sábado, 29 de julio de 2023

La ética de la autodefensa

Convertirte en el viejo gruñón que señala los defectos de las cosas que hacen los demás acarrea, además de la etiqueta de palizas insufrible, la consecuencia casi inevitable de ser etiquetado como un sádico. Un cabrón que se regodea en las desgracias ajenas. Cuando no, con la suficiente dosis de paranoia, en un conspirador activamente implicado en la ruina de aquello cuyas flaquezas denuncia.

Partiendo de la base de que todo eso fuese cierto (no lo es), a mí me haría muy feliz que Peter Jackson se la cargase con todo el equipo al rodar El hobbit y me la pondría especialmente dura que las carreras cinematográficas de Ridley Scott, M. Night Shyamalamachinchán y sobre todo Zack Snyder se hayan ido a la puta.

«Ole ole, jejejejé».

La persona o personas dispuestas a creer semejante gilipollez podrían acusarme también de haberme empalmado como una bestia ahora que la sobreexplotación necia, politizada y arrogante por megacorporaciones paletas de algunas de mis obras culturales favoritas como el universo Marvel, Star Wars, The Matrix, los videojuegos o la serie de Geralt de Rivia ha saltado por los aires, con pérdidas multimillonarias para esas compañías que adquirieron un boleto de lotería premiado y se limpiaron el esmegma del cipote con él antes de usarlo para liarse un porro.

(Disney acaba de admitir que Dr. Stronzo en el multimierdoso de la vaginalidad racializada costó 94 millones y medio, casi cien millones más. Así que las pérdidas de ese espanto de secuela mal parida de Wandavisión fueron mucho mayores de lo que los analistas del medio se habían atrevido a suponer. Y digo suponer porque, de un tiempo a esta parte, los estudios se muestran particularmente reacios a declarar los presupuestos de sus películas. ¿Para así poder tener más libertad a la hora de aplicar esa contabilidad creativa de la que ya hemos hablado en la bitácora, tal vez, y que fuentes internas sugieren se estaría llevando ya al nivel de las Bellas Artes?).


Esas mismas personas me supondrán idiotizado por un orgasmo lacerante cuando el juguete de mil millones de dólares de Jeff Bezos que corrompe, desfigura y viola analmente la obra de J.R.R. Tolkien explotó como un condón de segunda mano en el tubarro de una vespa.

Y lo cierto es que no.

Ni por asomo.

A mí no me hace feliz ni que la largo tiempo demorada e incontables veces reshooteada y remontada The Flash se haya comido un moco colosal (nuestra opinión al respecto, aquí) al mismo tiempo  que Disney acababa de torturar hasta la muerte y violar el cadáver del pobre Indiana Jones, que Shazam! Fury of the Gods haya sido tan dolorosamente mala, que la secuela de Avatar no haya merecido la pena la espera  y que probablemente Star Wars esté muerta. Para siempre.
Sip. Justo lo que los fans de Supermán estaban deseando.

No me alegra que el cómic del hijo queer de Clark Kent haya sido cancelado porque no lo compraba ni Cristo que lo fundó, que la tercera temporada de The Mandalorian haya devaluado de tal manera al personaje que lo ha convertido en un intruso en su propia serie, ni que The Marvels vaya a ser, como todos los indicios parecen indicarlo, un nuevo clavo en el ataúd del universo cinematográfico de La casa de las ideas; pero tampoco que me reescriban las reglas sobre la marcha, como cuando, después de pasarse dos videojuegos flirteando y siendo cortejada por machos, me hayan sacado a Aloy del armario en el DLC de Forbidden West; siguiendo la estela de Ellie en The Last of Us 2 (o sea, que ni siquiera han sido originales).
(Para algunos de los que seguían la serie de HBO y no conocían los videojuegos, el momento tope bollo de Ellie, también con girito interracial añadido, ha sido extraordinariamente cabreante hasta el punto de que hay quien ha optado por recurrir a la siempre preocupante censura).
¿Aloy heteroflexible? Pues vale. ¿Y qué?

¿Por qué iba a alegrarme? ¿Qué clase de insensato se alegraría de que le vayan mal las cosas a las compañías que le traen las películas, los cómics, las series de sus personajes favoritos? ¿Qué hijo de puta sin cerebro ni empatía se alegraría de que hayan tenido que traer de regreso a David Tennant (pagándole sabe Blas cuánto) porque el Dr. Who femenino de Jodie Whittaker estaba cosechando récords SUBTERRÁNEOS de audiencia e hiperventiladas protestas de los fans por la metamorfosis de su programa favorito en un panfleto de corrección política forzada y de su Doctor favorito en un irreconocible activista woke; o que Invasión secreta haya resultado ser, de acuerdo con todos aquellos que se han castigado viéndola (en serio, Javi, amor, ¿por qué te haces estas cosas?), un ni fu ni fa completamente superfluo escrito por una reata de disléxicos sin vergüenza ajena?

