martes, 27 de septiembre de 2016

¿Por qué lo llaman «Basado en» cuando deberían llamarlo «Libremente inspirado por»?

Traducir es traicionar. Y si esto es cierto a la hora de traducir un libro de un idioma a otro lo es más aún cuando hablamos de trasladar ese mismo libro a un formato diferente, como un guión cinematográfico. En el primero de los casos tenemos que lidiar con las sutilezas del idioma, los faux amis, la polisemia y el universo simbólico de la lengua original, que no tiene por qué ser compartido por aquella a la que vamos a traducir el texto. En el segundo caso, hablamos de contar la misma historia en un lenguaje completamente distinto.

Y ahí es cuando surgen los problemas.

 

Recuerdo que hace algunos años se me metió entre los cuernos demostrarle a un amigo mío, madrileño por más señas, que en Galicia teníamos a uno de los mejores escritores de ciencia-ficción del mundo. (Escritor al que nadie conoce fuera del terruño porque escribe en su lengua materna, que es una de ésas, como el rumano y el klingon, con más escritores que lectores.) Así que, enterado de que mi capitalino amigo non fala galego, tomé una de las narraciones más representativas del doctor Ferrín y me curré una traducción al castellano que nadie me había pedido y por la cual confío no tener que acabar dando explicaciones ante un juez.

Si eres capaz de seguir leyendo después de ver esta asquerosa imagen es que tienes unos huevos como bombonas de butano.


Soy completamente bilingüe en gallego y castellano. En mi casa ambos idiomas siempre han convivido sin pleitos, así que abordé la traducción de este cuento con la osadía que da la ignorancia.

La madre que me parió. Sudé sangre. Tuve que hacer varios borradores, tres o cuatro versiones diferentes y, aun así, tras casi una semana de trabajo, no quedé satisfecho con el resultado. En el mejor de los casos, mi amigo de Madrid, castellano parlante, recibió como mucho una aproximación al relato original. Enfrentado a la imposibilidad de hacer una traducción directa de un texto al otro, pues ambos idiomas, por más que compartan la herencia del latín clásico, poseen construcciones y significados propios e irreconciliables, no me quedó más alternativa que interpretar. O sea traicionar. Y si la tarea no te parece tan ardua, déjame ponerte un ejemplo sacado de la experiencia cotidiana. Éste es un diálogo perfectamente coherente entre dos gallegos:
«¡Aqueliño! ¡Aquélame aquelo; pero aqueladamente, ¿eh?»

«¡Xa está aquelado, Aquel!»

¿Nos vamos entendiendo?

Así que creo que comprendo, aunque sea de forma superficial, el dilema del traductor. Lo cual no me impide mesarme los cabellos cada vez que me tropiezo con chapuzas difíciles de justificar. Mi ejemplar de Esplendores y miserias de las cortesanas, de Balzac, es casi una edición bilingüe desde el momento en que el traductor admite su impotencia a la hora de trasladar al español la germanía de los criminales parisinos. Así, cada vez que Vautrin habla con uno de sus antiguos compinches, la novela se convierte en un sindiós de cigognes, dabs y cuarenta mil palabros más. Y si esto te parece un imperdonable pecado de desidia profesional por parte del traductor, intenta imaginar, chulopiscinas, cómo coño traducirías tú al francés la jerga de los tebeos de Makinavaja, por poner un ejemplo.


Parlez-vous quinqui?


(Nota freak: La cigogne, la «cigüeña» es como llamaban los delincuentes franceses a la guillotina, y el dab es el capo de tutti capi; vamos, el que corta el bacalao en el mundillo criminal parisino)

¡Pobre Honoré! ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!


Recuerdo haber cerrado mi ejemplar de El libro del desasosiego de Bernardo Soares y cuestionarme si realmente acababa de leer a Pessoa. Si tuviese que deducirlo de las notas a pie de página en las que el traductor justificaba su versión de determinados pasajes del libro, y citaba el texto original, sólo puedo concluir que o bien mi comprensión del idioma portugués, al cual alcanzo sin transpiración a través del gallego, lengua hermana, es bastante más endeble de lo que creía o bien el traductor se inventó, literalmente, todo el libro.

¿Que si he leído a Pessoa? ¡Buena pregunta!


También recuerdo arquear las cejas (y alternativamente arrugar el ano) cada vez que en mi ejemplar de Abismo, de Peter Benchley, se mencionaba una exótica y algo incomprensible «pistola de lanzas» hasta que comprendí que el traductor, evidentemente un nativo de secano, nunca en su puta vida había visto una speargun. Vamos, un lanza-arpones.
Uséase esto.
Y podría seguir citando otras patadas al idioma: los «chiflados electrónicos», a los que yo entiendo que en el original (que desconozco) de Las reglas del juego de John Sandford denominan geeks, el casi sodomítico rango militar de «almirante de retaguardia» (rear-admiral, o sea «contraalmirante») para En manos enemigas de David Weber (Honor Harrington, quiero un hijo tuyo. Más ñordos lingüisticos de este libro, aquí), o, entre otras fechorías, traducir mechas por «mecanos» en Ready Player One, lo cual, tratándose de una novela trufada de referencias a videojuegos clásicos, anime japonés, juegos de rol y ciencia-ficción de los setenta y los ochenta, es casi un delito de lesa majestad.
 
