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Palabra de honor que nosotros tampoco lo entendemos. |
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Aunque personalmente me pone mucho más burraco su prima Sandra. |
Salvo por un pequeño detalle que arruinó mi deleite: ese final de mierda.
A su regreso a Ítaca, al volante de su factoría de infartos sobre ruedas, reconciliado consigo mismo, cargadas las pilas con un nuevo plan de negocio en mente y arreglada la relación con su hijo, este barbado y obeso Odiseo que es Carl Casper tiene un momento de debilidad en el que parece que va a recaer en sus viejas costumbres, poner de nuevo distancia entre él y Percy, subordinar a su chaval para que no le estorbe en el nuevo trabajo que se dispone a comenzar.
Pero entonces recapacita, coge el móvil, llama a su Telémaco y le dice que hostia, claro que sí, aquí está tu padre, carne de mi carne, y si quieres que papá te enseñe a cocinar, papá te enseña. ¡Con dos cojones!
Unos meses después no sólo su relación con Percy es excelente, sino que ha hecho las paces con el crítico culinario al que puso de vuelta y media en el primer acto de la película, ha montado un restaurante con él como socio y ha vuelto a casarse con Sofía Vergara.
Y llegados a este punto yo me dije «¡amos, anda, no me jodas!»
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Aunque, sin ánimo de despreciar a las Vergaras, aquí seguiremos fieles hasta la muerte a la divina Sara. |
No es la primera vez que me encuentro con este fenómeno indignante. La puta obsesión por el happy ending me ha enmierdado más de una novela, película, relato... ¿Por qué?
Porque la vida no es así.
Oh, coño, claro que todos tenemos buenos momentos. La experiencia de una persona está salpimentada de episodios tan hermosos que las palabras se revelan incapaces de describirlos. Como escribió alguien con mucho más talento que yo, la vida, a veces, es tan feliz que no parece vida.
Pero no todo el tiempo. Ni a todo el mundo.
Hay historias que no pueden acabar bien. E incluso hay historias que no deben acabar bien. Aún diría más: hay historias que acaban bien, razonablemente bien, y no, repito en mayúscula, NO deben acabar mejor, porque entonces el contrato entre el narrador y el receptor de la historia, la llamada «suspensión de la incredulidad» (esa retaca donante de pecho y con ortodoncia de la que ya hemos hablado) se va lo que se dice a tomar por culo.
Chef debió terminar cuando Jon Favreau descuelga el móvil y llama a su hijo para decirle que se lo ha pensado mejor, que si quiere que le enseñe a cocinar las tardes después de clase y los fines de semana, adelante con ello. Si el personaje necesitaba un arco de transformación, ¿no bastaba con rehacer su vida, retomar el control de su carrera y recomponer la relación con su hijo?
Punto.
Pero, en algún momento, al director-actor-guionista se le ocurrió que eso no era suficiente. Que la película tenía que acabar con un home run porque si no ¿para qué coño la había rodado, en primer lugar? O todo o nada. Paquete completo: «recupero el amor por la cocina, reconquisto el respeto de mi hijo, me busco un nuevo curro por la vía del autoempleo, hago las paces con el crítico de cocina que me arruinó la vida, creo un nuevo restaurante, vuelvo a crujir las sabrosonas carnes de Sofía Vergara y, ¡qué cojones!, también me recaso con ella.»
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Ahora en teta: ¿alguien me teta explicar por qué tetas se divorció de teta? |
Y esa decisión se carga la película.
