domingo, 14 de octubre de 2018

Una de bravas

La idea se nos ocurrió como se nos ocurren todas las demás: por brainstorming de capulladas.
«Oye, ¿y por qué cojones la salsa picante de las patatas bravas es siempre la roja y la dulce es siempre la blanca? ¿A nadie se le ha ocurrido hacerlo al revés?».
(Sorprendentemente, no estábamos borrachos).
Tres minutos y ya estábamos buscándole nombres al nuevo producto («Bravas cabronas», «Patatas Judas», «Bravas con sorpresa»...) y explorando los pormenores de la producción y el posible estudio de mercado de este nuevo producto que no se le había ocurrido antes a nadie. ¿A cuántos dueños de bares conocíamos? ¿Quiénes de entre todos ellos estarían dispuestos a hacer el experimento entre sus clientes? ¿Cómo conseguiríamos hacer picante la salsa blanca, con pimienta, capsaicina, estroncio? ¿Qué porcentaje de beneficios necesitaríamos para compensar la inversión en i+d y retirarnos a un castillo de la Provenza donde descargar nuestras mal aprovechadas próstatas en las muelles cavidades de modelos ucranianas de lencería recién salidas de la adolescencia?

Teníamos la vida resuelta y nuestras futuras fortunas ya amortizadas hasta que hicimos una pequeña investigación.

Y descubrimos que, por lo visto, en Valencia llevan años siriviendo las bravas así: la salsa blanca es la que pica (es una especie de alioli) y la roja la que no.
Qué putada, macho.
Así que permíteme que te ahorre la pérdida de tiempo:

Las patatas bravas ya están inventadas.

Y la patada en los cojones.

Y la rueda.

Y el coito anal.

Cualquier cosa que se te haya ocurrido ya se le habrá ocurrido antes a alguien. Y se le habrá ocurrido mejor.

Ésta es una de las razones por las cuales dicen que escribir se parece a montar en bicicleta

Una vez leí que todas las historias que pueden contarse ya fueron contadas en La odisea.

Otra vez leí el mismo argumento, pero el libro escogido era La biblia.

En otra ocasión, era El Quijote.

Supongo que, como en todo, cada uno le atribuirá esas propiedades mágicas a su ladrillo favorito.

Así que estás escribiendo una fantasía épica con elfos, dragones, un señor oscuro malo como la carne del pescuezo y un objeto mágico que puede salvar el mundo o destruirlo, ¿eh, original?

Pues conviene que sepas que estás escribiendo otra vez El señor de los anillos, y que el elitista, machista y racista Tolkien lo hizo mejor de lo que nunca podrás hacerlo tú.
¡Me cago en to lo que se meneaaaaaaaaa!
Así que estás escribiendo una historia de amor enfermizo entre una criatura de la noche y un hostiable apollardado representante de la raza humana, ¿eh, tipo listo?

Pues conviene que sepas que estás escribiendo otra vez Crepúsculo, lo cual debería ser motivo suficiente para que alguien te de una capa de hostias. Y luego te la cobre. 
Me ahorro las coñas con los Black Eyed Peas, que ya no tienen ni gracia.

Así que estás escribiendo una historia de amor aún más enfermizo entre un retorcido millonario con un pasado misterioso y una aún más apollardada pipiola virgen o semivirgen, ¿eh, fiera?

Pues conviene que sepas que estás escribiendo otra vez 50 sombras de Grey, que es como decir que estás escribiendo otra vez Crepúsculo, lo cual justificaría por sí mismo que alguien construya una máquina del tiempo, viaje al pasado y castre a tu padre en su más tierna infancia.
E incluso a tus abuelos.
Así que quieres ser original y contar una historia que no se le ha ocurrido antes a nadie, ¿eh?

Permíteme que exprese así mi opinión:

Originalidad, maldita palabra. Qué mal entendemos ese concepto.

