domingo, 26 de junio de 2016

Consejos vendo que para mi no tengo (I)


Éste es un país de jubilados dirigiendo obras públicas desde las vallas, motivo por el cual no debería sorprenderte que todo el mundo afirme emborronar cuartillas mejor que tú. Haz la prueba: teclea en la barra de búsqueda de Google «Decálogo del escritor», «Mandamientos del escritor» u otra ecuación semejante y verás a qué me refiero. Puede llegar a ser una forma divertida de pasar la tarde del domingo... a menos que tu idea de diversión implique música, alcohol, drogas de las duras y sobre todo sexo, mucho sexo; pero si tuvieses todo eso no estarías leyendo esta página, así que ¿a quién pretendes engañar?

Tomemos, con carácter meramente pedagógico, algunos ejemplos de guías para escritores noveles. 

Augusto Monterroso, a través de uno de sus personajes, nos recomienda:
  1. Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.
  2. No escribas nunca para tus contemporáneos ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad.
  3. En ninguna circunstancia olvides eso: en literatura no hay nada escrito.
  4. Lo que puedas decir con cien palabras, dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio: jamás escribas nada con cincuenta palabras.
  5. Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador, … el escritor lucha con el lenguaje. Para esta lucha, ejercítate día y noche.
  6. Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores….
  7. No persigas el éxito.
  8. Fórmate un público inteligente….
  9. Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree, cuando estés seguro, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.
  10. Cuanto mejor escribas, más lectores tendrás; si escribes cosas para el montón, nunca serás popular….
Horacio Quiroga, por su parte, reúne este decálogo:
  1. Cree en un maestro —(Poe, Maupassant, Kipling, Chejov)— como en Dios mismo. 
  2. Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
  3. Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
  4. Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
  5. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
  6. Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: «Desde el río soplaba el viento frío», no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.
  7. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
  8. Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
  9. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.
  10. No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

Mi favorito, no obstante, es aquel (lamentablemente apócrifo) que circula por Internet y del cual existen varias versiones. Aquí ofrezco una:
  1. Lo primero es conoser vien la hortografia.
  2. Cuida la concordancia, el cual son necesaria para que no caiga en aquellas errores.
  3. Y nunca empieces por una conjunción.
  4. Evita las repeticiones, evitando así repetir y repetir repetidas veces lo que ya has repetido repetidamente.
  5. Usa; correctamente. Los signos: de, puntuación.
  6. Trata de ser claro; no recurras a hieráticos, herméticos o errabundos gongorismos que puedan jibarizar las mejores ideas.
  7. Imaginando, creando, planificando; un escritor no debe aparecer equivocándose, abusando de los gerundios.
  8. Correcto para en la construcción ser, caer evita en trasposiciones y solecismos.
  9. Líate la manta a la cabeza, toma al toro por los cuernos y evita los lugares comunes.
  10. Si tú speak & write en castellano, it's OK.
  11. ¡Voto a Bríos! ¿Qué se fizo de la lengua del tu padre, que olvidada la has y por la de los tuyos antepasados?
  12. Si algún lugar menos indicado para dejar colgado un verbo, el final de un párrafo lo es.
  13. ¡Por el amor de Dios, no abuses de las exclamaciones!
  14. Pone cuidado en las conjugaciones cuando escribas.
  15. No utilices nunca una doble negación.
  16. Procura nunca los infinitivos separar demasiado.
  17. Relee siempre lo escrito y comprueba que no palabras.
  18. Hablando de frases fragmentadas

Todos, en mi modesta opinión, incurren en el mismo pecado original: se toman a sí mismos demasiado en serio, incluso cuando parecen no hacerlo en absoluto, y regatean algunas verdades fundamentales para cualquier escritor.

Yo mismo, en mi afán de servicio público, amor al trabajo (espacio para risas del público) y devoción por los cuatro lectores mal contados de esta página, me he echado al monte (no al Sinaí, que me pilla a tomar por culo de casa, sino al Monte do Gozo, que lo tengo casi al lado) y descendido con las tablas de la Ley. Además, en un arrebato de celo y pundonor, me he tomado la molestia de glosar mis consejos. 

Aquí ofrezco mis diez mandamientos para el aspirante a literato, por si a alguien le aprovechan.

1. Búscate un curro.

En serio.

