa y divertida que toda la producción cinematográfica Marvel y DC juntas. Y no, el problema de Justice League no es que parezca una peli de dibujos. Es que no se parece a sí misma. Cuando coges la película de un director, y contratas a otro director diferente para que vuelva a rodar un tercio del metraje, y lo mezclas todo, no obtienes una película, sino un palimpsesto ilegible. 

A los de Warner-DC les parecía que Zack Snyder la había vuelto a cagar y les había entregado una peli demasiado oscura y, no menos importante, demasiado larga (¡como si no le conocieran!). Así que enrolaron a Joss Whedon para que le inyectase más chistes, más escenas diurnas, más ja-ja-jatxondeo... más Marvel. Y ese nuevo montaje tampoco les gustó del todo y contrataron a  un tercer tipo para que le metiese unos buenos recortes a la cinta en la sala de montaje ¿El resultado?: una película que no es de Whedon, ni de Snyder. Ni de nadie. Una película de estudio, sin rumbo ni corazón. Un producto de cadena de montaje, anodino, rutinario, vulgar y artificialmente saborizado, como un Big Mac.

Al intentar seducir a la gente a la que no le gustó Batman vs. Superman, en Warner-DC han acabado por no seducir a nadie. Se trataba de elegir entre las monjas o el bebé (o los patitos, pero esa parte no sale en el gif). Y, verás, en temas creativos, hacer una mala elección es siempre mejor que no hacer ninguna. Alguien se olvidó de explicárselo a los productores de Justice League.
Elecciones. Elecciones. Elecciones.
Pese a todos los palos que le dieron los críticos (acostumbrados por Marvel a que en las pelis de superhéroes haya colorines, una atmósfera desenfadada, como de colegio mayor, y un chascarrillo cada treinta y tres segundos), durante la proyección mutilada de Batman vs. Superman: Dawn of justice, casi no hubo un plano en el que no me corriese como una bestia, y, cuando le eché mano a la versión extendida, rocé el Nirvana.
¡Ondonadas de hostias!
Justice League, en cambio, me gustó, pero no me emocionó. Salí del cine ni frío ni caliente. Cero grados. Sí, Wonder Woman es lo mejor de la cinta, pero Aquaman y Flash prácticamente no hacen otra cosa que actuar de comic reliefs. Y, hablando de Wonder Woman...,

Wonder Woman, la película, podía y debería haber sido una maravilla, y ha estado muy cerca de serlo. Para empezar, Gal Gadot ha conseguido ocultarme a la actriz y hacerme ver en pantalla a Diana de Themyscira. Cada segundo que aparece en plano, desprende esa adorable mezcla de candor e idealismo que, al menos los que nos destetamos en el cine de superhéroes con el Supermán de Richard Donner, asociamos con el comportamiento de un verdadero héroe; ese señor que se juega el tipo salvando personas por encima de cualquier otra consideración, aunque ponga en riesgo sus propios intereses, porque eso es lo correcto, porque así se comportan los buenos chicos, porque la vida humana es lo primero. Cuando Diana se desprende de su capa y sale de esa trinchera, arriesgándose a arruinar su misión secreta junto a Steve Trevor, porque hay vidas en juego y lo primero es lo primero, juro por el alma inmortal de Jack Kirby que se me llenaron los ojos de lágrimas y estuve a punto de aplaudir como un chiquillo.

¡Ésta es mi Diana, hostia ya!
Por desgracia, esa Wonder Woman compasiva, inocente, idealista, que se emociona como una niña al ver en las mugrientas calles de Londres a un bebé en brazos de su madre, se convierte, en el tercer acto de la película, en otra matalota más, en una camionera lesbiana a tope de esteroides y pasada de speed que resuelve el enfrentamiento final con su Némesis de acuerdo al formulario establecido por sus predecesores con pene: a trompada limpia y ya vendrá alguien a fregar la pulpa.

Wonder Woman es una maravilla al principio, es una maravilla por el medio, y un desengaño al final.

