domingo, 1 de junio de 2025

Todo lo que creías saber probablemente sea mentira (XIV)

Hay dos verdades fundamentales del universo que muchos ternascos con base de carbono no tienen cojones de afrontar cara a cara.

La primera es que nadie besa más cerdo que una actriz porno japonesa. 

Hinako Mori konichiwando a un compañero de rodaje

Será por las draconianas normas contra la pornografía que siguen en vigor en Japón desde que el puritano McArthur y sus ofendiditos jefes les escribieron desde cero todo su corpus legal, estorbando, en el manga y anime hentai y en las películas de fornicasión mersenaria, la vista directa de los gitanales y los planos de mete-saca. Será por lo que sea, pero en el porno japonés los actores hacen con las lenguas lo que se disponen a hacer con los extremos opuestos de sus cuerpos y que la puta censura no les permite mostrar en pantalla. La penetración más viscosa, chorreante y pegajosa que hayas visto en tu gonzo alemán más undreground no califica ni para besito random de preliminares de la peli porno japonesa promedio. Y es que la función crea el órgano y, ya que el derecho en vigor les obliga a esconder detrás de auras y mosaicos los detalles más ginecológicos de sus películas, los actores japoneses han aprendido a utilizar sus lenguas como carallos y las actrices, sus bocas como chuminos.

Julia haciéndole el Toshiba a las amígdalas de un señor.

(Que no veas, y pediríamos perdón por la digresión si no supiésemos que eres un sórdido y un marranete, amado lector, la peaso CRISIS que se está fraguando en la industria japonesa del porno. Porque aunque todos los años cumplen dieciocho años en Japón una cantidad superlativa de mozas ansiosa por ganarse la vida haciendo sentadillas sobre un cipote ante una cámara de vídeo, esa inflación de furcias no se ve equilibrada por nuevas generaciones de actores. Vamos, que hay mayor oferta de actrices que de actores, con lo cual, a medida que los veteranos se van jubilando, muriendo, o fracasando en dar la talla peneana por más pastillitas azules que engullan, los fans siempre ávidos de carne fresca empiezan a protestar, hartos de ver las mismas cuatro caras de macho arrugado en todos los vídeos. Caras cansadas. Apenas capaces de ocultar su hastío —«¿por qué no le hice caso a mi madre y estudié para fontanero?»— o tetanizadas por el miedo —«oh Cristodiosenjesús, ¿ésta ninfa de tripita plana, potorro peludo, rostro de ángel y tremendo par de bazungas es la que me tengo que calzar?; matadme, ¡MATADME YA, no soporto más este infierno, ojalá hubiese nacido maricón!»—; si es que hay gente que se queja de vicio).

(Sólo para poner en claro el problema, ahí van unas cifras: en Japón se ruedan unos cuatro mil vídeos porno AL AÑO. El más veterano actor porno japonés en activo se llama Shigeo Tokuda y tiene ¡NOVENTA TACOS! La proporción de población masculina sigue DECLINANDO ALARMANTEMENTE en Japón con respecto a la población femenina, con una demografía en caída libre, 0,94 hombres por cada mujer, y no hay visos de que eso vaya a cambiar a medio plazo. Pero la proporción hombres/mujeres en la industria japonesa del porno es aún más dramática que en la «vida civil», y fue calculada, en 2016, los datos más recientes que hemos encontrado, en setenta actores en activo para ¡10 000 ACTRICES! ¡Un 0,0007 de machacante para cada suripanta!).

La segunda verdad fundamental del universo que arruga el ano de muchos tolilis sin tripas es que nadie quiere ver, realmente, cómo se hacen las leyes o las salchichas.

La frase literal es «Laws, like sausages, cease to inspire respect in proportion as we know how they are made». Vertida al español sería algo así como «las leyes, como las salchichas, dejan de inspirar respeto a medida que sabemos cómo están hechas». Atribuida alegremente a Otto von Bismarck, parece ser que en realidad se le ocurrió primero, hacia 1869, al poeta americano decimonónico John Godfrey Saxe, autor también de la famosa paradoja de los ciegos y el elefante, pero eso no es importante ahora mismo.

