Hoy quiero contarte tres cosas. Si me dejas.
Déjame contarte una cosa sobre escribir.
A veces, escribir es como ligar. No importa lo mucho que te guste esa persona a la que pretendes conocer mejor. A menos que tengas unos cojones como campanas o seas un narcisista del carajo, cuando te acercas a darte a conocer, preguntarle su nombre y pedirle, quizá, su número de teléfono, Cupido tira una moneda y, como le salga cruz, todo se va a ir a la verga. La frase genial para romper el hielo que habías ensayado en tu cabeza hasta alcanzar la perfección se te atraganta y sólo consigues producir sonidos animales (o te sale un eructo veterinario, como le pasó a un conocido mío cuando le echó un par y se acercó a hablarle a la chica de sus sueños. Llevan quince años casados y tienen dos críos). Tu estrategia perfecta para conquistar el corazón de tu objeto de deseo se convierte en un plato de espaguetis del que no eres capaz de sacar sentido alguno. El valor te abandona. La mirada con la que te reciben te arruga el ano. En otras palabras: te quedas en blanco. La otra persona piensa que eres un rarito, o un acosador, o un soplapollas. Y te quedas descompuesto y sin novia.
Cupido puede ser un poco cabrón. Y las musas, unas malas putas. Pero es lo que hay. A veces te sientas delante de la página desnuda, de la máquina de escribir, de la pantalla del procesador de textos, con más ganas de escribir que de metérsela de lado a la concupiscente Riley Reid (hetaira pornográfica oficial de esta bitácora), con un esquema mental del capítulo, párrafo o escena que quieres plasmar en negro sobre blanco... y algo hace «crack». No sabes el qué. Algo. Tecleas o garrapateas cuatro palabras y se alinean como el culo. Empiezas a aporrear la Olivetti y la energía te abandona de súbito. Lo intentas de nuevo y vuelves a fracasar, y empiezas a agobiarte. No quieres mentar a la bicha, el bloqueo de escritor, pero le ves los pelines de las puntas de sus mefíticas orejas. Y entonces te puede el miedo. Porque de repente se ha puesto de moda el «síndrome del impostor» (particularmente se ha puesto de moda entre los soplapollas sin espina dorsal ni talento) y hay que tener una confianza en ti mismo rayana en la megalomanía sociopática para no temer su visita.
Me ha pasado esta mañana. Me he sentado a escribir la bitácora de la quincena. Tenía un tema escogido. Algunos enlaces aparejados. Unas cuantas imágenes jachondas para ilustrar el texto y aligerar la lectura. Me senté ante el ordenador, abrí el bloc de notas...
...y algo hizo «crack». El tema de la bitácora, fríamente elegido y cerebralmente elaborado a lo largo de los últimos quince días, perdió todo su atractivo. La resolución de sentarme a escribir se me escapó por entre los dedos como agua de borrajas o promesas de amor de recauchutada gold-digger venezolana. Los sucesivos intentos de OBLIGARME a escribir chocaron contra un muro de agotamiento preventivo. Me asaltó el desasosiego. «¡Coño, que se me come el deadline!» Lo intenté de nuevo. Perdí completamente la confianza en el tema preparado, en mi habilidad para desarrollarlo con un mínimo de algo parecido a la coherencia, en la literatura, el lenguaje, la comunicación humana y en la Constante de Hubble.
Y, sí, ya sé que me quedaba el recurso de hacer la del almendruco y marcarme otra lista de recomendaciones de cuadritos asiáticos, bala en la recámara que, a juzgar por la acogida de mis cuatro lectores mal contados, siempre es bien recibida. Pero no conviene abusar de las balas de plata. Crea vicio, debilita la musculatura intelectual y acaba hartando. Es mejor esperar a que se presenten verdaderos hombres-lobo, no desperdiciar tu argéntea munición con chihuahuas, por muy cafeinados que parezcan.
Pero seguía teniendo un problema que resolver: la entrada de la bitácora que correspondía.