Spiderman: Homecoming me provoca sentimientos encontrados; por un lado la vi horrorizado ante cada nueva transgresión del cánon trepamúrico (pero hice una pausa para mingitar y volví con la cabeza despejada, libre de ideas preconcebidas), por otro, gocé como un marrano con la nueva aventura de nuestro amistoso vecino lanzarredes. ¿Por qué? Porque Spiderman: Homecoming recupera la esencia misma del personaje: ese adolescente maldito con unos poderes que le convierten en alguien excepcional, poderes que siente la obligación de usar para el bien común, en expiación del sentimiento de culpa que alberga tras la muerte de su tío Ben; poderes que debe ocultar para no atraer sobre sus seres queridos la venganza de sus enemigos. Cuando eres un crío y lees el Spiderman de John Romita, que es MI Spiderman, te encuentras con un héroe que tiene los mismos problemas que tú: preparar sus exámenes y sortear a los matones del cole (en su caso, para mantener el secreto de su fuerza sobrehumana, en el tuyo, para que no te reventasen a patadas), ayudar a su tía May en casa (aunque tu propia tía May nunca estuvo ni estará jamás tan buena como Marisa Tomei), atender a su novia y ocultarle su doble identidad como justiciero (sí, sí, ya sé que tú nunca tuviste ese problema; que las chicas de tu cole te escupían sus gargajos más viscosos cuando te acercabas a ellas), buscarse, y mantener, un trabajo a tiempo parcial con el cual pagarle las fantas a tu churri... y sobrevivir a sus encuentros con Electro, Kraven el cazador, el Duende Verde... (en tu instituto, los yonquis también eran chungos que no veas).

Con permiso de Sam Raimi, la mejor.
Spiderman Homecoming y Wonder Woman no son perfectas, pero tienen alma. Y, al final del día, eso es lo que importa.

Y, sí, joder, rodar una peli de superhéroes es difícil de cojones, por motivos ya expuestos. Mira si no la trayectoria fílmica de Wonder Woman:  si amnistiamos, por precursora, la serie televisiva de Linda Carter (que hoy en día es imposible de visionar sin una mezcla de ternura y compasión), hasta la fecha, todos los intentos por ofrecer una digna adaptación a la pantalla del personaje se habían roto los cuernos (y ya hemos dicho que consideramos la versión de 2016 un éxito parcial).

El presupuesto para laca estuvo a punto de arruinar la producción.
En 2007, George Miller, (sí, ése George Miller) comenzó a trabajar en su Justice League: Mortal. El maestro Miller quería rodar su película en Australia, que salía más barato; con técnicos y actores australianos siempre que fuese posible. Se anunció un reparto compuesto por DJ Cotrona como Supermán, Armie Hammer como Batman, Megan Gale como Wonder Woman, Adam Brody en el papel de Flash, el inmenso Hugh Keays-Byrne como El Detective Marciano y otros actores en los demás papeles de la Liga... y dio comienzo la preproducción.
Storyboard de Justice League: mortal.
Un presupuesto cada vez más disparado, un guión, o borrador del mismo, que fue filtrado a la prensa y calificado unánimemente de abominable, y un cambio en la legislación australiana de exenciones fiscales a las producciones cinematográficas hicieron cada vez más antipática Justice League: Mortal a los ejecutivos de Hollywood, y el proyecto acabó cancelándose. Y, aunque siempre nos preguntaremos qué habría podido hacer (en el caso de que le hubiesen dejado, que ésa es otra historia) con los personajes de DC el director de la última legítima película de acción, con permiso de John Wick, que hemos visto en años (Mad Max: Fury Road), al menos nos han quedado un par de fotos de Megan Ghale como Diana. Limpiaos las babas:

¡Arfs, arfds!
Sigue siendo una gozada ver algo así. Sobre todo porque, cuatro años más tarde, la Wonder Woman que intentaron vendernos era esto:
WTFFFFFFFFFF????!!!!
Repito, esto:
Atchon burike!
Cuando lo que George Miller nos prometía era esto otro:

¡Más arfs, arfs, aaaaarfs!
¡Pero... joder (y nunca mejor dicho), si hasta la Wonder Woman porno de Kimberly Kane, rodada en 2015, tenía mejor presencia y un vestuario mucho más digno!:

Cochiner Cochinan.
Adrianne Palicki nunca llegó a ser Diana de Themyscira, porque el piloto de la serie de televisión que iba a interpretar era tan dolorosamente malo que la gente se sacaba los globos oculares con cucharas de helado antes de los diez primeros minutos. Circula por ahí una copia de trabajo a la que todavía le faltan por pulir los últimos efectos especiales (sobre todo borrar cables y poner destellos y fogonazos hechos por ordenador, y mierdas así). Acepta el consejo de un anciano con dos ojos de cristal: si te ofrecen una copia de ese capítulo piloto inconcluso huye y no mires atrás.

¡HUYE!


De nada.

Mi chica.
Sí, por increíble que parezca, hasta la llegada de Gal Gadot, la imagen más poderosa, la más creíble de Wonder Woman, nos la proporcionó su versión gorrina.
(Que no, que no hemos visto. Hay que trazar la raya en algún punto.)
Con todo lo arriba expuesto, no te extrañará que me esté defecando en las bragas a cuenta de Alita y la próxima película de X-Men. ¡Que hemos visto lo que hicieron con X-Men Apocalipsis! ¡Uno de los villanos más temibles del universo Marvel, y la peli que lleva su nombre parece un mal viaje de ácido durante un pase de prueba de los Power Rangers!
A Alita le han hecho los ojazos por ordenador.

Por ordenador.

¡Joder! ¿No habrá actrices con rostro dulce y los ojos grandes? ¿No estaba disponible Goll... Amanda Seyfried?
Ella.
Y Sophie Turner nos pone un montón (es nuestro tipo de pelirroja, o sea las paliduchas sexys, no las traslúcidas tripa de pescado ni las Galaxia de Pecas) desde los primeros capítulos de Juego de Tronos, y esas primeras imágenes suyas Photoshopeada como Fénix nos hacen salivar... pero ¿tenemos derecho a fiarnos de Hollywood, después de ver lo que hicieron con el personaje en X-Men: The last stand?
Para variar, no me extenderé mucho más. Esperaré a ver ambas películas antes de seguir destripándolas, si es que sobrevivo a la experiencia.

Pero mis cagaleras no terminarán aquí, me temo.
Magyk, o sea Illyana, o sea uno de los componentes de los Nuevos Mutantes.
Se han atrevido con Los Nuevos Mutantes. Y aunque Anya Taylor-Joy es clavada a Illyiana, ¡clavada!, me sigo yendo de vareta.
(¡Mira! ¡Otra actriz con ojazos enormes! ¡Y la he encontrado con nada de esfuerzo!) 

Y esperan en la cola de salida Black Panther, Ant-man and The Wasp, Avengers: Infinity War, Aquaman, Venom, otra de Spiderman todavía sin título, Capitán Marvel, Shazam, una más de los Vengadores...

Quisiera despedirme con una última reflexión:

¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!

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(15-II-2018) 
 
Fe de ratas: He cambiado a Mira Sorvino por Marisa Tomei. ¡Que parece mentira que nadie se haya dado cuenta!

domingo, 19 de noviembre de 2017

¡Detente, Gafapasta! Manifiesto por una cultura no clasista

Varias veces me he quejado en esta bitácora de la estúpida y condescendiente actitud elitista de algunos apóstoles de la cultura; generalmente los más ignorantes, los enanos mentales que han memorizado dos o tres citas en lenguas muertas y que reverencian a autores ignotos (a quienes en secreto son incapaces de comprender, si es que se han tomado la molestia de leerlos), por la única razón de que nadie más los conoce ni los reivindica.

El Arte es una herramienta de comunicación, una creación humana, dirigida a seres humanos; así pues, el Arte, como cualquier otro lenguaje, debería ser accesible a todo ser humano. Todos podemos aprender un idioma extranjero, aunque algunos lo hablen de corrido y otros sean incapaces de depurar su acento. Del mismo modo, todo Arte es accesible... o no es Arte.