Podría citar otros ejemplos procedentes también del mundo del cine: el tramposo final feliz de Ejecución inminente (cuando es notorio que la película debía acabar con el desgarrador plano de la mano de LisaGay Hamilton golpeando el ojo de buey de la cámara de gas), que convierte un contundente alegato contra la pena de muerte en un puto cachondeo; los veinte minutos de metraje que le sobran al final de Minority report (¿volverá Spielberg a recordar algún día cómo cojones se acaba una película? ¡Oh, a la mierda! ¿Volverá a recordar cómo se hace una película?) y que se cargan el mensaje de la historia («si le concedes poder omnímodo a una organización, alguien encontrará la manera de utilizarlo para sus propios intereses y haber trabajado para esa misma organización no te mantendrá a salvo»); el segundo y tercer actos de Spectre; la inexplicable redención del personaje de Mark Wahlberg y panacea de su ludopatía en El jugador (¿puede renunciar por arte de magia a su adicción alguien que, de manera tan obsesiva y sistemática, busca su propia ruina?); el, oh, Dios mío, clímax final resuelto en diez minutos de Los cuatro fantásticos de Josh Trank (aparece Victor von Doom, es malo malo malísimo, malo de la muerte, intenta cargarse el mundo, lo apiolamos, fin) y mil aberraciones más... Pero insisto: sobre historias entretenidas, incluso buenos relatos, que se pudren al final ya hemos hablado en otra ocasión.
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La imagen que se le aparece a Josh Trank cuando se despierta en mitad de la noche, empapado en sudor frío. |
De lo que se trata es de escoñar una buena historia por intentar que el protagonista obtenga una flawless victory que ríase usted de las del Mortal Kombat.
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¡Aaaaah! ¡La nostalgia! ¡Esa dulce y pérfida putilla almizcleña! |
No soy particularmente sensible a las historias de perdedores patéticos. Por poner un ejemplo: no pude acabarme Servidumbre humana, de Maugham, por el ascazo infinito que acabó inspirándome su alelado y hostiable protagonista. Me gusta una buena historia de perdedores como al que más, porque son catárquicas, terapéuticas. («Joder, ya sé que lo mío es grave, pero mira a ese pobre pringado.») Con lo que no trago es con el sadismo. Por eso no pude ver Precious. Porque no era suficiente con que el personaje fuese una adolescente negra en los Estados Unidos, que no es poco hándicap; además tenían que retratarla analfabeta, morbosamente obesa, colgarle una madre maltratadora y un padre malnacido que la viola y la preña y (por si eso no fuera suficiente) hacerla parir un hijo subnormal: su propio hijo-hermano incestuoso.
Toma ya.
(¿Por qué se quedaron ahí? Podrían haber hecho al crío adicto al crack, autista, musulmán, homosexual, epiléptico y lector de Sánchez Dragó.)
Yéndonos al extremo opuesto, también el triunfo completo de Carl Casper en Chef es insultantemente indigesto. De un plumazo, el director destruye la motivación de su personaje. Ya no es un hombre que ha superado una mala racha, que ha ganado un par de buenas batallas pero es muy consciente de que la guerra continúa. Ya no es una persona con un objetivo. Ya no tiene un propósito porque no le falta nada. No tiene necesidad de seguir esforzándose. Lo ha recuperado todo: trabajo, fama, el respeto de la crítica, el cariño de su hijo, a Sofía Vergara...
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En serio: ¿vosotros lo entendéis? |
Ha muerto la historia.
Y todo por cinco minutos de metraje que deberían haberse caído al suelo de la sala de montaje.
¿No estás harto del típico paleto chuloputas que, en las películas y series yanquis, se ocupa de recordarle al europeo, normalmente un francés algo amanerado, «de no ser por nosotros, ahora estaríais todos hablando alemán»?
(Lo cual, dicho sea de paso, es cierto.)
(Y no es menos cierto que, de no ser por todo el oro, cañones y pólvora que Francia proporcionó a los revolucionarios de las trece colonias de Nueva Inglaterra, ahora en Estados Unidos estarían todos hablando lakota y pagando impuestos abusivos a la corona británica.)
