domingo, 21 de mayo de 2017

La fórmula de la Coca Cola

El precursor

En el año 1886, un ex oficial confederado, el coronel John Pemberton, boticario de vocación y morfinómano de profesión, comenzó a comercializar a través de una farmacia de Atlanta, Georgia, un refresco de su invención destinado a combatir su hábito y el de otros muchos veteranos que, para sobreponerse al dolor de las heridas recibidas durante la guerra de secesión, se habían aficionado a la leche de amapola.

Bueno, según Pemberton, su elixir no sólo era bueno para los yonquis, además curaba los trastornos gástricos, la jaqueca, los desórdenes mentales y la impotencia.

Con un par.

Le daba mucho a la aguja, pero no para hacer macramé.
(No seais muy severos con el muchacho. En su época se creía que el agua carbonatada era la panacea universal. Como antes lo habían sido las sangrías y después lo fueron el radio, las sulfamidas, el gingseng, el té verde, el ibuprofeno... y ahora la paleodieta, el veganismo, los smoothies, el crossfit...)
«¡Ya noto cómo me crece la picha!»
La bebida milagrosa de Johnny Buscavenas ha cambiado de fórmula varias veces a lo largo de su historia. Hoy en día  se compone básicamente de agua azucarada y gasificada, ácido fosfórico, cafeína, colorante y excipientes; pero la leyenda dice que, en su día, John Pemberton se fue a ver al droguero más cercano y le compró todas las mariconadas exóticas del almacén. Así, se le suponen a la primera receta del refresco extracto de nuez de cola, que suena a marranada sexuaaaaaal, y picadillo de hoja de coca, que es lo que toman los peruanos para el mal de altura y la materia prima de la principal exportación de Bolivia.

El brebaje del coronel Pemberton, por si no lo habías adivinado, probo lector, es éste:

Siempre diabeteeeeees.
No, no voy a contarte la historia de la Coca Cola. Para variar, vamos a hablar de construir relatos.

Vamos a hablar de la fórmula.

La única genuina panacea.
Dando por buena la historia referida más arriba, el coronel Pemberton se encerró en su laboratorio y probó diversas combinaciones de hierbas raras con mucho azúcar y dióxido de carbono (eso que no falte) hasta dar con su producto. Es de suponer que en el camino produjo muchos combinados difícilmente potables, no pocos de ellos directamente vomitivos y quien sabe si alguno potencialmente letal, y perdón por los tres adverbios. El pobre Pemberton la palmó joven, antes de ver cómo su Coca Cola Company se convertía en una corporación asquerosamente multimillonaria pero ¡que no! ¡Que no te voy a contar su puta vida! Cómprate el libro y tal.

La fórmula actual de la Coca Cola se mantiene en secreto, custodiada en la bóveda blindada de un banco que bla, bla, bla. Ya si eso, lo buscas en Google y te enteras de los detalles. 

Viendo el éxito del producto original, no tardaron en salirle imitadores con mayor o menor fortuna. El producto más parecido a la Coca Cola, con el cual mantiene una nada disimulada rivalidad comercial, es la Pepsi Cola. Quien quiera que haya probado ambas estará de acuerdo conmigo en que el sabor es casi indistinguible... lo cual no impide que haya gente que odia la Coca Cola pero se pirra por la Pepsi. En fin... el mundo es así. O lo tomas o te pegas un tiro.


Mi hermana la prefiere. A mí como que me da lo mismo.
Pero es que por una empresa que ha tenido más o menos éxito en hacerle la competencia a los de Coca Cola, hay mil doctores Frankenstein que han parido verdaderos monstruos.

¿Habéis probado el sucedáneo de Coca Cola que venden en el DIA? Abominable, como el ídem hombre de las nieves. Pues la osadía no termina ahí. Vete a tres o cuatro supermercados de diferentes franquicias y encontrarás otras tantas bebidas genéricas de cola, a cual más indigesta. Coca Cola de marca blanca con un sabor que escapa a toda descripción. Prueba la Cola del Hacendado. Es decir, si eres hombre, o camionera lesbiana y estás harta de la vida. Vete a Vietnam y degusta su Big Cola. Si te atreves. ¡Pero si hasta Richard Branson sacó una Virgin Cola! (que ni hemos catado ni putas ganas tenemos). Y de la Freeway Cola del Lidl mejor no hablemos, que aun tengo sudores fríos. Con decir que se la eché a unos clavos oxidados y les provoqué alopecia, presbicia y diarrea está todo dicho.


Esto debería ser delito.
¿Adónde quiero llegar?

Todos estos plagiadores no son tan arrogantes como para suponer que a los bebedores de Coca Cola y Pepsi se les puede seducir con sucedáneos. No. Tampoco buscan, mediante ensayo y error, la fórmula secreta del producto al cual pretenden imitar. La intentona supondría una inasumible inversión en investigación y el improbable éxito un ruinoso pleito por parte de The Coca Cola Company.

Lo único que quieren es copar un pedacito del mercado de bebedores de refrescos de cola. Aunque sea pequeño. Arañar un poco del éxito de la Coca Cola. Siquiera por accidente. Pegar un pelotazo bonsai, un pelotacillo.

Vamos, lo que en Paratroopersdon'tdie llamamos pura y simplemente decaer.

Y eso, me temo, los equipara a muchos escritores consagrados y aspirantes a serlo.
(Sí, hay lecciones que conviene estudiarse más de una vez, porque solemos tener la mollera demasiado dura para que nos entren a la primera.)
No lo llames «arte», llámalo «fan fiction.»