Así que hice lo que se supone que debe hacer un artista: me fui a buscar inspiración. Y me la busqué en Super/Man: La historia de Christopher Reeve, documental que presenta el impacto cultural y social del actor de Ana Karenina, El reportero de la calle 42 y Lo que queda del día. Particularmente tras el trágico accidente de equitación que sufrió en mayo de 1995, que casi le costó la vida y que lo dejó parapléjico.
No la había visto todavía porque sabía que iba a llorar hasta los calostros que mamé de la madre que me parió.
Pero, verás, en el Arte pasa esta cosa con la emoción: si eres capaz de sentirla, eres capaz de transmitirla (por eso los cuadros de Hitler son tan penosos). Y yo estaba, no voy a decir desesperado, pero sí en una situación apurada. Me faltaba una entrada para la bitácora y los planes que había hecho ya no me servían. Así que, por el bien de tu entretenimiento y salud espiritual, oh amado lector, y sabiendo que este documental me iba a conmover, he hecho finalmente el sacrificio de verlo. Porque acaso podría sacar, de esa experiencia emocional, un tema con el que llenar el presente post del Paratroopers. Y quien sabe si tocar, en el proceso, tu frío y duro corazoncito.
Así que finalmente me senté a ver la película.
Trágicamente, sólo una de las personas de esta foto sigue viva hoy en día. |
Sabía que iba a llorar hasta los calostros que mamé de la madre que me parió. Joder, ¡que este documental hizo llorar al encallecido Carlos Boyero, copons!
Pero la vi igual, ¡qué poco me agradeces mis padecimientos, ingrato lector!, porque a veces el dolor sana, el sufrimiento purifica; porque en las acrimonias de la vida puedes, ocasionalmente pescar el oro del Arte, del cual yo estaba necesitado.
Por una entrada para la bitácora, me senté en mi salón a ver al fin Super/Man: La historia de Christopher Reeve.
Y lloré hasta los calostros de la madre que me parió.
Déjame que te lo cuente en tres puntos. O más.
Déjame contarte una cosa sobre Supermán.
Nací demasiado tarde para ver en pantalla grande Supermán: La película. Estrenada entre el 10 y el 14 de diciembre de 1978 en Estados Unidos (se escaló su estreno en ambas costas y en diferentes ciudades), no llegó a España hasta febrero del año siguiente. Yo era entonces muy guaje. Y quiero decir muy guaje. De haberme llevado mis padres a verla al cine, hoy no me acordaría y, además, le habría arruinado la experiencia a todos los demás espectadores («¿quién es ese señor?, ¿quién es ese otro señor?, ¿es ése Supermán?, ¿es ese otro?, ¿qué acaba de decir esa señora?, ¿qué acaba de decir ese señor cuando yo decía "¿qué acaba de decir esa señora"?»; sí, ya entonces era muy preguntón).
No vi Supermán: La película en pantalla grande.
Pero me crié rodeado por ella. A mi ex padre le había encantado y no paraba de describirme sus escenas favoritas. Había por casa naipes sueltos de un juego de cartas de la película, uno de aquellos mazos promocionales de Heraclio Fournier contratados para promocionar el largometraje, y que reproducían fotogramas del film de Richard Donner. Como muy pronto me interesaron los cómics, y especialmente los de superhéroes, mis padres empezaron a comprármelos. Entre ellos, varios de Supermán. Me enamoré del personaje. De lo que representa. La honradez insobornable. El optimismo casi ingenuo. El altruismo inspirador. La voluntad de proteger cuanto es frágil, hermoso y noble, por alto que sea el precio a pagar. La justicia.
Mi madre y mi abuelo habían despertado mi amor por el cine, pero el niño que fui amaba desesperadamente una película que ni siquiera había visto aún.
Supermán, ¡qué mal lo entendiste, Zack Snyder!, no es un dios distante, levitando por encima de la humanidad como un Júpiter desdeñoso y germófobo. Es un faro moral. Un guía. Un ejemplo a imitar. Supermán encarna los mejores ideales de la humanidad, y hace exhibición de ellos. Con ánimo de inspirar a otros a imitarle. Porque si todos abrazásemos la actitud tenaz, abnegada, generosa y protectora de Kal-el de Kryptón, todos seríamos héroes y viviríamos en un paraíso terrenal.