Por los mismos motivos por los cuales nadie quiere ver meter casquería dentro de un tubito de materia orgánica por el cual, cuando estaba vivo, circulaba la mierda; el sórdido y estomagante espectáculo de la tramitación de una ley basta para convertir al más fanático demócrata en un nihilista o un espadón facha de tomo y lomo. El guillotinado, mutilado y cirugía plástica Frankensteiniana de borradores, anteproyectos, proposiciones, ponencias, enmiendas y el chocho de la Bernarda. Las componendas vergonzantes entre diversos grupos políticos o facciones del mismo partido. Los artículos de acompañamiento metidos a última hora sin avisar a nadie porque para conseguir un mísero voto clave había que forrarle bien el riñón con dinero público al compañero de comisión, ministro correspondiente o barón regional de turno. Las ocurrencias de última hora perpetradas por completos ganapanes sin formación jurídica que se hacen pasar por el bien ponderado fruto de semanas de investigación. Y la descorazonadora evidencia de que, cuando esa ley concebida por subnormales, mal cocinada y peor parida, estalla en las narices de Juan Pueblo, absolutamente ninguno de los mongólicos que ha participado en su elaboración asume responsabilidad alguna, basta para despertar en el más contenido de nosotros el deseo atávico de afilar su machete, llenar un macuto de cartuchos de posta lobera, tirar de escopeta y echarse al monte. Lo cual, puede que sea superfluo señalarlo, no es nada bueno para la credibilidad de las instituciones.

Estirando un poco el argumento, de cuya veracidad no dudamos, además de las leyes y las salchichas, nadie debería ver cómo se elige al papa de Roma. Gracias que le damos a la curia por celebrar sus elecciones a puerta cerrada (que eso mismo significa «cónclave», «cum clavis», «con llave», o sea «cerrados bajo llave»). Ya bastante ascazo dan algunos de los elementos que, a lo largo de la historia, se han calzado las sandalias del pescador como para encima exponer a la comunidad de creyentes del poco edificante espectáculo de las miserias, vanidades y corruptelas involucradas, no nos cabe la menor duda, en todo cónclave cardenalicio.

Ah, perdón, lector sensible, ¿que te he ofendido insinuando que el primado de Roma no es siempre un ser prístino de bondad acrisolada y beatitud a prueba de balas?


Esteban VI (?-897) fue elegido papa de la Iglesia católica en 896, con el apoyo de Lamberto II de Spoleto, a la sazón rey de Italia y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Esteban VI ha pasado a la historia por convocar el Concilio Cadavérico o Sínodo del terror (Synodus Horrenda).

Todo se remite a que Lamberto de Espoleto tenía una historia con el predecesor de Esteban VI, el papa Formoso. Y no era una historia de amistad y cariño, precisamente. Coronado rey de Italia por Formoso en el 894 por encima de las aspiraciones de Berengario del Friul y Arnulfo de Carintia, la PÉSIMA relación entre Lamberto y el papa condujo a Formoso a destituir a Lamberto y coronar a Arnulfo como nuevo rey de Italia. Lamberto, que no era un dechado de humildad precisamente, se tomó la descoronación como algo personal y, recién muerto Formoso, entró en Roma al mando de un ejército y, coaligado con o aconsejado por su narcisista madre, Ageltruda, situó en el solio papal a Esteban VI, mera figura decorativa, y ejecutó a través de él su mezquina venganza post-mortem sobre un ya amojamado Formoso.
«Hermano en Cristo, ¿por qué hueles a podrío?»