Me la bufa lo bien que se te de esto de escribir, y a ti también debería bufártela. Seguro que escribes como Dios (aunque en tal caso no sé qué coño haces leyendo esto), atesoras más vocabulario que la Enciclopedia Británica, cabalgas como nadie el subjuntivo, has domado las subordinadas y te salen las novelas y cuentos como flatulencias de vegano; pero todo eso no significa nada. Mozart era el puto amo y murió en la más ignominiosa miseria, empufado hasta los ojos y con roña bajo las uñas. Y tú, asúmelo, no tienes ni la millonésima parte del talento de Mozart, así que ni te plantees comer de lo que escribas. En este país, esa envidiable aristocracia la componen media docena de privilegiados, y tú no eres ninguno de ellos. No seas iluso: asegúrate los garbanzos. Ni te imaginas lo creativo que puedes llegar a ser cuando no te acuestas cada noche preguntándote si tendrás un plato de comida en la mesa por la mañana ni planea sobre tu cabeza la amenaza de un desahucio.

El mundo no te debe nada. Si todavía no tienes los cojones pelados por la vida, acepta mi palabra sobre esto: es mejor currar cincuenta horas semanales, disfrutar de algo parecido a un sueldo decente y dedicar a tus libros la digestión de la cena, antes de meterte en el sobre a contar Saras Sampaio, que escribir bajo un puente veinte horas diarias mientras agonizas de inanición.

Y además, de todas formas seguro que tu libro es una mierda.
 
2. Apaga el router.

No estoy de broma. Apaga el puto router. ¿Cuándo coño vas a escribir tu obra maestra si te dedicas a actualizar tu estado en Facebook cada veinte segundos, retuiteas todas las chuminadas que te envían tus siete millones ochocientos mil treinta y dos contactos y, encima, te has empeñado en bajarte todo el porno de internet? 

Apaga el router, coño. La literatura requiere concentración. Escribir desde un ordenador conectado a Internet es precisamente lo último que deberías hacer. Es como intentar estudiar Derecho Romano en medio de un peep-show. Pura y simplemente no va a funcionar. Si te sobra la pasta, hazte con un PC sin conexión a Internet, instálale la suite ofimática de tu elección y nada más (ni pinterest, ni juegos, ni twitter, ni pollas). Emplea ese ordenata sólo como procesador de textos. Ah, y no olvides hacer copias de seguridad. Esto te lo recomienda un ternasco que no acostumbra a seguir sus propios consejos y al que, no hace mucho, un virus informático trituró siete años de trabajo. Sí, has leído bien: siete años de trabajo a mamarla. Así, en menos tiempo del que se tarda en escribirlo.

Si no te sobra la pasta, la solución es muy sencilla: apaga el router de los cojones, que es la tercera vez que te lo digo ya, hostia, que pareces tonto. ¡Que lo apagues! Y quien dice el router dice la televisión, la Playstation y todas las demás distracciones. Me da igual que estés a punto de llegar a Nivel Diez de prestigio en el Call of Duty: Ghosts y que hoy echen otro capítulo de Vis a vis que no puedes perderte porque La Rizos te pone... ¡Joder cómo te pone La Rizos! ¡Hostia, y a mí, no te jode! Pero La Rizos no va a venir a escribir tu puto libro. No creo ni que La Rizos lea, que está demasiado buena para perder el tiempo con esas tonterías en vez de pasarse el día fornicando. Deja tranquila a La Rizos, que, además, ya está pillada. Deja la puta consola. Apaga el televisor y ponte a escribir, cojones.

Que ni siquiera ella te aleje de la literatura.


Pon tu PC sin acceso a Internet en una habitación privada o en el rincón más tranquilo de tu mierda de pisito de protección oficial en Alcobendas y consigue al menos una hora diaria de silencio y aislamiento para ti y tu trabajo. Descubrirás los beneficios muy pronto. Te lo prometo.

¿Qué coño haces con el router todavía encendido? Mira que voy ahí y te doy, ¿eh?

3. No te lo tomes demasiado en serio.

Ésta me la agradecerás antes o después. Seguro que escribes como los ángeles. Apuesto a que el jurado de los Juegos Florales de Follacristos de la Frontera, al que te has camelado seis años seguidos, son muy exigentes. Es más, probablemente hayas vendido seis millones de ejemplares de tu libro La hueca vacuidad de la nada abismal, y te felicito por ello; pero, sin menospreciar todos tus logros literarios, poner en duda tu vasta cultura humanística, cuestionar los quilates de tu talento ni tu conspicuo palmarés... ¿es absolutamente imprescindible que vayas por la vida pidiendo a gritos que te preñen a hostias?