Cada vez que alguien se monta en el dólar con una obra literaria (o musical, o cinematográfica) le salen cuatrocientos millones setecientos noventa y tres mil ochenta y dos imitadores. Cuatrocientos millones setecientos noventa y tres mil ochenta y dos hijos de su reputísima madre que pretenden usurparle al/los artista/s original/es un pellizco de su éxito. Pegar un pelotacillo. Con una desvergüenza digna de admiración y una inepcia digna de lástima, estos aspirantes a decaer perpetran Harry Potters de todo a cien, Señores de los Anillos de bisutería, Crepúsculos variados y más sombras de Grey de las que puede apreciar el ojo humano y digerir el estómago de un mortal sin vomitar. La desfachatez puede llegar al punto de imitar incluso el rotulado y portadas de los libros que fusilan, el diseño y paleta de colores de los pósters de las películas que aspiran a desplazar del top ten.

En algunos casos, esas imitaciones no es que entren en el pantanoso terreno del plagio, sino que constituyen, en sí mismas, un casus belli que justificaría el uso de armas nucleares.
Esto existe. Lo juro.
Pero lo peor de todo es que nunca les falta un editor/productor desaprensivo dispuesto a publicarlos/financiarles su mierda de peli/grabar su disco.

En el caso que nos ocupa (recuerda que aquí nos ocupamos de libros y, transversalmente, de películas, por lo que los flins nos enseñan sobre el proceso creativo y la estructura narrativa), la calidad literaria y cinematográfica de estas marcas blancas de Coca Cola brilla por su ausencia. Son el equivalente literario o cinematográfico de la Freeway Cola: un producto infecto surgido de los mefíticos cojones del mismísimo Lucifer para exterminar a la raza humana (y a los clavos de carpintería). Una mierda tan gorda que no merece el nombre de libro, película... lo que sea.

Es pura y simple fan fiction. Homenajes desafortunados de fans sin talento que escriben historias en los escenarios de su libro o película favorita, con los personajes que se la ponen dura. Ejercicios de masturbación mental relegados a los más oscuros hilos de los foros de aficionados a... (pon en la línea de puntos tu novela o peli preferida) y que no deberían ver jamás la luz.

Conatos de pelotacillos.

Por desgracia para la civilización occidental, algunos de estos abortos, de estas pesadillas, acaban viendo la luz.

Así acabó el Imperio Romano.

Párate a pensar un momento e intenta recordar cuántos plagios de Harry Potter has visto últimamente en las librerías. O en el cine.

Parece fácil, ¿verdad?
Cuántos de Los juegos del hambre.

Cuántos de Crepúsculo.

Te lo pido por favor: ni lo intentes.
Cuántos de 50 sombras de Grey (que, ya tiene pelotas, y pelotas irónicas, empezó como fan fiction de Crepúsculo en un foro de aficionados de esa mierda de libro. Anda, pincha en el enlace, pincha. Y llora.)

¿Qué buscan todos estos tíos? La fórmula de la Coca Cola, o sea el secreto del éxito. El pelotacillo. ¿Cuánta nuez de cola, cuánta agua carbonatada, cuánto ácido fosfórico, cuántos fetos de negro liofilizados (¿Yo qué sé qué le echan? Es un secreto.) necesito para ser tan rico como J.K. Rowling? Porque si a ella le salió, a mí también me saldrá. Si está muy claro, coño: un huérfano gafotas con cara de niño Vicente, un pasado misterioso, una escuela de magos, un malo malísimo de la muerte (¿Cómo era que se llamaba? ¿Condemort?), pero de la muerte mortal, ¿eh? Se agita todo bien, se envasa en botellas de Coca Cola, se le cambia el nombre para que no nos crujan a demandas y, ¡pum!, a esperar el primer cheque, ¿verdad?

No.

Lo siento por ti, pero no.

Su propio nivel de maldad.

Si creías que subir tu spin-off no autorizado y probablemente perseguible por vía civil de Los hombres que no amaban a las mujeres a un foro de fans de Stieg Larsson constituía una hazaña, mereces toda mi compasión.

Si pensabas que encontrar un editor con las escasas luces necesarias para dar al tórculo tu fementido clon de combate de Divergente, que a su vez es un fementido clon de combate de Los juegos del hambre (por cierto, ¿qué título le pusiste al final? ¿Indulgente? ¿Refulgente? ¿Convaleciente? ¿Efervescente?) era el no va más, déjame llamarte lúser,  piltrafa, mierdecilla que sólo nueve a risa y ascopena.


Como Los juegos del hambre pero sin juegos, ni hambre.
Nunca jugarás en las grandes ligas, nunca parirás un catastrófico sucedáneo de Coca Cola como sólo los verdaderos genios del mal son capaces de hacer. Nunca provocarás tsunamis de carcajadas de vergüenza ajena, kilómetros de hilos ahítos de veneno en los foros de aficionados ni derrames cerebrales masivos en los críticos literarios.

Y es que sólo hay una cosa peor que intentar replicar la fórmula de la Coca Cola en el váter del piso de protección oficial de tus padres, y es intentarlo a lo grande, en un laboratorio de superalta tecnología, con científicos de prestigio y un presupuesto multimillonario.

Ése, amigo mío, es un nivel de maldad reservado a la gente con pasta. Con mucha pasta. El infranivel de los pelotacillos multimillonarios. Un submundo de decadencia donde todas las hembras son modelos de Victoria's Secret en perpetuo celo, nadie pone ginebra de colorines ni puto pepino en los gin-tonics, puedes codearte con el mismísimo Belcebú y hasta la mierda huele a almizcle.

Vamos con los inevitables ejemplos.


Huy huy huy huy huuuuuy.

No he leído Eragón.

No, tampoco he visto la película basada en Eragón.

