sábado, 5 de marzo de 2022

«La espada y la brujería ¿me la pone con leche de soja, por favor?»


Los dedos de las manos


Soy lo bastante viejo para recordar cuando se esperaba de ti que te avergonzaras por leer novelas de «espada y brujería». Era un vicio despreciable que autorizaba a cualquier interlocutor a escarnecerte y coronarte de espinas, denunciándote como un inmaduro comemierda que
salvo por accidente nunca le tocaría la teta a una chica o un analfabeto funcional con la profundidad intelectual de un virus, indigno, en cualquiera de los casos, de respirar el mismo aire que él.

Nunca entendí, y además tampoco me quitó jamás el sueño, de dónde procedían esos prejuicios. ¿Desprecio cultureta, tal vez, al menos en algunos casos? Me pregunto si las personas que cuestionaban tu recuento de cromosomas por leer a Tolkien y Ursula K. Leguin pasados los diecisiete años eran las mismas responsables de que generaciones enteras renunciasen a la literatura por el procedimiento de regalarles por su primera comunión un ejemplar de La ilíada o de El quijote (o, Dios no lo permita, una Biblia), obras fundacionales de la cultura occidental, qué duda cabe, pero que a un niño de ocho años no pueden parecerle menos que coñazos ilegibles.

¿Cuánto habría mejorado nuestro nivel lector nacional si a esa edad les hubiesen regalado un ejemplar de El hobbit o de El león, la bruja y el armario? ¿Por qué (vieja y hastiada pregunta de esta bitácora) en vez de estimular a los niños a leer dándoles libros que estimulen su imaginación, despierten su curiosidad y y enciendan en ellos la pasión por la lectura los maltratamos obligándolos a meterse en vena las Cantigas de Santa María y a Jorge Manrique y los humillamos por no conmoverse al leerlos?

Pregunta retórica.

Acaso el escrúpulo que despiertan las obras de autores como Moorcock y Leiber proceda del infantilismo asociado al género de bárbaros ciclados, elfos meacolonia y putangas en biquini de cota de malla. Y aquí he de hacer examen de conciencia y admitir que buena parte de las novelas de fantasía épica no resisten una relectura pasados los veinte años. Incluso Tolkien, el profeta moderno de la cosa, sí, Tolkien, sí, ese Tolkien, con toda su tolkienidad y su magistral dominio de la lengua inglesa y la literatura germánica, peca de un tono ligero incluso en los pasajes más oscuros y dramáticos, muy particularmente en El hobbit, y no se resiste a recurrir a un cortante maniqueísmo en el retrato de sus personajes, como si temiese que sus lectores no fuesen capaces de distinguir a los héroes de los villanos de su historia.

(Características connaturales al tipo de relato que nos está contando, al estilo de los cuentos de hadas tradicionales, y que no le impiden mostrarnos la tentación de Boromir por el Anillo Único, ni la locura de un agotado y desesperado Denethor o la caída de Frodo, absolutamente extenuado tras acarrear el Único casi hasta los fuegos del Monte del Destino, cuando ya no le faltaba más que un último movimiento para poner fin al poder del Señor Oscuro en la Tierra Media).

Y ello probablemente se deba a que el público objetivo de estos libros es el colectivo de adolescentes que, mareados por la tormenta de hormonas y todavía en construcción de su identidad y carácter, no sólo no tienen todavía un criterio definido sino que conservan un poso de candor infantil que les hace plausibles este tipo de historias y, además, encuentran en las categorías rígidas del género (los malos siempre son muy malos, los buenos siempre son muy buenos y es fácil identificar a unos de los otros, las gestas son relativamente sencillas, llevar el objeto de poder aquí o allá, matar al dragón y rescatar el tesoro...) un asidero que perpetua la falsa sensación de que el mundo tiene sentido mientras se preparan psicológicamente para la conmoción de descubrir que no, que no lo tiene ni nunca lo ha tenido. Y que lo de mojar el churro es más difícil de lo que parece.


Creo firmemente que los libros de fantasía ayudan a los púberes a convertirse, el día de mañana, en adultos más maduros y centrados.

Pero ¿qué mierda sabré yo de eso, o de nada, ya puestos? Puede que sea al revés, que la lectura de Terramar nos convierta a todos en psicópatas homicidas del espacio exterior. Yo qué sé.