Acerca de las traducciones existe un viejo chascarrillo machista: «las traducciones son como las mujeres: si son fieles no son bellas y si son bellas difícilmente serán fieles.» Vamos, que, según ese axioma, si la traducción se parece a esta dama

Traducción fiel.

puedes tener la razonable certeza de estar leyendo una versión respetuosa del original; mientras que si lo que lees se parece más bien a esta otra señorita
¡¡¡¡¡TRAGSFLASHGRASPS FLASCBABASG!!!!!

es que te la han metido de canto. Y sin vaselina.

Pero ¿y cuando lo que se pretende es traducir ya no entre dos idiomas diferentes, sino entre dos lenguajes completamente distintos, como a la hora de trasladar una novela al guión de una película?

Ahí, amigo mío, está la gracia.

En el año 97 fui a ver aqueste largometraje en la única sala de Compostela, hoy tristemente desaparecida, que lo ofrecía en versión original. Si no entiendes por qué es que nunca has oído la verdadera voz de Al Pacino y te compadezco, triste plebeyo. La peli me encantó. Abogados cínicos, dilemas morales, súcubos arrebatadores, Connie Nielsen en cueros y el mismísimo Lucifer. ¿Alguien da más?

Pactar con el diablo (otro ejemplo de traducción muy, pero que muy libre desde el original The Devil's Advocate) está basada en una novela de Andrew Neiderman, el hombre que aceptó seguir preñando los grávidos bolsillos de los herederos de V. C. Andrews cuando un cáncer de mama envió a la escritora a buscar pastos más verdes.

(Sí, además de responsable de su propia obra, el amigo Andrés es un ghost writer, término muy chulo hasta que descubres que así es como se denomina en inglés a los escritores mercenarios, plumas de alquiler a sueldo de otro autor, o de sus deudos, como en este caso).

Pactar con el diablo cuenta la historia de Kevin Lomax (interpretado en la gran pantalla por Keanu Caradepalo Reeves), un abogado provinciano al que se le ofrece la oportunidad de trabajar para el bufete de John Milton (Al Pacino), una de las más prestigiosas firmas legales de Nueva York, adonde se traslada acompañado de su joven y bella mujer Mary Ann (Charlize Theron).

Yo no le dejaría a solas ni con un bote de Pringles, ¡imagínate con mi mujer!

Y ahí termina todo parentesco entre la novela y la película.

Los personajes de ambos formatos son irreconciliables (el bonachón John Milton del libro, vejete capaz de vestirse de Papá Noel en Navidades, se convierte en un cínico Mefistófeles en la película. Kevin Lomax pasa de atontada víctima literaria del Maligno a atormentado héroe cinematográfico. La Mary Ann de Charlize Theron queda devastada después de que Fausto se la trajine por las bravas, mientras que la del libro aplaude con las trompas de Falopio después de catar el satánico miembro viril, pide más y, de hecho, prefiere los amores de Satanás a los de su propio marido...). Los grandes debates morales planteados por la película (la colisión entre la ley y la justicia, las artimañas legales que permiten a un buen abogado obtener la absolución de su cliente culpable, la glorificación del éxito y el materialismo por encima del amor y la propia familia) brillan por su ausencia en la novela. El dilema al cual, con todos sus claroscuros, se enfrenta Kevin Lomax en el largometraje, tentado a escoger entre comprar la gloria profesional en Nueva York a costa de la salud de su esposa o salvar la cordura de Mary Ann y regresar al agónico anonimato en Florida, ni está en el libro ni se le espera; de hecho, en la novela Mary Ann no tiene ningún problema más allá de lubricar adecuadamente antes de cada coito luciferino (aunque diremos, en su defensa, que, a la hora de mojar el churro, Luci se le aparece bajo la forma de su esposo, método universalmente aceptado para engendrar reyes. O, si no, que le pregunten a Uther Pendragon). Para acabar de cagarla, comparado con el desenlace de la película, el final de la novela es para buscar a Andrew Neiderman y darle una paliza. Y después cobrársela.

¿De verdad cuentan la misma historia? ¿En serio?
Pactar con el diablo es el clásico ejemplo de película que supera, con creces, a la novela en que está basad... perdón, quise decir «libremente inspirada», hasta el punto de poder decirse que son dos obras completamente distintas y sin ninguna relación entre sí. Jonathan Lemkin (guionista de varios episodios de Canción triste de Hill Street y de Arma Letal 4, entre otras) y Tony Gilroy (entre cuyos trabajos figuran Medidas desesperadas, La identidad de Bourne y Rogue One, de próximo estreno) se encargaron de convertir el libro en guión cinematográfico y, para bochorno del novelista, lograron un producto muy superior al original.