Yo sí. Pero no dejo de advertir en esa actitud perdonavidas el pecado original del alma estadounidense: esa obsesión patológica por el triunfo a toda costa, que encubre un no menos patológico horror al fracaso. Esa competitividad feroz ha llevado a los gringos a que, hoy en día, hasta las guarderías se conviertan en una especie de Los juegos del hambre donde, entre coloreables de Gumball y la Patrulla Canina, a los jóvenes churumbeles se les prepara desde pequeñitos para pisar las gargantas de sus tiernos amiguitos si con eso obtienen plaza en una universidad de la Ivy League.
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¡Mama! ¡Papa! ¡Que me aceptan en Princeton! |
Por eso el montaje del director de Blade Runner de 1992 es superior al original de 1982 en varios órdenes de magnitud. Para empezar, se carga la maldita voz en off, recurso de cine negro que le sentaba a la película como un strap-on a una imagen de La Dolorosa. Luego, además de otras muchas decisiones inteligentes, la cinta termina con la puerta de ese ascensor cerrándose ante Sean Young y Harrison Ford, Deckard y Rachael, convertidos ya en fugitivos de futuro incierto, criminales que ni siquiera saben de cuánto tiempo dispondrán para vivir su amor prohibido ni si podrán disfrutar de los días que les quedan antes de que los antiguos colegas de Deckard den con ellos.
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Si no has visto esta película no has visto cine, y punto. |
La película empieza con oscuridad y termina con oscuridad. No tenía sentido ponerle un final luminoso, a pleno sol, por una carretera desierta que transcurre entre verdes colinas. Aquella decisión impuesta por los productores del largometraje fue un error. Ésta es la correcta. Deckard y Rachael han logrado algunas pequeñas victorias: él ha sobrevivido a su encuentro con los replicantes comandados por Roy Batty (el mejor Rutger Hauer de todos los tiempos), ha retirado a los «pellejudos» rebeldes, se ha enamorado y ha encontrado algo, a alguien en realidad, que le importa más que su propia vida; ella también ha encontrado el amor, ha comenzado a crear sus propios recuerdos junto a Deckard y ha recibido una inesperada oportunidad de vivir su propia vida, una vida de prófugo, sí, pero vida a fin y al cabo.
Deckard y Rachael han ganado algunas batallas, pero su guerra continúa y, probablemente, lo peor aún está por llegar.
Blade Runner termina cerrando una historia... y empezando otra.
El nuevo final (que en realidad es «el viejo final», el de la copia de trabajo que fue proyectada para los ejecutivos de la Warner y en los pases de prueba con público) de Blade Runner es infinitas veces superior al original porque nos invita a escribir nuestra propia continuación a la historia de Rachael y Deckard.
(Y por eso los que amamos esta película llevamos de diarrea desde que se anunció el rodaje de su secuela.)
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Recuerda mis palabras: pronto todas las entrevistas de trabajo serán así. |
Pero entonces no estaría escribiendo sobre esta película.
Bueno... quien dice escribiendo dice divagando, como siempre; incapaz de abordar el tema principal y resolver la duda que todos tenemos en este momento.
Pero dudo mucho que nadie vaya a resolver nunca el misterio de con qué carallo alimentan los Vergara a sus niñas.
Aunque, puestos a elegir entre la belleza y la perfección, en Paratroopersdon'tdie nos quedamos con la perfección.
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¡Cuarenta años diciéndonos que tenían rabo y bigote! Mucha envidia es lo que hay. |
Y se cargó su propia película.
Mi particular consejo: no escribas pensando en el gusto de tus lectores si eso supone traicionar tu relato y a tus personajes.
Tu libro seguirá siendo una mierda, pero al menos será una mierda respetuosa y quién sabe si incluso respetable.
Ésta es una de las lecciones más difíciles de aprender para un escritor: saber cuándo poner fin a una historia. Nuestro amigo Steve incluso ha escrito un cuento, trasladado más tarde a una película que, además de tomarse ciertas libertades sobre el texto original, pone especial énfasis en la necesidad de darle un buen final a un relato.
Al parecer, Jon Favreau todavía tiene que aprender esta valiosa lección.
Le deseamos buena suerte.
Y a ti también.