Nos han metido en la cabeza que la originalidad consiste en inventar algo que a nadie antes se le había ocurrido, como que la salsa picante de las patatas bravas sea la blanca. Esa definición quizá, y cojo con pinzas ese «quizá», podría ser válido en el campo de la ingeniería (a nadie se le había ocurrido construir un teléfono que no necesitase cables y cupiese en un bolsillo, hasta que a alguien se le ocurrió), e incluso esto yo lo tomaría con mucho cuidado, pero ¿en el arte? ¿En literatura?
En un capítulo maravilloso de Dame un respiro, a los personajes de Maya Gallo (Laura San Giacomo) y Dennis Finch (David Spade) se les ocurre una idea genial para una teleserie: un detective de policía que es, al mismo tiempo, un vampiro, por lo que ha de lidiar, además de con los imponderables típicos de su profesión, con los inconvenientes de su naturaleza de chupacuellos, amén de proteger su secreto. A lo largo de varios días, en horas que deberían haber dedicado a sus respectivas ocupaciones, Maya y Dennis pulen juntos el concepto de su rompedora serie de televisión hasta que no tiene fisuras: explican cómo se las arregla el vampiro para no despertar las sospechas de sus colegas (obviamente trabaja siempre en el turno de noche), qué hace si le sorprende el amanecer lejos de casa, dónde consigue la sangre de la que depende su supervivencia sin cometer él mismo un crímen, cuáles son sus relaciones con los demás personajes de la serie, etcétera.

Cuando consiguen reunirse con un productor de televisión y le cuentan su idea, él la descarta con un desdeñoso vaivén de la mano:
«No. Ya la tengo. ¿Qué más tenéis».
A otras personas se les había ocurrido exactamente la misma idea y el productor ya la había comprado.

Maya y Dennis no tenían otra idea para otra miniserie. Creían haber dado con un filón, engendrado una ocurrencia en la que nadie más había pensado antes: ponerle picante a la salsa blanca de las patatas bravas.

Lo creas o no, ocurre más a menudo de lo que la gente piensa. Es más, hay quien ha convertido eso de reinventar la rueda en un arte. Arte maldito, pero Arte, al fin y al cabo.
Que lo sepas.
Hubo una época en la que TVE emitía, en su espacio para telefilmes de los fines de semana, capítulos pilotos de series que nunca llegaron a existir. La historia tras esos proyectos frustrados era, sospecho, siempre la misma: a alguien se le había ocurrido una idea, había gastado la herencia del abuelo en un capítulo piloto, se lo había mostrado a todos los productores de televisión del mundo, que le habían recomendado que se lo metiese por el culo, y, en un desesperado intento para recuperar parte de la inversión, había empaquetado aquel «pudo ser y no fue» en un lote de telefilmes o de estrenos directos a vídeo.

Y, no nos engañemos, la mayor parte de aquellos capítulos pilotos camuflados como largometrajes eran morralla. Un nuevo y vergonzoso intento de dar con la fórmula de la Coca Cola. Recuerdo, por ejemplo, un clon de Los ángeles de Charlie tan descarado que daba hasta ternura verlo, pero también una historia de un tipo al que le caía un rayo encima y desarrollaba el poder de disparar electricidad con las manos (vamos, que se convertía en una especie de Electro). A este pobre ser humano con superpoderes le implantaban una especie de regulador de voltaje, disimulado en forma de reloj de pulsera, con el cual controlar la carga de sus baterías, y perdón por el chiste, y no acabar achicharrándose a sí mismo. Recuerdo que me encantó la idea (aunque no era más que la típica fórmula de «tipo ordinario consigue un poder extraordinario», aplicable a series como El coche fantástico, El gran héroe americano o Early edition) y me habría gustado ver más aventuras de este hombre eléctrico, pero la industria de la televisión no estaba por la labor.

