lunes, 26 de diciembre de 2016

«¿Y los niños? ¿Es que nadie va a pensar en los niños?»

En mi casa tenemos un dicho: si te ofendes, tienes dos problemas; ofenderte y que me importe un huevo.

Ésa es una de las enseñanzas más provechosas que recibí de mis padres (y la de no meter las tijeras de mi madre en los enchufes, lección que sólo interioricé por las bravas). Incluso cuando era demasiado pequeño para verbalizar la moraleja, aprendí ese elemental concepto de la tolerancia: ofenderse es un derecho, pero como quiera que a cada uno de nosotros nos ofenden diferentes cosas, el derecho a sentirse ofendido no puede imponerse a ningún otro, como el derecho a decir lo que pienso o el derecho a no permitirte que me amargues la existencia.

Le ha saltado el airbag.
Creo que fue en una columna de Javier Marías, articulista tan interesante como somnífero novelista, que leí cierta anécdota recreada a continuación.

Dos colegas están picando algo en la terraza de un bar cuando uno de ellos, mirando a dos chicas sentadas en una mesa cercana, dice algo del estilo de:
«¿Ves a ésa? Me la follaba.»
El otro hombre talla, sopesa y husmea cual perdiguero a las dos señoritas e, incapaz de distinguir a la favorita de su camarada, dice (originando, sin malicia alguna, el siguiente diálogo para besugos):
«¿A cuál?»

«A la más guapa.»

«Están de toma pan y moja las dos. ¿A cuál te refieres?»

«A la más alta.»

«A mí me parece que miden lo mismo.»

«A la que tiene más tetas.»

«¿Cómo "más"? Desde aquí me parece que tienen dos cada una. Vamos, lo normal.»
Su compañero empieza a transpirar y se afloja el cuello de la camisa.
«¡La de la minifalda!», insiste.

«Las dos llevan minifalda.»

«¡La de las botas, hombre!»

«Las dos llevan botas.»
«¡Que no puedo decirlo! ¡Que no puedo!»

El que ha hablado en primer lugar se ahoga, araña el tablero de la mesa, zapatea nervioso. Su voz se ha convertido en un gemido.
«¡Joder, la del pañuelo verde!»
«Ambas tienen un pañuelo verde.»

«¡La más joven! ¡Aaaaaaaagh!»
«Parecen de la misma edad. ¿Te encuentras mal? No te estará dando un infarto, ¿verdad?»
«¡La que tiene vaginaaaaaaah...!»
«Hombre, no sé. No soy su médico, pero me figuro que la dos tendr...»
«¡La negra, coño! ¡La negra! ¡La que me quiero follar es la negra!»
Viñeta humorística políticamente correcta.
Soy de los que, cuando oyen la frase «yo no tengo nada en contra de...» (pon al colectivo que prefieras en la línea de puntos) añade mentalmente el «pero...» que viene a continuación. Y nunca me equivoco. Probablemente todos tenemos prejuicios. Algunos incluso sin saberlo, que ya es de trauma: te pasas toda la vida creyendo que no eres racista hasta que tu hija trae a casa a un bigardo senegalés con un cipotón como un cachalote y te oyes a ti mismo decir «Yo no tengo nada en contra de los negros pero...» (sigue tú a partir de ahí: «son todos unos vagos», «arruinan la Sanidad Pública», «vienen a quitarnos el trabajo», «se llevan los mejores chochos»...).

Sobre si los prejuicios son una construcción cultural o algo orgánico, que opinen otros mejor informados. Yo quiero hablar sobre el lenguaje y sobre las trabas que se le ponen en aras a proteger la sensibilidad de los colectivos tradicionalmente discriminados. Quiero hablar sobre el llamado lenguaje políticamente correcto, odioso por aspirar a «resolver» los problemas de la convivencia (racismo, machismo, homofobia...) mediante el procedimiento de ocultarlos bajo acobardados y farisaicos eufemismos.

Y además es una completa pérdida de tiempo. Compárese el diálogo recreado más arriba con este otro:
«¿Ves a ésa? Pues que sepas que me la follaba.»
«¿A cuál dices?»

«A la negra.»