No, nunca leeré Eragón ni veré la película.

Tuve el libro en la mano, en cuanto salió.

Dragón (bueno, dragona) en portada.

Mal empezamos.

Abro la primera página. Leo el primer párrafo.

Insulso e intrascedente.

Leo la primer página.

Aburrida de la H-O-S-T-I-A.

Abro el libro por el centro. Leo algunas páginas al azar.

Farfolla de la peor.

Devolví el libro al estante de la librería.

Me desinfecté las manos.

Salí de la librería.


 
Puede que Eragón sea la polla en verso (honestamente lo dudo), pero yo nunca lo sabré.

Eragón sólo llegó a las librerías (y su película a los cines) porque hubo un chaval (que no se hacía suficientes pajas) cuyos padres avariciosos y tocapelotas, convencidos de que iban a pegar un pelotacillo y forrarse el riñón a costa de la novela de su nene, lograron encontrar un editor tan codicioso como ellos que creyó llegada la oportunidad de subirse al carro de Tolkien, aprovechando que la trilogía cinematográfica de El señor de los anillos había puesto de moda para el gran público el género de espada y brujería (para nosotros, los freaks, nunca dejó de estar de moda).

Una Edad Media idealizada, un protagonista de origen humilde, una elfa con nombre de actriz porno, un villano que parece regurgitado de un borrador de Astérix, un mago, una dragona... ¿qué coño podía salir mal?


Por increíble que parezca, hay hasta cuatro libros, que yo sepa.
Pues que Christopher Paolini no es Tolkien. Nunca ha sido Tolkien. Nunca será Tolkien. No merece ni lamer los calzoncillos sucios de Tolkien. Es más, algunos de nosotros sentíamos agónico dolor rectal cuando las revistas y los suplementos culturales de los periódicos e informativos, con una necedad sin horizonte visible y un cinismo apollardante, identificaban a aquel niñato media hostia como «el nuevo Tolkien», recurso de marketing que revela la pobreza de ideas y la negrura del corazón del publicista.

Bueno, pues alguien se lo creyó. Creyó que Cristopher Paolini era el nuevo Tolkien. Creyó que Eragón era el nuevo El señor de los anillos. Creyó que había descubierto la fórmula de la Coca Cola, y puso pasta para hacer la película.

O lo que sea.

Eragón, la película, se dio una hostia tan grande en taquilla que, del mismo rebote, ascendió de nuevo y volvió a hostiarse otra vez, casi con la misma fuerza. Y ahí sigue. Desde aquí oigo los rebotes: pum, pum, pum...

Presupuesto: cien millones de dólares. Recaudación: apenas setenta y cinco.


...pum, pum, pum, pum...
Christopher Paolini, un chaval que seguro que es majísimo, escribió Eragón, su primera novela, entre los quince y los dieciocho años.
(Hay otros tres libros de la saga, pero casi nadie los ha leído todos.)
(Y los pocos que lo hicieron, hoy lo lamentan.)

Repito: entre los quince y los dieciocho. Hay buenas razones para creer que todavía no se había atizado la primera manola cuando acabó el primer borrador de la novela. En sus emocionantes primeras dos décadas de existencia, Christopher había viajado... básicamente a ninguna parte (vivía en Donde Napoleón Perdió Sus Pelotas, Montana), visto muchas películas en vídeo (sobre todo Star Wars, muchas veces) y, al menos eso dice, leído muchos libros. Vamos, que [SARCASM MODE ONLINE] tenía una vida riquísima, llena de experiencias con las que insuflar corazón y alma a su novela [SARCASM MODE OFFLINE].

Pero no os enfadéis con él. Ni siquiera fue a una puta escuela, por el amor de Cristo. Sus padres lo educaron en casa. Nunca tuvo compañeros de clase. Sus contactos con críos de su edad, o de cualquier edad, eran esporádicos por decir algo. ¿Qué mierda podía saber de interacciones humanas un chaval criado al margen de la sociedad? Aunque, por otra parte, tienes razón; ¿qué coños hace un puto hikikomori escribiendo un libro con personajes que viajan por el mundo y se relacionan entre sí? Es como si yo escribiese la enciclopedia del orgasmo clitoriano de Sara Sampaio.



Ahora tiene unos añitos más y está como buenorro y todo.
Ah, que a ti te gusta Eragón.

Bueno, pues con tu pan te lo comas. Hay quien bebe Coca Cola y hay quien prefiere la Pepsi. No descarto que incluso haya gente dispuesta a beber la Escroto Cola de Supermercados Disentería.

Pero Eragón seguirá siendo Eragón y Escroto Cola seguirá siendo Escroto Cola. Y te diré algo más: si sigues bebiendo Escroto Cola te va a arruinar el paladar y pronto serás incapaz de apreciar el sabor de la Coca Cola o la Pepsi. Es más, pronto serás incapaz de saborear nada. Todo te sabrá a Escroto Cola.

Que sepas que podría echarme toda la tarde aquí

Imagínate que eres productor y te proponen hacer una peli con Lea Thompson, la madre de Marty McFly en Regreso al futuro, como protagonista; Willard Huyck, el guionista de Indiana Jones y el templo maldito, como director; George Lucas de productor ejecutivo y la Industrial Light & Magic (los mismos de Star Wars) a cargo de los efectos especiales... Los ingredientes de un buen refresco de cola, ¿eh?

«Full uncut version». Si es que tiene delito.
Pues no. Howard el pato (basada en el cómic Marvel homónimo) fue una de las catástrofes más sonadas de la década de los 80. Verdadero veneno para las audiencias (costó 36 millones de dólares y recaudó 37... en todo el mundo, y con mucho esfuerzo), ganó cuatro razzies (Peor Película entre ellos) y figura en el documental de 2004 Las 50 peores películas de la historia.
Howard el pato lacado y con hombreras.
No sé qué pensaría hoy si viese Howard el pato.

