sábado, 19 de noviembre de 2016

Si escribes para imbéciles, sólo te leerán los imbéciles

 

La primera página es lo primero que voy a leer de tu libro de mierda.

Si la primera página no es buena, no llegaré a la segunda.

Pero antes de la primera página está el primer párrafo.

Si el primer párrafo no está bien escrito, te aseguro que difícilmente me tomaré la molestia de leer el segundo.

El primer párrafo empieza por la primera frase.

Si no te has esmerado en la primera frase, tal vez ni siquiera me plantee la posibilidad de leer el primer párrafo. Y lo que vale para mí vale para comités editoriales de lectura, jurados de premios y agentes literarios. Piensa en ello la próxima vez que pongas a prueba la paciencia de tu sufrida familia y amigos con tus teorías sobre conspiraciones judeomasónicas, intrigas jesuíticas y complots bizantinos contra tu carrera literaria, urdidos por mediocres editorzuelos asustados y envidiosos de tu talento.

No, en serio ¿por qué coño te guardas lo mejor para el final?

¿Por qué tu puta novela no empieza hasta la página noventa y siete?

¿Eres imbécil?

¿Qué haces leyendo esta bitácora si tienes la mollera tan dura que no te entran ni siquiera nuestras lecciones más sencillas? 

Todas tus camisetas son así, ¿verdad?

La primera página es la cara de tu novela. Deberías asegurarte de dar lo mejor de ti mismo en ella, porque si no intentas seducirme desde el primer párrafo, la primera línea de texto, me importa un huevo lo hermosa que sea la grupa de tu libro, me habrás perdido como lector.

La mayoría de los libros que hojeo en las librerías vuelven a los anaqueles del librero. Digamos que descarto un noventa por ciento (y estoy dentro del porcentaje de la Ley de Sturgeon). A veces ni siquiera necesito abrir el libro. Por sistema, recelo de las portadas que exhiben dragones o elfos. Escribir una novela sobre dragones o poner un dragón en la cubierta de tu novela es un claro síntoma de que eres Anne McCaffrey o de que no te haces suficientes pajas. Y Anne McCaffrey murió en 2011.

Quizá las únicas novelas con dragones que deberías leer.

El dragón es una trampa atrapamoscas para adolescentes que tienen sueños húmedos con elfas de turgentes pechos y aceitosas entrepiernas. Los dragones en la portada de un libro normalmente anticipan mierda de primerísima calidad. Salvo, insisto, que te llames Anne McCaffrey.

No es con dragones como vas a lograr interesarme. Ni a mí ni a ningún lector que ya se afeite. Los lectores adultos, los que (ya) no trempamos con las orejas picudas, buscamos algo más.

La última elfa que nos la puso gorda.
Respeto, por ejemplo. Desde la primera página. Desde el primer párrafo. Muéstrame que me tomas en serio. Que te has currado la primera frase de tu novela. Si la primera frase es buena, probablemente lo sea el primer capítulo. Si el primer capítulo es bueno, hay muchas probabilidades de que el libro sea bueno. Y, sí, claro que hay infames ejemplos de libros que empiezan muy bien y degeneran en el tercer acto, pero casi nadie llegará al tercer acto de una novela escrita con el puto culo.

Un primer párrafo bien escrito es el dragón de los lectores inteligentes. Si te reservas lo mejor para más adelante, puede que nadie te de alcance, y además te estarás delatando como un vago y un conformista.

Da tu mejor golpe en la primera página. Y procura que sea un golpe mortal. Como si fueses boxeador y tuvieses la pretensión de ganar el cinturón de los pesos pesados en el primer asalto, por K.O. técnico, de un sólo uppercut a la mandíbula de tu oponente.

Eso sí, ya te voy avisando de que tu adversario es Max Baer, Rocky Marciano, Joe Lewis, o el mismísimo Drederick Tatum, y no te lo va a poner tan fácil. Ha recibido hostias más gordas de púgiles muchísimo mejores que tú, y te va a devolver golpe por golpe. De hecho, Max Baer incluso mató en el ring a uno de sus adversarios. Le metió tamaño rijostio que el cerebro se le desprendió del cráneo. Conviene que te vayas enterando.


Tatum, castigando el cerebro de su oponente.

Entonces ¿por qué pelear desde el primer asalto como si estuvieses en la final de los pesos pesados? ¿Por qué exponerte a que tu contrincante (tu novela) te infle a toñas?

