lunes, 22 de enero de 2018

La bicicleta

No intentes que tus personajes sean más listos que tú.

En realidad, esta entrada se reduce a eso. No intentes que tus personajes sean más listos que tú o te acabarás llevando un disgusto.

Vale, hasta aquí hemos llegado. Ya puedes dejar de leer.

¿No?

Hombre, por una parte estoy conmovido por tu lealtad; por otra, vete haciendo a la idea de que todo lo que leas a partir de ahora será culpa tuya.


Vale. Tú mismo con tu mecanismo.

No voy a repetir mi historia con los test de inteligencia, que ya bastante sonrojo me dio contarla la primera vez, y, además, como esa historia bien demuestra, no siempre soy afilado como un bisturí, sino que a menudo veces estoy embotado como un huevo duro. Pero, más allá de que decidas creerte o no lo que en ella cuento, has seguido leyendo hasta aquí, así que no solo actuaré como si me concedieses el beneficio de la duda, sino que, a mayores, me negaré a responsabilizarme de lo que viene a continuación.
Puede que, comparado con un vulcaniano, yo no sea más que un deficiente mental con serias taras intelectuales, pero podría ponerme a contar episodios donde estuve claramente más despierto que mis convecinos y no pararía. Probablemente no significa nada, porque también podría dar infinitos ejemplos de apollardamiento supino donde quedé, literalmente, a la altura de la caquita de perrito, y la vanidad, que no la pereza, me impiden contrapesar unos con otros para ver con cuánta mayor o menor frecuencia he metido la pata hasta el corvejón.

Y, aun así, colecciono momentos de cuasi-orgasmo intelectual como el que voy a compartir contigo.

(Después de una de mis injustificadamente largas introducciones)
Lo de comprar productos Apple es más que una cuestión de estilo o un marchamo de clase. Hasta hace poco creía que se parecía más bien a una religión, pero empiezo a preguntarme si no será, de hecho, una enfermedad de caracter nervioso. Y terriblemente infecciosa.
(Dejemos eso, que tengo amigos contagiados y es un tema al que soy especialmente sensible.)
Mis amigos no son estos. Todavía.
En la religión de la manzana, Steve Jobs sería las tres personas del Verbo y su propio profeta simultáneamente: Padre, Hijo, Espíritu Santo y Mesías. Cuatro personas distintas y un solo nerd verdadero. Y la devoción con la cual los devotos maqueros reverencian a su Sumo Pontífice es al menos tan ciega, incondicional e irracional como la de los más ultras fundamentalistas cristianos, los más inflexibles judíos ortodoxos y los más exhaltados islamistas: Steve Jobs lo hizo todo bien. Steve Jobs nunca se equivocaba. Steve Jobs era perfecto. Steve Jobs tenía un cipotón que no se acababa nunca. Los caminos de Steve Jobs son inescrutables.

Lo que me preocupa, realmente, es que en ese fervor idolátrico, algunos de los fieles adeptos de la religión Apple, pueden llegar a extremos de imbecilidad realmente vergonzantes.


Con uno de ellos tuve, años ha, cierta discusión casi surrealista.

Hacía realmente poco que Apple había decidido renunciar a una arquitectura semiabierta, la del Power Mac G5 (que tenía ranuras de expansión PCI express, un puerto AGP para gráficos y la posibilidad de reemplazar los bancos de RAM y disco duro por otros de mayor capacidad, algo que los usuarios de PC damos por sentado desde siempre pero que a los leales a Apple les sonará a herejía), para regresar a las arquitecturas cerradas consustanciales a la marca (compras un equipo con 8 Gigabytes de RAM y 250 de disco duro y te quedas con eso; no hay manera de ampliar el hardware, como no sea añadiendo componentes externos, cuando es posible hacerlo. Si necesitas algo más, te tienes que comprar un equipo nuevo). En mi opinión, Apple estaba cometiendo un error estratégico y así se lo manifesté a mi interlocutor, que estaba defendiendo la postura contraria. 