«Hostia, sí. Qué polvo tiene, la Conguita
Y ya está. Resuelto el expediente podemos ponernos a debatir si el anterior intercambio de pareceres es o no es sexista, racista, xenófobo, clasista... o la típica conversación entre dos machos de la especie cuando creen que nadie les escucha.
 
Las múltiples manifestaciones de este fenómeno de gilipuertez contagiosa abarcan la totalidad de la experiencia humana. Tanto es así que hay hasta quien se ha tomado la molestia de redactar guías y todo. De ese modo, las personas socialmente concienciadas podrán evitar las trampas del lenguaje y herir los sentimientos de las siempre susceptibles minorías. El secreto para no acabar etiquetado de asocial, facha y antisistema está a tu alcance, articulado en sencillas instrucciones que hasta un subnormal profundo como tú podrá entender:
Usa lenguaje que no haga que ninguna persona o grupo se sienta excluido, disminuido o devaluado
Traducción: mantén cerrada la puta boca.

Porque a eso se reduce todo. ¿Hay temas de conversación que son controvertidos? Pues para evitar la controversia, nada mejor que evitar esos temas de conversación y las palabras que puedan aludir a ellos.

Por ejemplo: no te conviene hablar de los negros. Si no hablas de ellos das a entender que no te molestan. ¡Joder, incluso, con un poco de suerte, si dejas de utilizar la palabra «negro», a lo mejor los negros hasta desaparecen y todo!

«Pintooooor que pintas con amoooooooor...»

 

Cuentan que cierta vez, en mitad de una entrevista, don José Legrá, harto de que el periodista se dirigiese a él con los apelativos «hombre de color», o «persona de color», que le sumían en una profunda perplejidad, estalló:
«Pero ¿qué de color ni color? ¡Yo no soy «de color», yo soy negro, carajo!»
Los esfuerzos de este sufrido entrevistador por no emplear la palabra «negro», que, supongo, le hacían sentirse cómplice de esclavismo y miembro honorario del Ku Klux Klan, ilustran muy bien la tiranía del llamado «lenguaje políticamente correcto», y que no es tan distinto de la neolengua descrita por Orwell en 1984, o sea, un lenguaje destinado a eliminar todos los significados de una palabra considerados indeseables por una determinada ideología.


Volviendo a Javier Marías, citado más arriba, en otra ocasión las tuvo tiesas con un lector que le afeaba haber empleado un término intolerable para dicho corresponsal. Pero mejor que se explique el propio don Javier. También Pérez Reverte ha ofendido unas cuantas sensibilidades con sus columnas de opinión y sus tweets. Que no puedas emplear la expresión «soplagaitas» sin que pidan tu cabeza, enfervorecidos, y llamen a incinerar en plaza pública tus libros todos los gaiteros de Celanova, Pedrafita y Viana do Bolo juntos da una idea de la cantidad de soplagaitas que hay en el mundo.
Oficio dignísimo, tristemente estigmatizado.
Cargar de significado político una palabra concreta puede parecer un ejercicio pueril, pero si recordamos que en este país, hasta no hace tanto, te podían arruinar la vida pegándote la etiqueta de
«rojo», entenderemos mejor el uso que se pretende dar al lenguaje políticamente correcto, y que no es impedir a dos gañanes en la terraza de un bar gritarles procacidades a las chicas que pasan. Este lenguaje trapecista de burgueses blancos con mala conciencia aspira a imposibilitar los discursos de odio, la discriminación, la violencia verbal, que delata un oculto impulso de violencia física. La forma de hablar determinaría el comportamiento de una persona. Modificando su forma de hablar, impediríamos que esa persona cometiese actos innobles o agrediese a otras personas en virtud de su color de piel, su sexo, su religión...

Más allá de lo poco que se diferencia eso del adoctrinamiento político de los regímenes totalitarios, como a cada uno de nosotros nos ofenden cosas diferentes, eliminar las palabras presuntamente cargadas de connotaciones peyorativas supondría eliminar la totalidad del diccionario. El racismo no se acabará por llamar a los negros «afroamericanos» o«subsaharianos». Seguirá habiendo gays aunque nos empeñemos en llamarle a la homosexualidad «opción sexual», concepto especialmente infamante, que presupone que preferir la carne al pescado es opcional, vamos, que los maricas lo son por vicio, como llevan décadas diciendo las señoronas del Opus Dei.