Siguiendo los deseos de Lamberto, inspirado probablemente por enemigos del papa difunto como Guido IV de Spoleto, Esteban VI hizo desenterrar el cadáver de Formoso, lo hizo vestir con los ornamentos papales, lo sentó en un trono y se lo sometió a una parodia de juicio eclesiástico en el que se le acusó de perjurio, de haber abandonado la diócesis de Porto, de la que era obispo, para estar presente en el concilio donde fue elegido papa, y de haber comprado su elección. Hallado culpable (Formoso, por algún misterioso motivo, quizá relacionado con el hecho de estar muerto, optó por no defenderse de las acusaciones), el putrefacto papa saliente fue despojado de sus vestiduras, su elección fue declarada nula, se le cortaron los tres dedos de la mano con los que impartía las bendiciones, se anularon todos los actos y nombramientos de su papado y su cuerpo, arrastrado por las calles de Roma, desapareció de la historia (quemado, según algunas versiones; enterrado en una fosa común, según otras; arrojado al Tíber, de donde fue rescatado por un pescador, si bien lo de tirar la cecina al río también se atribuye a otro papa posterior. Sigue leyendo) hasta ser rehabilitado por el papa Romano y restituido a la antigua Basílica de San Pedro ya bajo el fugaz pontificado de Teodoro II (sólo duró 20 días).

Meses después del Concilio Cadavérico, un terremoto hundió la fachada y parte de la techumbre de la catedral de San Juan de Letrán. Los seguidores de Formoso vieron la oportunidad y al grito de «¡esto es un castigo divino por el Sínodo del terror», condujeron a una turba enfurecida que asaltó el palacio papal y encarceló a Esteban VI, que murió estrangulado aquel mismo verano.

Sergio III (860-911) también fue una buena pieza. No sólo hizo asesinar a sus predecesores, León V y el antipapa Cristóbal, no sólo fue aupado al papado por Teofilacto, conde de Tusculum, magister militum del emperador Luis El Ciego que derrocó al antipapa Cristóbal (un pieza que se hizo con la silla de San Pedro después de derrocar por la fuerza de las armas a León V y encarcelarlo), no sólo logró la elección después de amenazar, sobornar y corromper a medio colegio cardenalicio, no sólo colocó a toda su familia en puestos de autoridad de la Iglesia, sino que empotraba como un martinete a la hija adolescente de Teofilacto, Marozia (ofrecida por su propia madre, Teodora, más liberal que María Martillo), que le acabaría dando un hijo, futuro papa Juan XII, incluido en la infame lista del período de la historia de la Iglesia Católica bautizado en el siglo XVI por César Baronius  como «La Pornocracia». Literalmente, «el gobierno de las putas», o sea Teodora y Marozia, a cual más intrigante, corrupta y cunetera, que básicamente hacían y deshacían a su capricho en el Vaticano, ejercían la verdadera autoridad y a menudo sobrevivían a los gobernantes.

Y ¿recuerdas el juicio al difunto papa Formoso auspiciado por Esteban VI? Afirman los detractores de Sergio III, como
Liutprando de Cremona, que nos han legado los únicos documentos conservados de su pontificado, una de sus primeras decisiones como primado de la iglesia de Occidente fue anular todas las ordenaciones de Formoso, sacar de nuevo de su tumba el cadáver, juzgarlo, otra vez, declararlo culpable, otra vez, decapitarlo y tirarlo al Tíber. Y es que Sergio III era otro de los enemigos del difunto papa Formoso y amigo del estrangulado Esteban VI, al que rehabilitó y honró con un sentido epitafio en la lápida de su tumba.
(A Liutprando de Cremona hay que creerle lo justo sobre este tema, ya que aparte de ser un antirromano reconocido, se hace la picha un lío con las fechas y data el Concilio Cadavérico bajo el pontificado de Sergio III, no bajo el de Esteban VI. Y lo cita como único juicio al cadáver, no como segundo, que habría sido lo suyo, si tuviese la cronología en orden).

Y, como de tal padre tal hijo, de Juan XII (937-964), alias el «papa fornicario», se ha llegado a decir que convirtió el palacio de Letrán en un gigantesco burdel, que le sacó los ojos a su confesor, que violaba a las peregrinas sin respeto al suelo sagrado, que asesinó a un subdiácono al que previamente había castrado, que invocaba demonios y dioses paganos y que llegó a mantener sexo sweethomealabámico con sus propias hermanas. Además era un maquiavélico y un perjuro que juró lealtad al emperador Otón I y le otorgó el poder de aprobar la consagración de los papas a través del Privilegium Othonis, para luego coaligarse con los bizantinos, húngaros y con los príncipes italianos para combatir al emperador. De la muerte de Juan XII se cuentan dos versiones no necesariamente contradictorias: que fue sumariamente ejecutado por un marido cornudo que lo sorprendió en pleno empotramiento adúltero con su legítima y que murió de una apoplejía en plena acabasión de un polvaso particularmente extenuante.

