lunes, 22 de agosto de 2016

Así no, Peter. Así no.



«Confiarle tu libro a un productor de cine es como confiarle tu hija adolescente a un proxeneta.»

Tom Clancy
(Que no era Truman Capote, precisamente)


En el año 2006, la Metro Goldwyn Mayer se hizo con la opción cinematográfica de El Hobbit, a punto de caducar, por el poco deportivo procedimiento de comprar United Artists, la propietaria original de los derechos de distribución, y anunció que, siguiendo la estela de El señor de los anillos, volcarían la novela de Tolkien en una película de imagen real.

 

Los de MGM intentaron enrollar en el proyecto a Peter Jackson, pero como el barbado director había acabado de la Tierra Media lo que se dice hasta sus gordos cojones y como además, confesó, no quería hacerse la competencia a sí mismo, los productores decidieron, tras el lógico baile de nombres, confiar la película a otro cineasta visionario: nada más y nada menos que Guillermo del Toro (a quien yo siempre confundo con Benicio, que no es primo suyo ni nada), ya sabéis, Cronos, Mimic, El espinazo del diablo, Hellboy, El laberinto del fauno... Jackson permaneció ligado al proyecto como productor ejecutivo, por si al pinche güey se le iba todo el rodaje a la gran chingada.

Éstos sí son elfos chungos, y no los de Tolkien, que parecen reinonas.


Desde el principio se planteó el proyecto como dos películas... y empecé a notar un husmillo a pelo de cabra frito. ¿Estaban hablando del mismo Hobbit que yo había leído? Hice el sacrificio sobrehumano de levantar mi cuerpo escombro del asiento, recorrer los aproximadamente tres metros que me separaban de mi biblioteca (el esfuerzo de este ejercicio inusitado casi me envía al Otro Barrio sin billete de vuelta) y tomar mi ejemplar de El Hobbit en su preciosa edición en tapa dura de Minotauro de 1995. Doscientas veinte páginas y pico. Vamos, lo que dura el prólogo de El señor de los anillos.

«¿Y de aquí van a sacar dos películas?», me pregunté, atribulado. Como el libro se lo ventila cualquier cristiano alfabetizado en un par de momentos all-bran, aproveché la coyuntura para releerlo (me llevó dos tardes mal contadas) y creí encontrar un par de puntos de corte donde sería posible dividir la historia en dos largometrajes: del Toro podía meter la tijera justo después de que la compañía de enanos más Bilbo escapen de la caverna de los trasgos o bien un poco más adelante, cuando se despiden a la francesa de los calabozos de Thranduil.

Pero aún así me resultaba difícil imaginar mediante qué truco del almendruco iban los de MGM a convertir una novelita tan pequeña en sendos filmes de más de hora y media. Un guión de cine de unas noventa páginas en Courier de cuerpo 12 deviene en un largometraje de cien minutos. La mayoría de los párrafos descriptivos del libro eran susceptibles de quedar reducidos a un simple plano de unos pocos segundos, así que... ¿Dónde coño veía del Toro las dos películas prometidas?

«Bueno», me dije, «pronto lo sabremos».

Guillermo, que no Benicio, se trasladó con toda su familia a Nueva Zelanda, donde se rodarían la mayor parte de los exteriores, y empezó a trabajar en el guión y el diseño de producción. La consigna no había cambiado: convertir El Hobbit en dos películas de imagen real. Corría el año 2008.

Entonces, en 2009, la Metro Goldwyn Mayer, que llevaba desde los años 60 siendo desmantelada y reconvertida en una simple marca publicitaria, se declaró en bancarrota. Las cosas estaban cabronas para Guillermo del Toro, que llevaba dos años trabajando en el guión y la preproducción de una película sin fecha de estreno, con el inicio de rodaje pospuesto sine die y cuyos derechos para la pantalla caducaban en 2010. Alguien de Anonymous o Wikileaks debería hacer públicos los correos electrónicos que se cruzaron en aquel tiempo el director mexicano y los mandamases de la Metro, porque seguro que tienen miga. Miga y blasfemias.

Harto de que le diesen largas los gringos, Guillermo del Toro pilló la puerta ciscándose en Tolkien, en Bilbo Bolsón y en toda su ralea y se fue a rodar esa peli a la que sólo le falta el título para ser Neon Genesis Evangelion (hasta tiene a una japonesa con el peinado de Rei Ayanami). Los de la Metro, ni cortos ni perezosos, aparcaron un camión lleno de billetes delante de la puerta de Peter Jackson y le dijeron al remiso cineasta «ahora no te puedes negar, señor productor ejecutivo. A rodar el puto Hobbit a la voz de ya, que se nos echa el calendario encima y, o empezamos de una puta vez, o perdemos los derechos».

Jackson cogió el camión, lo vació en su piscina y buceó desnudo en aquel esplendor verde.

Que no está hecho de piedra, el hombre.