Pero, al parecer, la lucha contra el lenguaje sexista, racista y homofóbico está muy por encima de la consideración de sus presuntos beneficiarios. Si al señor Legrá no le ofendía la palabra «negro» referida a su persona, bien por estar acostumbrado a oírla, bien porque él empleaba con la misma liberalidad la palabra «blanco» para referirse a los lechosos como tú y como yo, en opinión de los paladines del lenguaje políticamente correcto esa palabra no deja de ser maligna de por sí y el señor Legrá, con su conformismo, un vendido, un traidor a su propia causa y, agárrate que vienen curvas, un racista.

Da un mucho de tembleque pensar que si los políticamente correctos gobernasen el mundo, a Celia Cruz le habrían prohibido lanzar su famoso «¡Asúúúúúúúúúca'!», por ser un cliché (y por su evidente desprecio a la salud de los pobres  diabéticos) y tampoco Antonio Machín se habría podido ganar nunca la vida con su arte, por encarnar al estereotipo de negro con maracas cantando boleros. A lo mejor, si el pobre don Antonio tocase trash metal o sardanas...

No. Alguna otra cosa se inventarían para que este hombre no pudiera ganarse dignamente los garbanzos. Precaución que nadie se tomó la molestia de sugerir para los políticos.

«Si parece un gilipollas, actúa como un gilipollas y habla como un gilipollas...»



«Compañeros y compañeras, españoles y españolas, estamos aquí reunidos y reunidas para presentar nuestro y nuestra programo político y programa política para los próximos y las próximas comicios y comicias». En la política ha penetrado de tal manera el temor al lenguaje ideológicamente cargado que nos hemos acostumbrado a oír engendros como éste. Pero claro, considerando a los majaderos que tenemos en este país por políticos, no es de extrañar. Que hace falta ser no ya necio, sino abiertamente tonto del culo para hablar en semejantes términos. Porque el lenguaje busca la economía. Por eso ya no usamos las declinaciones. Rosa rosae y todo eso. Hace siglos que inventamos la eñe para ahorrarnos la segunda ene que diferencia el «anus» del «annus». Ahora, un puñado de iluminados tontos del haba pretenden imponernos conjugar siempre el masculino y femenino, incluso cuando no está disponible, porque no existe, se le inventa y punto, con lo cual un simple saludo cotidiano se convierte en una parrafada tal que:
«Buenos y buenas días y díos, vecino vecina de mi pueblo y de mi puebla.»
Si hablas así, alguien debería avisarte de que suenas como un soplapollas, y si la palabra «soplapollas» te ofende, querido lector, porque consideras que es deliberadamente discriminatoria para con los homosexuales, permíteme comunicarte que no sólo me importa una mierda, sino que empiezo a pensar que definitivamente eres un poquito soplapollas.

«¡Hablemos del mariconismo! ¡Cojones ya! ¡Hablemos del mariconismo! ¡El mariconismo va a llegar...»

 
Homosexuales y lesbianas los ha habido toda la puta vida. De hecho, en la antigüedad clásica ésa era la norma. Uno se casaba con una persona del sexo opuesto porque era su deber para con su clan y su familia engendrar hijos que defendieran la polis o portasen las águilas de Roma en su lucha contra los bárbaros. Pero eso no significa que, de haber podido elegir, se hubiese conformado con una pareja del sexo opuesto. El ideal romántico solía expresarse en forma de amor homosexual. Las chicas de Atenas se enamoraban de otras chicas, las alumnas de Safo se entregaban, sospechamos, a toda clase de pasatiempos leśbicos antes de ser entregadas en matrimonio a sus maridos. Darse por culo unos a otros era un rito de madurez entre los adolescentes romanos. Alejandro Magno perdía más aceite que el Renault 12 de mi padre y eso no le impidió conquistar medio mundo (ni casarse con una afgana, lo cual demuestra lo raras y complicadas que eran ya entonces las cosas en Afganistán). De Julio César decían en la época que era «el marido de todas las esposas y la esposa de todos los maridos». Vamos, que comía a dos carrillos. Que le daba tanto al vino blanco como al tinto. Que no le hacía ascos a nada. Que era anfibio. ¡Bisexual, joder! ¡Bisexual!