La pretensión de algunos cínicos de reducir el Arte a coto privado de una minoría, un pequeño club en el cual solo se admita a los más inteligentes, los más leídos y cultos, es más que falaz: es despreciable.
(Para profundizar en este tema, te remito aquí.)
De ese mismo sentimiento clasista surge el hipstérico desprecio a formas de cultura no incluidas en el canon clásico o favorecidas por el gusto del público. Es la actitud de quienes detestan a John Grisham por ser John Grisham. Es la reacción de quienes arremetieron contra el cine porque iba a aniquilar el teatro, de los que años más tarde atacaron a la televisión, que iba a acogotar al cine, y de los que ahora arremeten contra Internet, que va a destruir a la humanidad.
Miserias del cine: cuando a los negros no les permitían ni interpretar papeles de negro.
Los medios de comunicación modernos: la televisión, el cine, Internet... permiten que el Arte llegue a un público mayor. Y la reacción de algunos espíritus liliputienses, que han buscado en el Arte, en la Cultura, un nicho selecto en el cual su patente mediocridad y flagrante ignorancia no sean tan evidentes, es la de arremetar contra la difusión del Arte, demonizar la democratización de la Cultura. Son peces pequeños que no quieren que los muden a una pecera nueva, más grande, donde cabrán muchos otros peces y alguno de ellos, ¡glups!, podría ser mayor y mas bonito que ellos.
(No voy a recordar aquí la reacción de los amanuenses medievales cuando se inventó la imprenta de tipos móviles. Ríase usted de la vendetta entre la familia Corleone y la familia Tattaglia.)
«O le ponemos remedio a esto o me quedo sin chollo.»
Como asiduo, en mis tiempos de estudiante, a galerías de arte y festivales de cine... Bueno, es que si empiezo a contar las historias de terror que viví en aquellos años, no acabo. No os imagináis, amados lectores, los extremos de perplejidad a los que puede llegar un antropoide cuando, al término de una proyección de... qué se yo, Ordet, de Dreyer, por poner un ejemplo, oye los comentarios de la media docena de despistados que comparten sala con él.
«Los subtítulos estaban como el culo», dice el que no habla ni puta papa de danés.

«Es una crítica descarnada al fanatismo religioso de las naciones nórdicas», dice el que se durmió durante los créditos iniciales.

«Yo creo que está mucho mejor Vampyr», dice el que no ha visto Vampyr, porque es muda.

Y sigue y sigue...
Y esto es lo que merecen todos ellos. En la punta del carallo.
Este fenómeno alucinante podría ser el caramelo envenenado de la Era Posmo (pronúciese pousmou, de «pousmoudernou»), en la que se entronizó la mediocridad y se escupió sobre la inteligencia y la sensibilidad. El «Arte», entre comillas, ya estaba al alcance de todos sin esfuerzo, sensibilidad ni talento; así que todo el mundo se creía con derecho a opinar sobre el tema y a que su parecer fuese validado como el Evangelio, aunque ese veredicto revelase una ignorancia palmaria, equiparable al cretinismo borderline, o estuviese en abierta contradicción con la realidad, el sentido común, el buen gusto o la opinión que ese mismo pichardo acababa de sostener y defender cinco minutos antes.

Como ese «Arte» estaba vacío, cualquiera podía llenarlo con sus prejuicios, sus ideas estereotipadas, sus pollardías mentales. Y de eso se trataba: de crear un molde lo bastante flexible para que cualquier inútil pudiese encajar en él. Para que nadie se sintiese intimidado por un poema de Blake, un grabado de Durero, una  acuarela de Turner, un mármol de Bernini; para que nadie volviese a pensar, humillado y herido en su orgullo, «¡Hostia puta, esto no lo hago yo ni en mil años!».

La reacción a esta ignominia tomó una forma, a veces extrema, de provincianismo. Un grupo de gilipuertas desubicados creyó su deber emprender una cruzada que el Arte no necesitaba (ha sobrevivido sin ayuda durante miles de años), que nadie les había pedido; pero que podría ser muy digna y obtener buenos resultados de no ser por el fanatismo y desprecio de sus paladines, especie de toros erguidos que arremeten como Miuras cuando creen ver un paño rojo; y el paño rojo es, en este caso, cualquier insinuación de que el Arte o la Cultura pueden salirse de las estrechas casillas dentro de las cuales ellos las han aprisionado.