Ya he contado aquí, tiempo ha, el desengaño que me llevé cuando, en fecha reciente, me asomé de nuevo a las Crónicas de Elric de Melniboné, una serie que me había encantado las primeras veces que la leí entre los dieciséis y los veintialgo de años, y que me resultó casi insufrible con cuarenta tacos. De ser ésta la única obra de espada y brujería que conociese, no podría menos que alinearme con los que condenan a todo el género como un entretenimiento inane, apto sólo para los que todavía no se han hecho sus primeras mil pajas.

Pero Terramar me sigue apasionando.

El señor de los anillos aún me parece una obra maestra, pese a algunas taras que he apuntado más arriba.

Así que tal vez el problema de Elric no es que sea ilegible por un adulto porque la fantasía épica sea un género destinado a adolescentes, sino porque Michael Moorcock fracasó en dibujar un personaje que no se hiciese odioso por las caprichosas y autodestructivas decisiones que toma libro tras libro, y en escribir una historia arquetípica más allá de avasallarnos con su fantasía incontenible.

Que la tiene. Y mucha. Y es incontenible.


Y más allá de un polvo insinuado aquí y allá, de un gore «blanco», cuando lo hay en absoluto, en el que el escritor renuncia a recrearse en los detalles más morbosos y una cierta ambigüedad moral en algún que otro personaje, casi todos los autores más conocidos y vendidos del género se caracterizan por esta dulcificación de sus historias. Se muestra la guerra, pero no se profundiza en ella o se le declara a unas criaturas repugnantes a las que casi parezca obligado esmochar. Se muestra el amor, pero nada de sexo. Ni una mala teta se ve, por mucho que el libro tenga portadas de Frazetta o Vallejo. Las tramas son hipersimplificadas. Suele haber una única línea argumental que, rodeos aparte, avanza inexorablemente hacia su desenlace.

Pero algunos autores comenzaron a rebelarse contra esa infantilización de la fantasía épica, rémora de su convencional atribución a un lector sin vello púbico. Con mayor o menor éxito, y más o menos recreo en las escenas perturbadoras, autores como Joe Abercormbie, Andrzej Sapkowski, Glen Cook, Brandon Sanderson, GRRRRRR Martin y Robin Hobb empezaron a profundizar en los aspectos menos glamurosos de la guerra, en las cañerías del poder político y el cínico cálculo de los gobernantes, en las miserias del ser humano y los abismos que oscurecen el alma hasta de los más íntegros héroes. Traspié Hidalgo es entrenado como asesino del rey y aprende a mentir, matar y envenenar. Los protagonistas de La compañía negra no son caballeros de la Tabla Redonda, nobles y virtuosos, sino unos putos mercenarios. Las tropas niilfgardianas violan, saquean y ejecutan civiles desarmados sin vacilación. De repente había novelas de fantasía para adultos, pero seguía siendo un nicho, un vicio selecto reservado a una minoría. Los lectores de estos autores de nuevo cuño aún éramos los mismos adolescentes que un su día habíamos leído a Tolkien, a Moorcock, a Luise Cooper, a Marion Zimmer Bradley; sólo que ahora empezábamos a quedarnos calvos y ya nos habían salido las primeras canas en los cojones.

Y entonces llegó Peter Jackson y mandó parar. Nadie, jamás, nadie se había dejado un pastizal en una película de magos, enanos y dragones. Nadie se había planteado la adaptación de una novela de fantasía heroica como una superproducción a la antigua usanza, un film tan épico como Lawrence de Arabia, como Los diez mandamientos, Cleopatra, Lo que el viento se llevó. Peter Jackson lo hizo. Peter Jackson comprendió que para llevar con dignidad El señor de los anillos a la pantalla grande había que rodarla como si fuese la Última Película Que Harás En Tu Vida. Y eso significaba pasta. Mucha pasta. Y New Line Cinema estuvo de acuerdo y puso la viruta.

Y fue la apoteosis. El primer fin de semana de estreno en Estados Unidos y Canadá, La comunidad del anillo recuperó más de la mitad de su presupuesto de 93 millones de dólares. Y en todo el mundo, sólo en entradas, la película hizo una taquilla de casi novecientos millones. Y de repente descubrimos todos que había mucha, mucha más gente interesada en este tipo de historias de la que incluso nosotros, los pollaviejas de las campañas de Advanced Dungeons & Dragons, nos habíamos atrevido a soñar.

De repente era respetable consumir este tipo de productos. De improviso los editores de libros y los estudios de cine y televisión vieron que había pasta para ganar en este tipo de productos, que había grandes audiencias esperando más de esta droga que antes sólo nos metíamos unos pocos. Y este descubrimiento fue, a grandes rasgos, la reivindicación del género de fantasía.