Bueno, pues en nuestra sociedad progresista, tolerante y madura, ser bujarrón se ha convertido en una vergüenza...

...para los propios homosexuales. O así lo entemos visto el empeño de ciertas organizaciones, que dicen representar los derechos de este colectivo, en negarnos el uso de la palabra «homosexual» ¿por denigrante?
No, la palabra «homosexual»
es discriminatoria porque invisibiliza a las lesbianas.
Para quieto: ¡que las lesbianas también son homosexuales! ¡«Homosexual» significa «del mismo sexo», o sea que abarca tanto a los hombres como a las mujeres que se sienten atraídos por otras personas de su mismo sexo!
No señor, «homosexual» se refiere únicamente a los hombres y por lo tanto es discriminatoria para con las mujeres.
Me cago en Neptuno. Esto es lo que pasa por quitar el latín y el griego de los planes de estudios. Entonces ¿qué? ¿Cuando hable de homosexuales, si no quiero ofender a nadie, tengo que decir expresamente «homosexuales y lesbianas»?
No señor, eso es sexismo puro y duro, porque tanto «homosexuales» como «lesbianas» encubren la existencia de otras personas que no se ajustan a la identidad heterosexual ni homosexual y que podrían sentirse excluidos.

 
Eeeeeeeeh... ¿Los pitufos? Siempre me he preguntado por qué son todos hombres, cómo se reproducen y por qué a Gargamel le costó tanto trabajo sintetizar una única hembr...
Estoy hablando de los transexuales, homófobo falócrata y machista.
¡Pero si eso es otra historia! Los transexuales no se sienten atraídos por su propio sexo, sino que no se reconocen en su sexo biológico sino en el opuesto a aquel con el que han nacido. ¿Qué coño tiene que ver la identidad sexual de una persona con la tendencia de otra a comer sólo rabos o sólo almejas?
Pues sí, son lo mismo. Comprendo que un homófobo sexista y lleno de odio como tú no lo comprenda, pero tanto los homosexuales como las lesbianas y los transexuales pertenecen al mismo colectivo, como los bisexuales y los intersexuales.


¿Los cuálo, perdón?
Los bisexuales y los...
Sí, sí, justo eso. ¿Intersexuales has dicho? ¿Y eso qué coño es?
Es una persona que presenta características físicas que pueden ser masculinas o femeninas o ambisexuales, y que por lo tanto puede desarrollar atracción hacia una pareja heterosexual, homosexual, lesbiana, bisexual, transexual...

 
Ay, la madre que me parió. Pero, hostia, que esa personas con características físicas bla, bla, bla, tendrá una identidad sexual sean cuales sean sus características físicas, ¿no? Si se reconoce en los rasgos identitarios masculinos o femeninos y le atraen los individuos de su propio sexo será homosexual, si le atraen los del sexo opuesto será heterosexual, y si le dan lo mismo carne o pescado será bisexual. Admito que aquí es difícil hilar fino, porque hablamos de alguien cuyo sexo físico no está diferenciado y que puede tener un lío monstruoso sobre su verdadera identidad sexual, pero ¿de verdad necesita su propia taxonomía?
Ya lo creo que sí, pero he renunciado a hacerte ver lo intolerante y sexista que es tu pensamiento. Más aún, no estás teniendo en cuenta a otro colectivo cuyos derechos debes respetar y que podría sentirse relegado si no se le menciona expresamente.

No sé. ¿Las estrellas de mar? Me rindo.
Los pansexuales.

¿Los pan...? Mira, a la mierda. Me voy a ceñir al
«bolleras» y «maricones» de toda la vida. Será zafio, pero cuando lo use al menos todo el mundo sabrá de qué estoy hablando.

Pues que sepas que eres un terrorista, que fomentas la intolerancia, el odio, y que eres cómplice de la violencia contra el colectivo elegetebeí.
«¿El colectivo qué, por el amor de Dios?»
El colectivo elegetebeí, o sea el colectivo de Lesbianas, Gays, Transexuales, Bisexuales e Intersexuales.

«Se te han caído los pansexuales por el camino. Y a mí los cojones.»
Perdón. Gracias. El colectivo elegetebeipe.