Sé que la ví en VHS hace como un millón de años, cuando aún tenía pelo e ignoraba que la materia más dura, fría y negra del universo es un corazón de mujer.

Vi Howard el pato y me encantó.

Pero probablemente sólo era otra marca blanca de Coca Cola que, espero, no me haya arruinado el paladar.
(Por cierto, que Marvel podría estar planeando intentarlo otra vez con el pobre Howard. ¡Arrepentíos, pecadores!)
Howard el pato versión millenial.
Y la gente no aprende, ¿eh?

Crónicas de Narnia. Una serie de libros escrita por un colega de Tolkien. Leones que hablan, una bruja cacho cabrona, un batiburrillo de criaturas de fantasía a cual más confuso, cuatro mocosos que viajan a un reino mágico... Hacemos la peli, la publicitamos como «la peli basada en los libros que escribía el tipo que le pagaba las pintas de cerveza a Tolkien» y nos forramos. Se gastaron unos doscientos millones en hacerla y esperaban ganar setecientos u ochocientos.¿Qué podría fallar?
(Dicen las lenguas viperinas que cuando C.S. Lewis le contó a Tolkien en el Eagle & Child, la taberna donde se tajaban vivos y recitaban el kalevala, que estaba escribiendo una novela con un león parlante que representaba a Cristo, faunos, una bruja de las nieves y no sé qué mierdas más, al pobre John se le cayó la pipa de la boca y le dijo: «¿A quién dices que le compras el costo? Pásame su número.»)
¿Un desvergonzado clon de Crepúsculo, unos actores tan guapos y andróginos que se lo comerías todo, todo, todo; y una historia más simple que la anatomía de un pedo? Esto fijo que lo peta, ¿que no?

La brújula dorada. Exitazo de trilogía fantástica. Niña protagonista con mascota y objeto mágico (que no nos explican muy bien qué hostia es, ni para qué coño sirve, ni qué cojones se supone que tiene que hacer con él la puta cría), Daniel Craig en plan machote, un oso que, ¡oh, sorpresa!, habla; Nicole Kidman de mala malísima y Eva Green (pronúnciese «Gre-en», no «Grin») con transparencias. 180 millones de presupuesto. ¿Cómo coño nos vamos a arruinar con ésta?

Que la pongan a trasluz. ¡Que la pongan a trasluz!
¿Una peli de Dragones y Mazmorras con Jeremy Irons? ¡A por ello pero a la voz de ya!

«Oye ¿por qué no hacemos un clon de A todo gas con actores españoles? Los primeros cien millones de recaudación nos los podemos gastar en putas y los siguientes cien en coca.»

Cojonudo. ¿Tú tienes el presupuesto de A todo gas? Vale, no pongas esa cara, olvídalo. ¿Tienes el presupuesto de la campaña de publicidad de A todo gas?

«No, pero no hace falta, hombre. Ponemos dos actores macizos, una actriz de toma pan y moja, bugas rápidos y molones, algo de fornicio y ya está. Ya lo verás.»

Okeis. Pero ¿Podemos al menos estrellar alguno de los coches, para hacer una de esas escenas espectaculares de colisiones que se ven en A todo gas?

«¡Tú has perdido el juicio! ¡Estrellar un coche! ¡Más te vale ni ensuciarlos, que al día siguiente hay que devolverlos al concesionario!»

¿Por qué es sólo Adriana Ugarte la que adopta una pose implícitamente sexual?
¿Te parece poco?

Que sepas que se habló de hacer una secuela de Titanic.

Éste Titanic.

Ni por el cachondeo que nos trajimos mis amigos y yo. «¿Qué van a hacer? ¿Reflotar el pecio y clonar al personaje de Leopoldo DiCardio? ¿Convertirlo en un zombie de los mares en plan Piratas del caribe? ¿Traerlo desde el pasado con una máquina del tiempo? ¿"Hacer un Bobby Ewing"?»

Pero no hay que ir muy lejos. Aquí se quiso filmar una secuela de Celda 211. Algo en plan Malamadre returns o Cell 211 With a Vengeance.

Y cuando termines de reírte recuerda que ya llevamos 8 apellidos vascos, 8 catalanes y hay personas que hablan de ir a por los apellidos gallegos, los andaluces, los leoneses, los asturianos y los de Cuenca; y, a juzgar por cómo les bailan en los ojos todos esos símbolos del euro, no parecen estar bromeando.

Recuerda también que hay un escritor español de best-sellers que ha basado su carrera en plagiarse una y otra vez a sí mismo.

O que tú llevas desde los ocho años escribiendo el mismo clon de Teo va al peep-show.

Y sigue y sigue y sigue...


Cuando el facepalm no es suficiente.
Todas estas marcas blancas de Coca Cola no sólo desvelan la codicia de sus autores, sino que encubren su absoluta indigencia de ideas. ¿Para qué escribir algo original, o que aspire a serlo, para qué experimentar alguna variación sobre un tema clásico, cuando puedo, descaradamente, copiar el último éxito de ventas?

Unos cojones como campanas es lo que tienen.

¿Sabes qué?, puestos a chupar de la teta del talento ajeno, prefiero a los plagiadores honestos. No, no es un oxímoron. El último anillo es la copia más descarada de El señor de los anillos que he leído en mi vida y uno de los libros peor escritos que han pasado por mis manos.

¿Y sabes qué? me encanta.