Hijo, ¿de verdad hay que explicártelo todo?

Si en el primer asalto, en el primer párrafo de tu novela atacas con tu mejor golpe, no te quedará otra que inventarte nuevos mejores golpes para pelear el resto de la novela.

A eso se le llama aprender.

A eso se le llama escribir.

Puedes considerarlo un writer's workout, la gimnasia cerebral que todo escritor debería practicar para mejorar su estilo y sus músculos de narrador.

Parece un consejo de sentido común, ¿verdad? Algo propio de las obras completas de Pero Grullo.

Entonces, ¿por qué hay tan poca gente que respete esta norma fundamental?

Ya he hablado de aquella novela histórica que no empezaba hasta la página treinta. El autor, obsesionado con erigirse en figura de autoridad, dedicaba las treinta primeras páginas de su obra a presumir de cuánto se había documentado. A este plumífero primerizo nadie le había explicado que una novela no es un manual de historiografía y que la mejor documentación es la que no se nota.

Pero éste no es ni de lejos el peor primer párrafo, las peores primeras páginas que han martirizado mis ojos.

He leído cosas como ésta:
«Pos esto va de una txorba que está sovando en la cama sus viejos y tie el tanga tó roto y se la ve el chocharro
(Vale, tron, vale. Eso es mu fuerte. Pero fuerte de la muerte. ¿Lo pillas?)

¿El próximo premio Planeta?
He leído cosas como ésta:
«El ditirámbico peregrinar del solipsista profesor Putenstein alanceaba los relojes de sus lacónicos condiscípulos con la misma inexorable concisión con la que Kant apuñalaba las horas durante sus metódicos paseos.»
(Pero, hombre de Dios, ¿tú sabes siquiera lo que significa «solipsismo»?)

Queríamos preguntarle su opinión a don Luís, pero ha ido a vomitar.
He leído cosas como esta:
«Se me cayó la llave y la recogí agarrándola por la parte de los dientes [...]».
(Paletón. No. No tú: la parte de la llave en la que se tallan los dientes y las guardas. Paletón. Bueno, pensándolo mejor, tú también paletón. Los dos paletones)
«...y encendí el motor de mi máquina de viajar con ruedas.»
(Vale, ésta es difícil. Eeeeeeh... ¿Margarita? ¿Porro? ¿Escroto?)
Escroto. Definitivamente escroto.

He leído cosas como ésta:
«Halvar el montaraz, campeón de la Batalla de la Arth Norolin, hijo de Bercalion Medio-Hombre, de los "elfos de sangre" de Tur Liellovalen, la Bella Calansinor, empuñó con la derecha el pomo de su espada Ethenor y con la izquierda el mellorion que colgaba de su cuello, el enna ella'vas que lo identificaba como uno de los Lan Thannas de Liellovalen.»

(¿Cómo cuántas veces al día dices que te masturbas? Pues no son suficientes)

Y, ojo, aunque frutos podridos de mi imaginación, estos primeros párrafos analfabetos, barrocos, iletrados e insufriblemente pedantes podrían pertenecer a otras tantas obras publicadas.

Así nos luce el pelo.

El primer ejemplo delata un pobre dominio del idioma. ¿Tú te harías operar de hemorroides por un fulano de uñas sucias y roja nariz de alcohólico en la parte trasera de su Citroën Jumpy? Pues yo no me tomaré la molestia de leer un libro de un señor que, manifiestamente, no le guarda el debido respeto a unas elementales normas ortográficas.

El segundo ejemplo es típico de los autores que se toman demasiado en serio a sí mismos... y que nunca le han puesto las manos encima a un diccionario. Obsesionados con aparentar una erudición de la que carecen, estos listillos le dan mil patadas al idioma atribuyéndole a las palabras más rebuscadas que conocen el significado que más les conviene en cada momento, y lo consideran un rasgo de genialidad, cuando lo cierto es que así sólo desvelan su vergonzante ignorancia.

El tercer ejemplo... Bueno, si no sabes cómo se llama lo que quieres describir, no podrás escribir sobre ello. Así de simple. Y si no lo sabes y no te molestas en averiguarlo, encima eres un holgazán.