También recuerdo haber visto en aquellos años en VHS los capítulos piloto de El halcón callejero (otro intento de fórmula de la Coca Cola que quería subirse al carro, y perdón por el chiste, de El coche fantástico) y Airwolf  (clon de combate de El trueno azul estrenado el mismo año) antes de saber que eran los primeros capítulos de sendas series; y ver Nasty Boys y pensar «¡qué buena idea para una serie de televisión!» (alguien debió de tener la misma ocurrencia, porque al año siguiente acabaron haciendo, que yo sepa, al menos una temporada completa de la misma, aunque por extrañas razones no aparece la menor información sobre ella en la IMDB).
George Clooney antes de Urgencias.
Y te acabo de enumerar algunos perfectos ejemplos de lo difícil que es ser original. La mayoría de estos productos para televisión fotocopiaban con mayor o menor jeta productos preexistentes o títulos de la competencia. Casi se podría estudiar la ficción televisiva de los ochenta y primeros años noventa repartiéndolos en cómodas categorías: «detectives con máquina ultramoderna», «clones desafortunados de Corrupción en Miami», «serializaciones de éxitos cinematográficos» y así. La misma metodología sería universalmente aplicable a décadas pasadas. ¿Qué fueron los sesenta y setenta si no una explosión de clones de Star Trek, Starsky y Hutch, Magnum...?

No puede sorprender a nadie que la mayoría de estas series, ninguna de ellas en absoluto original, no conociesen más que un efímero éxito, si es que se le puede llamar así, que en absoluto justificaba una segunda temporada. (De Airwolf llegaron a estrenarse ¡tres!, o sea dos más que de su directa competidora, El trueno azul).
Creíamos que Ernest Borgnine era inmortal.
Y si crees que eso se acabó con el cambio de milenio, permíteme que te informe de no hace cinco minutos que estrenaron otra serie de McGyver, otra de Perdidos en el espacio, otra Mujer biónica, otra Twin Peaks... y nos amenazan con los remakes o secuelas de Magnum, Las chicas Gilmore, Embrujada...
«Todo eso es realmente muy interesante, pero creí que íbamos a hablar de libros».
Oh.

Perdón.

¿Y por qué no de cómics, que también son cosas que se leen?

En Estados Unidos, la industria del cómic está dominada por un par de grandes grupos editoriales que, hasta no hace tanto, funcionaban mediante el mismo sistema work for hire que había nacido con la industria misma, en las primeras décadas del siglo. Los dibujantes y guionistas de las principales colecciones no eran más que mercenarios, plumíferos a sueldo que trabajaban con los personajes propiedad de la industria y le cedían a la editorial, a perpetuidad, todos los derechos de su trabajo. Es más, hasta no hace tanto, era costumbre en las grandes editoriales recibir los originales de un dibujante, filmarlos para su reproducción, y acto seguido destruir esos originales. Cuando se quisieron recuperar las primeras páginas de muchos de los padres del cómic americano, que se suponían en poder del editor correspondiente, se descubrió que dichas páginas habían sido guillotinadas sin piedad.

Un autor de renombre, aunque ideológicamente hablando se le haya ido mucho la pinza desde el 11-S (¿estrés post-traumático?), como Frank Miller, nos ilustra sobre este particular con un ejemplo reciente del desprecio absoluto hacia el trabajo del autor que sentían (y, no nos engañemos, todavía sienten) las grandes editoriales. Durante su etapa en Daredevil (colección en la que debutó en el número 158 de mayo del 79 y para la que escribiría algunas de sus mejores historias, como Born Again, Love and War y Elektra: Assassin), Miller creó un personaje femenino que en seguida dejó de ser el interés vaginal del protagonista, Matt Murdock, y conquistó un lugar propio en la colección, en la mitología de Marvel y en el corazón de los lectores: la heredera multimillonaria y posteriormente sicaria ninja Elektra Natchios.
El tío Fran ha tenido días mejores.
Miller se enamoró del personaje. Le creó un trasfondo trágico (condición sine qua non de todo superhéroe), profundizó en su personalidad, la dotó de contradicciones, le otorgó la oportunidad de redimirse, la hizo, sucesivamente, villana, heroína y villana de nuevo. Cada guión, cada historia de Elektra escrita por Miller era una carta de amor del escritor a su criatura.