Un civil escocés haciendo de militar ruso. ¡Insuperable osadía!


A este infame club pertenecen cintas como Desafío Total (el cuento original de Philip K. Dick es muy, pero que muy malo), La caza del Octubre Rojo (no es que la novela sea mala del todo, sino que la película está a un paso de la obra maestra del cine bélico y de intriga), Blade Runner (basada en otro mediocre texto de Philip K. Dick) y muchas más.

«¿No le notas nada raro al señor Burns?»
«Sí: se ha peinado como un mariquita.»
Incluso entre idiomas distintos, el lenguaje literario tiene sus vasos comunicantes, sus convenciones. El lenguaje cinematográfico, las suyas propias. En una novela el escritor marca el ritmo con frases y signos de puntuación; en una película, ese papel lo desempeñan el montaje, el sonido, la música. Un pasaje descriptivo que en un libro ocupa dos páginas puede traducirse en forma de un único plano estático de unos pocos segundos, pero ese proceso no es reversible. De ahí que resulte tan difícil convertir un buen libro en una buena película, y viceversa. Es como intentar describir Notre Dame con música. El mensaje es el mismo pero el lenguaje no puede ser más diferente.

La lista de películas indignas de los libros que adaptan ocuparía varios tomos: Carrie, de Stephen King; La casa de los espíritus, de Isabel Allende; cualquier versión de Los tres mosqueteros (sí, cualquiera, incluso la hilarante y maravillosa saga en dos películas de Richard Lester), el Drácula de Coppola (pero ¿qué Drácula se leyó este hombre? ¿Cómo se convirtió el sociópata asesino de Bram Stoker en el seductor romántico de Francis Ford?), La novena puerta (infumeibol masacre de la impecable El club Dumas de Arturo Pérez-Reverte), prácticamente todos los Hamlets y lo que te rondaré morena.


Adaptar para la pantalla o no adaptar: he ahí el dilema.
Pero ¿es que no se pueden hacer buenas películas a partir de buenos libros?, me preguntas.

¡Coño! ¡Y tanto! Déjame ponerte algunos ejemplos: El último mohicano, El resplandor, Entrevista con el Vampiro, Dune, El gran Gatsby, Alguien voló sobre el nido del cuco... Veo que estás rápido de reflejos. En efecto, todas esas películas tienen algo en común y es que renuncian a hacer una versión fiel del texto original. Son adaptaciones que, en algunos casos, se limitan a tomar la atmósfera y los personajes de los libros en los que se inspiran y construir su propia historia a partir de esos elementos.

El resplandor es un caso particularmente notorio. El libro es de los mejores que ha escrito Stephen King. Su versión para la pantalla es una de las mejores películas de Stanley Kubrick. Ahora bien, más allá de que la acción de ambos transcurre en el Overlook y tiene por protagonista a un niño con poderes psíquicos, todo parecido entre ambas obras es mera coincidencia. El alcoholismo de Jack Torrance (el inmenso Jack Nicholson en su versión filmada), trama fundamental, piedra angular de la novela, fue también una de las primeras cosas que Kubrick descartó en su guión. Por no hablar de detalles menores que contribuyen a desfigurar el original: el mazo de roqué que en manos de Jack Nicholson se convierte en un hacha; la pálida, llorosa, humillada y morena Shelley Duvall que se parece casi tanto a la rubia, sexy y decidida Winnifred Torrance del libro como un ladrillo a un DIU, ¡y en el libro no se cargan al negro, putos racistas!

Stephen King quedó tan desencantado con el trabajo de Kubrick que acabó pagando de su bolsillo su propia adaptación (y con una Wendy Torrance rubia y sabrosa, como debía ser) pero, claro, no todos los escritores manejan la viruta del bueno de Steve, así que ésta es una opción al alcance de muy pocos.


No sé qué da más miedo: las novelas que escribe o el careto que se gasta.


Además de los problemas inherentes a trasladar una novela a la pantalla (o al cómic, o a un musical, videojuego, escultura...), puedes dar por segura la existencia de obras literarias que, pura y simplemente, no se pueden exportar a otros lenguajes.

Por desgracia, nadie se lo explicó a Zack Snyder antes de que perpetrase Watchmen. Hay que reconocerle al hombre el par de pelotas que le echó a la cosa: se puso a hacer una película del que probablemente sea el único cómic imposible de filmar. Watchmen está hasta tal punto entrelazado con el lenguaje del cómic, con su gramática intransferible y su narrativa multicapa, con su versatilidad y sus flaquezas, que cualquier adaptación a un medio distinto sólo podía devenir en caricatura, como finalmente sucedió. Y si encima enrolas en el proyecto a actores prácticamente desconocidos y te aseguras una clasificación R con insistentes planos CGI de la penduleante pilila del Doctor Manhattan, la hostia en taquilla está garantizada.