Ya me gustaría a mí que las cosas les estuviesen yendo bien a Warner/DC, Amazon Studios, Netflix, Disney/Marvel/Lucasfilms. ¿Por qué querría yo lo contrario? Sería tanto como cabrearme de que Riley Reid haya tenido un rorro. Ole ella, oye su niña y ole el afortunado que la inseminó. Que sean los tres muy felices juntos.

¿Por qué iba a amargarme la existencia el éxito de mis amigos?

Es decir, suponiendo que Marvel, DC y compañía sigan siendo o hayan sido alguna vez mis amigos, lo cual pondría en duda aunque sólo fuese por la cantidad de veces que, de unos años a esta parte, me han tachado, a menudo con carácter preventivo, de racista, machista, fascista, supremacista blanco, tránsfobo, misógino y votante de Vox cuando señalo los errores de elección de reparto, las incongruencias de guion, las profanaciones del canon original o la desidia de los responsables creativos.

Y, honestamente, en la comunidad de lectores de cómics, ciencia-ficción y fantasía, en el club de jugadores de videojuegos y juegos de rol de mesa, en la cofradía de fans de Star Wars, vamos, en la familia freak, hace mucho tiempo que estamos hasta los cojones de que nos maltraten.

Aragorn es blanco.

Pero Wizards of the Coast ha decidido que J.R.R. Tolkien se equivocó y en su edición de Magic dedicada a El señor de los anillos le han hecho al hijo de Arathorn y heredero de Isildur un blackface de manual.

Yo no tenía ningún interés en ver la película de Los ángeles de Charlie de 2019. Destetado con la serie televisiva de los años 70 y sin haberme librado aún del regusto a mierda de las dos autoparódicas películas del 2000 y el 2003, por más que me trajesen el póquer de pómulos de Lucy Liu y Cameron Díaz, no necesitaba una excusa para quedarme en casa y pasar olímpicamente del largometraje de Elizabeth Banks.

Me vino bastante bien que desde la prensa woke y el twitter de la directora se me previniese de que había hecho bien. Que aquella película no era para mí, nunca lo había sido y nunca lo sería.

Lo cual no disminuyó mi perplejidad cuando, a la luz del HOSTIÓN ÉPICO que el reboot de 2019 se comió en taquilla, la misma prensa maricomplejines y la misma (presunta) directora me acusaron de misógino, machista y amigo de Harvey Weinstein por no haber ido a ver la película que ellos mismos me habían recomendado no ir a ver.

O como cuando Brie Larson, en toda su supina ignorancia, pretendió silenciar las críticas negativas que estaba recibiendo A Wrinkle in Time (adaptación racializada y adulterada del clásico de ciencia-ficción escrito por Madeleine L'Engle en 1962) bajo el argumento de que la película no estaba hecha para hombres blancos, e implicó que el coñazo de casi dos horas dirigido por Ava DuVernay habría funcionado mejor en taquilla (100 millones de presupuesto, aprox, contra una recaudación total de algo más de 132 millones) si hubiese más críticos de cine negros, porque es que lo que se dice a los blancos no es que les haya apasionado, la verdad.

Estos tres sencillos ejemplos resumen cómo mi personal historia de amor con el cómic, el cine, la literatura y los videojuegos ha acabado pareciéndose cada vez más a una relación tóxica en la que mi pareja me castiga por sus propios errores, trata de imponerme sus lisérgicas fantasías y me exige contrición y penitencia por pecados que o bien no he cometido o de los que no me arrepiento. Y la DEBACLE de la industria cultural por su repulsiva sumisión a las amarigüanadas exigencias de la autoritaria minoría de niñatos narcisistas y activistas sojas que en su puta vida han cogido un cómic o una novela de ciencia-ficción en la mano; genuflexión responsable, junto con las pésimas decisiones estratégicas y el encumbramiento de autores mediocres, responsable, digo, de la decadencia de las cuentas de resultados de los grandes grupos editoriales y mediáticos, me produce una mezcla de preocupación y tristeza. Porque sin una industria razonablemente sana no hay cine, ni bueno ni malo, no hay cómics, no hay series de televisión, no hay novelas, no hay videojuegos. Y yo quiero una industria cultural sana. Y se me obliga a contemplar impotente su decadencia y corrupción.
Ni siquiera malos.

