viernes, 30 de junio de 2023

Una forma como cualquier otra de morirse de hambre (I)

Kevin Costner tenía un amigo que era un puto rompecojones. El amigo de Kevin Costner quería ser guionista de cine y, a fin de conseguirlo, estudió periodismo en la universidad de Nuevo México y luego tomó clases en una escuela de cine en Berkeley, California. En los años 70, el amigo de Kevin Costner se mudó a Los Ángeles y empezó a mover sus textos entre estudios, agentes y productores.

Meter la punta del pie en la puerta de la industria cinematográfica no ha sido fácil nunca, y tampoco lo era en las décadas de los 70 y los 80 (siempre ha sido más fácil meter la punta del carallo). De todos sus guiones, el amigo de
Kevin Costner sólo logró que le produjesen uno: Diabólica jugada, de 1983, dirigida por el debutante Jim Wilson y protagonizada por el propio Kevin Costner, Andra Millian y Eve Lilith.


Fue durante ese rodaje que el aspirante a guionista se ganó la amistad de
Kevin Costner, que por aquel entonces también estaba en los inicios de su carrera (¿Dónde dices que vas? y Silverado son de 1985 y Los intocables de Eliot Ness y No hay salida son del 87) y que, impresionado por la calidad de la prosa de su nuevo amigo, le animó a seguir escribiendo y presentando guiones a los grandes estudios.

La carrera cinematográfica y la popularidad de
Kevin Costner no dejaba de crecer y crecer con títulos como Los búfalos de Durham, Campo de sueños, Revenge... mientras que la de su amigo escritor se había estancado o, simplemente, no iba a ninguna parte. Kevin Costner, ya un actor consagrado, intentaba ayudar a su amigo, le conseguía reuniones con productores, le pasaba los teléfonos de sus contactos, pero el amigo de Kevin Costner no era capaz de sacar partido de esas ventajas; llegaba a la oficina de un director y le acusaba de hacer películas de mierda, llamaba ignorantes a productores que llevaban veinte años en el negocio, desdeñaba y menospreciaba los largometrajes que se estaban estrenando en aquellos años. La gente llamaba a Kevin Costner, ofendida, «Hostia, Kevin, tío; ¿de dónde has sacado a este gilipollas? ¿Por qué le has dado mi número? ¿Es que me odias?»

Un día,
Kevin Costner perdió la paciencia. Su amigo comenzó a quejarse de que la gente en Hollywood había perdido la capacidad de reconocer un buen guion, y empezó a echar coloquial mierda sobre algunos amigos de Kevin Costner, que se levantó de su silla, le echó las manos al pecho a su amigo, lo pegó a la pared y le dijo «¡Cállate la puta boca! ¡Si tanto odias los guiones, deja de escribir guiones!»

Sorprendentemente, este episodio no arruinó la amistad que unía a Kevin Costner y su amigo el guionista. Algún tiempo después, este escritor incomprendido llamó a la puerta de
Kevin Costner con la mayor humildad y le confesó que se había quedado sin un centavo y sin un techo sobre su cabeza. Le pidió a Kevin Costner que lo alojase durante un tiempo, ya sabes, hasta que volviese a caer de pie. Kevin lo envió al cuarto de invitados (a Cindy Silva, la esposa de Costner por aquel entonces y madre de sus dos hijas mayores, no le hizo ni puñetera gracia). «Por cierto, estoy escribiendo una cosa», le dijo el amigo de Kevin Costner. «Me importa un huevo», contestó Kevin Costner, palabra arriba, palabra abajo. Y, durante un mes y medio, dos meses en los que prácticamente sólo se veían a las horas de las comidas, cada noche el amigo de Kevin Costner le decía, «¿Puedo leerte lo que tengo?» Y Kevin Costner le respondía «No». El amigo de Kevin Costner se pasaba el día entero escribiendo, bebiéndose la cerveza de Kevin Costner y el café de Kevin Costner, comiéndose los bagels de Kevin Costner y poniendo a prueba la paciencia de la esposa de Kevin Costner.

La tensión se fue acumulando hasta que la mujer de
Kevin Costner le dijo a su marido: «Ponlo de patitas en la calle». «¿Por qué? ¿Qué ha hecho?», dijo Kevin Costner. «Está en calzoncillos, en la cama de nuestra hija de cuatro años, leyéndole no sé qué mierda».

Kevin Costner le leyó la cartilla a su amigo y le dijo que aquello ya era pasarse pero mucho de la raya. Pero tampoco quiso ponerlo en la acera, sino que le consiguió cama, tresillo, perrera, lo que fuese, en casa de un colega. El amigo de Kevin Costner se mudó, dejando atrás una copia del texto en el que había estado trabajando, pero, ya fuese porque la esposa de su nuevo anfitrión era tan tolerante o porque el amigo de Kevin Costner ya no se sentía cómodo abusando de la generosidad de otros, en tres meses había decidido mandar a tomar por culo la industria del cine y puso rumbo a Bisbee, Arizona, en busca de trabajo. Cualquier trabajo.

El problema de buscar trabajo, cualquier trabajo, es que acabas encontrando cualquier trabajo. Y lo digo por experiencia. El amigo de
Kevin Costner acabó trabajando en un rancho, matando mapaches a tiros, y lavando platos en un restaurante chino. Y aun así, sus dos sueldos no le alcanzaban más que para dormir en su coche. Cada cierto tiempo descolgaba el teléfono de una cabina pública, supongo, y llamaba a su amigo a Hollywood. «Eh, Kevin, ¿cómo va todo? ¿Te has leído eso?», a lo que Kevin Costner, muy diplomáticamente, contestaba siempre «¡Vete a la mierda!» Este intercambio se prolongó durante un tiempo. El amigo de Kevin Costner llamaba, preguntaba a Kevin Costner si había leído su último trabajo y Kevin lo mandaba a cagar. Cuando llegó el frío, el amigo de Kevin Costner le confesó que lo pasaba fatal por las noches y Kevin le envió unos sacos de dormir de esos calentitos. «Muchas gracias, Kevin. Eres un capo. Por cierto, ¿has leído aquello?». «¡Que no, joder!» Así que el amigo de Kevin Costner se volvió a enfilar mapaches en un rancho y despegar restos de pollo Kung-Pao de los platos y a soñar con el día en que alguien inventase algo llamado Internet para poder distraer su miserable existencia descargándose atchonburísticos memes de allí.

Finalmente,
Kevin Costner se leyó el documento de su amigo el palizas. Y quedó fascinado. Corrió al teléfono y le dijo más o menos «Mira, tío, no sé cómo lo vamos a hacer. Sólo tengo 26 000 dólares en el banco, pero vuelve inmediatamente a casa. Vamos a convertir tu historia en una película».