Verás, esto de escribir en realidad no es tan especial, ¿sabes?; sólo una forma más, tan digna o indigna como cualquier otra, de morirse de hambre. De hecho, si algún día alcanzas el envidiable estatus de escritor profesional al que aludimos en el primer mandamiento, deberías presentarte a ti mismo como «Fulano de Tal, Muerto de Hambre». Yo en tu lugar encargaría tarjetas de visita y todo. Te lo digo, insigne artista, para que tus amigos te sigan hablando, tu novia no te mezquine el placer oral y tus padres no te pongan las maletas en la puerta.

La próxima vez que te plantees negar el saludo a Manolito, al que conoces de toda la vida, porque sigue siendo un destripaterrones y tú ya esplendes en el mundillo artístico de Mediahostia de Abajo, la próxima vez que se te presente la oportunidad de faltar a una reunión del ateneo literario que contribuiste a fundar (porque ahora ya eres una celebridad y tienes aspiraciones mucho más elevadas), recuerda estas líneas y recapacita. Que ya hemos visto escritores pasar en dos años del «¡Eh, eh, eh, calma, que yo sólo he escrito un libro!» a «¡Doblad la rodilla ante mí y comedme la polla! ¡Gentuza!»

El éxito (y lo que vale para los autores de éxito vale para los escritores malditos, que merecen una entrada aparte en cualquier bitácora) es un chapero tornadizo y cínico. Quizá la semana que viene, el año que viene, nadie se acuerde de que llevas veinte años siendo la futura promesa de las letras castellanas, pero todas las personas a las que ofendas mientras te dure la fatuidad se acordarán de ti.

Y de tu madre no veas.

4. Adopta un horario de oficina.

No literalmente, claro. Si cumples con el primer mandamiento y te buscas un curro que te garantice el vil metal y unos recursos de supervivencia básicos, mal podrás escribir de nueve a una, a menos que tu trabajo sea vigilante de cementerio, conserje nocturno de un follódromo o algo igualmente ignominioso. Lo que recomienda este cuarto mandamiento es ajustar tu actividad literaria a una rutina cotidiana. Si todos los días, pongamos a las nueve y media, una vez has terminado de cenar, bañado a los críos, pellizcado una nalga a tu pareja y encajado una bofetada de su parte, te sientas en tu lugar especial de la casa (tu habitación, si tienes suerte) y escribes cuarenta y cinco minutos, una hora, aunque creas que no te va a salir nada, estás programando tu cerebro para ser productivo justamente a esa hora. Hazlo durante un par de semanas y notarás la diferencia. Descubrirás que cada vez te resulta más fácil progresar en la escritura. Que llegas a la página en blanco con los reflejos bien templados, kilotones de energía y un montón de ideas que has ido gestando a lo largo del día sin pararte a pensar en ello.

Es mejor escribir una hora entera, de corrido, aunque más tarde sólo puedas aprovechar un párrafo, que dedicarle catorce horas diarias y acabar con veinte páginas de yesca. Además, a menos que seas un completo zote, si adoptas este sistema pronto habrá cada vez menos descartes en tus textos (hasta un límite, ¿eh? No te creas que esto es un truco de magia).

Yo antes escribía todo el día. Todo el santo día. Me llevó cuatro años terminar los dos primeros capítulos de una novela. Dos capítulos que daban bastante ascazo. En cuanto decidí ponerme un horario (por aquel entonces trabajaba por las mañanas, escribía de cuatro a siete, hacía una pausa de una hora y luego otra hora y media después de la cena) pude acabar otros catorce, he dicho catorce, capítulos en tres años.

Lo dicho: adopta un horario. El que sea. Intenta averiguar en qué momento del día eres más prolífico (en mi caso es por la noche, justo antes de acostarme, cuando los mecanismos del sueño ya han empezado a activarse) y consagra esas horas a exprimir el potencial de tu cerebro, pero, si ese horario entra en colisión con el de ganarte el pan, educa a tu cerebro para que esté listo a la hora que puedas dedicarle a la escritura. Si yo he podido, créeme que tú también puedes.

5. Comete todos los errores que puedas.

Dicho en román paladino: si nunca te has hundido hasta el corvejón en mierda, ¿cómo la vas a reconocer cuando te la encuentres?

Uno de mis más ilustres profesores solía decir «los experimentos, mejor con dinamita». Sí. Dinamita.