Y su condena. Ahora todo el mundo quería tener su propio éxito de ventas, su propia franquicia multimillonaria con elfos, enanos, dragones y magos. Así llegaron a las librerías docenas de títulos funestos escritos por completos indocumentados a los que los mamporreros de las editoriales intentaban vendernos como «el nuevo Tolkien». Algunas de esas novelas se convirtieron en películas. Casi siempre espantosas. Y se estrenó en los cines Dragones y Mazmorras, una basura inclasificable que pretendía lograr con 45 millones, un director novato a quien no conocía ni Cristo, actores de todo a cien (y Jeremy Irons en uno de sus papeles mercenarios) y un guion abominable lo mismo que El señor de los anillos con el doble de pasta, un libreto casi perfecto y un elenco de estrellas. Jamás recuperó la inversión. Le siguió Eragon, un espanto insufrible dirigido por un triste aficionado que no ha vuelto a firmar un largo, protagonizado por algunas jóvenes promesas, un puñado de actores de la lista B (y Jeremy Irons en otro de sus papeles alimenticios) y un guion mongolizado basado en la fan-fiction de Star Wars con estética Tolkien escrita por un niñato de quince años (y a ver si es la última vez que tenemos motivos para darle caña al pobre Cristopher Paolini, que no nos ha hecho ningún daño). Y aunque los productores metieron pasta, no metieron talento, y por eso la trilogía cinematográfica de Eragon se quedó en un único título, y a algunos ya nos parece demasiado.

Pero poco después llegó Juego de tronos, a la que aún tardaríamos en ver corromperse y defraudar a todo el mundo. Y una serie con espadas, dragones y tetas convocó frente a los televisores audiencias millonarias. HBO no daba abasto para doblar los nuevos capítulos de cada temporada y hacerlos llegar a sus espectadores no anglosajones antes de que, movidos de la impaciencia, recurriesen a la piratería. Y de nuevo se vio que había pastuqui en esto de la fantasía heroica. Bastaba con tener un buen producto, una historia atractiva, personajes humanos con los que identificarte. Las espadas, los dragones y las tetas eran casi lo de menos.

Y puede que fuese aquí donde todo empezó a irse casi definitivamente a la mierda. Cuando la gente con viruta descubrió que había negocio en esto de los magos, elfos y demás mariconadas de vírgenes eternos, sacaron la chequera.

Y lo que podría haber sido la Edad de Oro cinematográfica y televisiva del género está convirtiéndose muy rápidamente en otra cosa.

Y tenemos los síntomas ante la puta cara.

Los dedos de los pies

La primera temporada de The Witcher todavía me produce sentimientos encontrados. Me gusta, pero... Si te da cansura pinchar en el enlace, te lo resumo así nomás: adaptación bien, reparto bien, guion bien, efectos especiales, con un par de excepciones, bien, estructura de la serie un cipostio sin pies ni cabeza que nos despistó a los lectores de los libros y veteranos de los videojuegos y provocó migrañas a los que no conocían ni las novelas ni los juegos.

La segunda temporada me merece dos elogios y tres quejas, y aquí lo bueno y lo malo de la segunda temporada de The Witcher se superpone.

Queja número uno: la serie aún se llama The Witcher. «El brujero» en cuestión es Geralt de Rivia. La serie se llama así por él. Aparecen otros brujeros, pero no son los protagonistas.

Ni Geralt tampoco.

Geralt de Rivia, el brujero del título de The Witcher no es el protagonista de la serie que lleva su nombre. La protagonista es Ciri porque inclusión. Porque feminismo. Porque patata. Y además Geralt, en su propia serie, comparte co-protagonismo con Yennefer (Anya Chalotra), Fringilla (Mimi Ndiweni) y, en esta segunda temporada, Francesca Findabair (Mecia Simson).

Geralt de Rivia está diluido en su tiempo de pantalla por otros tres personajes femeninos. Como esos 127 tenistas que participan cada año en Roland Garros para escoger entre ellos al que perderá la final contra Rafa Nadal.

Geralt de Rivia sobra.

En su propia puta serie.

Hasta Francesca está cabreada.