El amigo de
Kevin Costner era el escritor y guionista Michael Lennox Blake y el texto en cuestión era un spec script  titulado Bailando con lobos, que, convertido en novela en 1988, vendió más de tres millones y medio de ejemplares y fue traducida a 15 idiomas y cuya adaptación para la pantalla, producida, dirigida y protagonizada por Kevin Costner en 1990, ganó el Óscar al Mejor guion adaptado, además de los galardones a Mejor película, Mejor Fotografía, Mejor montaje, Mejor banda sonora, Mejor sonido y Mejor dirección e hizo más de cuatrocientos millones de dólares en taquilla con un presupuesto de sólo 22 millones.
(«Guion especulativo» o «guion de venta» es un tipo de documento que presenta los personajes y desarrolla la historia que más tarde podría convertirse en un guion cinematográfico propiamente dicho si un estudio está dispuesto a comprarlo. Digamos que el spec script se centra en la acción y los diálogos y prescinde de las acotaciones para los actores, las indicaciones para el técnico de cámara y todas las demás notas técnicas que caracterizan al guion «técnico» o «de producción». Spec scripts que fueron luego transformados en películas son Thelma & Louise, que la MGM le compró a Callie Khouri por 500 000 de dólares en 1990 y con el que Ridley Scott firmó una de sus películas más aburridas; la maravillosa El indomable Will Hunting de Matt Damon y Ben Affleck, adquirido por Miramax en 1994 por 675 000 dólares que Ben y Matt se fundieron en tiempo récord y dirigida magistralmente por Gus van Sant, y American Beauty, escrito por Alan Ball, vendido a DreamWorks por una cantidad de dinero que no he podido determinar y entregado a Sam Mendes, que lo convirtió en su carta de presentación para la industria cinematográfica).
Todos hemos querido alguna vez hacer esto.

La generosidad, bonhomía y lealtad de
Kevin Costner para con sus amigos (sus ex esposas podrían contar otra historia) es legendaria en Hollywood. También apadrinó a Whitney Houston y aceptó compartir con ella el protagonismo en El guardaespaldas, otro de los grandes éxitos de su carrera. Whitney Houston, por aquel entonces una estrella consolidada de la música pop, no tenía ninguna experiencia dramática en un proyecto como éste más allá de sus vídeos musicales y algún que otro cameo en series televisivas. Jamás había sido la actriz principal de un largometraje. No tenía ninguna formación dramática. Pero Kevin Costner lo tenía claro: si alguien debía interpretar a Rachel Marron en este guion que llevaba rebotando de despacho en despacho por todo Hollywood desde los tiempos en los que se barajaban para los dos papeles protagónicos los nombres de Diana Ross y Steve McQueen, esa persona era Whitney Houston. «O la contratáis a ella o no hago la película», dijo Costner al estudio. «Sí, ya sé que no tiene experiencia. Sí, claro que me he dado cuenta de que es negra. ¿Y?».

Whitney Houston estaba muy ilusionada con la idea.

Y aterrorizada. Sobre los hombros de su personaje recaía el peso de literalmente todo el largometraje. Si no conseguía dar la talla, el proyecto estaba condenado. Si Kevin y Whitney no lograban convencer al público de que sus personajes estaban enamorados, la película sería un fracaso. Pero
Kevin Costner estaba tan convencido de que ella, y no otra, debía interpretar a Rachel Marron, que le dijo que el papel sería para ella aunque en mitad de la audición se cayese al suelo convulsionando y hablando en lenguas muertas. Tan convencido estaba Costner de su elección que cuando se anunció la fecha de rodaje y Whitney, desolada, le llamó para decirle «Kevin, cariño, no voy a poder hacer el papel. En esas fechas empiezo una gira», a lo que Costner respondió: «No hay problema». Y pospuso el rodaje un año.
(Espóiler: a los productores no les hizo ni puta gracia).
Los productores teniendo un patatús.

Whitney consiguió el papel, y
Kevin Costner se convirtió en su protector delante y detrás de la cámara. Durante todo el rodaje de El guardaespaldas, Kevin le reiteró a su compañera de rodaje que bajo ningún concepto iba a permitir que hiciese el ridículo. Se comprometió personalmente en mantener a su compañera centrada, segura de sí misma y arropada. Kevin Costner sabía, de alguna manera misteriosa, instintiva, que Whitney Houston tenía todo lo necesario para brillar como actriz de cine, y no sólo aceptó ser desplazado en el largometraje a un segundo plano, sino que se tomó como una misión sagrada asegurarse de que hacía cuanto estuviese en su mano para avivar la llama de Houston como actriz.
(La del póster de la película es una doble, no la propia Whitney, que ya había rodado sus escenas del día y vuelto a casa cuando alguien decidió que era un buen momento para sacar las fotos. A los productores tampoco les hizo gracia que en el cartel promocional no se viese la cara a la co-protagonista. Hicieron algunos montajes poniendo la cara de Whitney en el cuerpo de la doble, pero además de quedar como el culo se cargaban la fuerza dramática de esa primera fotografía, el lenguaje corporal de una mujer aterrorizada que se aferra a su campeón con fe ciega. Con dientes apretados, el estudio acabó aceptando la primera foto para el póster).

El resultado, a menos que hayas nacido ayer, querido lector, es ya historia del cine: los mismos críticos que habían emitido porcinos gruñidos desdeñosos cuando se anunció el reparto de El guardaespaldas FLIPARON con la actuación de Whitney Houston. El público respaldó MASIVAMENTE el largometraje (presupuesto de unos 25 millones, 16.611.793 millones de recaudación en su primer fin de semana y un total de más de 400 millones en taquillas de todo el mundo) y el tema musical central de la película, una versión del I Will Always Love You de 1974 grabado por Dolly Parton y versionado para El guardaespaldas por la propia Whitney, una canción que el estudio ni siquiera quería que fuese el tema principal de la cinta, se convirtió en el single de una intérprete femenina más vendido de la historia y uno de los más vendidos de todos los tiempos. En aquel puñetero invierno del 92 no podías ir a ninguna parte sin oírlo a todo volumen.
(Dolly Parton se quedó absolutamente abrumada cuando oyó la versión de Houston. Iba conduciendo de camino a casa, con la radio encendida, y tuvo que parar en el arcén porque no podía creerse lo que estaba oyendo. La pobre Parton pensó que le iba a dar un infarto. Era su canción, pero ya no lo era. Whitney Houston la había hecho suya. Whitney había cogido una joya en bruto y la había convertido en el Koh-i-noor. "She just made it so much more than that it would have ever been... It was a thrill and a joy as a songwriter. I don't think I'll ever have a greater thirll. Ever").
¡Y la química entre estos dos! ¡Buf! ¡Llamaradas brotaban entre ellos!

Whitney Houston jamás habría conseguido el papel de Rachel Marron sin el patrocinio de
Kevin Costner. Y, aunque después tuvo papeles en otros títulos (Esperando un respiro, La mujer del predicador...), con diversa acogida de crítica y público, su rostro, su imagen, su voz privilegiada y su versión del I Will Always Love You no sólo quedaron asociadas de tal manera a su persona en la mente del público que es absolutamente imposible desligarlas, sino que su desempeño en El guardaespaldas alcanzó tales cimas de profesionalidad, sensibilidad, sacrificio y energía que podría decirse, sin temor a hacer arquear ninguna ceja, que el debut en la gran pantalla de la diva del pop fue, al mismo tiempo, su canto del cisne como actriz.
(La amistad entre Kevin Costner y Whitney Houston no terminó tras el rodaje y promoción de la película que protagonizaron juntos. Kevin fue uno de los testigos impotentes del deterioro físico, mental y emocional de Houston, provocado por sus adicciones. Intentó numerosas veces extender de nuevo sobre ella sus alas protectoras, arrancarla de su inexorable descenso hacia la muerte. Derrotado, sólo pudo ya leer una emotiva elegía  durante los funerales de Whitney, fallecida en 2012 por ahogamiento accidental tras sufrir un paro cardíaco relacionado con el consumo de crack. Si pinchas en el enlace, ya te prevengo, prepara pañuelos).

Pero de lo que quiero hablar ahora es del caso de Michael Blake. Él es el McGuffin de la presente entrada del Paratroopers.