Ya sé, y él también lo sabía, ¡todo el mundo lo sabe!, que el refrán es «los experimentos, mejor con gaseosa», adagio popular que pretende evitarnos disgustos dirigiendo nuestra curiosidad hacia exploraciones compatibles con la supervivencia de la especie. Lo que este preceptor al que aludo pretendía enseñarnos con su personal paráfrasis era que no compensa probar cosas nuevas, que debemos ceñirnos a los métodos y técnicas probadas y que gozan del marchamo de generaciones de solvencia; pero que si queremos salirnos del camino trillado balizado por nuestros predecesores es mejor hacerlo a toda leche, sin frenos ni chichonera, para que cuando recobremos el conocimiento en Urgencias hayamos aprendido la valiosa lección del conformismo, la timidez, la mediocridad.

Y esto lo decía, manda huevos, el profesor de una escuela de Arte.

Mi particular consejo, amigo escritor, es que cuando te veas ante la página en blanco te lances a lo loco. ¡Éntrale al cursor como te gustaría entrarle a Sara Sampaio si la vieses en una discoteca hasta el culo de White Russians! ¡Ponte a imitar a los autores románticos alemanes sin haber leído en tu puñetera vida a Goethe, Hölderlin o Novalis! ¡Haz hablar a tus personajes como hidalgos del Siglo de Oro aunque sean embrutecidos pelagatos endogámicos de la serranía de Huelva! ¡Escribe tu propio clon de El señor de los anillos, imitando descaradamente el estilo de Tolkien! ¡Pon a tu protagonista en una situación límite y luego rescátalo con un insultante Devs ex machina! ¡Escribe poesía desde tu analfabetismo pertinaz! Haz todas las locuras que se te ocurran. ¡Banzaaaaaaaaaaai!


¡A escribiiiiiiiiiiiiir!


Así, cuando te pegues la hostia de tu vida (cuando Sarita te vacíe en los ojos su espray de defensa y luego te clave en el escroto la puntera de sus stillettos), habrás aprendido dónde están tus límites, qué te queda todavía por hacer, cuáles son los recursos narrativos, las decisiones de argumento, los diálogos que bajo ningún concepto debes utilizar si pretendes conservar el respeto y la atención del lector.

El que suscribe ha leído casi de todo: escenas eróticas escritas por quien, saltaba a la vista, no es que no hubiese echado un polvo, es que ni siquiera se había cascado una paja en la vida; romanos del siglo I a.C. a los que sólo les faltaba tuitear desde sus iPhones la última ocurrencia de Cayo Julio, genios superdotados que no eran ni siquiera tan cretinos como sus creadores, sino muchísimo menos, y amas de casa inglesas medio lelas que componían su discurso con tan relamido vocabulario y abigarrada sintaxis que habrían hecho vomitar al más pedante de los académicos.

Comete todos los errores que puedas. Comete muchos errores pequeños y unos cuantos muy grandes, y, si es posible, asegúrate de añadir a tu colección de traspiés dos o tres cagadas verdaderamente descomunales. Nada te enseñará más que un error bien gordo. Cuantos más cometas, más aprenderás. Cuanta más mierda escribas, con mayor facilidad la reconocerás y podrás evitarla en el futuro.

De nada.

(La conclusión en la próxima entrada. Permanezcan atentos a sus pantallas. A la misma bat-hora en el mismo bat-canal)

Keep it simple

Hollywood amenaza con la segunda parte de la mejor película de ciencia-ficción de los últimos diez años, y yo me echo a temblar.

Sí, has leído bien: la mejor película de ciencia-ficción de los últimos diez años.

No, no me he vuelto loco.

¿Que qué tiene The Man From Earth (película de la que ni siquiera habías oído hablar) que no tengan Ex Machina, Origen, Prometeus, Avatar...?

Sigue leyendo.

The Man From Earth cuenta la historia de John Oldman, un profesor universitario recién jubilado que, en mitad de la mudanza, recibe la visita de sus colegas, deseosos de ofrecerle una fiesta de despedida y aún perplejos por su decisión de abandonar el que ha sido su mundo durante los últimos diez años. Renuente a confesar los verdaderos motivos de su marcha, John regatea la respuesta hasta que finalmente acaba sincerándose: debe irse porque la gente que le rodea ya ha empezado a preguntarse por qué John Oldman siempre está en tan buena forma, por qué parece el mismo viejo John de siempre, por qué cojones no enferma ni envejece, ¡rediós, Johnny, ¿qué hostia tomas y dónde puedo conseguirlo?!

John Oldman no puede envejecer. John Oldman es un hombre de Cro-Magnon catorce veces milenario que, por algún capricho de la genética, ha llegado con vida hasta nuestros días.