¿Mi opinión personal? La película me gusta, pero sólo cuando consigo olvidar el cómic en que está «libremente inspirada».

Eso sí, más le vale a Zack Snyder no cruzarse con Alan Moore en un callejón oscuro.

No podía salir bien, y no lo hizo.

Sin embargo, a veces se dan casos sorprendentes de adaptaciones cinematográficas perfectas, o casi. Estoy pensando en Déjame entrar (una de las mejores películas de vampiros de la historia del cine y una de las historias de amor más bonitas que se han filmado jamás), cualquiera de las dos versiones de Los hombres que no amaban a las mujeres (siendo, curiosamente, la de David Fincher más fiel al libro y su Lisbeth Salander más cercana a esa ratita ahogada, pero con muy mala hostia, que nos describe Stieg Larsson, y eso que a priori Rooney Mara está de lejos muchísimo más buena que Noomi Rapace), El silencio de los corderos, La milla verde, La carretera... ¿Rasgos comunes a todas ellas? Que el material de partida ya era de por sí lo bastante cinematográfico. Vamos, que el escritor le había hecho medio trabajo al guionista y al director.

Ésta es mi Lisbeth.

Ésta también, pero de otra manera. No sé si me explico.
Pero nada de esto debería preocuparte en exceso, amigo escritor. Que la fuente de tus desvelos sea traducir la escena construida en tu cabeza a un lenguaje textual. ¿Cuántas veces no te ha pasado esto ya? Imaginas unos personajes. Meditas acerca de ellos hasta que puedes repasar, con un sólo pensamiento, toda su vida, desentrañar sus motivaciones, anticipar sus réplicas durante un diálogo. Imaginas un escenario. Lo llenas de detalles enriquecedores con la pasión de un miniaturista. Lo estudias bajo diferentes condiciones de luz, a lo largo de las estaciones, observas cómo evoluciona en el transcurso del tiempo. Imaginas la historia, la acción, el drama, el desenlace. ¡Coño, si tienes toda la puta novela en tus neuronas! Entonces coges lápiz y papel, o enciendes el ordenador, y comienzas a escribir.

El resultado suele ser una puta mierda, claro. Tus personajes, que cuando los creaste en tu cabeza eran auténticos arquetipos, una vez alcanzan el papel se convierten en infamantes estereotipos. Tus decorados parecen restos polvorientos y carentes de alma sacados de alguna serie B y ese argumento tan original que imaginaste es más viejo que el pedo, esos giros argumentales con los que pretendías encandilar al lector son tan predecibles como hostia de monja y ese final sorprendente un devs ex machina de manual.

Traducir es traicionar. Y un escritor nunca traiciona más su obra que cuando la pone por escrito. Lo que en el etéreo mundo de las ideas parece perfecto se revela como un ñordo de primera cuando lo convertimos en palabras. Porque escribir nos obliga a seleccionar, encontrar el mejor sustantivo y los mejores verbos para cada momento. Escribir también nos obliga a comprometernos. Desafía nuestras fuerzas, nuestro dominio del idioma, de los recursos narrativos y dramáticos, nuestra comprensión de la naturaleza humana y, ¿por qué no decirlo?, nuestro sentido del espectáculo.

Puede que tengamos la mejor idea del mundo para un libro, pero una idea no es un argumento. Puede que tengamos un argumento original, pero un argumento no es una historia. Una historia no es una novela e, incluso aunque tengamos esa novela, lo más probable es que sea una mierda. Porque no hemos traducido bien nuestro pensamiento o porque lo hemos traducido de cojón de pato y era una mala idea desde el comienzo.

Cualquier sietemesino podría haberse dado cuenta de que esto no era buena idea.

Esa novela imaginada hay que ponerla por escrito para ver que era una bosta de vaca. Pero también hay que escribirla antes de darnos cuenta de que tiene posibilidades.

Traducir es traicionar. Migrar una historia de un lenguaje a otro exige interpretar. Cuando convertimos nuestras ideas en relatos estamos traicionando e interpretando. Buena parte del material original se quedará por el camino (con un poco de suerte, el lastre), se va a perder en la traducción. Medita sobre ello. Porque si eres capaz de leer tu mierda de libro recién escrito y te parece perfecto, y no cambiarías ni una coma, y juras que es tal y como lo habías imaginado, entonces tu cipotismo no conoce límites y tu ego es demasiado grande para el universo observable. Hazte entrenador de fútbol, chef con estrella Michelín o, mejor aún, productor de cine, pero no pretendas suplantar a un escritor, porque te expones a que los verdaderos escritores te esperen a la puerta de tu casa y te desvirguen a patadas, y lo tendrías más que merecido.

