sábado, 23 de diciembre de 2017

La ilusión de lo permanente

Todos los años, llegados a estas fechas acometo el mismo ritual.

Todos los años, desde hace ya ni se sabe, termino todas mis lecturas a tiempo para tener libres las últimas semanas del año. Si un libro se me está haciendo corto, lo apuro. Si se me está haciendo largo, lo apuro todavía más. El propósito final es llegar a fin de año sin «cuentas pendientes» como lector, con todos mis libros dignamente terminados.
(Bueno, eso y alimentar las sospechas de un muy buen querido amigo mío de que, en realidad no duermo, o que me invento todas esas obras de las que le voy dando cuenta en nuestra correspondencia.)
Desde hace tiempo, llevo una lista de los libros leídos. Aunque sólo sea para evitar, que ya me ha pasado, leer dos veces una obra que ya conocía y que, en realidad, no me habría apetecido ni lo más mínimo releer... de haber recordado que ya la conocía (y es que hay otros libros por descubrir antes de volver sobre los que, lo confieso, no nos gustaron tanto). Gracias a esa lista se, por ejemplo, que este año me ha dado tiempo a leer menos libros que en 2016; treinta y siete contra cincuenta y uno. También sé que empecé el 2017 acompañado por El rey de amarillo, de Robert W. Chambers y El imperio final, de Brandon Sanderson, y que el último libro que he leído en 2017 fue Los argonautas del pacífico occidental, de Bronislaw Malinowski; el típico libro que debería haber leído durante la carrera si no hubiese estado demasiado ocupado yendo a clase, estudiando para los exámenes y soñando que Jessica Alba me hacía cosas, que me niego a describir, con sus muelles labios latinos; que por aquel entonces ya era mayor de edad y esa clase de pensamientos no constituían delito.
(Que sigo sin explicarme qué cojones tienen los profesores universitarios en la cabeza, porque para una mierdecilla de asignatura optativa de cuatro créditos no te daban menos de tres folios de bibliografía básica, escritos por ambas caras.)
Perdón, he dicho «el último» y debería haber dicho «el penúltimo».

Porque la principal razón de terminar todas mis lecturas antes de fin de año es que me gusta terminar el año leyendo uno de mis libros favoritos y empezar el año de la misma manera, así pues me las alegro para empezar, las últimas o la última semana del año, (depende de la extensión de la obra) una novela que me dure, al menos, hasta los primeros días del año siguiente, porque la vida no deja de ser una mierda llena de desengaños, y encima al final te mueres (¡espóiler!), y ésta es una de las formas que elijo para sobrellevarlo.
Ese libro-puente entre dos años es mi pasaporte entre Nochevieja y Año Nuevo, mis dos monedas de oro para el barquero que me cruza de una orilla a otra entre años, de las costas del pasado a las arenas del porvenir.

Y escoger ese libro no es tarea fácil. La lista de mis favoritos es...

Joder.

Dejémoslo en que es grande.

No, perdón, quiero decir GRANDE.
Más incluso.
(Ya sé que no lo parece, porque ya es raro que en Paratroopers hable de un libro para otra cosa que no sea ponerlo a parir, pero sí, he leído muchos más libros que me han gustado que los que no me gustaron. Ingentes cantidades más.)
Esta tradición fue la que me permitió detectar las incoherencias entre It, la película recientemente estrenada (a la que pongo de vuelta y media aquí) e It, la novela de Stephen King (¡no somos dignos, no somos dignos!) en la que, presuntamente, se basa. Y es que It fue, precisamente, la novela con la cual terminé el año 2016 y empecé el 2017, así que la tenía más que fresca en la memoria cuando acudí al cine a ver el largometraje sobre el cual no tengo nada más que añadir.