Queja número dos, que es a la vez el elogio número uno: en esta segunda temporada los guionistas se han esforzado en ofrecernos una historia relativamente original. Si en la primera siguieron, más o menos ligeramente, el primer y segundo volúmenes de la serie escrita por Andrzej Sapkowski, para la segunda temporada de The Witcher han picoteado algo del tercer libro, algo de alguna historia corta de Sapkowski y algo de los videojuegos pero, básicamente, han tirado por donde les ha salido de las pelotas y nos han ofrecido una historia completamente original.

Y esta idea valiente, que podría haber sido un bombazo si Geralt de Rivia fuese un personaje totalmente sobreexplotado, o sea si el público mainstream ya conociese al dedillo todos los detalles de sus aventuras; esta decisión creativa realmente kamikaze podría estado plenamente justificada («nadie quiere que le vuelvan a contar la misma historia otra vez, así que ofrezcámosle a las audiencias algo que no hayan visto ya, ni en los libros ni en los videojuegos») de no ser el universo y los personajes de The Witcher unos completos desconocidos para la inmensa mayoría de las audiencias occidentales (en Polonia tienen un par de series y películas hechas con mucho amor y un presupuesto cercano al cero absoluto, pero eso es todo), como podría estar plenamente justificado, a estas alturas del banquete, empezar a ofrecernos elseworlds de Batman (del cual hasta los fans más fans estamos hasta las cojones que nos restrieguen por la cara, de nuevo, otra historia de orígenes). Sí, es el momento de que veamos Luz de gas, Thrillkiller, The Liberty Files, Batman Beyond..., pero ¿de verdad, con unas novelas que hasta ayer por la mañana habíamos leído cuatro gordos calvos y miopes y una temporada de una serie en Netflix el personaje y sus tramas están ya tan agotados que tenemos que sacarnos de la manga aventuras nuevas?


La jugada podría haber salido bien. Incluso muy bien si alguien se hubiera tomado la molestia de contratar a guionistas competentes, pero como fan del universo y del personaje esa estrategia deviene en decepción cuando constatas, escena tras escena, capítulo tras capítulo, que casi lo único que merece la pena de la segunda temporada de The Witcher son precisamente las píldoras robadas de los libros, cómics y videojuegos, y que se estropean y vuelven amargas envueltas en este escenario tan pobremente construido y estas tramas tan poco interesantes. Eso cuando la producción de The Witcher no toma directamente un elemento que funcionaba en otros formatos y lo emplea tan torpemente que destruye todo su potencial.

¡Y la completa estupidez de quitarle a Yennefer sus poderes, cipotes a la vinagreta! ¿Para qué se toma esa decisión? No lo entendí mientras lo estaba viendo y sigo sin entenderlo mientras estoy escribiendo sobre ello. Salvo con el propósito hacer a nuestra morena bruja perfumada con lilas y grosellas más vulnerable a la seducción de Voleth Meir y forzar ese dilema del cual Yennefer sale comprendiendo que no puede entregar a Cirilla a cambio de recuperar su magia, no entiendo esta trama que intenta ofrecernos un vistazo al alma de nuestra amada bruja de Vengerberg, interesada y obsesionada con el poder... pero también capaz de amar y hacerse amar, de trazar una línea en la arena y decir, «de ahí no paso». Si ése era el objetivo, ¿por qué no presentarnos el dilema como está recogido en los libros, donde surge de una manera mucho más natural, más orgánica y coherente con la personalidad de Yennefer?
(Voleth Meir, la Madre No-Muerta, es una casi original creación de los responsables de la serie... que aparte de heredar ciertos elementos de Baba Yagá, bruja caníbal del folclore eslavo, destroza de tal manera los atributos de las Damas del Bosque, personajes del videojuego The Witcher 3: Wild Hunt, que anula todo su impacto potencial. Y cualquiera que haya jugado al The Witcher 3 estará tan sorprendido, cabreado y decepcionado como yo).

Elogio número dos: en la segunda temporada de The Witcher vemos mucho más a Ciri. Y eso siempre es bueno. Además no sé si Freya Allan ha pegado un estirón, o ha ganado un poco de peso, o yo le he agarrado cariño o qué carajo pasa, pero ahora esos pómulos tan protuberantes que le hacían una cara rara con la que yo no acababa de sentirme cómodo ya no me parecen tan llamativos.

pero... (y aquí va la tercera queja)

...no puedo pasar por alto que Ciri se está apoderando de una serie que no estaba destinada a ser la suya, que me están colando un producto que debería titularse Cirilla, la leoncilla de Cintra, pero que, conscientes de que probablemente sólo una minoría de los lectores de las novelas estaría interesada en ver algo así, me han comercializado esta quimera tomando en vano el buen nombre de Geralt de Rivia. Un producto que, además de parecerse cada vez menos a su referente, encima no es demasiado bueno. Entretenido, a secas, pero que a duras penas alcanza el nivel del peor capítulo de alguna de las buenas temporadas de Juego de Tronos.