El cuarto ejemplo podría haber surgido de la pluma recalentada de un adolescente que se ha visto mil veces las películas de El señor de los anillos. Las películas, no los libros, que eso le exigiría leer y es un coñazo. Y como no lee, ni siquiera El señor de los anillos, cree que los libros se escriben así. Bombardeo de datos, mucha terminología en falso élfico, oscuras referencias a genealogías, batallas y ¿posturas sexuales? Chaval, ¿sabes que dejé de leer después de «montaraz»? Mereces que Tolkien se levante de su tumba y te de una hostia para que os la repartáis tú y toda tu familia.

Lamento tener que ser yo el que te lo diga, pero, por mucho que te guste, esto no es un libro.

Si te sirve de consuelo, no eres el primero en cagarla tanto en su primer párrafo. Es más, a algunos de esos cagones incluso los publicaron a pesar de su evidente desidia e ineptitud literaria.

Sólo hay algo peor que cagarla en la primera frase, el primer párrafo, el primer capítulo.

Cagarla después. A mitad del libro o, Dios no lo permita, al final.

Y sin embargo, sucede más a menudo de lo que nos gustaría.

Escribir, y ya me jode tener que admitirlo, no es tan difícil. Cualquiera puede hacerlo. Es como montar en bicicleta. Salvo que tengas alguna severa tara física o mental, nada debería impedirte aprender a montar en bici.

Ahora bien, saber montar en bicicleta no te convierte en Chris Froome. Lo siento, tío, pero esto es así y tienes que asumirlo.

Saber escribir no te iguala a Maugham. Es lo que hay.

Escribir un libro es fácil.

Ahora bien: escribir un buen libro es dificilísimo. Incluso autores más que consagrados meten la pata con frecuencia. Así como lo oyes. Lograr que una novela quede «redonda», si me permites la expresión (y si no me la permites puedes irte a mamarla a Parla, que ésta es mi casa y aquí escribo como me sale de la punta del pito), equilibrada, coherente, respetuosa con los personajes, el drama y (fundamental) el lector, es un trabajo ímprobo. Requiere mucha mano de escritor, muchas relecturas, muchas correcciones, muchas horas ante la pantalla. A veces, doy fe, lograr una buena novela requiere hacer borrón y cuenta nueva. Tirar todo tu trabajo previo a la basura y empezar de cero. 

Ocasionalmente, y esto me da muchísimo por culo, lo que esa novela requiere es... otro escritor. En serio. 

Hay libros que, pura y simplemente no son para ti. Libros que deberías evitar como lector y, también, libros que deberías evitar como escritor. Si no puedes, no puedes, y punto. Ser consciente de tus limitaciones no tiene por qué suponer un escarnio, sino una valiosa lección sobre tus verdaderas capacidades, incluso un reto. No creas que por cogerle a tu madre los tarros de mermelada del estante más alto ya puedes escalar el Everest. Ir al trabajo todos los días en bici no significa que estés preparado para subir el Tourmalet; pero si no lo intentas, y no te desfondas en el proceso, nunca descubrirás todo lo que te falta para conquistarlo; el entrenamiento, la disciplina, los sacrificios que deberás hacer para tener, siquiera, una pequeña posibilidad de alcanzar la cima.

Dicho sea de paso, si no aspiras a alcanzar la cima de tu arte, entonces nunca pasarás de aficionado.

Escribir un buen libro es difícil de cojones. El fracaso está casi garantizado, sobre todo si lo único que escribes son Tweets y lo único que lees es la carátula del DVD de Harry Potter. Por más empeño que pongas en ello, lo más probable es que te salga uno de estos tres tipos de libro:

El libro «guapo sólo por detrá

Mi prima favorita tiene una amiga famosa en toda la galaxia. Es una auténtica belleza de culo prieto, caderas poderosas, cinturita de avispa, piernas bien torneadas, piel blanca y una melenaza negra y larga que se derrama por su hermosa espalda hasta alcanzar un culo escultural. Es un pibón.

Salvo que te la encuentres de frente. La llaman «La chica guapa sólo por detrás».

(Y si además de encontrártela de cara tienes la desgracia de oírla hablar, te vuelves puto allí mismo.)


Caso extraordinario de perfección en todos los ejes.

Este tipo de libro engaña. La primera impresión de él no puede ser mejor. La sinopsis te intriga, las primeras páginas, los primeros capítulos, te enganchan; los personajes te seducen y de repente...

De repente el libro se da la vuelta y es un feto malayo. Una aberración. Un insulto a la inteligencia.