A Benedicto IX (1012–1056) lo llaman «una desgracia para la silla de San Pedro» y «un demonio del infierno disfrazado de sacerdote». Si la mitad de lo que cuentan sobre él es cierto, holy shit! Papa en tres períodos distintos, de 1032 a 1044, de abril a mayo de 1045 y de noviembre de 1047 a julio de 1048, aficionado a las orgías, la sodomía y el bestialismo, afirma Pedro Damiano; Benedicto IX perdió las sandalias del pescador una vez porque el pueblo de Roma en pleno, harto de su salacidad, se alzó en armas contra él y le hizo poner pies en Pontevedra. Volvió con gente de armas, derrocó a su sucesor, Silvestre III, se ciñó la mitra por segunda vez, comenzó a aburrirse de tanto lujo, tanto pan de oro y tanta fornicación y le vendió, sí, LE VENDIÓ el papado a su padrino, Giovanni Graciano, futuro Gregorio VI, pero luego se arrepintió, volvió a Roma, le hizo la paralela a Clemente II (Enrique III El negro ya había depuesto a Gregorio, acusándolo de simonía, o sea de acceder al cargo previo pago, cosa que efectivamente había sucedido), hasta su muerte, momento en que Benedicto se autoproclamó papa legítimo sin concilios ni hostias y ocupó ilegalmente el palacio de Letrán, adonde se hacía llevar niños de corta edad para usarlos como condones hasta que tropas alemanas lo desalojaron en julio de 1048. Excomulgado a instancias de Dámaso II, se desconocen las circunstancias reales de su muerte.

¿Y cómo cerrar esta brevísima enumeración de papas pútridos, pedófilos y puteros sin mencionar a Alejandro VI (1431-1503), el papa Borgia? Descendiente de valencianos de Játiva y tal vez el peor papa de todos los tiempos (eso de criarte comiendo arroz requemado no puede ser bueno), accedió al asiento de San Pedro mediante la simonía, engendró al menos siete hijos ilegítimos diferentes con algunas de sus muchas amantes (una de ellas Julia Farnesio, «Giulia la bella»), y los colocó bien a casi todos, a costa del tesoro vaticano, por supuesto. Convirtió en una costumbre vender a los mejores postores los capelos cardenalicios y en un arte sanear las arcas papales con el dinero que confiscaba a las familias ricas a las que acusaba de toda clase de delitos inventados, encarcelaba o asesinaba. Su conocimiento enciclopédico del derecho canónico, su indiscutible calidad de animal político, su astucia, su vasta cultura y proteccionismo de las artes, su instinto estratégico y mente maquiavélica, defendidas por sus apologistas no alcanzan a borrar su leyenda negra (escrita por sus enemigos, todo hay que decirlo), en la cual ya es difícil distinguir realidad de ficción. «Borgia» se ha convertido en sinónimo de «envenenador» (el uso extensivo de la cantarella como arma estratégica, allá donde no alcanzaba la corrupción, es uno de los blasones de la familia de Rodrigo VI), de corrupto, de asesino, de sátiro, de incestuoso (se acusa a Rodrigo Borgia de empotrar a su propia hija, Lucrecia, en los ratos libres en los que no la estaba empotrando su hermano, Alejandro) y de todo lo malo de lo que se puede acusar a un ser humano.