Michael Blake quería ser guionista. Era un buen escritor, pero la diplomacia no se le daba particularmente bien. No sentía ningún respeto por los productores, actores y directores que podrían convertir sus historias en películas, y en algunos casos, no lo dudamos, por buenas razones; pero su actitud le hizo ganarse una reputación de autor difícil con el que nadie quería trabajar. Había conseguido vender un guion que se había rodado y estrenado, y con eso creyó que había anotado el primero de muchos triples, pero aquel primer éxito no se tradujo en una larga y fructífera carrera. Michael Blake aprendió de la peor de las maneras que una venta no te garantiza la siguiente. Que cada guion, cada libro, hay que pelearlo como si fuese el primero y el último.

Después del estreno de Diabólica jugada, Blake creía haber comprado el derecho a que le comprasen sus futuros guiones. Se equivocaba. Creyó que a partir de ese momento podría dedicarse a tiempo completo a escribir para el cine y la televisión, y ser remunerado por ello. También se equivocaba. Después de quemar todos sus contactos y sablear a todos sus amigos, acabó Johnwickeando mapaches en un rancho y lavando platos en un restaurante chino de Arizona, preguntándose dónde habían acabado sus sueños de gloria.

En el momento en que Michael Blake se helaba los cojones en su coche, preguntándose si el cabrón de FedEx le había robado los sacos de dormir Everest-Rated enviados desde la soleada California por su amigo
Kevin Costner, había alcanzado una dolorosa epifanía: la inmensa mayoría de escritores no pueden vivir de escribir.

Lo repetiré, por si no lo has leído bien.

La inmensa mayoría de escritores no pueden vivir de escribir.

Michael Blake quería escribir guiones y que le pagasen por ello.

Entre Diabólica jugada y Bailando con lobos, esa posibilidad quedó automáticamente descartada. Bien porque fuesen muy malos, bien porque Blake había sido etiquetado como un borde y un bocazas, nadie quería producir sus guiones, nadie quería leerlos, joder, nadie quería reunirse con el autor sin testigos, un equipo de abogados y un par de guardaespaldas israelíes.

Michael Blake había soñado con ser guionista. Se había preparado para ello. Había dado todos los pasos correctos y vendido su primera película, soñado con dedicarse el resto de su vida profesional a escribir guiones pero, ya fuese por su mala cabeza, por mala suerte o por el alineamiento de los astros, su carrera como guionista había terminado justo después de empezar.

Esto pasa también con los escritores. La inmensa mayoría de los que empiezan un libro no lo terminan nunca. La inmensa mayoría de los libros que se terminan no se publican jamás. La inmensa mayoría de los que se publican venden entre poco y nada. Alguien con demasiado tiempo libre y no sabemos qué muestra estadística ha calculado que el escritor promedio vende unos 300 ejemplares de su obra. En toda su vida. Y ese escritor promedio es un privilegiado porque, recordemos, la inmensa mayoría de los libros publicados no llegan ni a esa  ridícula cifra de ventas.

Todos queremos vender tanto como J.K. Rowling. Todos nos creemos que para lograrlo basta con escribir ligeramente mejor que los que ponen los títulos en Antena 3.

Pero la inmensa mayoría de nosotros, no somos capaces de colocarle un ejemplar ni siquiera a todos los padres de familia de nuestra comunidad de vecinos, y no tiene nada que ver con lo bueno o lo malo que pueda ser el libro, con lo bien o mal que esté escrito, con lo interesante o aburrido que sea el argumento. Nadie sabe qué va a ser un éxito de ventas. Nadie. Los editores (o los productores de cine) son los que menos lo saben (y por eso tratan de replicar las fórmulas que le han funcionado más o menos bien a la competencia, y por eso centran todos sus esfuerzos, dedican todo su presupuesto para promoción y queman todos sus cartuchos con ése libro concreto que quizá esté escrito con el orto por un analfabeto funcional incapaz de poner de acuerdo a sus dos únicas neuronas para que no cagarse encima durante las entrevistas, pero que trata un tema o un género que lo está petando ahora mismo en Ediciones Tócamelnabo), por contradictorio que parezca. Los géneros, los estilos, las temáticas, fluctúan a lo largo del tiempo. Las novelas del oeste que devoraban nuestros padres y abuelos tienen hoy en día un público extraordinariamente reducido, si es que les queda alguno. A nadie se le ocurriría, en la actualidad, regalarle un ejemplar de La ilíada a un crío por su primera comunión, regalo que más de uno, y más de tres de mis compañeros de la EGB recibieron en aquella ocasión. No sé si alguien sigue leyendo a Asterix y Tintin, pero si es que no espero que el meteorito nos fulmine a todos de una puta vez.

Nadie sabe cómo va a cambiar el mercado editorial. Conozco a gente que creía haber metido un pie, y la pierna detrás, en la puerta del mundillo porque, en su día, les publicaron su timorato clon de Harry Potter o El señor de los anillos, su bochornoso plagio de El código da Vinci o su vomitiva fan-ficiton de 50 sombras de Grey porque era lo que se estaba vendiendo en aquellos momentos. A esa gente, hoy en día, no la recuerda ni la madre que los parió, y no han vuelto a publicar nada. Precisamente porque sólo sabían escribir, y mal, remedos del éxito de moda que, lamentablemente para ellos, acabaron en el contenedor del reciclaje cuando la gente se empezó a hartar de aquellas historias, o que eran absolutamente indistinguibles de los otros cincuenta mil truños macabeos que se publicaron al mismo tiempo que los suyos con la misma intención manifiesta de explotar el filón mientras durase.

Vivir de la escritura nunca ha sido fácil. Pero con la elefantiasis editorial actual, con la «democratización» del proceso editorial a través del libro electrónico y los portales y servicios de autoedición, el mercado del libro ha pasado de, pongamos una cifra, cinco mil libros nuevos al años a cinco mil libros al mes. Nunca antes había sido tan difícil vivir de la escritura. Nunca el mercado había estado tan diluido, atomizado y saturado. Por bien que escribas, por interesante que sea tu libro, no es ni tan siquiera una gota en el océano editorial contemporáneo. Sin una editorial que lo respalde, sin la promoción adecuada, sin una base de lectores que lo estén esperando, lo más probable es que tu obra desaparezca en los catálogos; e incluso con el apoyo de una editorial, una promoción y una base de lectores, tienes todas las papeletas para no vender suficientes ejemplares ni para comprarte un cartón de Ducados.

El talento no tiene nada que ver. El trabajo duro no garantiza el éxito. A menudo, sólo la suerte, o inconfesables maniobras clandestinas, parece explicar que Fulano de Tal haya conseguido editor o Mengana de la Frontera siga publicando año tras año cuando es más que evidente que ninguno de los dos tienen ni puñetera idea ni del ABC del escritor.

Si lo que quieres es labrarte una carrera como escritor, te repetimos el consejo que ya te dimos, amado lector, en la primera infancia de la bitácora: búscate un trabajo y escribe en tu tiempo libre.

De nada.

Hay mucha tontería romántica sobre perseguir tus sueños, sacrificarlo todo a tu pasión, no renunciar jamás a tus aspiraciones artísticas, alejar de tu lado a la gente «tóxica» que intenta meter algo de sentido común en tu dura calabaza y perseverar, perseverar, perseverar. Siempre me ha llamado mucho la atención que esos apóstoles del «no te rindas» nunca explican cómo coño vas a pagar el alquiler, llenar la nevera y hacer frente a las facturas si dedicas el 100% de tu tiempo, concentración y esfuerzo a tu sueño de convertirte en escritor, reguetonero, marionetista del Teatro Negro de Praga, lo que sea.