¡Satán es mi señor!
Nada impedía a Apple mantener el control sobre su línea de ordenadores si implementaba los bloqueos de software por BIOS y los buses y conexiones propietarias que impidiesen a terceros fabricantes manufacturar componentes compatibles con sus equipos. Pero eso no tenía por qué conllevar la renuncia a la modularidad o la escalabilidad del sistema. Apple se había labrado una merecida reputación de producto sólido y fiable porque la empresa controlaba todos los aspectos de la producción de sus ordenadores; la integración de hardware y sistema operativo era perfecta porque Apple no consentía que nadie tocase su código ni debía flexibilizar sus estándares para adaptar sus máquinas a los componentes de terceros fabricantes , que tal vez no se ajustasen a sus obsesivos controles de calidad. De hecho, los primeros MacIntosh ni siquiera se podían desmontar sin herramientas especiales.
Esa arquitectura cerrada permitió a Apple copar un nicho de mercado durante años. Un nicho pequeño, pero especializado: los ordenadores Apple estaban optimizados para diseño gráfico y, en menor medida, música, y los profesionales de ambos sectores los preferían a ningún otro. Sí, te comprabas un ordenador que valía cojón y medio (el práctico monopolio de Apple en el sector le permitía imponer los precios que le saliesen del carallo a Steve Jobs, dado que, en la práctica, suministraban a un mercado cautivo), pero a cambio tenías la seguridad de estar comprando lo mejor. Sin embargo, a partir de los años noventa, el progreso en el diseño de procesadores posibilitó el armar un PC capaz de rivalizar con un Macintosh en tareas de retoque fotográfico y dibujo vectorial y quedar como un señor.

El estándar PC estaba avanzando vertiginosamente, había casi dado alcance al
Macintosh y pronto lo superaría (hoy en día ya es de vergüenza). Y buena parte del terreno perdido por Apple (aparte de algunas malas decisiones empresariales) era consecuencia del diseño blindado de su arquitectura: sólo Apple podía optimizar el código de su sistema operativo. Sólo Apple podía diseñar y construir sus componentes. Las otras compañías pasaban olímpicamente de trastear con el kernel de Mac OS y  experimentar con los dispositivos (les habría caída una demanda por violación de propiedad intelectual que te cagas por la pata abajo), lo cual, sí, llevaría a algunas vías muertas, provocaría errores de compatibilidad e inestabilidades del Sistema Operativo, pero también les permitiría explorar nuevos caminos, encontrar soluciones imaginativas e innovadoras, probar cosas insólitas, pero funcionales, que a los ingenieros de Apple jamás se les habrían ocurrido porque estaban demasiado encima de su propio producto como para ver sus defectos, porque estaban acostumbrados a hacer las cosas «al estilo Apple.»

Estos fueron, palabra arriba, palabra abajo, mis argumentos; tan debatibles y sujetos a revisión como se quiera o se pueda, pero
mi interlocutor los declaró irrelevantes sin someterlos al menor examen. Él, estudiante de fotografía y usuario de Apple desde siempre, no solo consideraba un deber sagrado manifestar su desprecio y conmiseración hacia los pobres usuarios de PC, sino que, por añadidura, no concebía que ninguno de los apóstoles de su religión pudiese equivocarse.

De nada me sirvió demostrarle que estaba al tanto de las especificaciones de los ordenadores Apple, ni probarle que era capaz de comparar ambas arquitecturas con relativa equidad. Tampoco conseguí ganármelo para mi causa cuando admití que, en el momento de buscar mi primer ordenador, que apliqué al diseño gráfico y autoedición, consideré la posibilidad de adquirir un Macintosh, idea pronto descartada al comprobar que, por el precio del Macintosh con menos memoria, procesador más lento y disco duro más pequeño, me compraba el mejor PC disponible en el mercado por aquel entonces; un equipo que no tenía nada que envidiar al mejor Macintosh a la venta.