 
El odio por razones de orientación sexual es tan mezquino y venenoso como el racismo o el machismo, pero la solución, al parecer, pasa por dejar de usar las palabras que designan esos comportamientos «fuera de la norma», hacer desaparecer a las locazas, los sarasas, los invertidos, los chicotes y las machorras de toda la vida dentro de un trabalenguas que puede acabar con nosotros en urgencias, llevados por nuestros atribulados parientes ante el temor de que estemos sufriendo un ictus.

Elegetebé. Ni homosexuales, ni lesbianas, ni pollas: personas elegetebé. Así es como se acaba con el problema. No educando a los críos desde pequeñitos a respetar a sus compañeros de clase por amanerados que parezcan, a que las niñas también pueden jugar al fútbol y liarse a hostias en el patio del colegio. No señor. Para que ningún otro muchacho tenga una adolescencia de mierda porque le gusta el profe de filosofía, para que ni una sola chica más tenga pesadillas con los fuegos del infierno porque se pone burra en el vestuario del gimnasio, entre las núbiles carnes de sus compañeras, para que se acaben las agresiones a los homosexuales la solución no es educar en el respeto y el compañerismo, sino pegarle un acrónimo a los mariquitas, huy, perdón, quise decir elegetebés.

Y, hablando de colectivos particularmente susceptibles, hablemos de los chupacir... personas religiosas.

«Dios pedirá cuentas»
Artículo 525
1. Incurrirán en la pena de multa de ocho a doce meses los que, para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican.
¿Hasta qué punto es respetable el derecho del creyente de una determinada fe a sentirse ofendido?
Joseph Smith jnr. Fundó una religión. No se lo tengáis en cuenta.
El artículo 525 del código penal, vigente en esta España laica y aconfesional en la que vivimos, no deja espacio a la interpretación: cualquiera que haga escarnio de una confesión religiosa incurre en delito. Y, aunque ni al que asó la manteca se le ocurriría que el delito de blasfemia contemplado por esta ley fuese pensado jamás para proteger otras religiones que no fuesen la cristiana (y católica, apostólica y romana), el 525 nos crea una serie de incertidumbres:

¿Si yo afeo a un santero el decapitar a un pollo vivo, porque entiendo que es maltrato animal, estoy ofendiendo sus sentimientos religiosos?

Si impido a un sacerdote tolteca sacrificar a un prisionero a Tezcatlipoca ¿me puede denunciar por ofensa a sus sentimientos religiosos?

¿Si le digo a un mormón que, en mi humilde opinión, Joseph Smith estaba como una regadera, me llevaría ante los tribunales?

¿Puede invocar el artículo 525 un aghori, después de oírme cuestionar su dieta (que es, en el mejor de los casos y por no entrar en detalles, poco higiénica), para exigirme que cierre la boca?

Y no, no voy a polemizar acerca del absurdo de que un determinado conjunto de afirmaciones fantásticas, respaldadas por absolutamente ninguna prueba en absoluto, deban merecer una protección especial por encima de otro conjunto diferente de creencias. Sobre lo que quiero atraer tu atención es que si quieres explorar los límites de la libertad de expresión y no te asusta meterte en un quilombo del carallo, pruebes a decir algo contra la religión. Y sí, hablo de la religión.

 

A Javier Krahe lo sentaron en el banquillo porque un vídeo suyo grabado en 1977, y emitido por televisión 27 años más tarde, había ofendido a alguien.

(Curioso: representar a un pobre hombre en un suplicio, clavado a un madero como una mariposa, agonizante, tal vez muerto, no es, parece, ofensivo. Freír esa efigie parece que sí lo es.)

A los de Charlie Hebdo los asesinaron porque a un par de salvajes les habían ofendido sus caricaturas de Mahoma.

En este preciso momento, mientras y tú y yo cagamos turrón, hay personas en el mundo matando a otras personas por una diferencia de interpretación en su libro sagrado, o porque afirman que su dios tiene la picha más grande que el tuyo.

Eso me ofende.

Resulta difícil mostrar tolerancia o comprensión con las supersticiones de otro cuando comete toda clase de vesanias escudado en ellas. Y sin embargo hemos oído, tras el atentado de Charlie Hebdo, a algunos medios de comunicación responsabilizando, con la boca pequeña, eso sí, a los humoristas asesinados por haber ofendido a los musulmanes. Como si alguien mereciese morir por hacer un dibujo, o fuese digno de un grado menor de simpatía por nuestra parte desde el momento en que se tomó a chacota los símbolos de una religión. «Sí, claro que es una tragedia pero... en realidad se lo estaban buscando, ¿entiendes?»
 