¿Razones? Tantas como títulos entran en esta categoría: hartazgo (el autor acaba hasta las pelotas del libro y le pone un final cualquiera), temeridad (el autor se ha metido en un jardín del que no sabe cómo salir y se pone a cavar un agujero con las manos desnudas, esperando que el lector no le encuentre allí dentro), imprevisión, torpeza...



Cell, de Stephen King (que debería llegar a un acuerdo con su esposa Tabita y donarle esperma a la divina Sara, con la vana esperanza de engendrar una niña con la belleza de la madre y el gusto por la literatura truculenta del padre, o sea, la hembra perfecta) tiene uno de los mejores arranques que he leído jamás: un virus informático, transmitido por la red de telefonía móvil, emite una señal electrónica que «formatea» el cerebro de todos los que responden a esa llamada desde sus terminales, eliminando todo rastro de sus personalidades, todo recuerdo de quienes fueron, y dejando sólo los impulsos básicos de alimentación y autoconservación. 

Como los zombis runners de 28 días después o Dawn of the dead, los afectados por la señal, «el pulso», en la novela, se arrojan como fieras sobre el que tengan más cerca y lo destrozan. No les culpes. Imagínate que te ves de súbito rodeado de criaturas a las que no reconoces como semejantes y que podrían representar una amenaza para tu vida. O sales corriendo o arremetes como un Juggernaut hasta quedarte solo. Sólo los pocos que, como el protagonista de la novela, no tienen teléfono móvil o se dan cuenta a tiempo de lo que pasa, se salvan de ser devueltos a ese estado de agresividad primitiva.

¡ME CAGO EN TÓ LO QUE SE MENEAAAAAAAA!
¿En qué momento de la redacción de Cell el bueno de Stephen, santo patrón de esta página, se dijo «hostia puta, ¿y ahora qué?». Porque de golpe resulta que el Pulso no sólo ha convertido a casi toda la humanidad en bestias pendencieras, sino que ha hecho ciertos ajustes en sus conexiones neuronales, permitiéndoles desarrollar poderes psíquicos, tales como la telepatía y la telequinesis, y, dotados de esas habilidades, los afectados empiezan a desarrollar una especie de nueva sociedad basada en una suerte de conciencia colectiva, de mente colmena, y persiguen a los últimos supervivientes del Pulso, para obligarlos a escuchar la señal y convertirlos en sus iguales.

Zombis desplazándose en enjambres, levitando a varios metros del suelo.

Zombis voladores.

No miento.

Y sin tornado.

 

Cell representa el clásico ejemplo de libro que ojalá nunca hubiésemos visto de frente.


¡No te des la vuelta! ¡NO TE DES LA VUELTAAAA!


El libro «es muy simpática»

En mi época de estudiante, mis compañeros de piso, unos perfectos desalmados, intentaron organizarme una cita a ciegas con una chica.

Los mandé a la mierda.

Me aseguraron que era la mujer perfecta para mí. Que haríamos buenas migas. Que nos gustaban las mismas cosas: las novelas y el cine de terror y ciencia-ficción, escribir, leer, Stanley Kubrick y los directos de The Cure.

Perdónalos, Bobby, que no saben lo que hacen.
Los mandé a la mierda con una bombona de butano metida en el culo y un orangután suicida, armado con una almádena y una bengala encendida, cosido a sus espaldas.

No sé si confiaban en que no me diese cuenta de que, cuando uno de ellos se quedaba conmigo, intentando vestirme a la chica desconocida con los sugerentes ropajes de la más lujuriante feminidad, los otros dos corrían a otra habitación, desde donde me llegaba el bufido mal disimulado de sus risas.

Y no, mi misoginia congénita no influyó en mi desabrida respuesta. Tampoco mis poco desarrolladas habilidades sociales. Ni mi colección de complejos, plenamente justificados, acerca de mi deplorable físico.

Los mandé a la mierda no por lo que dijeron, sino por lo que no dijeron.

Sus argumentos para organizarme esa cita a ciegas eran variaciones sobre el mismo tema. La típica conversación que todos hemos mantenido alguna vez con nuestra madre:
«La hija de doña Pichuerta me ha dado saludos para ti. Quizá deberías quedar con ella e invitarla a una Coca-Cola de limón.»

«No le pongo cara a la hija de doña Pichuerta. ¿Cómo es?»