¿Qué motivo tendría yo, que adoro el cine, las series de televisión, los cómics, los videojuegos para querer que se hunda la industria del cine, de la televisión, de los cómics, los videojuegos, por patéticos, risibles, vagos y mierdosos que hayan sido el 99,99% de sus más recientes productos?

Pregunta retórica, respuesta obvia: ningún motivo. Y cada vez que me siento delante del teclado para poner a caldo la última diarrea explosiva de la industria cultural, lo hago con dolor, con la esperanza de que sea la última sombra antes de un radiante amanecer o para poder un día hacer que graben en mi lápida: «que os follen a todos, hijos de puta. Os lo advertí».

El arte ya no está en manos de los artistas sino de los contables. La cultura ya no está en manos de gente culta, sino de ganapanes. Las viejas glorias en zapatillas que escribían las historias que nos hicieron soñar de niños se han ido jubilando, ya no tienen nada que decir pero les da escrúpulo admitirlo, se han dejado corromper o hace ya tiempo que quedaron moñecos. Y los han sustituido gilipuertas sin sensibilidad ni redaños. Activistas incapaces de juntar cuatro palabras que tengan sentido han invadido las redacciones esgrimiendo por toda credencial artística sus pronombres, sexo (biológico o imaginario), preferencias fornicatriles e historial de victimización real o aparente acompañado, si cabe, de un graduado en Teoría crítica de la raza, Estudios de género, Sociología marxista o cualquier otra pseudociencia por el estilo.

Y el resultado está a la vista: guiones para producciones multimillonarias que no cumplen el mínimo estándar para ser admitidos como fan-fiction para estómagos a prueba de bomba, racialización y negrificación POR COJONES de personajes original y tradicionalmente blancos. Deconstrucción y castración simbólica del héroe clásico, reo de masculinidad tóxica por tener mandíbula cuadrada y preferencia por el sexo opuesto, y su sustitución por mujeres con superpoderes (si no ya me dirás cómo coño tumba Scarlett Metro Sesenta y Cincuenta y Cinco Kilos Johannson de una sola hostia a maromos de dos por dos metros y cien arrobas) o andróginos de sexualidad fluida, difusa o abiertamente sodomítica que, para más inri, no aportan absolutamente nada a la trama salvo una intrusiva y forzada REPPPPPPPPPRESENTEISHON que  le hace más mal que bien al colectivo de las siglas crecientes a fuerza de reducirlos a insultantes estereotipos (pelo rosa, sienes afeitadas, barbells en la nariz, bíceps de camionera) volverlos molestos e intrascendentes. Corrupción y bancarrota de franquicias exitosas. Caricaturización u ostracismo de personajes amados y respetados por generaciones de seguidores. Falsificaciones históricas que se intentan imponer al consenso de los especialistas e incluso a la evidencia reflejada por las fuentes primarias «porque es más importante la corrección moral que el respeto a los hechos»... en fin, nada que no hayamos denunciado numerosas veces desde esta bitácora. A gritos. Pero no nos escuchan; no escuchan al público, y los responsables de esta debacle cultural siguen preguntándose por qué repetir una y otra vez fórmulas que ya ha quedado demostrado que no funcionan sigue sin dar dividendos, y prosigue el llanto y el batir de dientes en las asambleas de accionistas.

Pero, mira, por una vez no vengo a quejarme.

Vengo a proponer una alternativa.

Una que está al alcance de tu mano, de la mía, porque, por primera vez en años, las puertas hacia la edición se han multiplicado de tal manera que los cancerberos han dejado sin vigilancia la mayoría de ellas. El acceso al público nunca había sido tan sencillo. Se han caído las murallas. Han ardido las atalayas y fortalezas que custodiaban los caminos. Nunca como ahora las personas creativas lo han tenido tan fácil para llegar al mercado.

Ya está bien de recibir hostias. Ha llegado el momento de que los fans practiquemos el sacrosanto derecho a la autodefensa.

¿No te gustan las cagarrutas de conejo con lombrices que Marvel/Disney/DC/Netflix/Amazon/Quiensea intenta obligarte a comer?

Escribe las tuyas propias y prueba suerte, ahora que puedes. ¡Basta ya de conformismo y de acomodarte en el sofá!