Michael Blake persiguió su sueño, lo sacrificó todo a su pasión, no renunció jamás a sus aspiraciones artísticas y acabó fusilando mapaches y raspando restos de chow-mei de platos baratos porque tener talento, disciplina y un macuto de historias que contar no es suficiente para garantizar el éxito como escritor. Y Michael Blake sólo volvió a Hollywood, y acabó ganando un Oscar, porque tenía un amigo llamado
Kevin Costner.

Hay varias lecciones que se pueden extraer de esta experiencia.
Ésta podría ser una de ellas.

Pero al menos hoy (que la cosa ya empieza a alcanzar longitud potato) sólo quiero centrarme en una.

Michael Blake quería ser guionista, pero como era un soberbio y un bocachancla, nadie quería leer sus guiones. Michael Blake comenzaba a verle las orejas al lobo, empezó a temer que no volvería a vender una historia, que nadie volvería a filmar un guion suyo.

Pero Michael Blake era escritor. Bueno, malo o mediopensionista, eso ahora es lo de menos. Michael Blake era escritor, y un escritor, un auténtico escritor, no puede escoger no escribir.

Así que, desesperado por no ser capaz de ganarse el pan como guionista pero imbuido de la pasión casi malsana de la escritura, Michael Blake se sentó a escribir una novela. Una novela que acabaría vendiendo 3,5 millones de ejemplares y siendo adaptada en forma de una de las mejores, más celebradas y más rentables películas de 1990. Pudo no suceder así. Aquel manuscrito pudo quedar olvidado en un cajón, abandonado atrás en el transcurso de una mudanza o arrojado sin misericordia al cubo azul del reciclaje y, repetimos, si llegó a convertirse en lo que es sólo fue debido a que un señor llamado
Kevin Costner lo leyó y dijo «quiero más mierda de ésta», pero a los efectos de la tesis de esta entrada del Paratroopersdon'tdie eso es lo de menos.
Lo de más es ella. Siempre ha sido ella. Siempre será ella.

Michael Blake quería escribir.

Y escribió.

Michael Blake quería ganarse la vida como guionista.

Pero eso había llegado a resultarle imposible.

Así que Michael Blake tomó todos sus conocimientos sobre el arte de la escritura, recurrió a toda su experiencia y escribió una historia que nadie le había pedido, que probablemente nadie se iba a rebajar a leer, no te cuento, Mamerto, de convertirla en una película. Dado que nadie le contrataba para escribir guiones, Michael Blake «se contrató» a sí mismo y escribió la historia que siempre había querido escribir.

Podría haberle salido mal.

Muy mal. De hecho, tenía un 99,99% de probabilidades en contra. Su spec script podría haber sido una mierda. La mujer de
Kevin Costner podría haber decidido desinfectar el cuarto de invitados con un lanzallamas. La copia, el archivo informático, el lo que sea que Michael Blake dejó atrás para su amigo podría haberse perdido, traspapelado, destruido accidentalmente.

Y sin embargo, ésa no es la cuestión importante, ni el leit-motiv de la presente entrada.

Michael Blake quería ser guionista.

Y acabó convertido en escritor. A la novelización de Bailando con lobos siguieron Airman Mortensen (1991), Marching to Valhalla (1996), The Holy Road (la conclusión de las aventuras del sargento John Dumbar entre los comanches, publicada en 2001) e Into the Stars (2011); la autobiografía Like a Running Dog de 2002 y los libros de no-ficción Indian Yell (2006) y Twelve the King (2009).
(También escribió al menos cuatro guiones actualmente «en desarrollo», o sea que nadie sabe todavía muy bien si se van a convertir en películas, cómo, cuándo y de la mano de quien: Winding Stair, The One, The Holy Road y Winnetou. Proyectos que el pobre de Michael Blake se quedará sin saber cómo terminan porque, lamentablemente, el escritor falleció en 2015 «tras una larga enfermedad», lo cual, en la neolengua periodística, suele significar cáncer).


Obligado por las circunstancias, Michael Blake tuvo que aparcar, hasta cierto punto, su carrera en Hollywood y reinventarse a sí mismo como escritor de los de cubierta y lomo. Y no le fue nada mal. Podría haberle salido como el culo. De hecho, desde el momento en que escoges ser escritor compras todas las putas papeletas para fracasar como tal y pasarte el resto de tu vida aullando de hambre como perro de ciego. Pero a Michael Blake le salió bien. Y de eso es de lo que va la presente entrada del Paratroopers: de cómo a veces, para sobrevivir, un escritor tiene que reciclarse en otra cosa. Con un poco de suerte, en algo que esté siquiera tangencialmente relacionado con la literatura, la escritura o el negocio editorial.

Y como esta entrada está a punto de entrar en la categoría potato, lo mejor es que hagamos un cliffhanger de los de serial dominical de los años 50 y concluyamos nuestra tesis en un próximo post.

domingo, 18 de junio de 2023

Cursed with Knowledge: El canto del cisne

Aviso para navegantes: si hay alguna forma de escribir esta entrada sin crujirte a espóilers sobre The Flash, no me he molestado de encontrarla. Así que si aún no has visto la película de Andrés Muschietti y tienes intención de verla algún día, no sigas leyendo.

El que avisa no es traidor: ESPÓILERS INMENSOS A PARTIR DE YA.


Después de ver los tráilers, tenía puestas algunas esperanzas en esta película. Vamos, que estaba «hypeado», como dicen hoy en día los gilipollas. El regreso de Michael Keaton como Batman, un argumento más que obviamente inspirado en Flashpoint y una Sasha Calle que está colosal como Supergirl me parecían motivos más que suficientes para ver esta película sin prejuicios y con unas gotillas de ilusión.

No voy a decir que sea una completa mierda. No lo es.

Pero es mucho, muchísimo menos de lo que podría haber sido. ¿El regreso de Michael Keaton (y Ben Affleck, ambos por última vez) como Batman, un argumento más que obviamente inspirado en Flashpoint y una Sasha Calle que está colosal como Supergirl? Eso y un trabajo ALUCINANTE de una Maribel Verdú a la que me sigo preguntando si en este país de mierdosos reconocemos el mérito que merece, es prácticamente lo único que salva a The Flash.

En cuanto al argumento, por si has vivido bajo una piedra los últimos diez años, amado lector, ahí va: al principio de la película, ambientada tras los eventos narrados en dos horrorosos montajes de Justice League, Barry Allen/The Flash (Ezra Miller) está ya completamente integrado en la Liga de la Justicia (aunque a veces se queja de que lo tienen «de bedel», vamos, haciendo chuminadas como salvar vidas de bebés indefensos generados por un ordenador sin anti-aliasing y contener daños a estructuras que podrían ocasionar más víctimas mientras los pesos pesados de la Liga persiguen a los malandros) y viviendo su vida de héroe. De hecho, es una celebridad como Flash; ¡hasta tiene groupies que le chillan, se ponen burras y probablemente mojan las bragas cuando lo ven por la calle! Aunque, como tantos otros superhéroes, su doble identidad le crea problemas en su día a día.

«¡Aaaaaaaaay! ¡Flashéame los óvulooooos!»

Barry tiene que lidiar con su fama y responsabilidades como The Flash y consentir que Barry Allen pague las facturas por su pluriempleo como superhéroe. Flash es respetado y querido como un héroe. Barry Allen es puteado por su jefe y ninguneado por sus colegas, en parte debido a su manía de llegar siempre tarde al curro (consecuencia de que, de camino al laburo, haya tenido que responder a una llamada de emergencia de Batman o colaborar en una misión de la Liga de la Justicia).