La última pollastría de los de Cupertino: el MacRulo.
Fue un desperdicio de saliva. Intentaba razonar con una persona inasequible a la razón. Porque ser de Apple es, salvando las distancias, como ser del Madrid: un sentimiento. Y cuando de sentimientos hablamos, no tiene sentido recurrir a la lógica.

Y sin embargo mi interlocutor, al que en mi fuero interno ya había desahuciado, seguía empeñado en revestir de racionalidad sus argumentos descarnadamente emocionales, cayendo en una creciente espiral de ridículo que comenzaba a producirme sonrojo. ¿Qué me importaba a mí que los iMac hubiesen acabado con el estándar del ordenador frío y anodino color nata, por poner solo un ejemplo de sus «argumentos»? Los colorines y las transparencias no afectaban a su rendimiento. Yo rebatía una tras otra sus afirmaciones, cada vez más convencido de que aquella dialéctica estéril no acabaría jamás, cuando mi contraparte, acaso desesperado, intentó hacerme ver la luz mediante la invocación del Sumo Pontífice (que, a la sazón, seguía vivo porque aún no había descubierto por las malas que no podía curarse el cáncer a sí mismo).

«¡Pero hombre, ¿cómo puedes estar tan ciego?! ¡Steve Jobs es un genio! ¡Un genio! Tiene un talento especial para encontrar soluciones que a nadie más se le han ocurrido antes, y por eso sus ordenadores son los mejores. La prueba es que, cuando le echaron, Apple casi se arruina.»

«Hombre, dando por cierto que Jobs fuese un genio, estarías empleando un argumentum ad verecundiam, una falacia lógica que ya era vieja en tiempos de Augusto. Que Steve Jobs sea o no un genio no incrementa ni atenúa la calidad de los ordenadores Macintosh.»
Era tan listo que decidió no tratarse el cáncer que padecía. Adivina de qué murió.
«Que no, hombre; que no sabes de lo que hablas. Mira si es listo Steve que, para que los periodistas y los fans no sepan qué coche conduce, se aprovecha de un resquicio de la ley de California para conducir un Mercedes sin matrícula durante seis meses. Al acabar ese tiempo, devuelve el coche y alquila otro idéntico durante otros seis meses.»

«¿Y dices que, así, los periodistas y los fans de Apple no saben qué coche conduce Steve Jobs

«¡Claro! ¡Es el tipo de truco que sólo se le ocurre a un genio!»

«¿Y a ninguno de esos gilipollas se les ha ocurrido irse al aparcamiento del cuartel general de Apple en Cupertino y buscar el único Mercedes sin matrícula?»
Mi interlocutor emitió un sonido ahogado, como si estuviese intentando desalojar un pedo por el extremo incorrecto de su tubo digestivo.

Luego palideció.

Bajó la mirada.


Creo que si le hubiese arrancado la puta cabeza no le habría dolido tanto.
«Cu-cú. ¿Quién soy?»
Ya sé que parece que estoy de nuevo haciéndome un Ron Jeremy.
[Como podría haber alguna confusión acerca del término, ahí va una explicación.

Ron Jeremy es este señor:
Que, por increíble que parezca, hasta no hace tanto tiempo se ganaba las lentejas como empotrador todotorreno en la industria del cine para adultos.

Donde es renombrado, entre otras cosas, gracias a que su pequeña estatura, sumada al envidiable desarrollo de su herramienta de trabajo, le permitían mamarse el carallo a sí mismo.]
Insisto, puede parecer que me estoy haciendo otro Ron Jeremy. Pero no. Otra vez recurro a una experiencia personal para ilustrar un concepto que puede resultarte útil, si aún no he conseguido disuadirte de despilfarrar tus energías intentando convertirte en un muerto de hambre:

No intentes que tus personajes sean más listos que .