Me encanta porque va de cara. Me encanta porque no se esconde. Me encanta porque es un clon de El señor de los anillos y te lo dice ya en el título. Y una vez has dado eso por supuesto ya puedes regodearte en esta versión de La guerra del anillo contada por los perdedores, o sea los orcos, donde Sauron era un panoli, Gandalf un talibán armadanzas y belicista, Saruman un bendito y un pacifista, los elfos unos siniestros conspiradores, toda la mandanga del Anillo Único una operación de contrainteligencia que se desmadró (pero ¿a qué Señor Oscuro, Claro o Mediopensionista se le ocurriría concentrar todo su poder en un puto anillo que lo pierdes y te buscas la ruina?) y los hobbits unos tragaldabas borrachines con menos luces que el mostacho de Maduro.

Kiril Yesov no intenta venderte su marca blanca de Coca Cola. Te avisa ya desde el título que vas a beber Escroto Cola de la más peor. Manda pelotas que por accidente, a medida que su asquerosa novela se distancia del material original, empiezas a detectar en El último anillo el embrión de una historia entretenida, incluso una buena historia a la que tal vez, con un poquito más de trabajo (hay no sólo frases y párrafos, sino capítulos enteros que se nota a las claras que ni olieron la mesa de un corrector de estilo), habría podido darle una forma más o menos original.


La portada ya apunta maneras.
Pero entonces probablemente nadie habría publicado su mierda de libro, porque la bebida de Cola que lo peta entre el público freak es Tolkien y la editorial estaba ansiosa por sacar al mercado su propia marca blanca de Coca Cola, a ver si con un poco de suerte le salía algo parecido a la Pepsi.

Querían pegar el pelotacillo.

Buscaban la decadencia.

Creían haber dado con la fórmula de la Coca Cola.

Se equivocaban.

Igual que tú.

Igual que yo.

Igual que todos.

Mi madre no sabe hacer Coca Cola

Pero le salen unas galletas de nata que son orgásmicas. Receta familiar, transmitida de generación en generación y bla, bla, bla.

Te diré más: Coca Cola no sabe hacer galletas de nata.

Y, en el caso de que las hiciesen, nunca les saldrían tan ricas como las de mi madre. Porque las galletas de nata son la especialidad de mi madre y la de ellos hacer Coca Cola.

Encuentra tu receta.

Encuentra tu propia fórmula.

Y deja de tocar los cojones envasando marcas blancas de Coca Cola, ¡coño ya!

lunes, 1 de mayo de 2017

Me he quedao con tu cara

Elena Ferrante es el pseudónimo de una escritora italiana sobre la que poco o casi nada se sabe.

Perdón, quiero decir se sabía.

 

De Elena Ferrante se sabe... sabía muy poco: que escribe como los ángeles (O eso dicen. Nosotros, en el momento de escribir estas líneas, seguimos sin haber podido echarle el ojo a uno de sus libros), que no le gusta un carallo el circo de la promoción editorial y que es reacia a conceder entrevistas. Entre 1992 y 2014 ha parido ocho novelas, un cuento infantil (La spiaggia di notte) y un ensayo sobre la literatura y la creación literaria (La frantumaglia).

Quienes siguen la obra de la pseudónima autora italiana describen sus libros como droja de la peor, de la que no te cansas nunca y que siempre te deja con ganas de más. Parece que los libros de la amica Elena podrían estar detrás del inexplicable aumento de caídas de viandantes a los canales venecianos, del incremento en la venta de pizza y comida china a domicilio (después de que la mamma, absorbida por un pasaje particularmente intrigante, se olvidase el risotto al fuego) y de ciertas trágicas peleas al arma blanca y con efusión de sangre en las bibliotecas públicas, entre aficionados que se disputaban el derecho a solicitar en préstamo la última obra de la Ferrante.

De creer los panegíricos que se escriben acerca de ella, y de entrada no tenemos ningún motivo para no hacerlo, Elena Ferrante habría logrado la cuadratura del círculo: escribir unos libros que atraen a legiones de lectores y que se la ponen dura a los críticos literarios. Vamos, que es casi perfecta, como si a Sara Sampaio le gustasen los cómics de superhéroes, la Ciencia-ficción, el Manga, 2001 y Tolkien.
¿Te lo imaginas? ¡Aaaaaaaarrfsbsh!
Hasta hace poco, Elena Ferrante sólo tenía un defecto: se negaba a mercadear con su verdadero nombre y con su imagen. No sólo pretendía así mantenerse al margen de la codicia de celebridad (esa hermana feucha del talento pero que hace unas mamadas de morirse), también justificaba su anonimato en que, una vez terminado, el libro ya no necesita a su autor.
(Dicho sea de paso, estamos muy pero que muy de acuerdo con Elena Ferrante en este punto. Por algo firmamos como Herbert Sommer y no como F... ¡Ay! ¡Que casi me pilláis!)
Parece una perogrullada, pero no debe de serlo tanto cuando el contrato de edición típico, hasta en la más mierdosilla editorial independiente para escritores malditos y lectores freaks, exige al autor una colaboración activa en la promoción del libro, o sea estar a disposición de la editorial para todos los eventos publicitarios que ésta considere menester: entrevistas en prensa, radio y televisión, firmas públicas de libros, mesas redondas, seminarios... Por cierto que no imagino dónde está el límite. ¿Podría una editorial obligar contractualmente a una escritora a pasear las peras por una portada de Interviú, o a un escritor a participar como tronista en Mujeres, hombres y viceversa, inventarse un rollo de una noche con Paquirrín o fingir un embarazo de Julio Iglesias? Lo pregunto porque a Camilla Läckberg ya la hemos visto como concursante, y enseñando chicha, en la versión sueca del ¡Mira quién baila! y, como Jag kan inte tala svenska, no me quedó muy claro si asistió al programa de motu proprio o como parte de una campaña de promoción de un nuevo libro de Los crímenes de Fjällbacka.
(Que no. Que no es coña.)