Además, Barry aún tiene en la cárcel a su padre (Roy Livingstone, o sea el teniente Nixon de Hermanos de sangre, ya no el Billy Crudup tanto de la Josstice como de la Zackstice League), condenado por el asesinato de su esposa, la madre de Barry (maravillosa, como siempre, Maribel Verdú en el que, puedo equivocarme pero probablemente sea su primer papel en Hollywood). Un crimen que Henry Allen niega y que su hijo sigue resistiéndose a creerle capaz de cometer. Y la última apelación de Henry Allen se desploma cuando un nuevo software de reconstrucción de vídeo es incapaz de confirmar su coartada: que estaba comprando en un supermercado cuando se cometió el asesinato.

Desesperado, Barry decide usar la Speed force para viajar al pasado (poder que descubrió durante los eventos de la Justice League y que le permitió «cambiar la historia» y dar a Supermán la oportunidad de derrotar a Darkseid), salvar la vida de su madre e impedir que su padre sea condenado por un crimen que no cometió. Un pequeño cambio, uno chiquitito, que seguro que no va a pasar nada, diga lo que diga Bruce al respecto acerca de lo peligroso que es andar jodiendo con la continuidad espacio-temporal.

Pero no le sale bien, claro, o no tendríamos película. Esa puta lata de tomate escamoteada salva la vida a Nora Allen y mantiene a Henry Allen en el lado bueno de los barrotes. Pero hace DESAPARECER de la continuidad del universo a Supermán, Wonder Woman, Cyborg y Aquamán, dejando La Tierra indefensa frente a la amenaza del ejército kryptoniano del general Zod (Michael Shannon, que antes de sentirse cómodo para aceptar el papel le pidió su bendición a Zack Snyder).

O sea, que Warner Bros. nos está colando el argumento de Flashpoint, miniserie de 2011 firmada por Geoff Johns, Andy Kubert, Jesse Delperdang y Sandra Hope. Y confía que no nos demos cuenta.

Pero sólo nos lo están colando un poco (el argumento es el mismo, la trama del cómic es mucho más compleja, oscura e interesante; con un Thomas Wayne convertido en señor del crimen organizado de Gotham y sanguinario vengador enmascarado después del asesinato de su hijo Bruce, muerte que llevó a su esposa Martha, desfigurada por un balazo y traumatizada por la muerte de su hijo, a convertirse en El Joker; y eso no es ni la mitad de la historia, que entre otras cosas tenemos una guerra entre las amazonas lideradas por Diana y el Atlantis gobernado por Arthur Curry/Aquaman).

The Flash es un Flashpoint mal hecho. Y lo sé porque esa miniserie (expandida luego en otros cómics del mismo universo alternativo) ya fue adaptada
en 2013 en forma de película de animación bajo el título de La Liga de la Justicia: La Paradoja Flashpoint.
Película de 2013 que es mejor, mucho mejor de lo que lo ha sido esta The Flash.
(Aunque, afrontémoslo: para filmar Flashpoint tal y como fue escrita no sé yo si llegarían los doscientos millones de dólares que WB confiesa haberse gastado —malas lenguas dentro de la industria elevan la cifra a en torno a 350 millones— millones que probablemente nunca se recuperarán, básicamente por las mismas razones por las cuales Shazam: Fury of the Gods  y Black Adam se dejaron los piños en taquilla: porque estarían financiando el último disparo de francotirador de una iteración ya abandonada y muerta del universo cinematográfico DC que no viene de ningún lugar memorable, no va ninguna parte y, encima, está penosamente ejecutada).
La cantidad y calidad de los problemas que ha atravesado la producción de The Flash, y todos ellos anteriores, mucho anteriores y muy anteriores a la detención de Ezra Miller por asalto en segundo grado y el inicio de un rosario de procesos penales contra él por acoso sexual a menores y otros delitos, llegó a hacernos temer a los fans de los cómics que la película jamás llegaría a las pantallas.

Finalmente, después de diez años de retrasos, guiones descartados, cambios de director (siete concretamente) y una cantidad no declarada de millones de dólares invertida en reshoots, The Flash está aquí. DIEZ AÑAZOS. Eso son siete u ocho novias de Leonardo diCaprio. La verdad es que probablemente hasta él haya perdido la cuenta.

Y, lo que es justo es justo, la película es divertida, tiene un primer acto que es puro cómic o, y esto es realmente lo mejor que se puede decir de esta película, puro Warner Animation: el Batman de Ben Affleck (en su despedida del personaje) persiguiendo por las calles de Gotham a los malevos de turno mientras Flash, en la retaguardia, se emplea en salvar a las víctimas inocentes entre los pobres gothamitas que los malos han dejado atrás, y luego tarara-rara-rara-rara-ra-rara-rara-rara-ra-rara-rara-rara-rarááááááá, cameo de Wonder Woman salvando el día, cameo que me hizo morderme el labio para no gritar «¡ole tu chocho moreno!».
No. Nunca me voy a cansar de ella.

Pero a partir de ahí, la película no sabe adónde ir. Ezra Miller hace no dos, sino tres personajes con personalidades contrapuestas en The Flash, y por momentos casi consigue convencernos de que es tres personas distintas. Sasha Calle, a la que con la REPPPPPPRESENTEISHON innecesaria, intrusiva y retorcida con las que nos están bombardeando nos la podrían haber presentad como la Faladriel de The Flash, es un soplo de aire fresco que te deja con la miel en los labios y ganas de más (en puto serio, quiero más de esta chica en la piel de Kara Zor-el. ¡Joder! ¡Qué bajona! ¡Con lo bien que luce el traje y prácticamente todo lo que se ve de ella en los tráilers es lo que verás de ella en la película!).
¡Toma ya!

The Flash es divertida, pero (porque aquí nos interesamos mucho por los peros, y paso a enumerar algunos de ellos):

1. Flash, que ya era el alivio cómico, el bufón tanto de la Josstice League como, menos pero también, de la Zackstice League, ahora es el alivio cómico de su propia película.

Barry Allen, Flash, no es el protagonista de su propia película. Es el comparsa graciosillo del héroe. El tipo al que humillan, maltratan y menosprecian a lo largo de todo el metraje. Para provocar jijis y jajas en el público (¡y lo que se rieron las dos niñas que, con sus madres, vieron conmigo el estreno en la sala de provincias en la que saqué mi taquilla!; aunque también dieron un par de respingos, todo hay que decirlo). Este Barry Allen, en sus dos variantes principales (el Barry Mayor y el Barry Gilipollas), no es un protagonista. En cualquiera de sus encarnaciones en The Flash, Barry es un gag de slapstick con patas. El Barry Gilipollas anda por ahí con la boca manchada de salsa de tomate. Al Barry Mayor le rompen un diente, se lo pega con Superglue y se le cae de nuevo cuando descubre que ha vuelto a un universo en el que Batman es... juro que esa escena fue la única sorpresa de toda la película. El Gilipollas sale a correr, se le quema la ropa y queda en pelotas, aprende a entrar en fase y cae, en pelotas, al piso de su vecina; se desmaya de la impresión cuando el tipo que vive en la casa de Batman, afirma haber dejado de trabajar de Batman porque Gotham al fin es segura; ese tipo, decimos, que tiene acceso a la Batcueva de Batman y a los trastos de Batman resulta finalmente ser Batman, el muy cabrito...
¿Que quién es el protagonista, entonces?

No tengo ni idea. Debería ser Flash. Por momentos es Flash. Salvo cuando no comparte escena con el Batman de Michael Keaton o el de Ben Affleck, que se comen a Flash y se apoderan de la película, demostrando, dolorosamente, que lo que la película de The Flash realmente necesitaba para funcionar es ser una película de Batman.

¡Que quién es el protagonista, copón!