Batman lucha en las tinieblas contra lo peor de la baja naturaleza humana. Supermán lucha en la luz para elevar esa misma naturaleza imperfecta y corruptible.
De niño, quise ser Supermán. Quise crecer hasta el metro noventa y tres que medía Christopher Reeve. Quise ser moreno (en realidad, Chris Reeve era rubio y se teñía para el papel). Quise ser atlético como él (en realidad, Chris Reeve era más bien delgadito y se puso mazas antes de la película con un programa de musculación diseñado por David Prowse, que además del Darth Vader original era fisioculturista). Quise tener superpoderes. Quise un traje rojo y azul. Quise poder volar. Me agarré tremenda pelotera cuando mis tíos de América le trajeron a mi primo una camiseta de Supermán y a mí una de El increíble Hulk. Y no, no nos las podíamos intercambiar. Mi primo me lleva cuatro años y cuatro tallas.
Y seguía sin poder ver la película de la que tanto me habían hablado. Y que codiciaba como el lujurioso codicia el sexo y el avaro el oro. Los millennials mierdosos y Z-Generacionales media hostia que todo lo tenéis en Internet, a un clic de Amazon de distancia o bajo VoD, no os podéis imaginar lo que era aquello. Aún no existían reproductores de vídeo doméstico a precios mínimamente asequibles para un currito promedio. No había Internet. No había Netflix. Las películas se estrenaban en el cine y no las volvías a ver más o, con un poco de suerte, las veías en la tele, AÑOS, no semanas ni meses, después de su paso por los teatros. Y cuando los vídeos comenzaron a llegar a los hogares fue un carajal, porque había TRES sistemas diferentes e incompatibles (Video 2000, fabricado y comercializado por Philips y Grundig, Betamax, que era un estándar de Sony, y VHS, patente de JVC), y a menudo la película que querías ver estaba en el sistema equivocado. Era un carajal, abreviando.
La vida era interesante en aquellos años. |
Surgió una oportunidad, en un liceo local, de ver una copia doméstica en 8 milímetros en una proyección privada. No sé qué mierda pasó, pero llegamos a la hora presuntamente correcta y la sesión estaba a punto de terminar (vimos a Supermán sacando a una muerta Lois Lane de la grieta del terremoto causado por Luthor, y le vimos darle marcha atrás al tiempo, y entregar a Luthor y a Otis, y no entendimos nada porque nos faltaba todo lo demás) y salimos de allí, echando humo por las orejas, después de soportar estoicamente cuarenta minutos de dibujos animados de Popeye que nos importaban un cojón.
(Años después vi ese mismo proyector de 8 mm., y esa misma copia de Supermán, y una copia de La guerra de las galaxias, a la venta de segunda mano en un videoclub local; y yo, pobre como una rata, le pedí a mi ex padre que me prestase el dinero para comprar todo el lote y mi ex padre me miró en silencio, entre decepcionado y resignado, como si finalmente se hubiese hecho a la idea de que había engendrado un patético maricón o, peor aún, un cinéfilo. Y Hunter Schafer aún no había nacido para sacudir nuestro, hasta hace poco, inquebrantable compromiso con la heterosexualidad).
Y seguía sin poder ver la película con la que casi podía soñar.
El sábado 19 de enero de 1985 lloré como pocas veces he llorado en mi infancia.
Llevaba toda la semana esperando ese día. Casi sin dormir ni comer, de pura anticipación. Porque aquel sábado a las diez de la noche, en el programa Sábado Cine de la Primera Cadena de Televisión Española, tras la emisión de Informe Semanal, estaba programada, SEIS AÑOS después de su estreno en salas (¿te apiadas de nuestras tribulaciones infantiles ahora, oh millennial de mierda?), el estreno en la pequeña pantalla española de Supermán: La película.
Y más o menos a las seis de la tarde, ¡cago en Cristo en un zapato y la Virgen y el niño meándose en su boca!, se fue la luz en toda mi comarca. Y no volvió hasta la mañana siguiente.