«¡Es muy simpática! ¡Muy simpática!»
Algún tiempo después pude conocer a la chica con la que habían querido emparejarme. Fue, de hecho, en la misma fiesta en la que conocí al Hombre que quería ser Steven Spielberg. Y sí, era simpatiquísima. Y parecía bastante inteligente. Sobre si teníamos tanto en común como los bastardos de mis compañeros de piso pretendían hacerme creer no llegué a hacerme una idea clara, porque fue presentármela, cruzar un par de palabras con ella... y pasar de mí como de la mierda el resto de la noche. Se pegó a un Narciso con ínfulas de Brad Pitt y estuvo comiéndoselo con los ojos y lanzándole feromonas hasta el fin de la cuchipanda, mientras él cartografiaba, esculpía y sopesaba con la mirada el culo de una chica que se daba cierto aire de familia a Christina Aguilera.

Me tomé un momento para acercarme a mis compañeros de piso, uno por uno, y susurrarles al oído:
«Yo que tú, a partir de hoy dormiría con un ojo abierto. ¡Comemierda!»

La «Mujer perfecta para mí» era simpatiquísima.

Sus amigos (¡sus «amigos»!) la llamaban Tatanka. Vamos, «búfalo». Como en aquella peli. Para conseguir meterla en el diminuto piso de estudiantes en el que se celebraba el cumpleaños hubo que llamar a catorce mozos de cuerda que, con gran esfuerzo y a costa de océanos de sudor y cinco hernias, lograron hacer pasar sus mofletudas lorzas, de textura similar al Blandiblub, por tan angosta abertura. Y mira que yo estoy gordo. Pero gordo, gordo, ¿eh? Gordo de cojones. Pues bien, yo, con toda mi gordez, cabía en una sola de las tetas de Tatanka


Mi cita a ciegas...

Sí, mis compañeros de piso eran unos putos cabrones. O pretendían reírse a mi costa o creían que yo no podía aspirar a nada mejor que Jabba el Hutt (y, casi con absoluta seguridad, probablemente no pueda, pero eso es otra historia y ellos no eran quienes para decidirlo por mí, que eso ya lo hago muy bien yo solito). Un Jabba el Hutt simpatiquísimo, eso sí.

...y así me la habían pintado.
Me he encontrado con esa misma sensación al leer ciertas novelas.

 

El evangelio según Satán (incomprensiblemente traducido, en su versión española, «El evangelio del mal»), de Patrick Graham, es un libro simpatiquísimo. Pero simpático de la hostia, ¿eh? Subido al carro de las intrigas vaticanas que puso de moda el analfabeto funcional Dan Brown, el autor de El evangelio... nos presenta un escenario desolador: toda la tradición católica está basada en una mentira. Cristo sí fue enviado a la Tierra por su omnipotente y trinitario padre con la misión de redimir a la humanidad... y fracasó. Estamos todos condenados, Lucifer es el amo del mundo y el infierno nuestro destino inexorable (donde, por cierto, nos encontraremos con Jesusito), y todo eso está recogido en un evangelio secreto, escrito por la mano del mismísimo Fausto, que la Iglesia católica custodia desde hace siglos y que una secta de malvados luciferinos pretende encontrar y sacar a la luz.

Si alguna vez diese un curso de escritura creativa, algo, ¡que no cunda el pánico!, que no tengo la menor intención de hacer, emplearía esta novela como libro de texto. Ni esforzándome consigo imaginar un ejemplo mejor de todas las putadas que un escritor puede hacerle a sus lectores, y reunidas en un único volumen.

Los personajes son de coña. DE COÑA. Si los matasen a todos en el primer capítulo, no los echarías de menos. Los malos, la secta satánica-podemita, son DE PUTA RISA, una especie de monjes con superpoderes, el primero de los cuales es perseguirte sin darte alcance pero sin que los pierdas de vista en ningún momento, para que te cagues vivo de miedo. La intriga es PURO RECOCHINEO. El autor intenta mantener la tensión del relato recurriendo a trucos de principiante tan obvios, burdos y mal empleados, que ves llegar los giros de argumento con cien páginas de anticipación. Y el final... bueno, el final es de traca. Insisto en mayúsculas: DE TRACA. Resulta que los malos ganan. ¡Ganan! Se hacen con el Evangelio satánico y lo publican, a lo grande, en medio de la presentación del nuevo papa, ¡olé sus huevos!, que resulta ser de su cuerda; un antipapa, vamos. La gente se escandaliza, se horripila, se va de vareta al oír semejante revelación... Pequeña elipsis. Saltamos unos meses adelante en el tiempo... ¡y no ha pasado nada! ¡El mayor escandalazo en la historia de la cristiandad y, un año más tarde, nada  ha cambiado, la Iglesia sigue tan pimpante, hay papa nuevo y los atribulados cristianos que oyeron la verdad revelada, del puño y letra del mismísimo Belcebú, sólo recuerdan que «pasó algo raro» en la última elección papal pero no recuerdan exactamente el qué! Lo cual tal vez demuestra que los cristianos fuman muchísimos más porros de lo que yo pensaba.

