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En realidad, esta entrada se reduce a eso. No intentes que tus personajes sean más listos que tú o te acabarás llevando un disgusto.
Vale, hasta aquí hemos llegado. Ya puedes dejar de leer.
¿No?
Hombre, por una parte estoy conmovido por tu lealtad; por otra, vete haciendo a la idea de que todo lo que leas a partir de ahora será culpa tuya.
Vale. Tú mismo con tu mecanismo.
No voy a repetir mi historia con los test de inteligencia, que ya bastante sonrojo me dio contarla la primera vez, y, además, como esa historia bien demuestra, no siempre soy afilado como un bisturí, sino que a
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Y, aun así, colecciono momentos de cuasi-orgasmo intelectual como el que voy a compartir contigo.
(Después de una de mis injustificadamente largas introducciones)Lo de comprar productos Apple es más que una cuestión de estilo o un marchamo de clase. Hasta hace poco creía que se parecía más bien a una religión, pero empiezo a preguntarme si no será, de hecho, una enfermedad de caracter nervioso. Y terriblemente infecciosa.
(Dejemos eso, que tengo amigos contagiados y es un tema al que soy especialmente sensible.)
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Mis amigos no son estos. Todavía. |
Lo que me preocupa, realmente, es que en ese fervor idolátrico, algunos de los fieles adeptos de la religión Apple, pueden llegar a extremos de imbecilidad realmente vergonzantes.
Con uno de ellos tuve, años ha, cierta discusión casi surrealista.
Hacía realmente poco que Apple había decidido renunciar a una arquitectura semiabierta, la del Power Mac G5 (que tenía ranuras de expansión PCI express, un puerto AGP para gráficos y la posibilidad de reemplazar los bancos de RAM y disco duro por otros de mayor capacidad, algo que los usuarios de PC damos por sentado desde siempre pero que a los leales a Apple les sonará a herejía), para regresar a las arquitecturas cerradas consustanciales a la marca (compras un equipo con 8 Gigabytes de RAM y 250 de disco duro y te quedas con eso; no hay manera de ampliar el hardware, como no sea añadiendo componentes externos, cuando es posible hacerlo. Si necesitas algo más, te tienes que comprar un equipo nuevo). En mi opinión, Apple estaba cometiendo un error estratégico y así se lo manifesté a mi interlocutor, que estaba defendiendo la postura contraria.
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¡Satán es mi señor! |
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El estándar PC estaba avanzando vertiginosamente, había casi dado alcance al Macintosh y pronto lo superaría (hoy en día ya es de vergüenza). Y buena parte del terreno perdido por Apple (aparte de algunas malas decisiones empresariales) era consecuencia del diseño blindado de su arquitectura: sólo Apple podía optimizar el código de su sistema operativo. Sólo Apple podía diseñar y construir sus componentes. Las otras compañías pasaban olímpicamente de trastear con el kernel de Mac OS y experimentar con los dispositivos (les habría caída una demanda por violación de propiedad intelectual que te cagas por la pata abajo), lo cual, sí, llevaría a algunas vías muertas, provocaría errores de compatibilidad e inestabilidades del Sistema Operativo, pero también les permitiría explorar nuevos caminos, encontrar soluciones imaginativas e innovadoras, probar cosas insólitas, pero funcionales, que a los ingenieros de Apple jamás se les habrían ocurrido porque estaban demasiado encima de su propio producto como para ver sus defectos, porque estaban acostumbrados a hacer las cosas «al estilo Apple.»
Estos fueron, palabra arriba, palabra abajo, mis argumentos; tan debatibles y sujetos a revisión como se quiera o se pueda, pero mi interlocutor los declaró irrelevantes sin someterlos al menor examen. Él, estudiante de fotografía y usuario de Apple desde siempre, no solo consideraba un deber sagrado manifestar su desprecio y conmiseración hacia los pobres usuarios de PC, sino que, por añadidura, no concebía que ninguno de los apóstoles de su religión pudiese equivocarse.