No quiero ni pensar qué opinaría alguno de estos botarates gafapastas de Paratroopersdon'tdie; ¿una bitácora donde se habla de cine y libros con abierta promiscuidad, se reverencia a Stephen King, se publican más fotos de Sara Sampaio ligerita de ropa que retratos de popes de la novela decimonónica o facsímiles de portadas de Chaucer y que, y esto ya es el colmo, se permite darle consejos literarios a esa ramera advenediza de Sasha Grey, que por haber escrito un libro malísimo ya cree que no le huele más el aliento a cipote?
La inevitable foto de nuestra madrina.
Y no quiero ni pensarlo porque en realidad no pienso en ello y, además, me suda medio huevo.

Dudo mucho que alguno de esos botarates arriba citados sepa siquiera como utilizar un ordenador, y si aprendiesen estoy seguro de que nunca leerían Paratroopersdon'tdie. «¿Leer en la pantalla de un ordenador? ¿Qué somos? ¿Animales?»

Pero las leyes del azar existen. Así que hay una probabilidad, siquiera pequeña, de que Gafapasto Pedántez acabe, por accidente, dando con esta pequeña, humilde e intrascendente bitácora. Y yo no puedo desperdiciar esa oportunidad de causarle una apoplejía. Ya que no puedo exterminarlos en masa, intentaré el mismo resultado yendo uno por uno, aunque me lleve más tiempo.

Así pues, queridos lectores, me dirijo a todos aquellos a los que alguna vez han mirado por encima del hombro mientras hojeaban un Spiderman, dirigido un desdeñoso chasquido de lengua mientras comentaban el último capítulo de Juego de tronos (la serie de televisión, no el libro) o una mueca despectiva tras haberse declarado fans de Ken Follet.

«¿Cómo que nunca has leído a Mariki? ¿Qué eres? ¿Un fascista?»
(Única respuesta admisible para una pichorrez de este calibre: «No, nunca he leído a Mariki; pero estoy completamente seguro que es casi indistinguible de Bujarronovich, al que tampoco he leído.»)
Señoras y señores: va por ustedes. 

En peores plazas hemos toreado.
Tal y como yo lo entiendo, todos empezamos siendo «lectores» y «narradores». En nuestros juegos infantiles nos inventamos un relato, asumimos roles, transmitimos un mensaje. Con los años, nos apoltronamos y pasamos a ser meros lectores. Sujetos pasivos, aplastados por la molicie de unos gobernantes que nos quieren así, que fomentan esa pereza de consumidor de teletienda para hacernos olvidar que tenemos opciones, que podemos administrar de otra manera nuestro tiempo y energías, que podemos apagar el televisor, el router, ¡votar a otros partidos! ¡Abstenernos!

En el proceso, hemos perdido la mitad de nuestra alma.

Pero algunos de nosotros seguimos siendo niños y lo seremos toda la vida.

No hemos permitido que asesinasen nuestra imaginación. No hemos renunciado al asombro. No nos hemos dejado reducir a la vil condición de espectadores.

Para nosotros, los niños que ya peinamos canas, existe un Arte que nos convierte a todos en protagonistas, una forma de narración interactiva de la que disfrutamos hace muchos años, a la que defendemos siempre que la vemos atacada y con la que pretendemos reducir, desde esta bitácora, la población de culturetas desdeñosos.
Baja alta tecnología.
Este Arte no conoce más límites que los de su técnica en perpetua e imparable evolución; mueve legiones por todo el mundo, recauda ya más que todos los estrenos de Hollywood en un buen año, juntos; es vehículo de Cultura, une en empresas comunes a personas de los cuatro puntos cardinales e incluso se ha empleado como recurso pedagógico y terapéutico, con excelentes resultados.