A lo largo de una una noche aparentemente interminable, en el interior de la casa que ha habitado y que se dispone a abandonar, John contesta a las preguntas de sus camaradas, sortea sus bromas iniciales, logra sobreponerse a su incredulidad, les cautiva con el relato de su vida inmortal, menciona su fugaz encuentro con otros posibles inmortales como él (inmortales pero no como éstos), aporta su testimonio directo de algunos acontecimientos y figuras históricas trascendentes, da su opinión de observador milenario sobre las guerras, la civilización, el sexo, las religiones... y pone a prueba todo conocimiento del mundo que su auditorio daba por seguro, así como sus más íntimas creencias.

The Man From Earth nació como relato corto en 1947, de la pluma de Jerome Bixby, una bestia parda de la Edad de Oro de la Ciencia-Ficción (ya sabes, la de aquellos pelagatos como Asimov, Bradbury, Clarke...), famoso, entre otros trabajos, por escribir el que quizá sea el mejor episodio de La dimensión desconocida. Hasta su muerte en 1998, Bixby trabajó en la versión cinematográfica de su historia, que no vería la luz hasta muchos años después, y ello sólo gracias a la cabezonería de su hijo Emerson, que había colaborado con él en el guión y nunca renunció a ver el sueño de su padre convertido en película. En agosto de 2007, el largometraje ganó el primer premio del Festival Internacional de Cine de Rhode Island. En octubre de ese mismo año llegó a las salas comerciales y es fácil deducir qué tal le fue en taquilla si partimos del hecho de que salió en DVD un mes más tarde... cuando algún vívales ya la había filtrado por bitTorrent. Fue, dicho sea de paso, gracias a la difusión a través de las redes Peer to Peer que, por obra y gracia de los denostados piratas de la propiedad intelectual, The Man From Earth no sólo gozó de un repunte espectacular de sus ventas en DVD sino que el boca a boca, la recomendación de los espectadores aficionados a la cultura «de gratis», convirtieron la historia de John Oldman en una auténtica «obra de culto», un test de cinefilia para freaks exquisitos.

«Así que te gusta la Ciencia-Ficción».

«Sí».

«Entonces habrás visto The Man From Earth».

«¿Lo cualo, perdón?».

«¡Fuera de mi vista! ¡Chusma, más que chusma!»
En conclusión: The Man From Earth es una película de calidad, mérito y realización notoriamente superiores a la media de la bazofia envuelta en celofán con la que la industria nos castiga cada año, pero, fuera del núcleo hardcore de fans del género, no la ha visto casi nadie. Probablemente porque no tenía explosiones capaces de generar por sí mismas un calentamiento global, ni pitufos cherokees de tres metros generados por ordenador, ni a Cate Blanchett en otro injustificable cameo, y ni siquiera a Megan Fox enseñando el canalillo.


¡Que no todo van a ser fotos de Sarita, hombre!
Tiemblo al pensar en lo que habría hecho Christopher Nolan con esta cinta: se habría gastado doscientos millones de dólares en recrear los últimos años de la glaciación de Würm, cubierto de folios molidos el plató más grande del mundo a fin de simular inmensas estepas nevadas, construido gigantescas maquetas de glaciares fundiéndose, modelado en Maya smilodons y mamuts lanudos biológicamente perfectos hasta el último pelo y la última flatulencia... y luego habría pintado a los mamuts de verde. O rosa. Y habría contratado a Leonardo di Carpio o a Joseph Gordon-Levitt para protagonizar la cinta.



A Pitufo Gruñón tampoco le gusta la idea.
Se me arruga el ano cuando trato de imaginar lo que habría hecho James Cameron con esta película: le habría pedido a la Twentieth Century Fox un anticipo de quinientos millones de dólares y se habría pasado cinco años desarrollando una nueva tecnología de cámaras 3D, o 4K, 16K o lo que coño se vaya a poner de moda la semana que viene. Luego habría patentado a su nombre esa tecnología, pagada a escote por la Fox, se habría hecho de oro vendiéndosela a otros directores, habría reciclado el guión de Bailando con lobos, habría convencido a Sam Worthington, y su amplitud de registros dramáticos digna de un Donut, de que esta vez no iba a a ser tan cabrón, sádico y negrero, le habría dado el papel principal, le habría hecho recitar su texto, una y otra vez durante dos eternos años, frente a una pantalla verde y, de alguna manera, se las habría arreglado para ambientar la historia en Pandora y así introducir unos cuantos marines del espacio y sobre todo tiros, muchos tiros. Pero que muchos tiros.
El escroto se me convierte en un as de guía cuando me despierto en mitad de la noche, empapado en sudor álgido, sobre un charco de mi propia orina, después de haber soñado que The Man From Earth caía en las mefíticas manos de Michael Bay. Probablemente John Oldman habría acabado convertido en un Transformer.