Pero Frank Miller empezó a dar problemas a sus amos y señores. No entendía por qué Marvel y DC (editorial bajo la cual también publicó en aquellos primeros años 80) exigían a sus autores un escrupuoloso respeto a la Comics Code Authority, esa especie de policía política creada en 1954 por la propia industria en respuesta a la histeria colectiva (con audiencia del Senado y todo) avivada por las enloquecidas e infundadas acusaciones del homófobo psiquiatra Fredrik Wertham, el que creía que los cómics amariconan a los adolescentes y los empujan a fumar, unirse a bandas de moteros, inyectarse cocaína en las venas del carallo y violar ancianos. Pero, claro, cuando pones a Batman y Robin compartiendo cuarto en camas gemelas... ¡Si es que los muy cabritos iban provocando, leche!
La CCA editó una normativa que contemplaba qué se podía y qué no se podía publicar en una revista orientada a un público juvenil. Puesto que estamos hablando de una organización privada, esas normas no eran en absoluto de obligado cumplimiento, y de hecho muchas editoriales se negaron a adherirse a ellas, pero, igual que el sello «Parental Advisory» de los discos de rap y la clasificación PG-13 de las películas de Deadpool, otorgaban una cierta tranquilidad a los insomnes padres de familia, temerosos de que sus hijos, a fuerza de leer historietas, se volviesen gayers comunistas, amén de proporcionar a los libreros una forma rápida de no complicarse la vida ofendiendo la delicada sensibilidad de algún soplapollas. En una especie de efecto dominó, libreros y quiosqueros a lo largo y ancho de Estados Unidos se negaron a poner en sus escaparates cómics que no viniesen avalados por el sello de la Comics Code Authority, o incluso exhibir publicidad y hacer pedidos de esas colecciones. Consecuencia: la ventas de los cómics no visados por la CCA cayeron en picado y muchas editoriales medianas y pequeñas, particularmente las que publicaban historietas de serie negra o cómics de terror, tuvieron que cerrar. Consecuencia de la consecuencia: salvo una minoría de partisanos que logró capear el temporal más o menos bien, una amplia representación de la industria del cómic, viendo peligrar sus lentejas, se adhirieron al Comics Code.
El Comics Code es una forma de censura previa, y Frank Miller la odiaba. Entre otras cipotadas, como la prohibición de escotes, desnudos, consumo de drogas o la inclusión en portada de palabras tales como «crimen» o «sexo»; que hasta cierto punto podemos entender, la CCA prohibía escenas que implicasen colocar en una situación de peligro a un menor de edad, sangre, cristales rotos (¡¡¡¿¿¿???!!!), alusión a la muerte, representaciones irrespetuosas, grotescas o caricaturescas de figuras de autoridad... Pero, vamos, que a Stan Lee le obligaron a redibujar una viñeta de un cómic en el que Nick Furia y La Condesa se tomaban un Kit Kat porque ¡había un teléfono descolgado!, señal inequívoca, para el censor, supongo, de que el tuerto y la espía MILF iban a follar como pumas y no querían ser molestados.
"The folks at the Code insisted the phone not be off the hook—too sexy, apparently—and they were upset by the final panel. A long shot of Fury and the Contessa embracing…"
En fin, la misma vieja mierda de siempre: los Ned Flanders del mundo intentando que toda la especie huela exclusivamente los cuescos que ellos se tiran. Se han perdido algunas batallas y se han ganado otras en esta guerra más vieja que la tos, aunque, a grandes rasgos, creo que progresamos en la dirección correcta.
(He buscado sin éxito aquel maravilloso dibujo, creo que de Bruce Timm, que era algo así como «la portada de Batman que jamás verás publicada», y que presentaba a un Batman sangrando por sus heridas y atravesando una ventana, por supuesto lanzando cristales rotos por todas partes, mientras llevaba bajo un brazo a una Catwoman en bolas y con una chuta de jaco todavía clavada en el brazo; y recuerdo también que alguien, ¿el propio Batman, con la otra mano?, sostenía a un gimoteante bebé en pañales).
Esto de la autocensura lleva a cosas extrañísimas, como que DC rechace ésta portada de Batman/Supermán porque, supongo, parece que el Cruzado de la Capa le está tocando las perolas a Bekka:
«¿Cómo sales de casa así? ¡Descocada!»
Y se apruebe esta otra, donde la esposa de Orión enseña aún más el canalillo, y que, por lo menos a mí, me parece mucho más sugerente, en términos pajiles:
«Mucho mejor: ¡Que se vea el canalillo!»
(Y, encima, la portada aprobada va contra la política misma del Comics Code; Consideraciones Generales, Parte C, artículo 4: "Females shall be drawn realistically without exaggeration of any physical qualities." O sea, nada de tetas grandes. Mira, mira aquí otras cabronadas).
Y si creías que esto de la censura es algo del pasado, es que no te has enterado de la última: en DC acaban de castrar a Batman. Que sí, que tenía pilila pero ya no.