Mi interlocutor, en el episodio descrito más arriba, se había inventado un personaje que tenía poco, por no decir absolutamente nada, de real: un Steve Jobs infalible, de ingenio inagotable e infinito, tan intelectualmente superior al resto de la vil escoria humana que era el único en haber descubierto la forma perfecta de mantener a distancia, por igual, a los fans y a los paparazzi.

De un plumazo de sentido común, yo convertí a mi combativo interlocutor en un lerdo.
En realidad Steve no era tan tonto (y probablemente el suyo no era el único Mercedes sin matricular de Silicon Valley). Ni yo tampoco soy más inteligente que él (a fin y al cabo Jobs amasó un imperio y yo aquí estoy, comiéndome los mocos). Pero, evidentemente, ambos éramos mucho más listos que mi atribulado interlocutor. Y no hago extensiva la comparación a toda la humanidad, con una parada especial en los profesionales de la prensa, porque en Internet he encontrado fotos de gente sacándose selfies junto al coche de Steve Jobs en el aparcamiento de Cupertino. Así que, muy lejos de una genialidad sin precedentes, mi sagaz deducción estaba al alcance de cualquier dispuesto a afrontar el problema sin la ciega fe de un celote.

Y aquí es donde quería conducirte, amigo lector.

Al punto en que, con gran imprudencia por tu parte, creas un personaje que es más inteligente que tú mismo.
Un excelente caso de estudio: el detective del 221B de Baker Street

Para Arthur Conan Doyle, Sherlock Holmes se convirtió muy pronto en un monstruo odioso. No nos engañemos: había un fuerte componente de celos en esa marea de aversión que creció dentro de Conan Doyle. El escritor envidiaba a su criatura, que había alcanzado una fama muy superior a la suya propia. Pero esta inquina del creador por su criatura también obedecía a una cuestión de agotamiento. Escribir una aventura de Holmes era una experiencia extenuante. Doyle no solo debía exprimirse las meninges inventando nuevos misterios para su maestro de detectives, sino que debía hacer un esfuerzo extra sembrando el escenario del delito con pistas apropiadas, pero no demasiado obvias, de las cuales Holmes obtendría la información que le permitiría resolver el caso; y, lo peor de todo: debía justificar el razonamiento de Holmes, seguir su mirada, extraer de las evidencias criminales la misma información que para Holmes sería obvia al primer vistazo, deshacer el ovillo de su pensamiento, de sus procesos mentales. Y todo ello sin trampas, sin atajos, pero al mismo tiempo asombrando al lector, disminuyéndole, en comparación con las habilidades de Sherlock, por el procedimiento de ofrecerle, desde el principio, todos o casi todos los elementos para resolver el delito. Elementos que al lector le habrían sido insuficientes, pero que al mejor detective de todos los tiempos, con permiso de Batman, le habían bastado.
(Y éste, básicamente, es el formulario estándar de la novela de detectives, de Dupin a Wallander, pasando por Poirot, Maigret, Perry Mason, el insufrible Ellery Queen y mi querido Phillip Marlowe.) 
Ni con la pipa daba el pego.
A Conan Doyle se le hacía cada vez más fatigosa la redacción de nuevas aventuras de Holmes. Y eso que, además de un oftalmólogo fracasado, Doyle era abogado criminalista (consiguió exonerar a los reos de dos casos ya cerrados), se inspiraba en sucesos reales y tenía su The Crimes Club, en el seno del cual mantenía contacto con policías y detectives de verdad, que le asesoraban.

Pero Holmes era, pura y simplemente, más listo que Conan Doyle. Más observador, más intuitivo, más inteligente, con unos conocimientos de criminología y psicología muy superiores a los de su creador. 