(¿Que quién es Camilla Läckberg? Me cago en la hostiaaaa.)
¡No eres digno! ¡No eres digno!
(¿Que cómo se pronuncia Läckberg? ¡Joder, pues con la boca! ¡Que pareces tonto!)
Uno podría estar más o menos de acuerdo con la decisión de Elena Ferrante. A fin y al cabo, de todo hay en la viña del Señor. De escritores que dieron sus obras al público sin buscar la notoriedad podríamos hablar hasta aburrir. Y también de sus motivaciones. A J.K. Rowling todavía no hay quien le quite de la chepa la acusación de haberse montado una bizantina campaña de promoción con su imaginario Robert Galbraith. (¡Oyes, y qué cachondeo cuando empezó a enviar sus libros a las editoriales, tú!) Si a Fernando de Rojas le atribuyen la autoría de La Celestina (escarallante tragicomedia que ya estás tardando en leer) no fue en absoluto porque él se declarase responsable de la obra. Stephen King publicó sus primeros libros como Richard Bachman, según algunos medios especializados porque temía enmierdar el buen nombre de Stephen King (Marca Registrada) con aquellas ficciones novicias que el bueno de Steve se resistía a tirar pero cuya inmadurez, en el fondo, le avergonzaba; aunque el propio Steve da una versión muy distinta en la sección de FAQs de su página web oficial. Básicamente, alega el amigo Stevo, sus editores tenían miedo de saturar el mercado con libros de Stephen King ® y no le permitían publicar más de una obra al año bajo su verdadero nombre (algo que, el mismo Stephen alega, nadie tuvo cojones de imponerle a Danielle Steel, por ejemplo), así que se inventó a Richard Bachman para sortear la prohibición.
Ya de joven acojonaba lo suyo. Las cosas como son.
Se nos ocurren muchas razones por las cuales un escritor podría decidir publicar su obra bajo pseudónimo, pero enumerarlas todas sería de un pedante que te cagas incluso para esta bitácora. Digamos que se resumen en dos: la palatabilidad y el bochorno.

Los escritores con problemas de palatabilidad pueden no estar conformes con el regusto de sus verdaderos nombres, no necesariamente por motivos estéticos. Evidentemente, si te llamas Ignacio Pajas Macías o Judas Verdugo de Dios (Nombres reales, lo  juro, ¡si es que hay padres que tienen delito!) puede que prefieras alejar de tu mierda de carrera literaria las proverbiales moscas de un nombre malsonante. Ignacio Pajas (A quien en el Registro Civil sólo ofrecían como solución a su zozobra cambiar el orden de sus apellidos, partido que en nada podía beneficiarle: Macías Pajas suena incluso peor que Pajas Macías) podría así publicar sus fétidos clones de Crepúsculo bajo el pseudónimo de Allegra Sorcaferrata, y Judas Verdugo de Dios (En serio, matar a ciertos padres no debería ser delito.) plagiar casi impunemente a Tolkien bajo el alias de Fergus Glasscock.

Tristemente, a menudo no son los escritores quienes adolecen de problemas de palatabilidad, sino sus lectores o colegas. Karen Christence Blixen y Cecilia Böhl de Faber y Larrea tenían fundadas sospechas de que no se les reconocería el mérito que estaban seguras de poder conquistar si publicaban bajo sus verdaderos nombres, y por eso adoptaron los pseudónimos de Isak Dinesen y Fernán Caballero, respectivamente. En el proceso, a ambas les creció una pilila literaria y recibieron al menos parte del respeto que merecían de parte de sus camaradas con pilila en 3D. Y si te parece que esto es un problema felizmente superado, permíteme recordarte que los editores de Harry Potter recomendaron a J.K. Rowling esconder su sexo, delatado por su nombre real, Joanne, bajo una sigla, a fin de no espantar a los potenciales lectores machos que pudieran estar interesados en su obra. Y no hace tanto que Doris Lessing, se quejaba del sexismo inherente al mundillo literario más o menos en estos términos:
«Cuando aparece un nuevo escritor, todos preguntan "¿Es bueno?" Cuando aparece una nueva escritora, todos preguntan "¿Está buena?"»

(Sí, yo también creo que cuando en una actividad cualquiera, excluido el porno, cuentan más los genitales que el talento tenemos un problema.)

Doris Lessing, sí. Doris Lessing, que cuando ganó el Nobel de Literatura en 2007 tuvo que soportar que a la Academia Sueca le cayese la del pulpo por no haber elegido a un escritor con más talento y pilila en 3D. Doris Lessing, de quien todos los medios de comunicación del orbe que le practicaron sexo oral por lo del Nobel olvidaron muy conscientemente mencionar sus novelas de Ciencia-Ficción (La grieta, Instrucciones para un viaje al infierno...). Supongo que porque la Ciencia-Ficción no es literatura, ¿eh, señores? (De hecho, fue uno de los argumentos del insufrible Harold Bloom para protestar por la concesión del premio.) Supongo que, para Bloom, Vermillion Sands y El mundo sumergido tampoco son literatura y J.G. Ballard era un botarate, ¿eh? En fin, no sigo, que me conozco y me tengo miedo.