Mira; con pilila:
Sin pilila:
Pero me estoy yendo un poco por las ramas.

Como siempre.

Estábamos hablando de Frank Miller y su aversión a la CCA, que acabaría sacándole de Marvel y DC (tranquilos, fue una pataleta temporal y terminó por dejarse llevar otra vez al huerto) y enviándole a Dark Horse, editorial independiente en la cual usan copias del Comics Code como papel higiénico, donde empezó a publicar Sin City, precisamente la clase de cómic que jamás habría podido publicar en DC o Marvel, y que nos da la excusa perfecta para poner otro gif con chaparreras de nuestra rubia de bote favorita.

Como si necesitáramos excusa.
¡Cómeme el donut! ¡Cómeme el donut!
Frank Miller se fue a Dark Horse a publicar cómics que eran una patada entre los mismísimos cojones del Comics Code (y con títulos abiertamente prohibidos por la CCA como The big fat kill) pero, antes, pidió a la gente de Marvel que, por Dios, le cuidasen a Elektra, que por favor respetasen a su querida ninja griega vestida de rojo. Sabía que no tenía ningún derecho a pedirlo, que desde el preciso momento en el que había creado al personaje, éste pertenecía a Marvel en cuerpo y alma y que si el consejo editorial de Marvel decidía convertir a Elektra en una zombie nazi satanista transexual del espacio exterior, él no tenía ningún poder para impedírselo. Pero Frank pecó de pardillo, o quiso tener fe, o se autoengañó sobre sus posibilidades. Al fin y al cabo, con su trabajo había hecho ganar millones a los accionistas de Marvel. Tal vez creyó que estarían dispuestos a agradecérselo consultándole las decisiones creativas que otros autores tomasen sobre su creación.
Erró, por supuesto. Marvel hizo con Elektra lo que le salió del agujero del cipote, tomó las decisiones creativas guión comerciales que le parecieron más lucrativas (entre ellas matar y resucitar al personaje; varias veces) y nunca, nunca pidieron ni permiso ni excusas a Frank Miller, que se lo tomó bastante mal, aunque luego dijo que no, que él se olió la tostada desde el minuto uno y que pa gilipollas tú y tu puta madre.
"Don’t get me wrong, here. Like everybody else of my generation, I knew the score coming in. I knew that I was playing with the company’s toys. I knew that any characters I created would be turned into cannon fodder for other people. I knew that when I was promised that nobody else would be allowed to write Elektra, I knew that promise would be kept right up until the moment it was convenient for them to break it, which is exactly what they did. I knew all my efforts wouldn’t amount to a hill of beans if some editor wanted my job. or had a buddy who did, and fired me. No matter how well the book was selling."
Y esta absoluta falta de respeto de la industria no ya por los plumillas de tropa, sino incluso por las superestrellas que garantizaban tiradas millonarias, era lo habitual. Pero algo pasó a principios de los años noventa. Un grupo de dibujantes de cómics de los más vendidos decidieron que estaban hartos de ser Frank Miller. Exigieron un mayor control sobre su trabajo. Exigieron conservar los derechos, o al menos una parte de ellos, sobre los personajes que creasen para la compañía. Exigieron que se les concediese voz y voto en las decisiones editoriales.