De nada me sirvió demostrarle que estaba al tanto de las especificaciones de los ordenadores Apple, ni probarle que era capaz de comparar ambas arquitecturas con relativa equidad. Tampoco conseguí ganármelo para mi causa cuando admití que, en el momento de buscar mi primer ordenador, que apliqué al diseño gráfico y autoedición, consideré la posibilidad de adquirir un Macintosh, idea pronto descartada al comprobar que, por el precio del Macintosh con menos memoria, procesador más lento y disco duro más pequeño, me compraba el mejor PC disponible en el mercado por aquel entonces; un equipo que no tenía nada que envidiar al mejor Macintosh a la venta.
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La última pollastría de los de Cupertino: el MacRulo. |
Y sin embargo mi interlocutor, al que en mi fuero interno ya había desahuciado, seguía empeñado en revestir de racionalidad sus argumentos descarnadamente emocionales, cayendo en una creciente espiral de ridículo que comenzaba a producirme sonrojo. ¿Qué me importaba a mí que los iMac hubiesen acabado con el estándar del ordenador frío y anodino color nata, por poner solo un ejemplo de sus «argumentos»? Los colorines y las transparencias no afectaban a su rendimiento. Yo rebatía una tras otra sus afirmaciones, cada vez más convencido de que aquella dialéctica estéril no acabaría jamás, cuando mi contraparte, acaso desesperado, intentó hacerme ver la luz mediante la invocación del Sumo Pontífice (que, a la sazón, seguía vivo porque aún no había descubierto por las malas que no podía curarse el cáncer a sí mismo).
«¡Pero hombre, ¿cómo puedes estar tan ciego?! ¡Steve Jobs es un genio! ¡Un genio! Tiene un talento especial para encontrar soluciones que a nadie más se le han ocurrido antes, y por eso sus ordenadores son los mejores. La prueba es que, cuando le echaron, Apple casi se arruina.»Mi interlocutor emitió un sonido ahogado, como si estuviese intentando desalojar un pedo por el extremo incorrecto de su tubo digestivo.
«Hombre, dando por cierto que Jobs fuese un genio, estarías empleando un argumentum ad verecundiam, una falacia lógica que ya era vieja en tiempos de Augusto. Que Steve Jobs sea o no un genio no incrementa ni atenúa la calidad de los ordenadores Macintosh.»
«Que no, hombre; que no sabes de lo que hablas. Mira si es listo Steve que, para que los periodistas y los fans no sepan qué coche conduce, se aprovecha de un resquicio de la ley de California para conducir un Mercedes sin matrícula durante seis meses. Al acabar ese tiempo, devuelve el coche y alquila otro idéntico durante otros seis meses.»
Era tan listo que decidió no tratarse el cáncer que padecía. Adivina de qué murió.
«¿Y dices que, así, los periodistas y los fans de Apple no saben qué coche conduce Steve Jobs?»
«¡Claro! ¡Es el tipo de truco que sólo se le ocurre a un genio!»
«¿Y a ninguno de esos gilipollas se les ha ocurrido irse al aparcamiento del cuartel general de Apple en Cupertino y buscar el único Mercedes sin matrícula?»
Luego palideció.
Bajó la mirada.
Creo que si le hubiese arrancado la puta cabeza no le habría dolido tanto.
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«Cu-cú. ¿Quién soy?» |
[Como podría haber alguna confusión acerca del término, ahí va una explicación.
Ron Jeremy es este señor:
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Que, por increíble que parezca, hasta no hace tanto tiempo se ganaba las lentejas como empotrador todotorreno en la industria del cine para adultos.Insisto, puede parecer que me estoy haciendo otro Ron Jeremy. Pero no. Otra vez recurro a una experiencia personal para ilustrar un concepto que puede resultarte útil, si aún no he conseguido disuadirte de despilfarrar tus energías intentando convertirte en un muerto de hambre:
Donde es renombrado, entre otras cosas, gracias a que su pequeña estatura, sumada al envidiable desarrollo de su herramienta de trabajo, le permitían mamarse el carallo a sí mismo.]
No intentes que tus personajes sean más listos que tú.
Mi interlocutor, en el episodio descrito más arriba, se había inventado un personaje que tenía poco, por no decir absolutamente nada, de real: un Steve Jobs infalible, de ingenio inagotable e infinito, tan intelectualmente superior al resto de la vil escoria humana que era el único en haber descubierto la forma perfecta de mantener a distancia, por igual, a los fans y a los paparazzi.
De un plumazo de sentido común, yo convertí a mi combativo interlocutor en un lerdo.
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Y aquí es donde quería conducirte, amigo lector.