(De estas noches a la luz de velas y lámparas de butano están hechos mis recuerdos de niñez en Galicia).
Lástima no tener uno de estos. |
De treinta y ocho millones y medio de habitantes que tenía la España de 1985, más de QUINCE MILLONES se sentaron aquella noche ante el televisor a ver Supermán: La película. El CUARENTA POR CIENTO de la población. Quince millones entre los que no estaba yo. Ni mis padres. Ni mis vecinos. Ni mis compañeros de escuela. Ni sus padres y los míos. Ni mi hermanito recién nacido (llegó del hospital aquel mismo sábado).
El universo conspiraba para impedirme ver la película que deseaba como no he deseado ninguna otra cosa en mi vida. Ni siquiera a Jessica Alba con chaparreras y el ombligo al aire.
Y, sin embargo, en un día de 1988 ó 1989, mi ex padre me sentó ante la pantalla del televisor más grande que teníamos en la tienda (no, no voy a entrar en detalles), un aparato CRT de cuarenta pulgadas y con más culo que Nicky Minaj, metió en un vídeo VHS una cinta sin identificar y me dijo: «te va a gustar».
Y aquello empezó así:
Y, oh, Dios mío.
Ya lo creo que me gustó.
Me reí.
Lloré.
Aplaudí.
Contuve el aliento.
Me negué a pestañear.
Durante dos horas, el mundo dejó de existir para mí.
Y fue perfecto.
Supermán, de 1978, es probablemente la película que más veces he visto en mi vida. Tan pronto como una copia en vídeo cayó en mis manos, me resarcí por la larga y dolorosa espera. De hecho tenía DOS copias del largometraje, para ver uno, al menos una vez al mes (llegué a saberme los diálogos de memoria, y sin embargo descubro cosas nuevas cada vez que vuelvo a verla) entre los doce y los veinte años, y reservar el otro para cuando QUEMASE el primero a fuerza de reproducirlo. Curiosidad para puntillosos y entusiastas de la tecnología, Supermán: La película NO CABÍA en una cinta VHS de dos horas (la película completa dura 127 minutos), así que los de Warner Bros., comprometidos con el corte cinematográfico, optaron por no eliminar ninguna escena en su edición para vídeo doméstico, sino ACELERAR los créditos finales para que cupiese todo el metraje en un único casete. En su momento, fue la película más larga lanzada en vídeo en un único cartucho. Pero eso te importará entre poco y nada a menos que seas un freak del cine como yo.
Y tengo que OBLIGARME a no convertir esta entrada en una entrada sobre Supermán o sobre la película de 1978 del infalible Richard Donner (tal vez otro día), a quien dedicamos un cariñosa elegía, hace casi cuatro años, aquí. Porque no va sobre eso. Y sí, me encantaba Supermán porque tenía complejos que compensar. ¿Quieres un premio Nobel por sugerirlo? Para mí, un niño tímido, callado e introvertido que aún no había descubierto que, con sus veinte kilos de sobrepeso, podía tumbar de una sola hostia a casi cualquier comemierda de 8º de EGB para abajo, y a la mitad de los profesores también (el día que lo descubrí, la sorpresa fue mutua; mía y del matoncillo de Aliexpress de dieciocho tacos, noqueado, al que sus amigotes tuvieron que llevarse en brazos), Supermán me concedía una coartada psicológica para justificar mi cobardía. Tenía que aguantar lo que me echasen porque no podía revelar mi verdadera fuerza. No sólo debía salvaguardar mi «identidad secreta», sino que no tenía derecho a lastimar a personas inocentes, por gilipollas que fuesen, desatando mis plenos poderes.
Para un adolescente inseguro y poco sociable, inmerso en el proceso de desarrollar sus músculos sociales, un ejemplo como el de Supermán supuso para mí la diferencia entre la cuchilla de afilar en la bañera o la recortada y la mochila llena de cartuchos.
Supermán, el personaje, y Supermán: La película me ayudaron a encontrar la fuerza para sobrevivir a los desafíos de la infancia y las mudanzas de la pubertad. Sí, ya sé, problemas de blancos. Ni crecí en Afganistán ni en la Unión Soviética, ni mis padres eran yonquis, ni ex presidiarios, ni estábamos en la lista negra de ETA. Vete a la mierda. Tú tuviste que afrontar tus desafíos y yo los míos.