A través de dicho Arte he participado de la historia de la Humanidad, desde la cavernas a la Era Industrial; he viajado al Japón feudal y participado en la guerra civil que desembocó en el shogunato, y muerto, y renacido, más sabio, y retomado la lucha.

Amo y respeto este Arte denostado por la aristocracia cultural y vilipendiado por los hipsters reaccionarios porque, como los buenos libros, como las buenas películas, este Arte me permite vivir otras vidas, habitar otros cuerpos, amar a otras personas que tal vez nunca existieron, o que murieron hace tiempo.

Este Arte me transporta a estrellas remotas donde combato a amenazas alienígenas surgidas de la órbita de un agujero negro, me convierte en el mejor ninja de la provincia y me permite explorar, por la promesa de un tesoro, húmedas mazmorras llenas de peligros, con el ánimo tenso ante la posibilidad de despertar a un dragón.

He combatido a Drácula en su propio castillo. Y perdí. Y resucité. Y regresé una y otra vez, hasta derrotarle.
¿Cuánto paga de contribución este tío?
Vi a una raza de máquinas arrasar mi planeta natal. Y juré por lo más sagrado que volvería con refuerzos y los reventaría a hostias, aunque me costase la vida.

Y volví.

Y los reventé a hostias.

Y me costó la vida.

Y regresé. Una y otra vez. Una y otra vez.

Una y otra vez.
Lo de McArthur, en comparación, parece un flato.
Detuve una invasión infernal en Marte. Vencí al Imperio Galáctico. Conseguí salir vivo de aquella siniestra mansión llena de horrores. Detuve una Ruina. Custodié al camarada que plantó la bandera con la hoz y el martillo en el tejado del Reichstag y contemplé Berlín en ruinas, antaño capital de la luz y la ciencia, más tarde templo del odio y la muerte, y ahora humeante mausoleo del fascismo.

Sí, has leído bien: de no ser por mí, la bandera con la hoz y el martillo jamás habría flameado en el tejado del Reichstag.

No lo vi en una pantalla.

No me lo contaron.

Lo hice.

Y todavía me estremezco al recordarlo. 
He sido un rechoncho y estereotipado fontanero italiano, un rudo mercenario envuelto en una conspiración internacional, la única superespía capaz de interponerse entre la Tierra y una invasión alienígena; he conquistado Roma, he salvado Hyrule, he conseguido el grado N7 del curso de Fuerzas Especiales y vestido con dignidad el manto del Señor de la Noche.
Sí, has oído bien: yo soy Batman.

Ah, amigo gafapasta, al fin lo pillas.

Pretendo provocarte una hernia cerebral afirmando que los videojuegos también son Arte.

Y soy capaz de tal osadía porque no he permitido que asesinasen mi imaginación. No he renunciado al asombro. No me he dejado reducir a la vil condición de espectador.

Por eso escribo. Y por esa misma razón también juego a videojuegos; esa nueva herramienta narrativa que me convierte en personaje, en protagonista, en héroe; como durante mis juegos de niño.

Tal vez, amigo gapasta, entre dosis y dosis de anticonvulsivos quieras expresarme tu discrepancia; contundentemente.

Que sepas que estoy más que dispuesto a recibirte, y a recibirte bien.

Pero tendrás que ser tú el que venga a por mí.
Creo que esta rave se nos ha ido un poco de las manos.
Búscame en los tejados de Gotham. Búscame en la primera mazmorra a la izquierda. Búscame entre los dalishanos de Thedas. Búscame en en el frente más reñido del cerco de Stalingrado. Y, si no estoy en ninguno de esos sitios, mira al cielo nocturno y tal vez veas la estela de mi Normandía en maniobra de inserción orbital.

Allí o en otra parte estaré; portando la antorcha de la civilización, dando mi vida por la justicia, rescatando a la princesa de las mazmorras del rey de los koopas, matando dragones, desfaciendo entuertos, pisoteando tesoros, salvando la galaxia; porque yo soy Mario, soy Shepard, soy Belmont, Soap, Snake, Cloud, ¡soy Batman!, y lo seré una y otra vez.

Una y otra vez. 

Una y otra vez.

Una

y

otra

vez.