Era feminista, una abuelita adorable y escribía Ciencia-Ficción. Siguen sin perdonárselo.
Entre los escritores pseudónimos por bochorno se me ocurren, así a bote pronto, David John Moore Cornwell y Francisco González Ledesma. El primero empezó a escribir en serio cuando todavía era agente del MI6. Dado que la vocación de míster Cornwell parecía sincera y los funcionarios del Foreign Office tenían prohibido publicar bajo sus nombres reales, nació John le Carré. (El espía que surgió del frío, La chica del tambor, La casa Rusia, El jardinero fiel... ¡Nah! ¡Un ganapán cualquiera!). El segundo tenía una bien acreditada reputación de autor de novela negra y periodista más que solvente, con el atractivo añadido de haber sido represaliado por el tío Paco, que le censuró su Sombras viejas, galardonada con el Premio Internacional de Novela por un jurado en el que estaban, entre otros, Somerset Maugham; pero resultaba difícil entender cómo este hombre, a quien en España no conocía ni Dios (sus novelas se publicaban en Francia antes que aquí) se ganaba la vida con las letras... y en este punto entramos en terreno pantanoso, porque lo cierto es que no estoy seguro de si lo soñé o el acto público en el que González Ledesma «salió del armario» sucedió realmente.

Yo recuerdo al bueno de don Francisco recogiendo un premio, una placa honorífica o no sé qué mierdas, rodeado por los cuatro chupópteros que nunca faltan en estos actos: los dos becarios de la editorial/ayuntamiento/asociación cultural/entidad pública o privada correspondiente, el prócer embrutecido que hasta aquella mañana no sabía quién era González Ledesma y que esa misma noche ya lo habría olvidado y tal vez, porque le pillaba de camino al bingo o el putiferio, el analfabeto senescal del Ministerio o Concejalía de inCultura, con un ojo puesto en las cámaras y otro en los canapeses.
Portada implícitamente sexual, enternecedoramente cándida.

Recuerdo al periodista timorato, y a quien probablemente también se la traía muy pero que muy al fresco tanto la obra como la persona de González Ledesma, preguntándole «Don Francisco» (Espero que fuese «don Francisco», que Ledesma peinaba canas y la prensa ya se toma ciertas confianzas que, en mi humilde opinión, deberían justificar un asesinato en masa) «Desde su experiencia ¿cree que es posible en España ganarse la vida con la literatura?». «Por supuesto que sí», recuerdo que contestó Ledesma. «Si haces como yo: escribir novelas del oeste al peso, puede que más o menos puedas poner un plato de sopa en tu mesa. Pero ¿quién puede pretender ganarse la vida con la literatura en este país de políticos ignorantes empeñados en gobernar sobre una masa de votantes analfabetos?»


«Silver Kane, para servirle a usted.»
Recuerdo a los dos becarios de la editorial/ayuntamiento/etcétera poniendo cara de «¿Esto que tengo en la boca es mierda?», al prócer embrutecido haciendo la mueca estándar «Debería haberme ido de putas en vez de venir a este coñazo. ¡La última vez que me lían para homenajear a una "vieja gloria" del fútbol!» y al senescal engullendo canapeses como un pato aprovechando que los fotógrafos habían dejado de apuntarle.

Pero como digo, no estoy seguro de que ésto haya sucedido en realidad. Tal vez sólo fue un hermoso sueño.
(Lo cual no quita que Francisco González Ledesma haya publicado más de mil novelas del oeste bajo el pseudónimo de Silver Kane, ¡mil!, así como novelas románticas bajo los alias de Rosa Alcázar y Fernando Robles. A lo largo de su colosal carrera, este profesional del pseudónimo también se ocultó bajo los nombres artísticos de Enrique Moriel, Taylor Nummy y Silvia Valdemar. Y esos son los que conocemos.)
(¡Y menudo shock el de mi padre cuando descubrió que llevaba décadas leyendo novelas de González Ledesma!) 
Escritor total donde los haya. (La portada engaña. En realidad es una novela policíaca.)
Fueran cuales fuesen los motivos de Elena Ferrante para escoger la relativa protección de un pseudónimo ya no importan un cojón porque alguien decidió que Elena Ferrante no tenía derecho a permanecer en el anonimato, y la sacó del armario porque sí, porque él lo valía, porque quería, porque le daba la gana y porque le salía de las pelotas. El periodista Claudio Gatti habría obtenido por medios inconfesables los datos financieros de Anita Raja, traductora de alemán para Ediciones E/O (la misma compañía que edita los libros de la Ferrante) y, a la vista de que sus astronómicas retribuciones por su trabajo para la editorial (los sueldos de los traductores son de risa, aquí y en Lima), sumado dos más dos.

Y yo, que no soy lector de Elena Ferrante ni aspiro a serlo, estoy un pelín encabronado por este motivo. No soy el único. El Hombre que se Mareaba Viendo Porno también se ha cabreado cacho largo por ese motivo.

Lo expresaré así, a lo bruto, que es como me sale:

Para la inmensa mayoría de la gente, los escritores somos escoria. ES-CO-RI-A. En casi cualquier idioma, «escritor» es sinónimo de borracho, putero, vago, fatuo y maricón, no necesariamente por ese orden. En nuestra querida Piel de Toro, además, ser escritor implica el sambenito de rojo peligroso, proetarra, amigo de Maduro, pesebrero y muerto de hambre. Si no quieres que tu cuñado te acuse de vivir del cuento, succionando becas y subvenciones para no tener que desempeñar un trabajo de verdad (para el cual no se corta en acusarte de estar particularmente mal dotado), cuando te pregunte a qué dedicas el tiempo libre, sigue un consejo que me dieron hace años y cuéntale que tocas el piano en un burdel.
«Practico cada noche y además conozco gente interesante.»
Vivimos en una sociedad que castiga la creatividad y lastra las vocaciones artísticas, donde una entrada de cine está gravada con un IVA más elevado que una revista guarra y donde se obliga a los escritores jubilados a escoger qué prefieren cobrar: si las pensiones de mierda que les corresponden como autónomos o los royalties de mierda que les corresponden por sus obras, pero las dos cosas no, que entonces no cumplimos el objetivo de déficit.
(Me pregunto si alguien se planteó  hacerle a Amancio Ortega la misma pregunta: «¿Qué prefiere, don Amancio, su pensión privada multimillonaria o las regalías de sus acciones de Inditex o su participación en beneficios?; porque todo como que no va a poder ser.»)