Oh, sí, por supuesto que nos hemos dejado en el tintero un montón de mitrados turbios: Urbano VI, que ordenó torturar y asesinar vilmente a los cardenales que se oponían a su pontificado, y que se cabreaba un montón si morían demasiado rápido o no chillaban lo suficientemente alto. Inocencio IV, que aprobó el uso de la tortura para interrogar a los sospechosos de herejía. Bonifacio VIII, famoso pederasta al que se atribuye la infamia de haberse montado un threesome con una madre y su hija. Clemente VI, que gustaba tanto de las putas que acabó pillando una turbogonorrea. Sixto IV, que engendró al menos seis hijos bastardos, uno de ellos con su propia hermana, e instituyó un impuesto eclesiástico sobre la prostitución, que por lo visto rendía más dividendos que la cheese tax. Inocencio VIII, del cual se ignora el número de hijos adulterinos (ocho se le conocen) y que, en su lecho de muerte, exigió que le trajesen una ama de cría, cuanto más joven mejor, para poder esmochar chupándole las tetas. León X, que dilapidó el erario pontificio (llegó a gastarse una séptima parte del tesoro papal en una sola fiesta), e instituyó, para salir de penurias financieras, la venta de indulgencias que desencadenaría la Reforma Protestante y produciría el segundo mayor cisma histórico del cristianismo. Julio II, que además de hacerle la vida imposible a Miguel Ángel, era un putero recalcitrante y contrajo por su vicio colipotérrico un sifilazo que le llenó el cuerpo de llagas hasta tal grado que tuvo que suspender el besapies del viernes santo. ¡Julio III, que nombró cardenal a su chapero!

Las vidas de ocho de los más sórdidos elementos de este colectivo fueron tratadas en este libro, que te dejamos aquí a modo de sugerencia de lectura, por si quieres ampliar tus temas de conversación en tu próxima cita de Tinder, oh preclaro lector ávido de conocimiento.

Resulta muy tentador pillar el rábano por las hojas y tomar los nefastos ejemplos que hemos citado más arriba como la norma, no la excepción, de la conducta moral de los vicarios de Dios en la tierra. Es fácil olvidar que casi todos estos señores accedieron a la silla de Pedro en una época particularmente convulsa de la historia de Europa, poco propicia al cultivo de los más elevados estándares morales y de conducta. No es una justificación de los crímenes y vicios de todos estos hijos de puta, faltaría plus, amado lector, la duda ofende, pero los grandes reyes, príncipes y duques seglares de la época tampoco eran precisamente unos angelitos. Sobre si el escenario creó a los hombres o fue precisamente la baja índole de estos hombres lo que creó las condiciones de la sociedad en la que vivieron es una discusión que sobrepasa los límites y objetivos de esta humilde bitácora jachonda llena de elogios a la belleza lusitana de Sara Sampaio Dominátrix y GIFs de la almizcleña Riley Reid. Y además probablemente sea un debate tan inútil como el de cuántos cargadores de respeto para su MP5 debes llevar encima cuando visites Detroit. Sólo por si pinchas una rueda.

Con tremendo catálogo de vicios y delitos, una persona históricamente informada, razonablemente sensata y con un mínimo de decencia se preguntaría qué clase de hombres querrían sentarse en un trono como el de San Pedro, al cual no hay disolvente que le pueda arrancar los siglos de sangre, mierda, lágrimas, cenizas y lefa acumuladas por algunos de sus previos titulares.


Y ése es uno de los motivos que enriquecen el visionado de Cónclave, de Edward Berger. La película que deberíamos haber tratado en la anterior entrada del Paratroopers, pero que no tratamos, porque no nos salió de los cojones.
(¡Entrada a la que Google le ha puesto verificación de edad! ¡Ya semos pornográficos! Que es que no entendemos el motivo. ¿Los GIFs de Riley saltando sobre una picha no merecieron una pantalla de login y unas cuantas asiáticas pechugonas sí? Me lo expliquen).