No. Esta historia no va de Supermán en sí ni sobre Supermán: La película de 1978.
Va sobre Super/Man: La historia de Christopher Reeve, el documental de 2024 en el que colaboran sus hijos, Will, Matthew y Alexandra, su ex pareja Gae Exton, su medio hermano Kevin Johnson, sus amigos Susan Sarandon, Michael Manganiello, Glenn Close, Jeff Daniels, Pierre Spengler, Whoopi Goldberg, su médico Steven Kirshblum, y en le que se incluyen imágenes de archivo de Robin Williams, Richard Donner, de sus propios padres y de los vídeos caseros de la familia Reeves. Ese mismo documental con el que he llorado lo que no está escrito.
Déjame contarte una cosa sobre Christopher Reeve. O más de una.
El hombre que se convirtió en modelo de masculinidad positiva para millones de niños venía de un hogar roto. Sus padres se divorciaron siendo muy joven y volvieron a formar sus propias familias. Su padre, el escritor, traductor y poeta Franklin D'Olier Reeve, era un engolado académico emocionalmente distante que jamás manifestó aprobación ni cariño a Chris y que murió lleno de desprecio intelectual hacia su hijo más famoso por hacer el payaso vestido de azul y rojo, en vez de interpretar a Tenesse Williams o Chéjov. Tal vez fuese la experiencia del matrimonio roto de sus padres lo que proporcionó a Christopher la excusa para no formalizar nunca su relación con la modelo británica Gae Exton, madre de sus hijos mayores, Matthew y Alexandra.
Estudió Artes Escénicas en Cornell y conquistó una beca para Juilliard, donde tuvo por compañero de dormitorio al hombre más gracioso del mundo. La amistad entre Chris Reeve y Robin Williams se extendió a lo largo de toda la vida de ambos y llegó a convertirse en algo más parecido a una relación entre hermanos (se llamaban «brother» el uno al otro, como Navy SEALs o negros de gueto) que a una simple amistad. Christopher Reeve apadrinó a Zak Williams. Will Reeve, el hijo más joven de Christopher, veía a Robin más como a un tío que como a un amigo de su padre, y guarda de él un emocionado y cariñoso recuerdo. Todos los años, en el aniversario del accidente, Robin y su mujer organizaban una fiesta para la familia de Chris y celebraban juntos su (transitoria) victoria sobre la muerte, el amor que mantenía su familia unida, el cariño de todos sus amigos y compañeros de trabajo, la esperanza depositada en la ciencia médica. Cuando Chris decidió aceptar la invitación a la ceremonia de los Óscars de 1996, Robin pagó y acondicionó de su bolsillo una furgoneta que lo trasladase cómodamente a la ceremonia.
(Robin Williams también fue la primera persona que logró hacer reír a Christopher, pocos días después de salir del coma. Williams se presentó en la habitación de su amigo llevando una bata blanca y un estetoscopio al cuello e, impostando un acento eslavo, se presentó como un proctólogo ruso que había ido a hacerle una colonoscopia. «Avísieme si sientie mi diedo demasiado adentrro». Chris dijo, en años posteriores, que su amigo, su hermano, le salvó la vida aquel día. Le recordó que el mundo no había terminado. Que aún había belleza y felicidad por descubrir y compartir. Sumido en la negrura de la desesperación, preguntándose cómo cojones iba a pagar las facturas de su tratamiento y los cuidadores que ya necesitaría las 24 horas del día, durante el resto de su vida, Robin Williams, que batallaba con sus propios problemas de depresión y adicciones múltiples, fue la luz de la esperanza para Christopher Reeve, como Supermán lo ha sido para millones de lectores y espectadores desde 1938).