Al punto en que, con gran imprudencia por tu parte, creas un personaje que es más inteligente que tú mismo.
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Un excelente caso de estudio: el detective del 221B de Baker Street
Para Arthur Conan Doyle, Sherlock Holmes se convirtió muy pronto en un monstruo odioso. No nos engañemos: había un fuerte componente de celos en esa marea de aversión que creció dentro de Conan Doyle. El escritor envidiaba a su criatura, que había alcanzado una fama muy superior a la suya propia. Pero esta inquina del creador por su criatura también obedecía a una cuestión de agotamiento. Escribir una aventura de Holmes era una experiencia extenuante. Doyle no solo debía exprimirse las meninges inventando nuevos misterios para su maestro de detectives, sino que debía hacer un esfuerzo extra sembrando el escenario del delito con pistas apropiadas, pero no demasiado obvias, de las cuales Holmes obtendría la información que le permitiría resolver el caso; y, lo peor de todo: debía justificar el razonamiento de Holmes, seguir su mirada, extraer de las evidencias criminales la misma información que para Holmes sería obvia al primer vistazo, deshacer el ovillo de su pensamiento, de sus procesos mentales. Y todo ello sin trampas, sin atajos, pero al mismo tiempo asombrando al lector, disminuyéndole, en comparación con las habilidades de Sherlock, por el procedimiento de ofrecerle, desde el principio, todos o casi todos los elementos para resolver el delito. Elementos que al lector le habrían sido insuficientes, pero que al mejor detective de todos los tiempos, con permiso de Batman, le habían bastado.
(Y éste, básicamente, es el formulario estándar de la novela de detectives, de Dupin a Wallander, pasando por Poirot, Maigret, Perry Mason, el insufrible Ellery Queen y mi querido Phillip Marlowe.)
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Ni con la pipa daba el pego. |
Pero Holmes era, pura y simplemente, más listo que Conan Doyle. Más observador, más intuitivo, más inteligente, con unos conocimientos de criminología y psicología muy superiores a los de su creador.
Y eso quedó dolorosamente en evidencia cuando Scotland Yard, en un vergonzoso caso de confusión entre realidad y ficción, recurrió al escritor buscando consejo en el caso de Jack el destripador; y el bueno de Artie, a pesar de los desesperados intentos de algunos hagiógrafos modernos por reivindicarle, se cubrió de proberbial mierda: fue incapaz de aportar ninguna teoría que no hubiesen barajado ya los investigadores, ni maquinar ninguna genialidad que condujese a la identificación del asesino, más allá de sugerir, ahora que se publicasen en la prensa facsímiles de las cartas, por si alguien reconocía la letra, ahora que tal vez Jack lograba acercarse a sus víctimas sin alarmarlas porque en realidad era una Jill la destripadora (al menos, le atribuyen a él la ocurrencia, que se da de morros contra casi todo lo que sabemos sobre asesinos en serie).
(Por no mencionar que a Arthur ya se la habían metido de canto con unas fotos burdamente trucadas.)
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Photoshop victoriano. |
Arthur Conan Doyle creía que sí, y por eso publicó en prensa su razonamiento.
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Extraído del Evening News de Porstmouth, 4 de julio de 1894. |
Conan Doyle es un caso palmario de escritor que ha sido superado por la inteligencia de su personaje. Conan Doyle no poseía las herramientas de Holmes, no podía reproducir sus procesos deductivos ni alardear de un enciclopédico conocimiento del mundo y la mente criminal; Conan Doyle no tenía los contactos de Sherlock en los bajos fondos londinenses, y aunque los tuviese no habría sabido qué cojones hacer con ellos, o no habría tenido pelotas de adentrarse en esos ambientes violentos y sucios en los que Holmes se movía como por el salón de su casa, y menos aún por la noche. Holmes habría visto las cartas del Destripador, cartas a las que Conan Doyle tuvo acceso (y la mayoría de las cuales se consideran apócrifas, o directamente falsas), y deducido el sexo, edad, estatura, complexión y extracción social del redactor. Solo por su caligrafía. Conan Doyle carecía de esas habilidades. Conan Doyle no era Holmes. Era más parecido a Watson, intentando aplicar los métodos de Holmes. Y fracasando.