Edward Berger, que viene de firmar una adaptación libérrima, y cinematográficamente irreprochable, de Sin novedad en el frente, de Remarque, para Netflix, ha compuesto su más reciente largo como un thriller policial apasionante que se ve conteniendo el aliento y abriendo mucho los ojos, mesmerizados por la belleza de la fotografía, acentuada por una música deliciosa y bendecida por las interpretaciones de un reparto en estado de gracia. Stanley Tucci toda la puta vida ha tenido cara de purpurado (y encima es descendiente de italianos, así que lo lleva en el ADN), pero si no hubiese visto a Ralph Fiennes bajo el capelo cardenalicio no lo habría creído capaz de entregar TREMENDO PAPELÓN, aun sabiendo que es una bestia parda del cine con más de cien créditos como actor, director y productor.
(Ian McKellen, actor Shakespeariano, elogia el Coriolanus de Fiennes, dirigida, producida y protagonizada por él, como una de sus adaptaciones preferidas de una obra del bardo de Stratford. No es precisamente un libreto accesible y tampoco una película simpática, pero desde el Paratroopers te la recomendamos sin vacilación, oh lector embrutecido por los blockbusters escritos, dirigidos y producidos por deficientes mentales).

El papel de un actor, de cualquier actor, es hacernos olvidar que está actuando. Vendernos su papel. Por eso Jessica Alba y Steven Seagal son tan malos. Porque en cada puñetera película hacen de sí mismos. 
Jessica Alba hace de Jessica Alba. Steven Seagal hace de Steven Seagal
(Pero al menos Jessica lo intenta a veces y encima está buena, la jodía. Steven ni siquiera llega a eso. Lo único que tenía al principio de su carrera era su desmesurada estatura y su excepcional forma física, y ahora está tan jodidamente gordo que parece un montgolfier y suda al respirar).

Cuando ves Cónclave no tienes la sensación de estar viendo a unos actores recitando sus diálogos. Edward Berger consigue hacerte creer que ha colado una cámara oculta en un genuino cónclave y estás presenciando, casi en tiempo real, las intrigas, contubernios, maniobras bizantinas, componendas y miserias de una elección papal. Que es que no basta con ponerle a estos actores, cojonudos todos ellos, estolas, brocados, albas y amitos hasta que parezcan príncipes de la Iglesia. El lenguaje corporal, la dicción, las inflexiones de voz son las que venden el personaje más que el vestuario. Y aquí los primeros espadas del reparto, Ralph Fiennes, Stanley Tucci, John Lithgow, Jacek Koman, Isabella Rossellini, Sergio Castellitto, resuelven la papeleta con una matrícula de honor del tamaño de las siliconadas lecheras de Meowri.
O de las de Octokuro, que son más grandes.

Cada elogio que se le haga a Cónclave no será más que una redundancia. La película es excelente y ya estás tardando en verla si no lo has hecho todavía. Este largometraje de intriga con cardenales, auténtica House of Cards vaticano, es un dulce caramelo cinematográfico en una época de ramplonería artística en todos los ámbitos. Un billete dorado de Willy Wonka para los sibaritas del chocolate. Un colirio para ojos de cinéfilo inflamados de tanta mierda visual. Un besito de los labios antípodas de Riley Reid en la punta del carallo.
A ella parece que le apetece.

¿El argumento? Pero ¿qué coños importa el argumento? Se muere el papa, hay que elegir otro y Ralph Fiennes, que es el camarlengo, o sea el que, finiquitado el papa, tiene más autoridad en el Vaticano que el Capitán Pescanova y el General Failure juntos, suda sangre para lograr que la elección del nuevo pontífice sea justa y legal, promover a un nuevo Primado de Roma que respete y continúe la obra progresista y reformista de su predecesor, y proteger de posibles escándalos a la Iglesia. Y, , avispado lector, estos tres objetivos no son necesariamente compatibles entre sí. Y navegar esas contradicciones, y hacer frente a la evidencia de su propia vanidad, componen el drama del personaje. Y todo ello mientras lidia con un cardenal in pectore del que nadie sabía nada, y que constituye un elemento desconocido en la elección, y una serie de atentados islamistas en Roma que excitan las más bajas pasiones de parte del colegio cardenalicio y parecen justificar, para algunos, un golpe de timón reaccionario de la Iglesia.

A la mierda, copóns, ¿qué haces leyendo todavía? ¡Corre a ver Cónclave, me cago en en San Turce y Santa Rantela! ¡Y a ver si el snowflake hijilisputis que denunció la entrada anterior a Google da un paso al frente, que tengo una cosica que decirle!

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