Es que por no parecerse a la Ciri de los libros, hemos tenido que esperar al último capítulo de la temporada, literalmente el último para ver a la Ciri de Netlfix usar los poderes que realmente tiene en las novelas y los videojuegos (vamos, la habilidad de saltar entre mundos por la que magos, reyes, elfos, brujas y su perra madre en monociclo quieren capturarla y someterla); que hasta ahora sus poderes se limitaban a romper a gritos esos condenados obeliscos negros que, o mi memoria empeora por momentos, o jamás han aparecido ni sido mencionados siquiera de pasada en las novelas.

Y todas estas tonterías (porque a fin y al cabo sólo son tonterías), que podrían ser lo de menos si la serie, a grandes, rasgos, estuviese bien resuelta, se vuelven odiosas como meterte salsa picante y caramelos balsámicos a la vez por el culo cuando la maldita agenda progre Netflix te hace chirriar los dientes introduciendo, a puro huevo, tonterías identitarias que desfiguran a personajes cuyo atractivo ni dependía ni estaba condicionado por su color de piel, sexo u orientación sexual. Y conviene recordar que mientras se buscaba actriz para interpretar a Ciri, los requisitos exigidos para esa actriz, publicados en una página del National Youth Theatre de Gran Bretaña, eran que fuese BAME ("black, asian or minority ethnic"). ¿Por qué? Porque black lives matters. Porque inclusión. Porque Netflix. (Ya rodaron cabezas por este motivo).

Y ya, en el momento en que los productores de cine y televisión están deseando que haya un personaje pelirrojo en su producto para automáticamente ofrecerle el papel a un actor o actriz negro, toca echarse a temblar.

La edad de oro cinematográfica y televisiva del género de fantasía está comenzando a tomar tintes de pesadilla.

La rueda del tiempo, basada en las novelas del tristemente fallecido Robert Jordan (que murió de una enfermedad cardíaca dejando inconclusos los tres últimos libros, finalizados por nuestro buen amigo y maestro Brandon Sanderson, al que ya hemos dedicado una entrada del paratroopers) es una de las sagas más largas y reverenciadas por los lectores de fantasía heroica, espada y brujería o como cojones quieras llamarla.

No soy un gran fan de La rueda del tiempo por una sencilla razón: no he podido echar mano más que a un par de libros, de los catorce que componen la saga, y ni siquiera eran consecutivos. Así que no estoy del todo implicado con una serie de novelas que, no me cabe la menor duda por la lectura descoordinada que he hecho de esos dos únicos títulos, en cuanto aborde en el orden correcto me va a gustar. Incluso mucho. Hasta entonces me durará este pequeño pifostio mental con la saga y, honestamente, no puedo decir que conozca en profundidad el universo ni los personajes.

Eso no me desanimó de ver la primera temporada de la serie basada en las novelas de Robert Jordan con la cual Amazon pretende reinventar la Coca-Cola y llenar el vacío dejado por Juego de tronos y hacerle la piola a The Witcher.

Y tampoco me impidió rechinar los dientes cuando vi el panfleto woke que Amazon se ha currado sobre las novelas de Robert Jordan. Y aunque hay verdaderos ruedadeltiempólogos desglosando, uno por uno, todos los crímenes cometidos por la primera temporada de La rueda del tiempo, lo que a mí me olió a cuerno quemado fue la diversidad racial impuesta por cojones (en un universo en el que hay pueblos de diversos colores de piel y personajes procedentes de esos pueblos que son claves para la trama) y el envejecimiento de los personajes (en el primer libro de la serie, los críos que Moiraine saca de Dos Ríos son, literalmente críos, adolescentes).

Tuon Athaem Kore Paendrag
, emperatriz de los Seanchan, es negra. Como la mayoría de sus súbditos, si no he leído mal los dos libros de la serie que conozco. El imperio Seanchan, si no he
leído mal, es la potencia política y militar más poderosa del universo de La rueda del tiempo. Y son negros, o por lo menos oscuritos de piel. Por alguna tos tos misteriosa carrasp tos razón, los productores de La rueda del tiempo no han querido, no han sabido o no han podido esperar tanto tiempo para introducir actores BAME y nos los han metido por los ojos desde el capítulo piloto. Fuese o no coherente desde el punto de vista antropológico y humano (¿tiene sentido que haya tantos negros en Rascapollas de Abajo, típica aldeita montañesa donde la gente lleva generaciones casándose con sus primos?) y aportase o no algo a la trama.