 

Que sí, que el libro es simpatiquísimo. Es tan espantoso que casi es bueno, de puro mierder.

Por último pero no menos importante: el libro «Irina Shayk»

 

Irina Valérievna Shaijlislámova quizá sea una de las mujeres más sexys del mundo. Lo tiene prácticamente todo para ceñir esa corona: una figura envidiable, esbelta pero femenina (vamos: delgada pero con tetas), una piel preciosa, un aire exótico y sugerente, unos felinos ojazos verdes como los que hacían enloquecer de lujuria a los janes tártaros y los zares rusos (y, si hay algo más erótico que una mujer morena con los ojos claros, es algo que yo no conozco), una melena oscura y sedosa, unas piernas largas como anacondas... y una boca repulsiva, abominable, como si le hubiesen cambiado los labios por sendos bockwurst rancios, tan siliconados y artificiales que no pierden ni su abyecta forma cuando la pobre Irishka intenta sonreír.

¡AAAAGH! ¡DATE LA VUELTA! ¡DATE LA VUELTAAAAA!
A Irina Shayk le falta sólo una cosa, sólo una, para ser perfecta, y su ejemplo me ayuda a introducir esta última categoría de libros a los que unos labios como bolsas de pus a punto de reventar arruinan un conjunto por lo demás irreprochable.

 

El teatro de los lirios, de Lulu Wang, es una novela conmovedora, hermosa, trágica. La autora cuenta, en clave autobiográfica, sus vivencias durante la Revolución Cultural, su paso por un campo de reeducación en el que debía purgarse de sus «veleidades contrarrevolucionarias» y la transformación de la sociedad china durante el régimen de Mao. Como ejemplo de su compromiso con la novela, la autora afirma que reescribió su libro por lo menos veinte veces.

Entonces, ¿qué fue lo que falló? Porque el último capítulo es para prenderle fuego. ¿En qué momento a la autora le pareció que la mejor manera de terminar la novela-denuncia del comunismo-testimonio casi autobiográfico era convertirla en un slasher descerebrado donde uno de los personajes se dedica a atormentar y matar a los demás? ¿Cómo coño puedes creer que éste libro merece éste final? Empiezas leyendo Recuerdos de la casa de los muertos y acabas leyendo (es un decir) Viernes 13.

No estamos hablando de una incomprensible decisión creativa que, por razones que escapan a mi entendimiento, acaba quedando bien, como el ponerle una base rítmica de cencerro a (Don't fear) The Reaper, de Blue Öyster Cult. De lo que estamos hablando es de coger una obra casi perfecta y pegarle los labios de Irina Shayk. Da para un sketch de The Saturday Night Live, pero no para lograr un buen cierre para tu libro. A mí, personalmente, me quitó las ganas de leer ningún otro de los libros de esta señora y casi me quitó las ganas de leer ningún otro libro de ningún otro autor. Punto.


¡Por el amor de Dios! ¡QUE ALGUIEN APAGUE LA PUTA LUZ!
En una de las viñetas más divertidas de Asterix en Bretaña, por lo que tiene de arquetipo del carácter inglés, un flemático bretón está segando una hierbecita rebelde de su jardín con una hoz diminuta.
«Creo que con unos dos mil años más de esmerados cuidados, mi césped estará aceptable», dice.

La mayoría de los libros mal hechos que hemos citado aquí, o que podrían englobarse en las tres categorías descritas más arriba, son el resultado de la precipitación. De enviar a la imprenta un texto que claramente no estaba terminado, que necesitaba tal vez no dos milenos, pero sí dos mil correcciones, y quién sabe si un tajante «borrón y cuenta nueva», para ser «aceptables».

El resto, son simplemente el cagarro de algún imbécil que nunca debió intentar escribir una novela. 

Recuerda: si escribes como un imbécil, no te leerá nadie.

Pero si escribes para imbéciles, sólo te leerán los imbéciles.

Haz que tus lectores sean lo mejor de ti mismo.

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