Y eso quedó dolorosamente en evidencia cuando Scotland Yard, en un vergonzoso caso de confusión entre realidad y ficción, recurrió al escritor buscando consejo en el caso de Jack el destripador; y el bueno de Artie, a pesar de los desesperados intentos de algunos hagiógrafos modernos por reivindicarle, se cubrió de proberbial mierda: fue incapaz de aportar ninguna teoría que no hubiesen barajado ya los investigadores, ni maquinar ninguna genialidad que condujese a la identificación del asesino, más allá de sugerir, ahora que se publicasen en la prensa facsímiles de las cartas, por si alguien reconocía la letra, ahora que tal vez Jack lograba acercarse a sus víctimas sin alarmarlas porque en realidad era una Jill la destripadora (al menos, le atribuyen a él la ocurrencia, que se da de morros contra casi todo lo que sabemos sobre asesinos en serie).
(Por no mencionar que a Arthur ya se la habían metido de canto con unas fotos burdamente trucadas.) 
Photoshop victoriano.
No sabemos lo que habría hecho Sherlock Holmes con el caso de Jack el destripador.

Arthur Conan Doyle creía que sí, y por eso publicó en prensa su razonamiento.
Extraído del Evening News de Porstmouth, 4 de julio de 1894.
Pero se da la circunstancia de que Arthur Conan Doyle no era tan buen detective como Sherlock Holmes. Mal que le pesara al propio Conan Doyle y a las víctimas del Destripador.

Conan Doyle es un caso palmario de escritor que ha sido superado por la inteligencia de su personaje. Conan Doyle no poseía las herramientas de Holmes, no podía reproducir sus procesos deductivos ni alardear de un enciclopédico conocimiento del mundo y la mente criminal; Conan Doyle no tenía los contactos de Sherlock en los bajos fondos londinenses, y aunque los tuviese no habría sabido qué cojones hacer con ellos, o no habría tenido pelotas de adentrarse en esos ambientes violentos y sucios en los que Holmes se movía como por el salón de su casa, y menos aún por la noche. Holmes habría visto las cartas del Destripador, cartas a las que Conan Doyle tuvo acceso (y la mayoría de las cuales se consideran apócrifas, o directamente falsas), y deducido el sexo, edad, estatura, complexión y extracción social del redactor. Solo por su caligrafía. Conan Doyle carecía de esas habilidades. Conan Doyle no era Holmes. Era más parecido a Watson, intentando aplicar los métodos de Holmes. Y fracasando.
Curiosamente, el extremo opuesto es igualmente pernicioso
Aaron Sorkin ahora es conocido por el guión de La red social y (¡mira tú que casualidad!) por el del biopic sobre Steve Jobs más marciano del universo (literalmente no cuenta ni media puta verdad sobre Jobs, que ya tiene mérito, salvo la única importante: que era un condenado cabrón egocéntrico y un tirano megalómano). Eso sí, Aunque, como biografía, Jobs es un fraude, como retrato psicológico del personaje es absolutamente perfecta y como película no es en absoluto mala. No merecía la tremenda castaña que se pegó en taquilla.

Pero antes de Jobs y La red social, yo conocía a Aaron Sorkin como el hombre detrás de una de las mejores series de televisión de todos los tiempos.
No te atrevas a levantar la mirada del suelo en mi presencia hasta que te la hayas visto.
El problema de Aaron Sorkin es que es un tío muy leído.

Y quiere que se le note.

Quiere que se le note de cojones

Y entonces es cuando nos encontrarmos con que todos los personajes de Aaron Sorkin son al menos tan inteligentes como el propio Aaron. Eso se notaba ya en El ala oeste y, aunque lo que, para mí como espectador, constituye uno de los atractivos de la serie, para mí como escritor supone una de sus mayores flaquezas. Y es que da igual si vemos en pantalla a Josh Lyman, el ayudante de personal de la Casa Blanca, al jefe de gabinete Leo McGarry, a Toby Ziegler, el jefe de comunicaciones, al mismísimo presidente Bartlett o a Charlie Young, que no es más que un puto chico de los recados. Todos son inteligentísimos. Todos son de una elocuencia inagotable. Todos tienen siempre a punto una réplica oportuna e ingeniosa. Todos pueden defender sus argumentos con razonamientos lógicos muy meditados y de solidez a prueba de bomba. Todos se saben de memoria la regulación y los precedentes que atañen a sus diferentes responsabilidades y los aplican con ecuanimidad salomónica.