Que no aporta. Los personajes de La rueda del tiempo no están definidos por su raza, sexo o preferencias venéreas, y la obsesión de los productores por hacer del color de la piel un factor determinante o característico sólo delata lo mal que han comprendido a esos personajes y lo obsesionados que están de que se les etiquete de inclusivos, tolerantes y absolutamente no-racistas, como si en cine o televisión pudiera haber algo más racista que escoger a un actor o actriz determinado no por su talento o su idoneidad para el papel que se quiere cubrir, sino por su color de piel o su etnicidad.

Si todos los actores principales de La rueda del tiempo fuesen negros no estaríamos teniendo esta conversación tú y yo, amado lector. Estaríamos teniendo la conversación de «qué lástima les dan los negros a los productores de televisión; no les reconocen el derecho a tener sus propios iconos culturales (Blade, Luke Cage, Candyman, El Halcón, Spawn, Shaft, Black Panther, y hablo de T'Challa rey de Wakanda) y se les exige que se conformen con la sopa boba de hacerle blackface a personajes reconocidamente blancos».

El color de la piel de los actores de La rueda del tiempo no tiene ninguna relevancia en la trama. No influye, determina ni altera el discurso de la acción. La Egwene Al'Vere de la serie de Amazon no sufre más, ni sufre de manera diferente, ni afronta retos distintos a la del libro porque la Egwene de la serie tenga el precioso color dorado de Madelein Madden y unos labios sensuales resultado, sugiero, de su herencia aborigen australiana. El Lan Mandragoran de Amazon no lo pasa peor por tener los rasgos orientales de Daniel Henney (¿es así en los libros? Confieso que lo ignoro. En los que he leído no lo describen). Nynaeve no toma decisiones diferentes en la serie porque Zoë Robbins tenga sangre nigeriana. Así pues, dado que la etnia de los actores de La rueda del tiempo no es coherente con los orígenes y etnicidad de sus personajes y no aporta absolutamente nada al drama... ¿qué sentido tienen todas esas permutaciones cromáticas propias de un anuncio de Benetton salvo una hipócrita campaña de publicidad corporativa destinada al público Millennial más ciclotímico?, y me refiero a los que piden leche de soja con su mochachino vegano de comercio justo.

Dicho lo cual, es de justicia reconocer que La rueda del tiempo me ha gustado mucho (aunque conozco fans de los libros que están regurgitando bilis) y estoy esperando con impaciencia la segunda temporada.

Y ya me gustaría poder decir que espero con igual ansiedad El señor de los anillos: los anillos de poder, otro carísimo capricho de Jeff Bezos.

La pirola y los cojones todos suman veintitrés

Pero, a falta de que se estrene la serie y podamos ver el capítulo piloto, lo que más dentera me da de Los anillos de poder es que no reconozco nada de lo que se ve en el teaser recientemente liberado. Literalmente nada. Si no me dices que estoy viendo las primeras imágenes de una serie de El señor de los anillos podría creerme que estaba viendo una serie ambientada en Narnia, otra action-movie de Dragones y Mazmorras o un biopic sobre la vida y milagros del filósofo croata Chiquitan de la Calzadić. Y aunque las comparaciones son odiosas y a ti te encontré en la calle, esta absoluta indiferencia es doblemente grave contrapuesta a mi reacción al primer visionado del teaser de La comunidad del anillo, hace ya más de veinte años; experiencia que me dio escalofríos de placer y en el transcurso de la cual, pese a su inevitable brevedad, pude reconocer a todos, a todos los personajes. Aún se me pone la carne de gallina cuando veo esas imágenes a las que todavía faltaban aplicar filtros, corregir color... (y cuando salió el primer tráiler oficial de la trilogía ya fue el correrse vivos). Como la primera vez. Como siempre. El teaser de Los anillos de poder, en cambio, me ha dejado absolutamente in albis. Ni frío ni calor. Cero grados.
Algunas cosas no envejecen jamás.