Escribir es un proceso. Una novela siempre está «libremente inspirada» en la idea de la cual surgió. Así debe ser. Aferrarse a nuestro concepto original, imposible de convertir en una narración (porque no hay una traducción directa del pensamiento a la palabra, porque lo que parecía tan buena idea en realidad nunca lo fue, porque el lenguaje escrito tiene sus propias normas, su coherencia interna, que no soporta la potencialidad infinita y superposición de estados propia de la mente humana, o porque somos demasiado cenutrios para volcar sobre el papel nuestro propio pensamiento), sólo supone un desperdicio de tiempo y una dispersión de nuestras energías y nunca nos proporcionará un libro. Ni siquiera uno realmente malo.

Ahora déjame acabar con una de esas batallitas del abuelo Cebolleta que tanto me gusta compartir y que me parece que viene al pelo.

La chaqueta metálica es una de las diez películas que me llevaría a una isla desierta. El relato de la deshumanización a que son sometidos los soldados (en este caso, del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos) durante su entrenamiento y la coraza de cinismo e indiferencia que desarrollan en combate convierten a este largometraje en una de las películas más descarnadamente antibélicas de la historia junto con Johnny cogió su fusil, Senderos de gloria y Sin novedad en el frente.
«Es interesante e inspirador conocer gente de una antigua cultura... y matarlos.»


«¿Quién ha sido el cabrón comunista que ha escrito este guión?»


Pues bien, La chaqueta metálica no sólo es un perfecto ejemplo de título mal traducido, desde el original inglés Full metal jacket, sino que también representa el arquetipo de libro deliberadamente mal adaptado para la pantalla (parece que éste era un vicio muy arraigado en el viejo Kubrick). Te pongo sólo un ejemplo: Una de las escenas clave de la cinta es tan diferente a como aparece en la novela que cambia completamente el sentido de la misma. Cuando el recluta Patoso (Vincent D'Onofrio) dispara al sargento Hartmann, interpretado por R. Lee Ermey (que consiguió el papel porque en la audición estuvo blasfemando una hora seguida sin repetirse), lo hace en un estado de enajenación absoluta. Patoso está ido, desquiciado por el trato abusivo de Hartmann y su carácter brutal. ¿Cómo se describe esa misma escena en el libro? Justo antes de que Patoso apriete el gatillo, se nos describe la transformación de Hartmann, ya expuesto a la boca de fuego del rifle M14, y que hasta el párrafo anterior estaba increpando a su indisciplinado soldado a voz en grito:
"His eyes, his manner are those of a wanderer who has found his home. He is a man in complete control...He smiles. It is not a friendly smile, but an evil smile..."

No hay posibilidad de malentendido. En la novela, Hartmann es perfectamente consciente de lo que está a punto de suceder. Patoso abre fuego sobre Hartmann (Gerheim en el libro) a sangre fría, le demuestra que sus sádicos métodos han tenido éxito y que por fin se ha convertido en un despiadado asesino. Y Hartmann está satisfecho, orgulloso del éxito de su pedagogía castrense. Justo antes de que suene el trueno del disparo, el instructor empieza una frase interrumpida por la bala:
"Private Pyle, I'm proud..."
Una decisión creativa tomada por Stanley Kubrick transformó radicalmente la psicología de estos dos personajes y el significado final de la escena. Vamos, lo que hizo George Lucas con la escena en la cantina de Mos Eisley entre Harrison Ford y el cazarrecompensas en su montaje profanado extendido de La Guerra de las Galaxias: Una nueva esperanza. Al convertir la novela de Hasford en película, el mensaje original fue retorcido y desfigurado. ¿Tal vez Stanley Kubrick no entendió lo que leía? Es difícil de creer. En fin; dado que no solía explicar sus decisiones y ya no podemos preguntárselo en persona, sólo nos queda arrojar esta personal interpretación del director neoyorquino al cesto de los misterios cinematográficos.

En el libro, Patoso tampoco se suicida después de disparar a Hartmann, por cierto.



Hablando de todo un poco, The Short-timers, la novela en la que La chaqueta metálica está «libremente inspirada», novela que fue proclamada por Newsweek como «la mejor novela sobre Vietnam», no sólo no le reportó fama y fortuna a su autor, como Bufón, reportero de Barras y Estrellas en Vietnam, sino que hasta hace poco te la podías descargar gratis de su página web con el beneplácito de sus herederos (Hasford murió en 1993), porque no hay editor en el globo que quiera reeditarla.

El título del libro (The Short-timers), que te desafío a traducir, si tienes huevos, alude a los soldados que han cumplido la mayor parte de su servicio en Vietnam y cuentan los días que les quedan para volver a casa. ¿Que cómo coño The Short-Timers se transformó en Full Metal Jacket? Buena pregunta. Sólo puedo decirte lo que sé: las balas Full Metal Jacket, o sea con camisa de metal completa, son las únicas reconocidas como munición legítima de guerra por la convención de Ginebra, que prohíbe expresamente los proyectiles de aleación blanda o punta hueca, vulgar y erróneamente denominadas «balas explosivas» por las aparatosas heridas que producen al deformarse cuando atraviesan el tejido humano.