Christopher nunca superó su éxito como Supermán. Se pasó el resto de su carrera buscando un reconocimiento artístico que le fue negado. Actuaba en telefilmes. Aceptaba papeles secundarios en largometrajes protagonizados por otras estrellas o en los que su presencia se diluía en un reparto coral, y series de televisión. Y la gente no se lo tomaba en serio. Obtuvo risas por su beso homosexual a Michael Caine en La trampa de la muerte («¿Supermán es mariquita?, ¡vete a la mierda!»). Se le acusó poco menos que de blasfemo por atreverse a participar en la profanación de respetados clásicos de antaño. A pesar de todos sus esfuerzos por demostrar que era un actor versátil, capaz de hacer cualquier película, cualquier papel, su identificación con el Último Hijo de Kryptón fue tan absoluta, que ni el público, ni los críticos de cine, ni los directores ni productores podían verle como otra cosa que un Supermán travestido. Corrió peor suerte que otras grandes estrellas de su generación. Tim Robbins. Tom Hanks. Gary Oldman. John Travolta. Jeff Goldblum. John Goodman. Tal vez, si después de interpretar a Supermán le hubiesen ofrecido otro personaje icónico se habría convertido en un segundo Harrison Ford (Han Solo, Indiana Jones, Rick Deckard, Jack Ryan), en un Sylvester Stallone (Rambo, Rocky). Pero nunca logró dejar de ser, en la imaginación de todos nosotros, el héroe del rizo y la capa roja.
La vida de Christopher Reeve terminó tras su accidente (tuvo que ser resucitado al menos tres veces en Cuidados Intensivos). Pero él le encontró un nuevo sentido a su existencia encadenada a aquella silla de ruedas. Incluso volvió al cine, como actor, triunfando sobre su discapacidad, y como productor y director. Estableció una fundación consagrada a la investigación de nuevos tratamientos y la oferta de soluciones de cuidado diario y rehabilitación para lesionados espinales. Recaudó fondos. Se reunió con presidentes. Dio nombre, junto con su abnegada y amante esposa, a una nueva ley federal. ¡Enseñó a su hijo Will a montar en bicicleta desde su silla de ruedas! ¡Su hijo, al que ya no podía sentir ni tocar!
Y este documental sobre su descenso a los infiernos y su reinvención como faro moral y portavoz de los discapacitados, los rotos, lo que sufren como él sufrió, me ha ha hecho mierda el corazón, como ya sabía que pasaría cuando me senté a verlo.
Pero me siento mejor después de haber llorado. Porque, como cuando hablamos de One Life/Los niños de Winton, no todas las lágrimas son amargas. Algunas son la plata alquímica que lava las impurezas de nuestro espíritu.
Y quizá por eso. Por la relación personal que tengo con el personaje, de la que aquí he hecho poco menos que un esbozo, y por el respeto, cariño y admiración que me inspiran el primer actor que lo llevó a las pantallas con la dignidad que merecía, estoy que mitad no cago mitad me voy de vareta con el inminente estreno de Supermán, de James Gunn, allá por julio. Porque lo que he visto hasta ahora entre que me gusta y entre que me encanta. Y aunque James Gunn es uno de los pocos directores de blockbusters palomiteros al que todavía respeto (el muy bastardo me hizo llorar por unos animalitos hechos con ordenador en Guardianes de la galaxia, Vol. 3), no podría perdonarle que me defraudase con Supermán. Con Supermán no, por favor. Cualquier otro personaje menos éste. Bryan Singer lo intentó y fracasó. Pese a haber reclutado al actor perfecto para encarnar al personaje, Zack Snyder se folló el cadáver zombificado de Clark Kent. Dos y hasta tres veces. No puedo más, en serio. No puedo con otro desengaño, especialmente después de ver Super/Man: La historia de Christopher Reeve. Que esto salga bien, por favor. Porque para los niños de mi generación, Christopher Reeve era, es y siempre será Supermán, y hasta los cínicos para los cuales nunca fue más que un hombre con una capa roja, no tienen más remedio que admitir que murió convertido en un héroe. Si quieren conservar los dientes.
Déjame contarte una última cosa sobre Christopher Reeve.
Una vez, hace muchos años, consiguió hacerme creer que era capaz de volar.
Y nadie ha logrado convencerme jamás de lo contrario.
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