De que todo el proyecto ha sido un antojo de Jeff Bezos, obsesionado con repetir el éxito de Juego de tronos, no te quepa duda. ¿Qué es lo más mejor después de Canción de fuego y hielo?, habrá pensado. El señor de los anillos. Pero, como El señor de los anillos y El hobbit ya están adaptados y los derechos sobre El silmarillion no están a la venta por más pasta que ofrezcas, el capricho del hombre más rico del mundo le ha llevado a comprar la opción para la pantalla de la, y esto puede ser una opinión subjetiva absolutamente cuestionable, la etapa más aburrida de la historia de la Tierra Media. Aparte de la corrupción de los reinos humanos por un Sauron sólo aparentemente derrotado y la forja de los anillos de poder, que ocurrirá, si llegamos a verlo, al final de la serie, ¿qué mierda pasó en la Segunda Edad del Sol que merezca la pena contarse? ¿Cómo se las van a arreglar para llenar de contenido toda una temporada?

Y de nuevo las chuminadas woke. Elfos negros. Hobbits negros. Enanas..., que por fin vemos enanas, pero... ¿esta señora negra y obesa es una enana? ¡Si las enanas de Tolkien son indistinguibles de los enanos (entre otros motivos porque se visten igual que ellos y, encima, también tienen barba)! ¿Y por qué han esperado a que se muriese Christopher Tolkien, intransigente celador del patrimonio bibliográfico de su padre, para forzar toda esta morralla inclusiva? ¿Por qué le hicieron la puñeta a Tom Shippey (especialista en literatura medieval y fantasía y ciencia-ficción modernas y uno de los más reconocidos y respetados expertos académicos en la obra de Tolkien), hasta que se le inflaron los huevos y se largó? ¿Por qué, aparentemente
(hay tal cipostio de información contradictoria y secretismo en torno a la producción que es imposible confirmarlo tanto como desmentirlo) y según algunas personas muy, muy cabreadas que gritan muy muy fuerte en Internet, contrataron para sustituirle, a esta señorita, sobre cuyo expediente académico y autoridad intelectual, que desconozco, no me pronunciaré, pero que parece más una activista SJW (su tesis doctoral, ahí es nada, se titula Ethics, Femininity and the Encounter with the Other in J.R.R. Tolkien’s Middle-earth Narratives) que la de una intelectual imparcial. Que yo no digo, líbreme Sara Sampaio Dominatrix, que esta mujer, que hasta nuevo aviso me merece el mayor de los respetos, no esté capacitada para hablar con autoridad de la obra de Tolkien, pero no puedo evitar un escalofrío y una sospecha tras su, insisto, presunta participación como asesora de la producción.

Por supuesto hay gente defendiendo esta inclusividad forzada con argumentos razonados y razonables. Y, por supuesto se pasan de frenada, porque aunque la raza nunca fue el factor determinante en la Tierra Media (y viniendo de un señor que nació y se crió en la Sudáfrica del apartheid, sistema político de base racista que Tolkien aborrecía, no podía serlo), la evidencia de que J. R. R. estaba intentando crear una mitología anglosajona debería ayudar a estos paladines de lo políticamente correcto al menos los patinazos más obvios.
¿Y ésta quién coño es?

"(...) some believe Tolkien was writing a “a mythology for England”, and used myths and texts from Germanic cultures that had nothing to do with people of colour". ¡"Some believe" no, cojones! ¡Toda la mitología de Tolkien es una colección de temas extraídos de la tradición germánica y anglosajona, digan lo que digan sus biógrafos más aturdidos y la gente que obviamente no tiene ni puñetera idea de lo que escribe! "These are imaginary creatures which are not always clearly described in the original books"; bueno, eso es básicamente cierto. "Still, there is some evidence of dark-skinned elves and hobbits in drafts of The Silmarillion and the prologue of The Lord of the Rings", eh eh eh eeh eh eh, «dark skinned» no significa «negro». «Dark skinned» podría ser un italiano. Un griego. Un turco. Y Tolkien ni siquiera usó esa palabra: «Los (Hobbits) Pelosos eran de piel más oscura, cuerpo menudo, cara lampiña, y no llevaban botas», en el original: "the Harfoots were browner of skin, smaller, and shorter, and they were beardless and bootless". ¿Son esos hobbits «de piel más morena», señor mío, los hobbits negros que usted ve? Porque yo no los veo por ninguna parte, y ya me gustaría explicarle que la gente que trabaja al aire libre suele estar tostadita por el sol si no fuese tan obvio. Y aún tiene que explicarme alguien qué coño pintan los hobbits en la Segunda Edad.
(Se conoce que con los hombres, los elfos, los enanos, los haradrim, los aurigas y los woses paisanos de Ghân-buri-Ghân no había suficiente diversidad racial en la Tierra Media, orcos y trolls aparte).
Pero, claro, si en fondo tendrá razón, este caballero. En vez de perpetuar y reforzar la racializada perspectiva del bien y del mal en la Tierra Media es mejor sugerir que hubo una rabiosa limpieza étnica entre la Segunda y la Tercera Edad, evidenciada por el hecho de que ni en las trilogías cinematográficas canónicas de El hobbit y El señor de los anillos hay un solo elfo o hobbit negro.