«¡Que me conozco! ¡Que estoy muy loco! ¡Que voto a Podemos y todo!»

Cuando en la película Bufón (Matthew Modine) sorprende a Patoso en las letrinas, cargando su fusil, le pregunta «¿Ésa es munición de guerra» a lo que el locatis Marine contesta algo como (cito de memoria) «Siete coma sesenta y dos milímetros con camisa de metal completa» («seven point sixty two milimeters full metal jacket»), que era efectivamente el calibre de fusil empleado por las tropas norteamericanas en Vietnam antes de la adopción masiva del fusil de asalto M16. Parece que Kubrick decidió distanciarse un poco más del libro en el que se había libremente inspirado y ponerle a su película un título que no evocase la fuente de la que bebía.

O quizá sólo fue un intento de tapar sus propias miserias. A fin y al cabo, había traicionado la historia original.

 

lunes, 5 de septiembre de 2016

Amy Winehouse era una yonqui y punto.

«En realidad no me gustaba tanto la cocaína. Pero no me daba cuenta, por culpa de la puta coca».

(Podría haberlo firmado Stephen King, por ejemplo, pero se me ha ocurrido a mí solito)



Sí, como acertadamente supones, avispado lector, este artículo tiene de todo: ¡drogas, alcohol, más drogas, fornicio, concupiscencia, señores con bigote, sodomía, opio!



En Francia, vete tú a saber por qué, tenían en un pedestal a Charles Bukowski. Pero, claro, estamos hablando de un país en el que comen sesos, caracoles y otras porquerías como queso enmohecido y coños de turistas americanas, así que no es de extrañar que sintiesen adoración por aquel entrañable fornicador con la cara picada de viruelas y que parecía escapado del rodaje de El planeta de los simios. Con el maquillaje puesto. Tanto les gustaba a nuestros vecinos alonsanfáns el vejete borrachuzo de hígado apto para hacer foie-gras que en septiembre del 78 Bernard Pivot tuvo la discutible ocurrencia de invitarlo a su programa de televisión, sí, ése al que habían asistido Nabokov, Solzhenitsyn y otros mendrugos muertos de hambre que escribían como el culo y de los que oyes hablar por primera vez, que ya sabemos que tú sólo lees la mierda ésa de las sombras de Grey.

Lo confieso: a mí también me gusta Bukowski.


Pivot confiaba en poder mantener un debate literario de altura con el escritor de Andernach, a quien, tras la lectura de sus relatos, y sobre todo de sus poemas, atribuía una acusada sensibilidad y una vasta cultura letrada. El pauvre Pivot no podía imaginar la que se le venía encima, a él y a sus televidentes.

(Sí, querido lector inexistente, tienes buena memoria: te habíamos prometido hablar de este episodio glorioso de la historia de la literatura)

Llegado el día señalado, comenzó la emisión del programa y el autor de Factótum y Escritos de un viejo indecente entró en escena.

Borracho como un Catulo.

Haciendo eses.

Y llevando consigo dos botellas de vino peleón que abrió en directo y se bebió a morro mientras le metía mano a Catherine Paysan y condenaba a la Quinta República en su totalidad al infierno de los sodomitas y los tertulianos de 13 TV por marginar al pobre Céline. Si es que dices que a los judíos habría que matarlos a todos y la gente como que te coge manía, mecachis.

Como si aquella primera impresión no hubiese sido lo bastante deplorable, cuando el bueno de Chuck decidió que ya había tenido suficiente se levantó en mitad de la emisión y se largó. Con dos cojones. Empeñado en asegurarle a su espectacular mutis un capítulo de la historia de la televisión, cuando un miembro del personal de seguridad intentó enseñarle la puerta, Bukowski sacó un cuchillo al grito de «¡Tú no me pones las pezuñas encima, gabacho de mierda!», o algo por el estilo, que el segurata no hablaba inglés y Charlie ya no estaba en condiciones de vocalizar. (Lamentablemente no tenemos imágenes del suceso).

El bueno de Charlie sí que sabía cómo hacer una salida de escena. Le bastaba con ser él mismo.


In vino veritas.
La relación que une a los escritores y el vinacho es tan antigua como la humanidad. El espíritu de la uva y el grano han lubricado los engranajes de la literatura como mínimo desde Cayo Valerio Catulo, a quien citamos más arriba, dipsómano y orgulloso de ello. En ese parnaso de curdas esplenden nombres tan ilustres en las letras hispánicas como los de Lope de Vega y Quevedo, auténticas esponjas, aunque si metes en la barra de Google la ecuación de búsqueda «escritor+alcohol» te sale una lista de nombres anglosajones para aburrir: Dorothy Parker, Ernest Hemingway, Brendan Behan, William Faulkner, Jack Kerouac, Dylan Thomas, Dashiell Hammett, Eugene O'Neill... Pero, claro, si tenemos en cuenta que los yanquis tienen a toda una generación de escritores a los que llaman a la cara The Lost Generation y a la espalda The Wet Generation, esto no debería sorprenderte. Imagínate hasta qué punto se da por sentado el borrachismo de esta gente que a Francis Scott Fitzgerald le atribuyen este epitafio:
«Estuve borracho algún tiempo. Después me morí.»