No lo sé. Técnicamente es Flash, pues es Flash el que pone en marcha la acción, el drama, el que, en un comprensible y muy humano intento por salvar la vida a su madre, arma un cipostio que ni Marty McFly y a continuación tiene que averiguar cómo arreglarlo, cómo salvar
del general Zod a un planeta Tierra al que irresponsablemente ha dejado indefenso.

El protagonista de The Flash debería ser Flash. Pero no está claro. Pasa demasiado tiempo haciendo el moñas en pantalla (necesidades del guion). Metiendo la pata. Recibiendo palos. Tropezándose con cosas. En párrafo corto: provocando carcajadas a las hijas (supongo) de las dos señoras que vieron la película conmigo el viernes pasado en una sala por lo demás completamente vacía y, supongo, a la mayor parte de los chavalines que vean esta película en los próximos días, al menos aquellos que no prefieran irse a ver Spider-Man: Across the Spider-Verse, otra película de multiversos. ¿Cuántas van ya? ¿Soy el único al que empiezan a inflarle los cojones?

El protagonista de The Flash debería ser Flash.

Pero no lo es. O no lo es todo el tiempo. O no lo es lo suficiente. Una hora de Barry Allen-adolescente y gilipollas interactuando con el Barry Allen-ligeramente más maduro pero igual de irritante es una hora de absoluto sufrimiento como espectador, tortura desahogada por las apariciones de Keaton, Affleck, Gadot (estas dos efímeras y anecdóticas) y Calle. Quizá porque Flash, o al menos el Flash de Ezra Miller, jamás fue concebido como un personaje que pudiese ser el protagonista de su propia historia, sino el comic-relief ligeramente amariconado de los tres gigachads de Supermán, Batman y Aquaman de la oscura, infrasaturada y homoerótica Justice League planeada por Zack Snyder.

Claro que a lo mejor la culpa es mía, por haber esperado más de Christina Hodson y Joby Harold. La primera es la guionista de Bumblebee, que no he visto y sobre la que no voy a opinar, pero también de ese incalificable artefacto misándrico-lisérgico de Aves de presa y la fantabulosa emancipación de Harley Quinn. El segundo tiene dos créditos como «corrector de guion»: uno en Al filo del mañana (guion original a seis manos de Christopher McQuarrie y Jez y John-Henry Butterworth) y otro en John Wick: Pacto de sangre, que tampoco es que sea un libreto de la escuela de David Mamet, Billy Wilder, Paul Schrader o Ben Hecht.

Sí, viendo los mimbres con los cuales el pobre Andrés Muschietti ha tenido que trabajar, tal vez, en lugar de quejarme, debería alegrarme de que The Flash no sea una completa mierda y al menos haga reír y provoque uno que otro sobresalto a las niñas de ocho años.

2. El CGI es malo casi todo el tiempo, muy malo el 70% del tiempo y ABOMINABLE el 50% del tiempo. La representación de la Speed force es cojonuda, pero también prácticamente lo único colosal en el apartado de efectos visuales de este largometraje. Si ya el rescate de los bebés (y del perrete de terapia; no olvidemos al perrete de terapia) en el primer acto es una puta factoría de memes (¡la firgen, qué farsos son ezos putos bebés! ¡LA FIRGEN!), el EPIC MOMENT que debería haber sido esa ojeada al multiverso en el tercer acto se convierte en una espeluznante escena de transición de PS2. Mal hecha.

El CGI del momento «baby-shower» es todavía peor al compararlo con el CGI de la acción paralela del Batman de Ben Affleck, que es totalmente sólido, convincente. Escenas de acción así hemos visto pocas mejores en películas de este género. Pero ese Christopher Reeve y esa Helen Slater de corchopán asomados a la cronobola, o como cojones se llame, donde los tres Flash (sí, he escrito «tres»; no, no es una errata) están luchando, esa escena que debería habernos arrancado una lagrimita, que debería ser conmovedora, hermosa, piadosa; está tan mal hecha que da un mal rollazo de diarrearse encima. Con prolapso. Ni el Moff Tarkin ni la Princesa Leia de Rogue One juntos daban tanta vicisitud.
Lo que pretendía la escena versus lo que consiguió.
(En esa misma escena yambién hay moñecos mal paridos del nunca filmado Supermán de Nicolas Cage que iba a dirigir Tim Burton, moñeco que es aún más horroroso que el muñegote 3D del pobre Chris Reeve; insertos del Batman del fallecido Adam West y del Supermán de George Reeves; de un Jay Garrick de Hacendado y de casi todo Cristo salvo el Batman emo de Robert Pattinson, el Superman de Dean Cain y el MEJOR Batman que ha existido jamás... Puro Fan Service que, de mal ejecutado que está, chirría como las uñas de Madame Dimitrescu en una pizarra. Es dolorosamente obvio que Warner/DC no quiso gastarse ni un céntimo más del estrictamente necesario en esta película tan largamente demorada para el que ya había adelantado una cantidad obscena de pasta; película que, lamentablemente, casi con toda seguridad ponga punto y final a la continuidad del DCU pre-James Gunn, a quien se ha contratado para hacer un «hard reset» de todo el universo cinematográfico DC, con nuevos actores y nuevas tramas, descartando todo lo malo que tenía el Snyderverso, que era casi todo, pero renunciando también a los pequeños diamantes que contenía, entre ellos el descapullante Supermán de Henry Cavill, el mejor Batman cinematográfico, con permiso de Michael Keaton, y probablemente a Gal Gadot, a la que, sospecho, de nuevo hemos visto reducida a una cabeza pegada al cuerpo de una doble de idem).
Madame Dimitrescu. Si te pisa un pie, te lisia. Si te hace una paja... bueno...
(Bola Extra: si ves The Flash en versión original y no pillas lo del «Baby Shower» de Alfred al ver caer los rorros cuando se va a la puta la maternidad del hospital, te lo explico: es un juego de palabras intraducible, al mismo tiempo «lluvia de bebés» y «muestra de bebés», o sea esa fiesta estúpida de imbéciles blancos en la que presentan a su recién nacido a la familia y amigos).

3. Iris West no pinta absolutamente nada en la acción. La reemplazas por una conversación entre Barry y Bruce, o un diálogo interior de Barry y no la echas de menos. Iris West sale
, supongo, porque había que cumplir con la cuota de minorías (actriz negra y regordeta en lo que es prácticamente otro cameo; habría que cronometrar si tiene más tiempo de pantalla que Ben Affleck, que ya lo dudo), desagraviar a la pobre Kiersey Clemons después de la siniestra escena multifálica de las salchichas flotantes en la Zackstice League o liquidar con un «cu-cú quién soy» lo que quedase de su contrato de varios años con el DCU.

¿Para qué coño sacan a ese personaje completamente desaprovechado? ¿Para darle la réplica a Flash y sugerirle la idea del viaje atrás en el tiempo? Eso podría haberlo hecho una escena de Rick y Morty o un guiño de la cobaya de Barry.

Iris West es innecesaria. No aporta nada a la película. Sobra. No suma. Resta. Narrativamente, es una rémora. Pero sale igual en la película because reasons.

4. The Flash es una película sin antagonista. Y eso es un problema. Los espectadores entendemos lo que está en juego, pero el suspense es tan etéreo como la trama de esta película. Todos los Flashes tienen el mismo objetivo inicial: impedir la muerte de Nora Allen y la injusta condena de Henry Allen. Pero no hay un villano per se en The Flash. Ni siquiera el Dark Flash (que es el Flash Gilipollas, loco después de años fracasando en salvar su línea temporal. BORRA ESA CARA DE PESETA FALSA. ¡DESDE EL SEGUNDO PÁRRAFO TE ADVERTÍ QUE HABRÍA ESPÓILERS INMENSOS!).
Eso no me lo dices en la calle.