Afrontémoslo: ser escritor es una cabronada. Ninguneado por las autoridades de tu país, a las que la cultura les suda la funda de la polla; esquilmado por tus editores, que quieren un máximo retorno económico por tus libros a cambio de la mínima inversión, te exigen clones de 50 Sombras de Grey y pretenden que te conformes con las migajas aunque tú has hecho la mayor parte del trabajo; puteado por los lectores, que corren a descargarse tus libros by the face de Internet y les da lo mismo si para pagar el reenganche de la luz de tu piso tienes que arrodillarte sobre charcos de aguas fecales y comer rabos de camionero en lóbregos callejones malolientes.

Pero a pesar de lo jodido que está el tema de la literatura, a los escritores siempre nos queda el pseudónimo. Para tomar distancia con ese estanque de pirañas. Para que sea a él a quien le salpique la mierda. Para preservar nuestra salud mental. Para que nuestro cuñado no nos putee en la cena de Nochebuena. Para que nuestros lectores no nos vean sangrar y nos pierdan el poco respeto que una vez nos tuvieron.

 


Anita Raja decidió que su obra hablase por ella. Decidió vacunarse contra el circo de un mundo hipermediatizado donde Camilla Läckberg calienta pollas en el ¡Mira quien baila! sueco y Sophie Auster es carnaza para la prensa rosa por su innegable fotogenia... y porque es hija de Paul Auster, que si no a todo el mundo le importaría un huevo lo guapa que fuese. Anita Raja creó un escudo entre ella y toda la prosopopeya de la celebridad y sus engañosos oropeles, acogiéndose a un derecho de todos los escritores desde la invención de la Lineal B, como mínimo; y es que puedes sufrir a lectores ingratos que se lo bajan todo de Librosgratisparacabrones punto com, críticos cínicos y cáusticos que destrozan tu obra sin haberse molestado en leerla, fans enloquecidos y tornadizos que lo mismo van tras de ti que del último tronista de Chonis, canis y viceversa, libreros desdeñosos que se niegan a exponer tus libros «porque yo en mi tienda no vendo mierda», editores desaprensivos que mutilan, prostituyen y travisten tu novela, y sin embargo, en esta jungla de facinerosos, continúa asistiendo al escritor el derecho divino a decidir cómo se difunde su obra, si bajo su nombre real, bajo pseudónimo o incluso de forma anónima.

No podemos consentir que nadie intente socavar esa potestad. Por dignidad. Por principios. Porque bastante puteados estamos ya. Porque atenta contra derechos sagrados a los que, como personas y autores, no tenemos la facultad de renunciar. Porque en algún punto hay que trazar la raya, afilar las hachas y decir: «Cruza a este lado si te atreves, comemierda. Verás qué risa.» Sí, borracho, putero, fatuo, maricón, rojo peligroso, proetarra, amigo de Maduro, pesebrero y muerto de hambre, pero mi pseudónimo no lo toca ni Dios en el cielo y, si te acercas a él, mi grito de guerra hará cagarse de miedo al mismísimo Odín en el Valhalla. ¿Oído, saco de mierda?
«Ven a por mi pseudónimo si tienes huevos.»
Tom Hanks, durante su discurso de los Óscar de 1993, que ganó en la categoría de Mejor Actor por su papel de abogado homosexual, enfermo de SIDA, en la película Philadelphia, (por cierto que el director, Jonathan Demme, nos acaba de hacer la putada de morirse) sacó del armario a un profesor suyo delante de millones de espectadores. «Fulanito de Tal, que me dio clases, es maricón perdido.» Así. Delante de toda la gente que presenciaba la ceremonia en vivo y por televisión.

¿Sabía Fulanito de Tal que su ex alumno iba a desvelar su mariconismo delante de medio mundo? Aunque lo supiese, ¿tenía Tom Hanks derecho a hacerlo, a tomar una decisión de tal calado sobre la intimidad de otra persona?

«Se lo dedico al señor Grossman, que ya de crío se comía las pollas de dos en dos.»
Con un par de cojones como bombonas de butano, Claudio Gatti ha aducido en su defensa que Anita Raja es una figura pública a causa de los libros publicados como Elena Ferrante y que, por lo tanto, no tiene derecho a una vida privada. Muy dura ha de ser la mollera de este individuo para no entender que precisamente crear el personaje de Ferrante, para la cual llegó a inventar una biografía, es la mejor evidencia de la poca notoriedad que buscaba Anita Raja, su abierto desprecio, puede que incluso temor a convertirse en una figura pública.

A Elena Ferrante la han sacado del armario, pseudónimamente hablando.

Eso ya debería ser lo bastante ignominioso.

Pero, lo que es peor todavía, su identidad secreta ha sido desvelada por una persona a la que le importan tres mierdas tanto Elena Ferrante como Anita Raja, los libros que cualquiera de ellas haya podido escribir o la literatura en general. Lo único que le importaba a Claudio Gatti era la exclusiva de quién se escondía tras todos esos millones de ejemplares vendidos.

En el proceso, ha conseguido pasar a la historia como un canalla.

Que le aproveche.