Pero no. Gracias a Dios, The Man From Earth fue dirigida por Richard Schenkman, un señor que... por decirlo con extremo tacto y delicadeza, no es Werner Herzog, y entre cuyos trabajos se encuentran... en fin... y también... pero que en esta ocasión demuestra que en el Séptimo Arte siempre es preferible un artesano competente que un niñato megalómano convencido de que el Mercedes de papá fabrica su propio combustible. Schenkman no tenía dos millones de Benjamin Franklins para su película, sino solo dos mil. Tampoco estaba malcriado y consentido por la Fox, no podía permitirse a Leo, ni a Joe, ni a Sam (que debe de haber bajado bastante su caché, porque, hasta donde yo sé, desde la mongolizante Furia de Titanes no ha vuelto a protagonizar una cinta de gran presupuesto), y ni siquiera a la inmigrante filipina que limpia el retrete de Sam cuatro veces por semana y se revuelca desnuda en el contenido de su cesto de la colada, soñando por igual con el braguetazo de su vida y la carta verde.

Con menos de la asignación semanal para farlopa de un DJ profesional, Schenkman se vio obligado a restringir la acción a un único escenario: la casa que John Oldman está a punto de abandonar; prescindir de efectos especiales y grandes planos exteriores y contratar a actores de todo a cien, secundarios de talento, de los secundarios de toda la vida, actores de telefilme de esos que casi trabajan por un plato de comida y un cartón de vino: David Lee Smith, curtido en teleseries de todo pelaje y series B de diversa condición; Tony Todd, un digno mercenario del Séptimo Arte, más largo que un plano de Garci, con un currículum tan voluminoso como el certificado de penales del Vaquilla y cuyo mayor logro profesional probablemente haya sido interpretar al desasosegante Candyman; William Katt (a quien todos los de mi generación adoramos y reverenciamos por ésta obra maestra del despiporre que gozamos en nuestra infancia, aunque sólo fuese porque su personaje se trajinaba a Connie Sellecca), Ellen Crawford, John Billingsley...

The Man From Earth es una película tan humilde y párvula en medios, pero al mismo tiempo tan inmensa en su argumento, tan ambiciosa en su relato, que te da la impresión de estar viendo una representación de teatro filmada.

«Bueno», me preguntarás, «¿y tú con esos pelos sigues afirmando que The Man From Earth es la mejor película de Ciencia-Ficción de los últimos diez años».

Sí.

Te lo daré bien masticadito, por si te has perdido algo: ocho personajes reunidos en una habitación escuchan una historia más grande que la vida. Literalmente.

Con sólo un puñado de actores y una casa medio vacía, The Man From Earth pone nuestro mundo patas arriba, nos enfrenta a la crónica de nuestra propia especie y dinamita, en una forma que no puedo revelar sin cargarme uno de los puntos fuertes de la trama, los cimientos mismos de la civilización occidental. Y todo eso de la mano de un director casi desconocido, una panda de secundarios y doscientos mil dólares, o sea menos panoja de la que se gasta Zack Snyder en un teaser trailer (y si no mira y saca la calculadora). The Man From Earth es el resultado de eliminar lo superfluo. La prueba de que, cuando tienes un buen relato, sobran la pirotecnia, los trajes de captura de movimiento y, sobre todo y por encima de todo, sobra James Cameron. Esos siete testigos del relato de John Oldman se convierten en delegados de toda la humanidad, esa casa en plena mudanza se expande hasta abarcar el planeta entero, esa noche de estupor se multiplica durante siglos y nosotros, como espectadores, sentimos una identificación inmediata con el narrador que nos cuenta nuestra propia historia racial, que expone y razona sobre las grandes obsesiones de la humanidad desde que nos descubrimos las únicas criatura sobre la faz de la tierra que se preguntaban el por qué de las cosas y comenzamos a reflexionar sobre lo que nos hacía tan distintos.