The Flash no tiene antagonista. El antagonista de The Flash es la inevitabilidad del destino, las cosas contra las que no tenemos defensa, aquello que no podemos cambiar; que es también, a menudo, lo que nos deja las cicatrices más profundas. El «malo» de The Flash es el propio Flash mientras siga obcecado en intentar salvar a su madre, caiga quien caiga. Pero ese villano de The Flash, que es el propio Flash, acaba convertido de nuevo en un héroe cuando comprende que, para salvar a toda la población de La Tierra, tiene que dejar morir a su madre.

Barry empieza la película siendo un personaje profundamente traumatizado que, se nos insinúa, aún no ha interiorizado que su naturaleza de superhéroe conlleva la terrible dualidad de ser el producto de una desgracia personal (no hay superhéroes felices) y
al mismo tiempo la obligación de hacer cualquier sacrificio, el que sea necesario, de pagar el precio que se le exija, por doloroso que le resulte, para salvar el mundo.

Barry tiene que perder a su madre para salvar La Tierra.

Este momento conmovedor es el que mejor te muestra la gran película que The Flash podría haber sido. La terrible renuncia de Barry, la despedida entre madre e hijo parte el alma y hace que, quizá por primera vez de manera completa en toda la película, empaticemos plenamente con Barry Allen/Flash como personaje trágico, como héroe dramático. Ya no es un payaso. Ahora por fin comprende lo que le dijeron dos, nada menos que dos, Bruces: que sin sus heridas, sin la pérdida que sufrió, él no podría seguir siendo quien es. Que si su vida fuese perfecta, si su madre nunca hubiese sido asesinada, ésa no sería su vida, sería la de otro. Que intentar cambiar el pasado no trae nunca nada bueno. Que debe aceptar el dolor, reunir los pedazos de su corazón roto e intentar construir uno nuevo con ellos.

La película de The Flash no tiene un antagonista propiamente dicho y tampoco, salvo en ese momento final de renuncia y redención del Barry Allen original, transmite correctamente el peso insoportable del destino inamovible y amoral, tema procedente de la literatura clásica y común a tantos tropos del acervo cultural indoeuropeo. Mira que me revienta admitirlo, pero hasta los espartanos de 300, de Zack Snyder, que parten hacia las Termópilas sabiendo que se dirigen a su muerte y acaban, como no podía ser otra manera, esmochando todos ante una fuerza abrumadoramente superior, explotan mejor ese tema.
(Dead Man, de Jim Jarmusch y The Brave, las dos protagonizadas por Johnny Depp, también aprovechan mucho mejor el tema del destino como fuerza inexorable. O The Wicker Man, la de 1973 dirigida por Robin Hardy y protagonizada por Edward Woodward y Christopher Lee y la de 2006 dirigida por Neil LaBute y con Nicolas Cage, Ellen Burstyn y Leelee Sobieski en los papeles protagónicos. O la Juana de Arco de Dreyer e incluso la muy inferior de Luc Besson de 1999 y no sigo poniendo ejemplos que me tengo miedo).

5. Como Flash no es el protagonista de su propia película (¿alguien ha gritado «Black Widow»?), The Flash depende por completo de personajes que no son Flash y que tienen mucho más carisma, mucha más complejidad psicológica, un desarrollo más profundo y mucho más cariño del público. Los Batman de Ben Affleck y Michael Keaton SE COMEN la película. Flash/Barry (cualquiera de los Barrys) desaparece cuando cualquiera de los dos Batmans está en plano. De nuevo, como ya hemos dicho más arriba, y esto es un serio problema para una película de Flash, se le nota demasiado a este largometraje que, cuando sea mayor, quiere ser una película de Batman. Pero es que también la Supergirl de Sasha Calle, en el poco metraje que le dan («insuficiente» sería más apropiado, y además «precipitado»; el arco de evolución de este personaje es definitivamente demasiado rápido), se apodera de la acción cada vez que entra en plano.
¡Grandiosa! ¡Queremos más de ella!

Como Gal Gadot.

Como, básicamente, cualquier personaje de este largometraje que no sea Flash.

En una película de Flash, Flash sobra. El protagonista es maltratado de tal manera en su propia película que sus compañeros de reparto se lo meriendan crudo, escupen los huesos y se mondan los dientes con ellos. Y Michael Keaton es que directamente le roba la película a Ezra Miller. Ya sé que insistimos mucho en esto, pero es que no puede ser más dolorosamente obvio. Y lamentable.

Evidencia que te obliga a preguntarte por qué finalmente se decidió prescindir del cameo de Grant Gustin, de la serie de Flash del Arrowverso (serie que fracasó en seducirme y que abandoné en el tercer capítulo), con la excusa de que eso minimizaría el protagonismo del Flash de Ezra Miller, si el pobre Ezra Miller ya está prácticamente invisibilizado como protagonista por cualquiera de los demás personajes de la película. Hasta el cansino que tarda una puta hora en prepararle ese sándwich tiene más carisma que el héroe de esta película.

Y volvemos a Sasha Calle, que, insistimos, con lo poquito que sale en pantalla se apodera de la película que debería haber pertenecido a Flash. Hablando de Supergirl: existía el lógico temor de que ver a Kara Zor-el convertida en un macho castrado, una girl-boss con atributos masculinos, como la Natasha Romanoff en el MCU, como la horrorosa Jennifer Walters de Abogadaaaaa solteeeeeeraaaaa, practica muchooooo el seeeeexooooooo; o sea un gorila con vagina, que es la retorcida idea de mujer empoderada («strong female character») que tienen hoy en día los directivos de los grandes estudios y sus sumisos escritores mercenarios. Pero no. Supergirl no es Supermán ni pretende serlo. Y por eso Zod la derrota y la mata. Porque hace falta un Supermán para derrotar a Zod, y por gloriosa que esté Sasha Calle con el traje azul y la capa, que lo está; por mucha dignidad con la que lleve las mallas y la ese en el pecho, que las lleva; por hermosa y buena actriz que sea, que lo es; y por muchas ganas que tengamos de volver a verla volar sobre Metrópolis, la sorora interseccionalidad de su kryptoniano útero butleriano no le concede el poder necesario para derrotar a un enemigo con los poderes de Supermán. Y por eso palma. Junto con el Batman de Keaton.
(¡DEJA DE LLORAR! ¡TE DIJE QUE HABRÍA ESPÓILERS INMENSOS!)
6. La escena post-créditos no pinta nada y su único propósito parece ser recordarnos a todos que Warner/DC le debe al menos una película más a Jason Momoa (reescrita, remontada y demorado su estreno al menos tantas veces como The Flash), que la veremos en diciembre y que será el cierre definitivo del Snyderverso, o no, que ya no entendemos nada, que con el plato de espaguetis en que Zack Snyder convirtió el DCU, Aquaman 2 podría ser el verdadero final de su proyecto, o la primera película del Jamesgunnverso, o yo qué sé, que cada cinco minutos nos están cambiando el disco.

(Aquaman and The Lost Kingdom podría ser el último clavo en el ataúd del Snyderverso si llega a estrenarse algún día, que ya tenemos informes de gente LARGÁNDOSE en mitad de la proyección de los pases de prueba y parece que el pobre de Jason Momoa, que no se merece lo que han hecho con su personaje, ha pasado página y ahora mismo estaría completamente comprometido con Lobo que, dicen las comadres, James Gunn se está muriendo de ganas de incluir en el DCU; pero que conste que todos esos rumores estallaron por un tuit de Gunn de noviembre pasado).