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Curiosamente, el extremo opuesto es igualmente pernicioso
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Pero antes de Jobs y La red social, yo conocía a Aaron Sorkin como el hombre detrás de una de las mejores series de televisión de todos los tiempos.
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No te atrevas a levantar la mirada del suelo en mi presencia hasta que te la hayas visto. |
Y quiere que se le note.
Quiere que se le note de cojones.
Y entonces es cuando nos encontrarmos con que todos los personajes de Aaron Sorkin son al menos tan inteligentes como el propio Aaron. Eso se notaba ya en El ala oeste y, aunque lo que, para mí como espectador, constituye uno de los atractivos de la serie, para mí como escritor supone una de sus mayores flaquezas. Y es que da igual si vemos en pantalla a Josh Lyman, el ayudante de personal de la Casa Blanca, al jefe de gabinete Leo McGarry, a Toby Ziegler, el jefe de comunicaciones, al mismísimo presidente Bartlett o a Charlie Young, que no es más que un puto chico de los recados. Todos son inteligentísimos. Todos son de una elocuencia inagotable. Todos tienen siempre a punto una réplica oportuna e ingeniosa. Todos pueden defender sus argumentos con razonamientos lógicos muy meditados y de solidez a prueba de bomba. Todos se saben de memoria la regulación y los precedentes que atañen a sus diferentes responsabilidades y los aplican con ecuanimidad salomónica.
Todos los personajes de El ala oeste son Aaron Sorkin. O al menos el Aaron Sorkin que a Aaron Sorkin le gusta creer que es. Aaron Sorkin con tiempo para planear y escribir esos maravillosos diálogos. Aaron Sorkin con ventaja suficiente para construir una buena agudeza, y la réplica a esa agudeza, y la contrarréplica a esa incisiva réplica.
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No te culpo. |
(Y Fassbender es un señor que ha interpretado a Shakespeare.)A Aaron Sorkin le da como miedito que podamos pensar, aunque solo sea por un momento, que no suda, saliva, mea, regurgita, se suena, eyacula y caga kilotones de ingenio. Padece el Síndrome Oscar Wilde, que, si no existe, me lo acabo de inventar.
Esa obsesión por dejar bien claro que es el cerebro más privilegiado entre los cerebros privilegiados hace que los diálogos y argumentos de Aaron Sorkin sean espectaculares. Sus argumentos son inteligentes y sus diálogos están a un paso de la genialidad. Puede que a medio paso.
Eso mismo hace que Aaron Sorkin sea, hasta que me pruebe lo contrario, incapaz de escribir diálogos para un poligonero empastillado, un paleto sin escolarizar o, abreviando, para cualquier personaje que no lea el New Yorker todas las semanas, entienda de literatura francesa, arquitectura tailandesa y Arte Moderno y tenga un cociente intelectual por encima de la media, al menos uno o dos títulos universitarios y, puestos a pedir, ¿por qué no también un doctorado?
(Ah, y que sea judío y votante demócrata, si es posible.)
Sigue siendo el mejor. Con permiso de Batman, que mola más. |
En definitiva: Arthur Conan Doyle no era lo bastante listo para Holmes; Aaron Sorkin es demasiado listo para sus personajes. Todo lo cual nos lleva al mismo problema de siempre y, de hecho, al acto fundacional de esta bitácora.
Escribir un buen libro (o un buen guión de cine, o una buena serie para televisión) es difícil de cojones.
Porque es la forma en la que intentas darle sentido a un mundo que no lo tiene. Imponerle un discurso a las inmorales, inexorables y acríticas leyes del caos. Porque trabajas con un hándicap: tus lectores saben que vas a mentirles. Y tú sabes que lo saben. Así que debes mentirles de una manera creíble. Respetuosa. Tus mentiras deben ser coherentes. Y una manera de contar mentiras coherentes es hacer personajes coherentes. No hagas hablar a un puto chico de los recados como si fuese un premio Nobel de economía. No seas más listo que tus personajes. Y, por el amor de Dios, no permitas que tus personajes sean más listos que tú, porque te delatarás a ti mismo antes o después.
Por estos motivos y otros parecidos, a quien me pregunta sobre ello le digo que escribir es como montar en bicicleta.
Solo que la bicicleta está en llamas.
Y tú estás en llamas.
Y todo está en llamas.
Y es como el infierno.
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