(Pero es mentira. Lo que realmente grabaron en su lápida es una cita de El gran Gatsby que a estas alturas de la mendrugada nos da hasta pereza traducir).



Pero no nos limitemos a hablar del alcohol.

Baudelaire engullía puñados de opio y, al igual que Verlaine, le daba a la Fée Verte, mejunje apto para desatascar tuberías y quitar la pintura vieja de los carros de combate al que, además, se le atribuían propiedades alucinógenas.

Pedazo bigotón, el de Verlaine.
Cuando no tenía otra cosa a mano, Stephen King llegó a beber colonia y jarabe para la tos, y esnifaba tanto polvo boliviano que sufría hemorragias nasales casi perennes. Cada vez que le preguntan a Steve por una de sus primeras novelas, Cujo, emite un suspiro resignado y confiesa: «me encantaría poder recordar haberla escrito».

William S. Burroughs se pasó toda la vida a lomos del caballo blanco y otros animales salvajes de esos que no te venden ni con receta. Por alguna misteriosa razón, murió de viejo.

Philip K. Dick tenía la productividad de una Xerox y escribía una novela en una noche; eso sí, acompañado por una cafetera bien cargada y un bote de anfetas tamaño Jumbo Plus. Así le salían la mayoría de sus libros, que no hay Cristo que los entienda. En el proceso, tenía visiones místicas y se proponía  escribir un Quinto Evangelio.

Lo juro.

El primer paso para llegar a profeta es dejarte una barba a la altura.

Hunter S. Thompson se metía de todo. Literalmente de todo. Si Keith Richards esnifó las cenizas de su padre, Hunter S. Thompson habría esnifado a Keith Richards. Vivo y hasta el carallo de coca y tripis. Y habría pedido repetir. Al igual que en el caso de Burroughs, también Thompson tuvo oportunidad de preguntarse cómo coño había llegado a viejo. La química de su cuerpo debería ser estudiada por los hombres de ciencia, que seguro hallarían en los dopados cromosomas de Hunter la llave de la vida eterna, toda vez que quedó demostrado, salvo prueba en contra, que lo único que podía matar a Hunter S. Thompson era el propio Hunter S. Thompson.


Su última aportación a la literatura fue reescribir el mito de su propia inmortalidad.

Esta búsqueda de escritores viciosos puede depararte algún que otro desengaño.

¿Conoces a Louisa May Alcott, la autora de la relamida Mujercitas? Pues que sepas que le daba al opio cosa mala. ¿Deberíamos revisar cuidadosamente Jack y Jill, por si este clásico de la literatura juvenil invita a nuestros adolescentes a endrogarse y votar a Podemos o seguir fingiendo que atribuimos a Jill el autocontrol necesario para sobrellevar el tormento de su espalda rota sin recurrir a ningún tipo de analgésico? ¿Los sudores nocturnos de Jill eran fruto del dolor o un monaco de te cagas por las bragas?


Mujercitas: droga dura.

La delirante filosofía individualista y ultraliberal de Aynd Rand quizá quede explicada por su consumo compulsivo de Dexedrina (o quizá es que la tía era una fachosa hija de puta y punto, pero sobre este asunto ya otros han tratado antes y mejor que yo).

Y no sigo, que ya veo que te estás deprimiendo.

¿Por qué la sensibilidad artística y la adicción parecen ir tan íntimamente entrelazadas? ¿Por qué algunas de las mejores páginas de la Historia del Arte se han escrito con ajenjo y firmado con láudano?

Bueno, te diré que en mi opinión ésta es una falsa pregunta.
Soy un artista.

Los artistas son personas sensibles.


Las personas sensibles tienen una tolerancia menor al sufrimiento.


Ciertas drogas pueden ayudarte a tolerar mejor el sufrimiento.


Así pues, me drogo porque soy un artista.

Este argumento es una falacia lógica llamada Razonamiento circular y se conoce como mínimo desde Aristóteles. Si quieres saber más sobre falacias lógicas o sobre Aristóteles busca en Google, que tengo que acabar este artículo y se nos hace tarde.



«Soy católico. No puedo suicidarme, pero planeo beber hasta matarme.»

Cuando Amy Winehouse reventó, algo que se veía venir desde hacía tiempo (si es que ya lo llevaba en el nombre, la criatura: Amelia Casavino. Casi nada) fue automáticamente elevada a los altares. Que si tragedia para el mundo de la música, que si prometedor futuro truncado, que si la maldición del Club de los veintisiete...