La respuesta de la industria era de esperar.

Se descarallaron de risa. Hubo buena cosecha de calzoncillos meados aquella mañana en Nueva York.
Así que esos autores, algunos de los dibujantes más vendidos, cuyo nombre en la portada de un cómic bastaba para incrementar exponencialmente sus ventas; los Jim Lee, los Todd McFarlane, los Rob Liefeld (lo de por qué este tío molaba tanto nunca lo he entendido), Jim Valentino, Marc Silvestri, Erik Larsen, Whilce Portacio, le dijeron a Marvel y DC «ahí te pudras» y fundaron su propia editorial: Image Comics.
Rob Liefeld, alias Los libros de anatomía artística son para maricones.
No te voy a torturar ahora con la historia de Image Comics. No procede. Si quieres, lo dejamos para otro día, o te la buscas tú por tu cuenta.

Te voy a contar, porque de eso va la presente entrada de Paratroopers, lo que hicieron todos esos dibujantes huidos de Marvel cuando fundaron su propia editorial y reivindicaron el control absoluto sobre su trabajo y sus personajes.

¿Qué hicieron esos genios del Arte Secuencial, que venían de dibujar Spider-Man, X-Men, X-Force, Lobezno, Guardianes de la Galaxia..., cuando pudieron dibujar lo que les dio la gana y como les dio la gana?

Pues básicamente plagiarse a sí mismos. Rob Liefeld recuperó su Youngblood, una colección sobre un supergrupo de operaciones especiales, con anatomía alienígena y muchas cartucheras, absolutamente indistinguible de X-Force y que había estrenado años atrás en la antología Megaton de Gary Carlson. Todd McFarlane empezó a dibujar Spawn, que era básicamente un clon de Spiderman remezclado con El motorista fantasma y unos toquecitos de Batman. Erik Larsen aportó su Savage Dragon, en el cual las referencias a El increíble Hulk eran más que evidentes: eran sangrantes. Jim Lee se sacó de la manga sus WildC.A.T.S., otro clon de X-Force. Marc Silvestri plagió descaradamente a La Patrulla X en su Cyberforce, osando, para mayor ignominia, incluir en el grupo a Cyblade, un personaje indistinguible de Psylocke, y a Whilce Portacio se le ocurrió una idea genial: otra copia de X-Force, pero con vampiros: Wetworks.
En serio: ¿dónde coño aprendió este tío a dibujar? ¿En otro planeta?
Sí, a medio y largo plazo Image atrajo a autores nuevos con ideas más o menos frescas o nuevos enfoques para el mismo arquetipo de historias y personajes, (no ciertamente Dale Keown, cuyo Pitt es otro descarado clon de Hulk, ni el Gen13 de Jim Lee y Brandon Choi, una divertida copia de Los jóvenes mutantes, pero copia, a fin y al cabo), o narrativas osadas, como la del The Maxx de Sam Kieth, o revisionistas del género de superhéroes, como la Astro City de Kurt Busiek. Y no, no me olvido de que Image es la que está publicando The Walking Dead, Monstress y Saga, por poner solo tres ejemplos. Tampoco olvido que todo eso empezó después de que los fundadores se desentendieran de la editorial y regresasen a Marvel y DC por la puerta de atrás.