Algo se ha filtrado de la película que quería rodar Guillermo del Toro, pero no mucho, y el propio director está amordazado por un contrato de confidencialidad, o sea vigilado por los abogados de la Metro, que no se caracterizan por su sentido del humor. Quizá dentro de unos años alguien haga un documental explicando qué había planeado el director guadalajarense para aquella película que nunca se rodará. Precedentes no faltan. En serio.

Peter Jackson, acaso resentido con la deserción de del Toro, agarró sus dos años de borradores de guión y diseños y se limpió el culo con ellos. Así pasó de tener un proyecto que no le gustaba, que no reflejaba su propio concepto de El Hobbit, a no tener ningún proyecto en absoluto y, ¿sabes qué?, se nota.
«[...]no retrasamos el reloj un año y medio para darme ese tiempo de preparación para diseñar la película, que era diferente a la que él [del Toro] estaba haciendo
Se nota mucho.

"Y aquí va una gran... ya sabes... pantalla verde y toda esa mierda".

Llegado Jackson al proyecto, las dos películas se convirtieron de repente en una trilogía. Aquí entré en modo pánico. «¿Tres pelis? ¡Pero si el libro apenas da para dos!» Claro está que yo pensaba como escritor, no como productor de cine: ¿por qué asaltar la ventana de consumo de Navidad dos años consecutivos cuando puedo coparla durante tres? Lo de convertir el último libro de una saga en dos películas se ha acabado convirtiendo en una costumbre, aunque sean libros penosos de los que salen peores largometrajes, pero no nos vayamos ahora por las ramas. «Sarita bendita», me decía yo, que rima y todo, «esto va a acabar como el rosario de la Aurora. Bueno, tengamos fe. Confiemos en Peter.»

Vi El Hobbit: Un viaje inesperado y, para qué negarlo, me gustó; aunque en seguida advertí sus defectos: a la película le sobraban como poco treinta minutos. Toda la subtrama de venganza de Azog el profanador me pareció un corta y pega gratuito. Además, y perdón por el rapto friki, ¿no se decía claramente en El Hobbit que Dáin Palito Palito había matado a Azog a las puertas de Moria durante la batalla de Azanulbizar? ¿Qué coño hace este tío bestia aquí, redivivo? Y, ya puestos, ¿qué cojones pintan Saruman y Galadriel en El Hobbit? Siempre sospeché que a Peter Jackson se la pone tiesa Cate Blanchett, uno de los rostros más artificiales e inexpresivos del universo, pero ¡joder!

Afrontémoslo: podría haber sido peor.

Me gustó John Wats... digooo Martin Freeman como Bilbo (aunque se parece a Ian Holm de joven casi tanto como mi ojete, y eso, lo quieras o no, corta un poco el rollo), me gustó  Richard Armitage en el papel de Thorin Escudo de Roble, me gustó, faltaría plus, sir Ian McKellen como Gandalf; una vez más me fue imposible tomarme en serio a Hugo Weaving como Elrond, pero la culpa es de ésta película, no del trabajo del actor.

Su cirujano plástico se ha comprado un planeta. En serio.


Sí, vale, comparados con la infinita expresividad y variados registros dramáticos de Gollum, que, recordemos, estaba generado por ordenador, todos los personajes parecían muñecos de Jim Henson, pero eso no me importó.

No me creíais, ¿eh, cabrones?
Un año después vi El Hobbit: La desolación de Smaug y empecé como el niño del anuncio: «Ay, mi madre... Ay, mi madre...»

¿Era esto absolutamente necesario?


A la puta película le sobraba la mitad del metraje. La mitad. Todos los momentos de slapstick, la subtrama de Bardo y la Ciudad del Lago, la incomprensible, irritante e insulsa historia de amor entre Tauriel y Kili. Y la propia Tauriel. Y otra vez Cate Blanchett. Y Elfolas ni te cuento.

Está que cruje, pero ni sale en el libro ni enseña las perolas en la peli. ¿Para qué coño la contrataron?


Cuando vi El Hobbit: La batalla de los cinco ejércitos creí que me daba un tabardillo. Y no fui el único.

Esto sucedió. Y nosotros lo permitimos.
Una película sin asidero. Nada. Dos horas y veinte minutos de la molicie más absoluta, de planos de CGI sin ligazón lógica, de una de las batallas más sosas de la historia del cine, del menda que esto escribe removiéndose en su butaca como si le hubiesen encendido una hoguera en el ano y repitiéndose una y otra vez «por Dios, que se acabe ya. Por Dios que se acabe ya». No me extraña que un ser humano con esfuerzo se haya pulido su propio montaje de la trilogía, hasta reducirla a algo menos nauseativo.