Todos los personajes de El ala oeste son Aaron Sorkin. O al menos el Aaron Sorkin que a Aaron Sorkin le gusta creer que es. Aaron Sorkin con tiempo para planear y escribir esos maravillosos diálogos. Aaron Sorkin con ventaja suficiente para construir una buena agudeza, y la réplica a esa agudeza, y la contrarréplica a esa incisiva réplica.
No te culpo.
Todos los personajes son Aaron Sorkin si Aaron Sorkin pudiese imaginar, en segundos, las frases de Aaron Sorkin que caracterizan el estilo de Aaron Sorkin, y que le salen con tanta facilidad a los personajes de Aaron Sorkin pero que desquiciaban a Michael Fassbender, que no se veía capaz de memorizar todo ese texto para Jobs.
(Y Fassbender es un señor que ha interpretado a Shakespeare.)
A Aaron Sorkin le da como miedito que podamos pensar, aunque solo sea por un momento, que no suda, saliva, mea, regurgita, se suena, eyacula y caga kilotones de ingenio. Padece el Síndrome Oscar Wilde, que, si no existe, me lo acabo de inventar.

Esa obsesión por dejar bien claro que es el cerebro más privilegiado entre los cerebros privilegiados hace que los diálogos y argumentos de Aaron Sorkin sean espectaculares. Sus argumentos son inteligentes y sus diálogos están a un paso de la genialidad. Puede que a medio paso.

Eso mismo hace que Aaron Sorkin sea, hasta que me pruebe lo contrario, incapaz de escribir diálogos para un poligonero empastillado, un paleto sin escolarizar o, abreviando, para cualquier personaje que no lea el New Yorker todas las semanas, entienda de literatura francesa, arquitectura tailandesa y Arte Moderno y tenga un cociente intelectual por encima de la media, al menos uno o dos títulos universitarios y, puestos a pedir, ¿por qué no también un doctorado?
(Ah, y que sea judío y votante demócrata, si es posible.)
Sigue siendo el mejor. Con permiso de Batman, que mola más.
Y no, no intento, ni por un momento, insinuar que yo sea más listo que Aaron Sorkin, ni pretender que escribo mejores personajes, mejores diálogos que él. Solo le estoy poniendo de ejemplo sobre lo difícil que es escribir buenos diálogos, buenos personajes, incluso si eres tan buen escritor y tan inteligente como Aaron Sorkin.

En definitiva: Arthur Conan Doyle no era lo bastante listo para Holmes; Aaron Sorkin es demasiado listo para sus personajes. Todo lo cual nos lleva al mismo problema de siempre y, de hecho, al acto fundacional de esta bitácora.

Escribir un buen libro (o un buen guión de cine, o una buena serie para televisión) es difícil de cojones.

Porque es la forma en la que intentas darle sentido a un mundo que no lo tiene. Imponerle un discurso a las inmorales, inexorables y acríticas leyes del caos. Porque trabajas con un hándicap: tus lectores saben que vas a mentirles. Y tú sabes que lo saben. Así que debes mentirles de una manera creíble. Respetuosa. Tus mentiras deben ser coherentes. Y una manera de contar mentiras coherentes es hacer personajes coherentes. No hagas hablar a un puto chico de los recados como si fuese un premio Nobel de economía. No seas más listo que tus personajes. Y, por el amor de Dios, no permitas que tus personajes sean más listos que tú, porque te delatarás a ti mismo antes o después.

Por estos motivos y otros parecidos, a quien me pregunta sobre ello le digo que escribir es como montar en bicicleta.

Solo que la bicicleta está en llamas.

Y tú estás en llamas.

Y todo está en llamas.

Y es como el infierno.

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