Han introducido cambios fundamentales en el legendarium de Tolkien. Y no sólo hablo de introducir actores oscuritos de piel para que veamos lo poco racistas que son. Han metido al menos a una actriz rellenita (y también negra) para que no los acusen de gordofóbicos. Hablo de cabronadas como convertir a Galadriel en una especie de valquiria empoderada (¡y llevando en su armadura de Juana de Arco revamped el blasón de Fëanor! ¡Fëanor, su enemigo! ¿Pero esto qué es?), demostrando de paso que no tienen ni puta idea de lo que se supone que es una valquiria, mientras que a Elrond (que también te digo, amado lector, que veo al actor y soy incapaz de ver a Elrond) parecen haberlo travestido en un cagapoquito nerfeado para que no le haga sombra a esta Virgen María con pistolas en la que soy incapaz de reconocer a Galadriel.

Galadriel.
¿Galaquién? ¿Vas en serio?

La elfa más poderosa de la Tierra Media, a la que el propio Sauron, y Melkor en su día, temía enfrentarse. Un personaje arrebatadoramente femenino, personificación de la madre bondadosa y sabia llena de amor y comprensión, de la consejera inteligente y prudente, encarnación de la pureza y la santidad, acaba reducida a un chicote con armadura y espada que reniega de su papel tradicional para usurpar el de un personaje masculino porque femenismo. Porque patriarcado. Porque me llamo Jeff Bezos y estos son mis dos cojones.
Encuentra las siete diferencias.

A la espera de poder echarle el ojo al capítulo piloto, empiezo a temerme que, en vez de combatir a Sauron, los numenóreanos y elfos dediquen capítulos y capítulos a hablar sobre el derecho de autodeterminación de género y si las proas de las naves de los Puertos Grises son heteropatriarcales. Porque, insisto, a la espera de ver el primer capítulo de Los anillos de poder, todo esto desprende un tufillo a carísimo artefacto de propaganda cultural de Amazon que da hasta vértigo.
Ésta es Galadriel.

El Kingpin de Michael Clarke Duncan en la espantosa Daredevil de 2003 es una puta maravilla y lo defenderé ante quien haga falta. El Nick Furia de Samuel L. Jackson en el MCU me encanta. El Heimdall de Idris Elba en el mismo universo cinematográfico me chifla muy a pesar de ser dolorosamente consciente de que a Heimdall, dios nórdico de los pueblos escandinavos y bálticos, se le llama en las fuentes, entre otros nombres, «el dios blanco» (hvítastr ása) o «el más blanco de los dioses» (aunque hay estudiosos que apuntan a que el sobrenombre era debido a su brillante armadura, no al colorcillo de su piel). Me da exactamente igual que en el The Batman de Matt Reeves el teniente (todavía no comisario) Gordon tenga la cara negra de Jeffrey Wright, y que hayan contratado a Zoë Kravitz para el papel de Catwoman me parece lo más cercano a un casting perfecto que he visto en años. No tengo nada que decir del color de la piel de un actor siempre y cuando sea capaz de encarnar y transmitir características reconocibles del personaje que representa.

Pero estoy inquieto.

Muy inquieto.

Porque aunque, a falta de ver Los anillos de poder, confío en la competencia de los actores, directores (ignoro si hay más de uno y este proyecto me inspira tan poca expectación que ni voy a buscarlo) y guionistas contratados, pero no me fio ni un pelo de las intenciones de la productora ni de las decisiones, transparentemente ideologizadas y no motivadas por razones creativas, detrás de los cambios introducidos en esta obra, patrimonio universal de la humanidad, que he sido incapaz de reconocer en las imágenes ya publicadas.

Bola extra: ya me he visto The Batman, de Matt Reeves.


Más sobre ese tema en futuras entradas de esta bitácora,  a la misma bat-hora, en el mismo bat-canal.

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