Tiempo después quedó explicado el desastre: Peter Jackson admitió en una entrevista que cogió la pasta, firmó con su propia sangre el contrato de la Metro y a continuación se dijo «madre de Dios, ¿qué coño acabo de hacer?». El rodaje de Un viaje inesperado comenzó y su director no tenía ni repajolera idea de por dónde conducir la película. No tenía un concepto de ese largometraje que jamás había querido rodar. No tenía un storyboard. ¡No tenía ni un puto guión, por el prepucio de Cristo! Pete iba a los platós que del Toro había hecho construir e improvisaba, para estupor del equipo técnico y los actores. Y al día siguiente lo mismo. Y así hasta que solventó la papeleta y le entregó a la MGM su  mierdosa trilogía para atraer a los fans de Tolkien a los cines durante tres años seguidos.

Peter Jackson no quería hacer El Hobbit.
«[...] empecé el rodaje con la mayor parte de la película sin preparar.»
Una jornada normal de trabajo durante el rodaje de "El Hobbit".

Y se nota.

¡Joder que si se nota!
«Me pasé todo el rodaje de El Hobbit con la sensación de que no la estaba controlando.»

Vaya que no.

No sé si este artificio ignominioso, esta violación filmada de uno de mis libros favoritos lo habrá visto mi colega, ése que es capaz de hablar por teléfono en sindarin.

Pero por su propio bien espero que no.

A Peter Jackson no le dijeron que tocaba examen de El Hobbit y no se lo preparó. Y, llegados al plató, hizo lo que los malos alumnos: en lugar de entregar el folio en blanco y asumir el rosco como un hombre, se dedicó a desbarrar durante casi ocho horas de metraje.

Ocho horas.

Para filmar un libro de poco más de doscientas páginas.

Peter Jackson no se había leído esta entrada de Paratroopersdon'tdie (básicamente porque no tenía una máquina del tiempo ni, aunque la hubiese tenido, creo que hable español), pero no debería haber sido necesario. En su momento había tomado la justificada decisión creativa de dejar fuera de El señor de los anillos toda la parte de Tom Bombadil (ganándose el odio eterno y amenazas de muerte de mi colega, ése que habla sindarin), una subtrama que no aportaba nada a la historia, que no permitía avanzar la historia, que... ¡que ese hipster buenrrollista, flower-power y pasado de ácido sobraba, coño!

A la hora de filmar su infecta trilogía de El Hobbit, como no tenía un plan, ni un proyecto, ni siquiera una mierda de guión, Pete, desesperado, fingió olvidar todo lo que sabía de cine e hizo lo contrario de lo que le aconsejaban su experiencia y sus conocimientos.

Después de lo del árbol parlante, esto ya habría sido el puto colmo.
Yo sé muy bien lo que es «hacer un Peter Jackson». Así escribí mi novela-Godzilla ilegible (más información aquí) y mi novela-Frankenstein  impublicable (Octavo mandamiento de mi Decálogo para escritores de mierda, si quieres profundizar en el tema). Así pues, creo que sé de lo que hablo, que en esto fui puta antes que monja.

Como era joven, inexperto y un pelín gilipuertas, me lanzaba a perpetrar una novela sin la más remota idea de qué pretendía hacer con ella. Sin un argumento, ni una guía de personajes, ni un desglose de capítulos, ni una cronología, ni nada. Esto es el equivalente a encontrar una estantería Putonström en el Ikea borracho, con los ojos vendados, las manos atadas a la espalda, un anal plug metido hasta los tímpanos y a tu sobrinito cabronías haciendo prácticas de percusión en tu escroto. Con una maza de críquet.

El resultado era... En fin...
¡Hola! ¡Soy una novela de escritor primerizo!


Pero sin sonrisa.

Ahora ya no soy un pelín gilipuertas (mis amigos opinan que soy muy gilipuertas) y, antes de meterme en un quilombo de más de veinte páginas, me hago mis resúmenes, mis esquemas, mis listas, mis desgloses por capítulos, mis cronologías. Cuando me siento a escribir una novela sé muy bien que quiero llevarla del punto A al punto B pasando por C. No he vuelto a quedarme con una mano delante y otra detrás, meditando cómo salir del fregado en el que yo solito me había metido.


Una vez aprendes a trabajar con un plan, (que nunca debe ser el Evangelio, sino una guía de viajes en la que dispongas de tres o cuatro puntos de referencia gracias a los cuales no corras el peligro de perderte) ya no quieres escribir de otra manera. Es muy descansado poder quitarte todas estas preocupaciones de encima y centrarte en lo verdaderamente importante, como que tu mierda de libro aburre hasta a las ovejas.

Moraleja: no seas como Peter Jackson. El mundo no necesita que acometas la redacción del décimo séptimo volumen de Las crónicas de Escupitagh mientras lidias contra el extreñimiento en tus treinta minutos para el bocadillo.

Aunque sólo sea porque ni siquiera tú te has leído los dieciséis primeros y ya no recuerdas que mataste a todos tus personajes en la tercera novela.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ni SPAM ni Trolls, gracias. En ese aspecto, estamos más que servidos.