Así que has escrito un libro.
Enhorabuena. ¿Y a mí qué?
Espera, deja que me ponga en modo
Superratón: «no se ofendan todavía, aún hay más».
Entiéndeme; nada más lejos de mi
intención que menospreciar un libro que no he leído, que ni
siquiera quiero leer. Para eso ya están los críticos literarios,
que además cobran por hacerlo. Tampoco me propongo juzgar tu talento
como escritor, o ausencia del mismo, no sin haber visto al menos una
muestra de tu trabajo. Es más: te concedo el beneficio de la duda.
Puede que seas el nuevo Pérez Reverte, la nueva Matilde Asensi. ¡Qué
digo! ¡El nuevo Miguel de Cervantes, el nuevo Joseph Conrad, la
nueva Virginia Woolf!
Pero lo más probable es que no. Por
simple estadística. Si el noventa por ciento de los libros que se
escriben son pura mierda, el tuyo tiene nueve probabilidades contra
diez de desprender el mismo hedor a letrina. Es más, hay incluso un
escritor, al que si
no has leído todavía ya estás tardando en descubrir, que se ha
tomado la molestia de formularlo en una ley homónima de aplicación casi
universal.
Te contaré un secreto:
Yo he escrito un libro.
Bueno. ¡Un libro! (Perdona si abuso
de los signos de exclamación, algo que tú, como escritor, deberías
evitar todo lo posible, pero es que me siento muy cómodo contigo y
confío en que me perdonarás estos pequeños deslices). Llevo
escribiendo casi desde que empecé a hablar y ya tengo canas en el
sobaco, así que he perpetrado páginas y páginas. De mi puño y
letra han salido varias obras de ciencia-ficción, un par de novelas
de terror, una saga de fantasía, una serie que mezcla espionaje y
novela negra, relatos cortos de diferentes temáticas, ejem, poemas
(pero que eso quede entre nosotros), guiones de cómic, de cine,
argumentos para videojuegos y muchas cosas más.
Te contaré otro secreto:
La mayor parte de lo que he
escrito en mi vida es una puta mierda y lo sé.
Incluso ahora, con el bagaje de unos
treinta y pico años emborronando cuartillas, el noventa por ciento
de lo que escribo apesta.
No se ofendan todavía, aún hay más.
Mi primer conato de novela fue una
historia de ciencia-ficción con alienígenas llegando a la tierra,
conspiraciones gubernamentales, una historia de amor, bla, bla, bla.
Tenía ocho o diez años. Imagínate cómo podía ser ese libro. Sí.
Exactamente. Gracias a Dios, aquellas cuartillas mecanografiadas
desaparecieron, se perdieron, fueron atraídas por un agujero negro y
calcinadas en el velo de fuego de la radiación de Hawking.
¿Sabes lo que hice con veinte años?
Saqué mis obras completas a la parte trasera de mi casa, las rocié
con gasolina y les prendí fuego.
En serio.
Había invertido cientos de horas de
trabajo en aquellos cuadernos. Eran doce libretas tamaño folio, de
las de doscientas páginas, y estaban recubiertas de esa letra menuda
y piojosa que delata mi estigma de miope. Calcula, calcula: dos mil
cuatrocientas páginas de texto. La obra de, hasta entonces, toda mi
vida.
Joder qué bien ardieron. ¡Para que
luego digan que los manuscritos no arden!
¿Qué por qué lo hice? ¿Por qué
quemé todos mis papeles?
Porque apestaban. Eran una puta mierda, con
«mi» mayúscula. Aquellas libretas no valían los árboles que se
habían talado para fabricarlas. Contenían algunas buenas ideas,
diez o tal vez doce, que habría podido desarrollar en forma de
argumento. También alguna que otra buena historia, pongamos cinco o
seis, que podría haber convertido en un relato, quizá en una novela
decente. Y párrafos. Había párrafos enteros de los que me sentía
orgulloso, pero eran como oasis en medio del desierto. La mayor parte
de esas dos mil cuatrocientas páginas no sólo eran impublicables,
sino virtualmente ilegibles. Un lastre de papel que me hundía, me estaba ahogando, me impedía cerrar una etapa y dedicarme a escribir otras cosas, quizá no tan vergonzantes.
(Adverbios, otra familia de palabras que deberías dosificar en tus textos. Antes de empezar a escribir, repítete a ti mismo diez veces: «los adverbios son las muletas de los escritores vagos». Verás qué cambio).
¿Te has planteado siquiera la
posibilidad, por pequeña que sea, de hacer lo mismo con tu libro?
Lo digo, entre otras cosas, porque ya va siendo hora de asumir que, a pesar de lo que te digan tu mamá, tus amistades, la cajera del Mercadona y tu pareja, las probabilidades de que tengas el más mínimo talento están abrumadoramente en tu contra.
No se ofendan todavía.
Aún hay más.