Las sobreactuadas reacciones de los ministros de cualquier religión cuando sienten lesionado su derecho a no ofenderse me llevan a sugerir que la  forma de determinar el grado de civilización de un país sea observando qué hacen sus nativos cuando no les gusta un chiste. Sospecho que, en los países civilizados, a los humoristas sin gracia simplemente los tiran al pilón.

Vivos.

Y enteros.

Eso cumpliría la función de cribado y haría innecesario el tramposo recurso a los eufemismos.

«¡Barragán, eres el siguiente!»
«Don't ask, don't tell, you bastards!»

Todo se reduce a lo mismo: si eliminamos las palabras que pueden producir conflicto, eliminamos el conflicto, ¿verdad?

Pues no. Hay que ser subnormal profundo para pensar que un problema tan complejo como la discriminación, en la forma que sea, se resuelve hablando raro. Y sí, mira, en el mismo párrafo he insultado a las personas con alguna tara psíquica o defecto del aprendizaje y a ti, que dices «individuo de etnia gitana» y te quedas más ancho que alto, convencido de haber hecho una gran aportación a la integración del pueblo romaní en la sociedad española, pero que le coserías el chocho con una grapadora a tu dulce hija de quince años si supieras que está saliendo con un puto gitano de mierda.
 

El lenguaje políticamente correcto es la prueba de que no hay problema lo bastante complejo que no inspire una solución rápida y sencilla a algún gilipollas tan bien intencionado como mal asesorado.

Y además es odiosamente paternalista. «Pobrecitos negros/maricones/mujeres/inmigrantes/moros/chinos/gitanos/bolleras/víctimas del terrorismo... que no pueden defenderse solos. Vamos a callarnos todas las palabras que puedan ofenderles (o sea todas) no sea que les de una perrencha, ¿eh?»

¿Pueden ofender las palabras? Indudablemente. Depende del contexto, del emisor, del receptor, de la intencionalidad con la cual se escogió esa palabra y no otra...

Los defensores de cogérsela con papel de fumar pretenden culpabilizar a los que no siguen su ejemplo. Marcarlos con la letra escarlata de lo políticamente correcto. No denigrarlos por lo que piensan, sino por atreverse a manifestarlo. «Me da igual que seas racista/machista/xenófobo/homófobo...» siempre y cuando no lo demuestres». Y si el principio de acción y reacción es incuestionable en física, no debería serlo menos en sociología. Obliga a la gente a comerse sus palabras. Prohíbele decir en voz alta lo que piensa. No le invites a participar en un debate donde pueda enfrentar sus ideas a las tuyas y, con suerte, darse cuenta de que son antisociales, violentas o incluso criminales. No. Eso es demasiado complicado. Tú limítate a mandarle callar, y reza porque no aparezca un salvador dispuesto a canalizar todo el cabreo de esas masas estigmatizadas a quienes se les niega el derecho a proclamar lo mezquinos que son.

No, no es una pesadilla. No, no vas a despertarte.
Considerando el desperdicio de energía que conlleva escoger para nuestro discurso palabras ideológicamente neutras, no sexistas, homorespetuosas y no ofensivas para la religión, no cabe sino concluir que el lenguaje políticamente correcto es un invento pensado para hacernos callar la puta boca. Oculta la realidad de los desheredados, los oprimidos, los perdedores y disfraza el miedo a lo que es distinto, a lo que no encaja en nuestro casillero de heterosexuales blancos y cristianos. Por eso fue implementado en los Estados Unidos, donde las clases medias y empresarios blancos no quieren nada que les recuerde a los rechazados por el sistema, los clavos que sobresalen y resisten cualquier martillazo: pobres, negros, maricones, moros, ¡mujeres!

Ahora bien, y resumiendo, ¿hay palabras que, por su propia naturaleza, resultan ofensivas?

Si necesitas que conteste a esa pregunta probablemente seas un imbécil. Y yo no escribo para imbéciles.

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