Porque, en realidad, Lee, McFarlane, Liefeld, Larsen y los demás no tenían nada nuevo que contar, no tenían ningún proyecto original (esos llegaron después, cuando ellos ya habían decidido volver al redil), ni tampoco la menor idea de lo que significa en realidad la palabra «original».
(Me llama la atención que los primeros comics Image respetan escrupulosamente el Comics Code. Algo de sangre sí que se veía, pero ni una mala teta, ni un taco, ni consumo de drogas, salvo el alcohol, que eso ni se considera una droga, ni nudismo, ni sexo explícito, y eso que Fairchild de Gen13 se quedaba en porretas nueve de cada diez veces que entraba en combate y Dragón empotraba como un toro bravo a Rapture en The Savage Dragon, pero, eso sí, siempre a contraluz o fuera de plano. Para cuando llegaron las sobredosis de jaco de El Doctor en el The Authority de Warren Ellis y Brian Hitch, los fundadores de Image hacía tiempo que habían decidido largarse cagando leches, y el vello púbico de Alana y los apareamientos bizarros interespecies en Saga los vimos por primera vez hace dos telediarios).
Enseñando sin enseñar. ¡Putos calientapollas!
Ser original, creo haberlo dejado demostrado, es difícil de cojones.
Y la culpa de ello es que la mayoría de las personas no entiende el significado de ese concepto.

Creen que ser original es dar con algo que nunca se le haya ocurrido a alguien. Reinventar la Coca Cola. Descubrir el truco.

Y no.

Ser original es volver a los orígenes.

Si todas las historias que se pueden contar están ya contadas en La Biblia, quizá deberías volver a leer La Biblia. Y quiero decir volver a leerla por primera vez.

Si están en Heródoto, lee a Heródoto.

Si están en Homero, Tolkien, el Bhagavad Gita, el Marqués de Sade, El Quijote... joder, léetelos. Es más, léelos todos. Vuelve a los orígenes. Encuentra el germen que hace funcionar esas historias, los ingredientes que las han vuelto inmortales, que determinan que sesenta años, doscientos años, dos mil años después de que viesen la luz por primera vez sigamos publicándolas, leyéndolas, estudiándolas, reflexionando sobre ellas.

Originalidad es volver a los orígenes, no reinventar las patatas bravas, no clonar a La Patrulla X, no perpetrar tu propia marca de Coca Cola.

Originalidad es tomar de La Biblia la historia de Moisés e inventar a Supermán.

¿Adónde crees que iba Shakespeare a buscar inspiración? Los estudiosos calculan que menos de un tercio de su producción le pertenece por entero. El resto está fusilado de la obra de otros autores o sacado de textos clásicos.

No, no era un vago. Shakespeare era original. Había ido a beber a las fuentes originales del drama. Había remontado el río de la cultura hasta encontrar sus orígenes.

Porque originalidad es volver a los orígenes.

Y no lo repetiré más.

Así que ahora ponte a escribir tu miserable clon de... (escribe el título de mierda del libro de mierda en el que te has inspirado) convencido de que tienes la clave oculta para darle esa vuelta de tuerca que a nadie más se le ha ocurrido y que lo convertirá en una obra original.

Pero si has llegado hasta aquí ahora sabes que eres un fraude.

Que todas las historias que se te puedan ocurrir ya se le han ocurrido antes a alguien.

TODAS.

Y seguramente las habrán escrito mejor que tú.

MEJOR.

Porque, afrontémoslo: ambos sabemos que como escritor eres un chiste y que tu libro es una puta mierda.
«Todo eso es realmente muy interesante, pero creí que íbamos a hablar de libros».
Oh.

Perdón.

Anda y vete a cagar de campo.

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