Por eso afirmo que The Man From Earth es la mejor película de Ciencia-Ficción de la última década. Porque, estrangulado el cuello de la bolsa, el director hace de la necesidad virtud y vuelve a los orígenes; que en eso consiste la originalidad. La historia de John Oldman habría quedado ofuscada por los juegos de luces, la quincalla y el Dolby Surround 7.1. Reducida a las esencias de la narrativa, la crónica del hombre catorce veces milenario resuena en un lugar de nuestro inconsciente colectivo que aún recuerda el ágora, cuando nos reuníamos en torno al aedo y rememorábamos el llanto de Aquiles (que acababa de quedarse sin culo de efebo que petar) sobre el cadáver de Patroclo, o incluso más atrás, cuando nuestros ancestros, sentados en torno a una fogata, se inventaron la religión porque necesitaban construir un discurso que explicase el mecanismo oculto tras las fases de la luna, el misterio de la maternidad, la magia del rayo...; o porque hay un número finito de veces que puedes escuchar anécdotas de caza o fantasías de fornicio antes de coger tu lanza tipo Clovis y empalar a unos cuantos bocazas.

Cuando la pasta entra por la puerta, el arte salta por la ventana.
Las grandes historias están hechas de cosas pequeñas. Odiseo sólo quiere regresar a casa. Alonso Quijano pretende impartir justicia en un mundo carente de ella. Frodo sólo sabe que tiene que destruir el puto anillo y a ello se dedica con obcecado empeño. El único propósito de Bastián es salvar Fantasía primero y, en la segunda parte del libro, salvarse a sí mismo de Fantasía. Si dispones de doscientos, de trescientos millones de dólares para contar tu historia, pero no hay un relato debajo de ese carajal de lana, lo único que obtendrás será ruido; la típica película que se ve, a ser posible con una Coca-Cola cerca y la mano solícita de un ser querido en la entrepierna, se digiere rápido y se excreta. La clásica cinta de la que, seis semanas más tarde, no puedes recordar una puñetera escena. Y sabes que tengo razón porque has visto la trilogía de The Matrix.

The Matrix funcionaba, a pesar de su sobreexplotado argumento, porque era una película donde los efectos especiales estaban al servicio de la historia. Matrix Reloaded y Matrix Revolutions no valen ni para encender el fuego una tarde de enero porque el guión de ambas ocupaba medio sello de correos y, encima, no era más que un pretexto para insertar un plano de CGI tras otro, una pelea de kung-fu tras otra, un álbum pin-up de Keanu Reeves con levita y sin nada remotamente parecido a una narración que ligase todas esas escenas. Las hermanas, entonces hermanos, Wachowski cogieron toda la pasta que les dieron los gerifaltes de Warner Brothers y pidieron más. Y cuando se lo dieron, pidieron más aún. Y con todos esos millones se compraron un juguete muy grande, muy caro, con muchas lucecitas de colorines y sonidos electrónicos; un juguete que podía convertirse en avión de combate, robot asesino y alargador de pene pero que, en su interior, no albergaba más que un circuito impreso fabricado en China y conectado a una pila de nueve voltios.

Y a estas alturas ya te habrás dado cuenta, respetado e inteligentísimo lector, de que toda esta argumentación no es más que un circunloquio con moraleja. De hecho, podrías haberte saltado los párrafos precedentes y venir directamente aquí pero, ¡eh!, si has llegado tan lejos es que el tema te apasiona... o que pusiste el nombre de Megan Fox en la barra de búsqueda de Google y aún no te explicas cómo te condujo a esta página. No, señor mío. Esto no es freeones. Más allá de nuestro amor sin esperanza, avidez carnal y devoción pía (y lamentablemente casta) hacia Sara Sampaio, a lo que nos dedicamos aquí es a hablar de libros, de leer, de escribir y de toda esa mierda para mierdecillas que no follan. La proverbial aguja que tú esperabas encontrar en este metafórico henil, a menos que hayas recalado aquí por accidente, es un consejo de escritor, ¿me equivoco? Bueno, te diría que si a estas alturas no has pillado ya la onda deberías dejar los poleos-menta y pasarte al café, expreso, doble, solo y en vena, pero allá va:

Mantenlo simple.

Así de claro. Y sé lo que digo porque, si eres seguidor de esta página (es decir, si esta página tuviese seguidores más allá de los cuatro amigos demasiado acomplejados para decirme que no, que no se me ocurra agregarlos a mi lista de correo, que saben dónde vivo y entre todos me pueden curtir a boinazos), recordarás que ya confesé haber perpetrado un auténtico leviatán de dos mil cuatrocientas páginas. Una novela ilegible, incomprensible, impublicable y, para qué mentir, también infumable, que confié a la inmisericorde crítica del fuego. Y si lo compartí entonces contigo, querido lector que probablemente soy yo mismo, repasando por enésima vez la ortografía y la concordancia de este texto y encontrando, ¡me cago en la hostia!, otra errata, es porque sé que tienes entre manos un sindiós de cerca de mil folios, con una lista de personajes de catorce páginas, una acción que transcurre en varios países y husos horarios diferentes, en culturas dispares de las que tienes un conocimiento que, siendo muy diplomáticos, podría calificarse de mejorable; porque te has inventado idiomas sin tener ni repajolera idea de filología; porque en esa novela desbarras a dos carrillos sobre política, religión, sexo, historia, sexo, filosofía, sexo, violencia, psicología, sexo, magia negra, sexo y, bueno, también sobre sexo. Porque vas por muy mal camino. Porque no has intentado mantenerlo simple. Porque no te has hecho la pregunta más importante y esa pregunta es:

Si le quitas todo el vicio y concupiscencia, las conspiraciones internacionales, los líos familiares folletinescos, los viajes a otras dimensiones, las peleas a cuchillo, los tiroteos, las intrigas palaciegas... ¿queda una historia interesante, incluso muy interesante, digo más, queda una buena historia?

Si no puedes responder afirmativamente a esa pregunta, limítate a mantenerlo simple. No necesitas setecientos personajes. En la primera novela que conseguí terminar después de arrimarle la cerilla a mi Libro de arena prácticamente sólo hay dos personajes. Repito: dos. Mantenlo simple. Después de irme por los cerros de Úbeda con un disparate que, entre otros escenarios, abarcaba Marte, una galaxia lejana y el pasado ancestral de la tierra, conseguí contar un relato que transcurría entre Canadá y Estados Unidos, que parece mucho terreno a cubrir, pero ni por asomo puede compararse con el despropósito de mi novela mancillada en doce libretas de las gordas. Tras intentar contar una historia bigger than life y fracasar, y darme cuenta de que mi pretendida obra «más grande que la vida» no era más que una colección de pequeños episodios cotidianos, me lancé a desarrollar un tema muy simple, casi cotidiano: la enésima visita al argumento del antihéroe buscando redención, el fiel Lanzarote al rescate de una casta Ginebra que ni era tan casta, la muy pérfida, ni estaba dispuesta consentir que Lanzarote se condujese como un eunuco.

Lo que me encontré, una vez despojada mi prosa de la pirotecnia, el Dolby Surround, la estereoscopía anaglífica, el CGI, la captura de movimiento y a Cate Blanchett, fue una cosita muy humilde, de unas doscientas páginas; una narración más simple que el mecanismo de un botijo, basada en un concepto repetido hasta la saciedad por autores mucho más dotados que yo (y esto es algo de lo que podríamos hablar en otra ocasión, si te apetece: de los esquemas que se usan y de los que se abusa una y otra vez desde hace siglos, no por pereza, sino porque funcionan); un libro, en pocas palabras, que me llevó a decir, en voz alta y con una mueca de absoluta incredulidad:

«¿Pero de verdad esto lo he escrito yo?»


Ocho personajes y una casa vacía.

Créeme, se puede contar una historia apasionante incluso con menos.

Por todo lo que acabo de exponer entenderás mi preocupación. Porque la anunciada segunda parte lleva el título de The Man From Earth: Holocene. Porque nos tememos qué significa eso. Porque sospechamos un inflado presupuesto y el respaldo de una productora decidida a corromper la obra original, con toda su cenobítica, teatral y pobretona dignidad. Porque por algo los realizadores de Deadpool, película de bajo presupuesto según lo que se estila en el género, rechazaron los cienes y cienes de millones que les ofrecieron para hacer la secuela (ahora a ver si tienen huevos de mantenerse en sus trece, que la pela es la pela y a ti te encontré en la calle). Porque cuando sales de una proyección comentando los efectos especiales, la fotografía o lo apuradas que llevaba la actriz protagonista las ingles brasileñas estás confesando que la película era una puta mierda.

El guión de Battleship se reduce a esto: Rihanna mojada.
Te prometo que, cuando llegué a los créditos finales de The Man From Earth, yo no tenía ni puñetera idea de cómo de apurada llevaba David Lee Smith la línea del biquini.

Ojalá eso sea lo peor que nadie pueda decir de tu libro.

Que probablemente sea una puta mierda.

Variaciones sobre el mismo tema:


http://axxon.com.ar/not/178/c-1783056.htm
https://en.wikipedia.org/wiki/The_Man_from_Earth
http://www.revistagq.com/noticias/cultura/articulos/the-man-from-earth/21993
http://www.blogdecine.com/criticas/jerome-bixbys-the-man-from-earth-creyendo-lo-increible