7.
Venga, vamos. En serio. ¿La puta trama de una peli de superhéroes siempre tiene que ser una amenaza cósmica, la destrucción del mundo, de universos enteros, de la realidad misma?

NADIE soporta un evento cataclísmico a escala cósmica en cada puta película. NA-DI-E. La riqueza de las series Marvel de Netflix, Daredevil, Luke Cage, Jessica Jones y The Punisher era su proximidad, que facilitaba conectar con los personajes y la trama. Matt Murdock no intenta salvar el Multiverso. Sólo trata de mantener la paz y el orden en Hell's Kitchen y, si se tercia, hacerle un poquito la puñeta al crimen organizado de Nueva York. Jessica Jones no tiene otro propósito que pagar las facturas y despollar a potorrazos a Luke Cage, y si se convierte en algo parecido a una heroína es casi por accidente. Que los héroes de la ya extinta franquicia Netflix de personajes de la lista B de héroes Marvel fuesen gente (más o menos) común y corriente, absorbidos por los desafíos de la supervivencia cotidiana en sus pequeños rinconcitos del mundo, rinconcitos de los que no se mueven porque son los espacios en los que pueden realmente aportar su granito de arena a la eterna lucha del bien contra el mal, mientras los superhéroes escala Vengadores lidian con los Thanos de costumbre, era, además de un reparto casi perfecto y unas historias (a grandes rasgos) modestas pero apasionantes, las claves del innegable atractivo de estos productos.

No conviene olvidar que el primer Supermán cinematográfico en una película de gran presupuesto sólo intentaba impedir un criminal fraude inmobiliario (con armas atómicas y millones de víctimas inocentes, pero fraude inmobiliario) y que el primer Batman cinematográfico en etcétera se conformaba con intentar mantener el orden en su ciudad natal. Sacar a los personajes de su elemento y ponerlos en un escenario gigantesco, enfrentados a retos épicos fuera del alcance de sus posibilidades individuales, lo cual les obliga a buscar aliados, como Barry en esta película, aliados que con su propio carisma se acaban merendando al presunto protagonista del largometraje, es la mejor manera de hacerle un Froilán a tu película.

Aunque sólo sea porque esta obsesión por convertir toda película de superhéroes en un evento a escala galáctica es exactamante lo que todo el mundo está haciendo ya en el género; y esta sobreabundancia de contenido literalmente INDISTINGUIBLE del de la competencia hace que dichos títulos ya no parezcan especiales, ya no creen expectación entre el público, ya no se distingan unoas de otros sino que parezcan una constante repetición de la misma plantilla cuyo desarollo el espectador promedio puede predecir sin esfuerzo alguno.

Fueron necesarios cinco largometrajes: Iron Man (2008), El increíble Hulk (2008), Iron Man 2 (2010), Thor (2011) y Capitán América: el primer vengador (2011) y cuatro años antes de que llegase a nuestras pantallas el primer evento de Los Vengadores (2012) y otras DOCE películas más (Iron Man 3  de 2013, Thor: el mundo oscuro de 2013, Capitán América: el soldado de invierno de 2014, Guardianes de la galaxia de 2014, Vengadores: la era de Ultrón de 2015, Ant-Man de 2015, Capitán América: guerra civil de 2016, Doctor Strange  de 2016, Guardianes de la galaxia Volumen 2 de 2017, Spiderman: Homecoming de 2017, Thor: Raganarok de 2017 y Pantera Negra de 2018) y DIECIOCHO temporadas de series de televisión (Agentes de SHIELD temporadas 1, 2, 3, 4 y 5; Agente Carter  temporadas 1, 2;  Daredevil de Netflix temporadas 1,2 , dos temporadas de Jessica Jones; Luke Cage temporada 1, la whitewashed Puño de Hierro temporada 1 y gracias a Dios única; Los Defensores temporada 1 y probablemente última; Los inhumanos temporada 1, tan inhumanamente mala que se dice que ni siquiera llegaron a rodar todos los capítulos programados; The Punisher temporada 1 y Runaways  temporada 1) y otros SEIS años de desarrollo de universo, tramas y personajes antes del primer evento «mecagoenDiosquetodosevaalcarallo» de Vengadores: la guerra del infinito (2018).

The Flash, en 2023 (y antes que ella Batman v Superman: Dawn of Justice y dos iteraciones distintas de la Justice League) intenta llegar a su «evento Guerra del Inifinito» saltándose todos los pasos intermedios.

Eso no es un problema de los directores y guionistas de esas películas. Es una mala decisión a nivel de estudio. Es una cagada de los productores, que querían la gloria pero no el sudor. La pasta pero no el trabajo previo. La misma fidelidad que, antes del maelstrom de feminismo interseccional, empoderamiento mal entendido, racialización forzada y REPPPPPPPPRESENTEISSSSSSHON que empezó a asomar la patita en Endgame y desde entonces ha emponzoñado todos los productos Marvel/Disney, las franquicias de superhéroes de la Casa de las Ideas habían sembrado en su público, sin invertir previamente en crear esa fidelidad.

The Flash no es una película. Es el germen de una película que podría haber sido fabulosa si tuviese unos cimientos sólidos. Es divertida, especialmente, pecado que comparte con el MCU de Marvel/Disney, cuando no debería serlo (lo cual hace que los momentos dramáticos suenen como notas falsas), abusa del elemento comedia y confía demasiado en que el tirón de la nostalgia nos haga olvidar sus obvias taras narrativas y cinematográficas.


Y no, esta película no supone la absolución de Ezra Miller, que, a pesar de que le han escrito un personaje de payaso, no lo hace del todo mal. Como tampoco supone la absolución del Snyderverso. The Flash, pese a los esfuerzos de Andy Muschietti por hacernos interesante la película, es el canto del cisne del primer y fallido intento de Warner/DC por lograr con sus superhéroes lo que Marvel había conseguido con los suyos antes de que Disney empezase a joder la marrana con la franquicia. Primera iteración de un Universo Cinematográfico Compartido para DC Cómics que había derrapado por las prisas del estudio y su caprichosa decisión de confiar la arquitectura del DCU a un director tan poco a la altura del reto como lo fue Zack Snyder (a quien algunos incondicionales siguen considerando un genio maltratado e incomprendido).

The Flash es el canto del cisne del primer conato de DCU.

Un cisne con una bellísima voz, pero sólo con un lado bueno. El otro es feo de cojones.

Actualización 19.06.2023:

Con un estreno de «perezoso» en China y un primer fin de semana en el que, en Estados Unidos, derrapó detrás de Black Adam (que WB acabó descontando como un fracaso de taquilla), y en las cifras internacionales ha alcanzado los 75 millones por los pelos, y con una pérdida estimada de recaudación de casi el 36% entre el viernes de su estreno y el sábado siguiente, pintan bastos para la película dirigida por Andrés Muschietti, que no ha sido capaz de alcanzar los 155 millones por venta de entradas en su estreno que WB esperaba. No me voy a extender más sobre este tema, que ya da para potato. Es obvio que la nueva dirección de Warner quería amortizar lo que pudiese de este largometraje basado en uno de los superhéroes más queridos por nadie, recuperar al menos parte de su inversión, pagar las facturas, devolver los créditos comprometidos y centrarse en la primera película del Jamesgunnverso, Blue Beetle, otro de esos personajes que absolutamente nadie está deseando ver en una película de gran presupuesto pero a la que, por Sara Sampaio Dominátrix, le deseamos la mejor de las suertes en taquilla.