Chuminadas. Y esta falacia del genio unido a la adicción engorda con las contribuciones de escritores como Truman Capote, autor de la frase «Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio.»

Todo lo que tenía de genio le faltaba en modestia.


Amy Winehouse murió joven porque bebió hasta que su cuerpo dijo «¡A mamarla a Parla!». Amy Winehouse era una adicta y le encantaba. Estaba tan enamorada de su alcoholismo que hasta compuso un tema (irónicamente uno de sus mayores éxitos) explicando sus razones para no acudir a rehabilitación. A Amy le encantaba beber. Bebía con esa pulsión de muerte propia de los alcohólicos. Y navegó océanos de etanol hasta encontrar el delta del Estigio.

Pero sucede que la condenada Amy tenía talento. Kilotones de talento. Era, probablemente una de las mejores artistas de su generación, bendecida con una poderosa voz de contralto y unos reflejos, un instinto a la hora de mezclar diversos géneros musicales (Jazz, Rythm and Blues, Soul...), que sólo pueden adjetivarse de insultantes.

Amy Winehouse era una alcohólica con talento.

Ahí está la clave de por qué nos gusta alimentar ese falso mito de los pobres artistas adictos, por qué los preferimos a otros escritores, músicos, pintores con vicios menos escabrosos o ninguno en absoluto.

Nos encanta encumbrar a perdedores y después abuchearlos, lapidarlos y derramar unas lagrimitas de cocodrilo sobre sus cadáveres.

Nos la pone dura que nuestros ídolos tengan los pies de barro. Así se desploman al primer empujón y el fuego de su deslumbrante grandeza no hiere con la misma intensidad nuestros indignos ojos.

Última foto conocida de Dylan Thomas.

Por ese motivo es casi imposible hablar de da Vinci  sin mencionar su presunta homosexualidad, comentar la obra de Wilkie Collins al margen de su condición de opiómano, confesar que estamos leyendo Trópico de Cáncer y mantenernos a salvo del amiguete tocapelotas que nos refresca los devaneos de Henry Miller con las putas del Barrio Latino, leer una biografía de la bisexual Anaïs Nin y no atragantarnos con las acusaciones del atribuido incesto con su propio padre o ver una adaptación de  Alicia a través del espejo y no recordar que Lewis Carroll fue sospechoso de los asesinatos atribuidos a Jack el Destripador, además de vestir el sambenito de pederasta.

¿Te elevas a los cielos cuando escuchas el Carmina Burana? Pues que sepas que Orff era probablemente un cerdo fascista.

¿Flipas con la poesía de Safo? Era bollera.

¿Los únicos tres libros que has leído en tu vida son éste, éste y éste? ¿Quieres que te cuente algo acerca de los problemillas de Anne Rice con la bebida?

Y sigue, y sigue, y sigue...

Escritora buscando inspiración.


Si quisiera ponerme en plan romántico escribiría que la pasión creadora prefiere a las almas rotas, o por lo menos melladas, porque los dones de las musas son tan efímeros y sutiles que sólo pueden penetrar en nosotros a través de nuestras llagas.

Pero, como toda afirmación generalizadora, probablemente también esa chispita de ingenio sea falsa, y, además, este artículo no versa sobre la relación orgánica entre el genio y la adicción (¡que se dediquen otros a cortar ese nudo gordiano!), sino en su expresión sociológica, en el motivo por el cual nos entusiasma encumbrar a todos esos artistas nacidos bajo el signo de Saturno y casi más conocidos por sus defectos que por sus obras.

¿Eran artistas porque estaban majaras o estaban majaras porque eran artistas?

¿Por qué nos encanta airear las miserias de nuestros escritores favoritos?

Pues por la misma razón por la cual nos encantaba Amy Winehouse: porque, además de exudar poesía y cantar como los ángeles, cada vez que le decían que fuese a rehabilitación ella decía «no, no, no».

Amy Winehouse llevaba la muerte cincelada en el hígado con llamas de vodka y la amábamos por eso.

Porque la propia Amy nos dio las herramientas para perdonarla por haber nacido con aquel monstruoso talento, indigno de una simple mortal.

Por esa razón no la matamos. Porque difícilmente lo habríamos hecho mejor que ella y, además, nos habríamos privado del hermoso espectáculo de su decadencia y ruina.

Se lo tenía merecido, la muy zorra, por ser tan condenadamente buena en lo suyo.

Creo que esto es todo lo que tenía que decir al respecto de toda esa farfolla de los escritores y las drogas.

¿Qué cuáles son mis vicios?

Escribir, por ejemplo, y perdona por el desengaño que acabas de llevarte.

Si te sirve de consuelo, no hay rehabilitación posible para lo mío y, además, tengo nueve probabilidades contra una de no escribir más que mierda.