Y no, lo de regalarme un libro ya leído no es para recargar mis depósitos de veneno. Por ejemplo: ese libro-pasaporte ha sido, varias veces en los últimos años, El señor de los anillos, de Tolkien, y no, no tengo nada absolutamente malo que decir de la trilogía de Peter Jackson (de su adaptación de El hobbit ya sería otro cantar, pero ciertamente Peter se lo buscó él solito) más allá de que no era la película que me esperaba ni la que yo habría rodado (de tener puta idea de cómo se hace una película).
(Ahora es cuando debería confesar que la trilogía de Jackson, con todos sus defectos, que los tiene, ha sido durante años la obra cinematográfica con la cual he despedido el año viejo y recibido el año nuevo, pero eso abriría toda una derivada de la que tal vez no proceda hablar aquí.)
Simplemente me gusta empezar el año sin aventuras. En serio. Deshojar las últimas páginas del calendario leyendo algo que sé positivamente que va a gustarme, porque ya lo he probado antes, y empezar el año de la misma manera.
(Por eso insisto tanto con El señor de los anillos, que está en cualquier lista de mis libros favoritos, sea cual sea la extensión de esa lista.)

Pero a veces me sale el tiro por la culata.
Y de qué manera.
Hace un par de años, mi libro de fin de año fue Las crónicas de Elric de Melniboné. Recordaba esos libros, que leí con dieciséis o diecisiete años, con admiración y cariño. Elric no es solo uno de los personajes más icónicos del género fantástico, sino que su creador, Michael Moorcock, es (¿era?) uno de mis escritores favoritos de fantasía y ciencia-ficción, además de una auténtica bestia parda de imaginación inagotable y productividad casi fabril.
¿No os recuerda a nadie?
Joder, qué planchazo. La lectura de las aventuras de Elric se me hizo agotadora. Los ocho tomos de la serie, eternos. Las incomprensibles decisiones del último emperador de Melniboné (consciente o inconscientemente empeñado en buscarse la ruina), frívolas, absurdas y gratuitas. Las constantes intromisiones en la trama de otros personajes del prolífico multiverso de Moorcock (Corum, Hawkmoon, Erekosë...), confusas, inoportunas y pelín chulescas. Desdeñosas. Como si Michael me estuviese diciendo «¿es que no has leído mis otras novelas? ¿Y por qué no te has suicidado ya?»
¡Ajá! ¡Guillermo del Toro, te hemos pillado!
La relectura de Elric entre el fin de 2015 y el principio de 2016 me dejó un amargo sabor de boca y es responsable de los temblores que experimento ahora mismo cada vez que pienso en rescatar de los anaqueles de mi humilde (pero honrada) biblioteca mi ejemplar de El bastón rúnico, la primera novela de Moorcock que cayó en mis manos, y de la que guardo también una grata memoria. ¿La habré idealizado en demasía con el paso de los años? ¿Descubriré, si me atrevo a revisitarla, que no es sino otro manantial de imaginación desbocada pero sin sustancia, un mero fuego de artificio digerible solo por adolescentes ahítos de Tolkien? ¿Es, en realidad, Dorian Hawkmoon otro repelente papanatas y no el héroe trágico y noble que recuerdo?
Buena pregunta.
No sé qué significa este terrible descubrimiento. Probablemente sólo que me hago mayor, que tengo unos cuantos miles de páginas más encima (como lector y como escritor), algunas canas de propina en la barba y algunas cicatrices más en el corazón, y, por lo tanto, aquello que me maravillaba con diecisiete años podría ya no ser digno de mi tiempo ni de mi paciencia, y que hay un número finito de veces en las que puedes leer a Elric enarbolando su espada Stormbringer e invocando al demonio Arioch. Por los mismos motivos por los que no conozco a nadie de mi edad que siga leyendo pajas mentales sobre elfos y dragones.
(Pero eso no explicaría por qué me siguen gustando tanto El Hobbit como El señor de los anillos.)
Así que tal vez también releo cada fin de año un libro ya conocido para aprender algo más acerca de mí mismo.

Espero no tener el mismo problema este año.

Porque el libro que he escogido para acompañarme en mi viaje de 2017 entre el ayer y el mañana es éste:
Y, por Dios, que amo con desesperada locura a Honor Harrington. No podría soportar que también ella me rompiese el corazón.
(Os mantendré informados de mis hallazgos al respecto.)
Y ahora permitidme que haga un discreto mutis Homer-style hasta el año que viene. O casi. Me espera mi almirante favorita de la Armada Manticoriana.

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