Te propongo un ejercicio: vete a
cualquier librería y coge al azar diez libros. Lee un poco de cada
uno de ellos; digamos la primera página y algunas más al azar. Por
estadística, nueve de esos libros tienen que ser basura. Si eres
incapaz de detectar su pestilencia ha llegado el momento de
replantearte tu criterio. Regresa a casa, quizá parando en una
gasolinera que te pille de camino, y lee tu libro con ojos nuevos. No
lo leas como los padres primerizos miran a su recién nacido, que
siempre es el más guapo, el más rosadito y el más inteligente,
aunque disipe sus energías durmiendo y babeando, igual que el zote del
pueblo. No. Ambos sabemos que todos los recién nacidos son
espantosos, parecidos a ranas abotargadas y desolladas. Sí, tú
también lo fuiste. Y yo. Y hasta la divina Sara Sampaio. Por eso
debes agarrar tu libro y leerlo como si no fuese tuyo. Léelo como si
te lo hubiese prestado un amigo, tu novia, un colega, tu peor enemigo... Léelo como si
fuese el libro de otro. Es más, deberías leerlo con un lápiz rojo
en la mano. Busca los condenados adverbios. Táchalos. Sustitúyelos
por otra palabra más digna, que no se vaya con el primer poligonero
engominado. Cuenta los adjetivos que le has colgado a ese indefenso
sustantivo. ¿Siete? ¿Estás mal de la cabeza? Fuera con al menos
seis de ellos. Busca frases y palabras repetidas. Busca tus
coletillas. Sí. Las tienes. Todos las tenemos. Yo también.
Acogótalas. Repasa bien la ortografía, asegúrate de que la
sintaxis es correcta, controla la concordancia, las conjugaciones
verbales...
Nunca tendrás una como ella. Va siendo hora de que lo asumas. |
¿Que ya lo habías hecho?
Enhorabuena. Eso que llevas ganado. Ahora léelo de nuevo. Mejor,
¿verdad? Ya no da tanta vergüenza ajena. Pues ahora vamos a por el
hueso. Ese personaje, ¿qué coño pinta en la historia? ¿Nada?
Entonces puedes eliminarlo sin que la acción se resienta. Fuera con
él. ¿Se nota su ausencia? ¿No? Bien. Sigamos. Este diálogo...
¿pero tú has oído en toda tu puñetera vida a alguien hablando
así, hombre de Dios? ¿Además, qué hace este alpargatón iletrado
y medio cretino expresándose como el Góngora más oscuro y
repelente? Venga ese lápiz rojo. ¿Ya está? ¿Ya lo tienes todo?
¿Has eliminado los personajes inútiles, los diálogos artificiales,
los capítulos sobrantes?
Pues una vez más ataca la
ortografía, sintaxis, concordancia...
(Eh, borra ese ceño fruncido. Si esto de escribir fuese fácil, todo el mundo lo estaría haciendo).
Después de todas estas correcciones
deberías haberte quedado con entre un setenta y cinco y un ochenta
por ciento del manuscrito original.
Entonces, ¿ya está?
No. Ni por asomo.
Ahora coge ese libro en el que has
invertido tanto esfuerzo, mételo en un cajón y olvídate de él. No
pienses en él. No hables de él. Dedícate a otras cosas durante,
digamos, tres, seis meses; ve a clases de Zumba, pasa más tiempo de
calidad con tu pareja (o encuentra una), sácate el título de
oficial churrero o, ¿por qué no?, escribe otro libro. A ser
posible, uno muy distinto al anterior. Repite el proceso descrito más
arriba. Sólo cuando haya pasado ese plazo de tiempo prudencial, o
hayas terminado ese segundo libro, deberías recuperar el primero y
releerlo. No olvides el lápiz rojo.
¿Qué tal?
Apesta, ¿verdad? Ahora que tienes
una cierta experiencia ves muchas más cosas de tu opera prima
que no te gustan: párrafos enteros risibles, metáforas pueriles,
personajes de cartón piedra, situaciones tópicas hasta la náusea y
momentos devs ex machina que son para la inteligencia del
lector el equivalente a un zurriagazo en los hocicos con una patata
cruda dentro de un calcetín sudado.
Enhorabuena. Estás el camino
correcto.
¿Significa eso que ya eres un escritor?
Ni por asomo. Como me he tomado la molestia de intentar hacerte ver algunos párrafos más arriba, apostaría todo mi dinero a que no tienes el más mínimo talento. ¿Por qué? Una vez más, por simple estadística. El talento escasea. No es un derecho. No es algo que se pueda adquirir practicando ocho horas diarias de lunes a viernes. Sí, te lo concedo: algunas personas particularmente ineptas han parido obras interesantes. ¿Qué significa eso? Que cualquiera tiene un mal día y que hasta un reloj parado da la hora correcta dos veces diarias.
Puedes pensar que mi empeño es aplastar tus sueños, pero es algo que ni siquiera me he propuesto (pierde cuidado, no te van a faltar candidatos entusiastas). Puedes acusarme de intentar desanimarte, cuando tan sólo intento compartir mi experiencia contigo. Puedes llamarme nihilista, catastrofista, pesimista y un montón de "istas" más.
Pero la triste realidad es mucho más sencilla:
Hay muchas personas que quieren ser
escritores. Yo mismo, modestia aparte.
El principal problema de casi todas
ellas es que no se dan por vencidas ni mucho después de haber
descubierto que, para ser escritor, es requisito indispensable
aprender a escribir.
Por cierto, ¿qué haces aquí,
perdiendo el tiempo, leyendo las tonterías de un amargado diletante?
(Además, si el noventa por ciento de todo lo que se escribe es pura mierda, este texto tiene nueve posibilidades contra diez de ser precisamente eso).
Machaca con un martillo el puto
router y ponte a escribir, ¡coño ya!
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