En julio de 2022, Eric D. July, vocalista de la banda rap-metal BackWordz (no, yo tampoco he oído hablar de ellos) y colaborador de la emisora conservadora Blaze TV (estos, me parece), dijo, bien alto, que ya había tenido suficiente. Lector de cómics de toda la vida, particularmente cómics de superhéroes, agotado y frustrado por la demolición y perversión de sus personajes favoritos y el declive en la calidad de las historias, subordinadas al machacón mensaje de lo políticamente correcto, Eric July abrió un crowfunding para un cómic de superhéroes expresamente «anti-woke» que debía inaugurar todo un universo propio con el cual plantarle cara a la dominante guerra cultural que ha corrompido la cadena editorial de los grandes editores de tebeos.
"I'm not in the business of lecturing people and telling people exactly how to live their lives. But there are universal truths that I will acknowledge and I think that's what's sort of missing, because people have, unfortunately, definitely in comic books these days, put other stuff at the forefront, and telling a good story is secondary. Acknowledging those universal truths are secondary if they are ever acknowledged at all."

Volver a los orígenes. Volver a las historias y los personajes. Enterrar la propaganda, el adoctrinamiento, la ideología queer, la racialización forzada, la definición de protagonistas basada exclusiva o mayoritariamente en sus orígenes, su pigmentación o en los usos recreativos que le dan a los aparatos de follar. Descartar la escritura perezosa, el recurso fácil a los universos alternativos o los viajes en el tiempo para arreglar cagadas argumentales o recuperar personajes a los que no deberíamos haber matado en primer lugar (y por lo tanto privar de grandeza trágica y trascendencia a la muerte, destruir el suspense, el drama, pues todo puede ser resuelto vía viaje intradimensional, a través de la speed force o la máquina del tiempo del Dr. Doom).

Joder, suena bien, dice alguien que lloró con la muerte de Gwen Stacy, pero lloró todavía más con las sucesivas resurrecciones y muertes de Jean Grey.

La campaña de lanzamiento de Isom, el primer cómic de superhéroes del Rippaverso (juro por Sara Sampaio Dominátrix que se llama así), tenía un objetivo de 100.000 dólares para sus tres portadas alternativas. Ese primer número está guionizado por el propio July, dibujado y entintado por el artista brasileño Cliff Richards (Buffy Cazavampiros, Los Nuevos Thunderbolts, La Cazadora: Año uno) y coloreado por Gabe Eltaeb, que dejó DC por la puerta grande y con la cabeza bien alta después de llamar a Jim Lee, a la cara, «desagradecido» por editar el lema tradicional de Supermán (de «la verdad, la justicia y el estilo americano» a «la verdad, la justicia y un futuro mejor»).
(Eltaeb sigue considerando a Jim Lee su amigo y exige respeto para el editor en jefe de DC, al que afirma haber hablado desde un corazón roto: “I said what I had to say publicly because I’m not a coward. I’m not going to sneak around and talk to morons like Rich Johnston so he can cause chaos. [...] You probably hate me and think I am a fool but couldn’t stay silent any longer [...]. Your parents decided to immigrate to America, Jim. This country and its heritage and the blood spilled gave you everything you have, not South Korea. Even if the decision to remove the credit American culture had in creating Superman is out of your hands…it is so ungrateful for you to go along with this.”).

En sólo un día, el primer número de Isom alcanzó casi el millón de dólares en preórdenes de compra.

Para cuando la campaña terminó el 25 de julio de 2022, el primer número de Isom y del Rippaverso había generado un total de 3.737.920 en ventas, con un retorno del 3.738% sobre la inversión inicial.

(Aunque a algunos hijos de puta les faltó tiempo para subastar sus ejemplares en eBay. De todo tiene que haber en la viña del Señor).

Y puedes estar seguro, amado lector, de que no vendes casi cuatro millones de dólares en cómics por puro odio. Por hartazgo no te digo yo que no, pero no por odio. ¿Qué atrajo a todas las personas que financiaron el lanzamiento de Isom y lo convirtieron en un clamoroso éxito de ventas? Tal vez hastío del shitstorm de ideología queer, tal vez la arrogante ignorancia de los directivos de las corporaciones, tal vez la zapa, minado y demolición de sus personajes e historias preferidas; tal vez, sólo tal vez, el código ético, la declaración de intenciones de Eric July para su Rippaverso, pacto de caballeros resumido en tres aspectos. Copipego y traduzco un poco libremente:

UNO. Respeto al cliente: «Rippaverse Comics no se considera con derecho a tu dinero y debemos ganarnos tu apoyo. Recae sobre nosotros como creadores la responsabilidad de producir algo que tu consideres valioso y en lo que quieras seguir invirtiendo. El éxito de esta compañía estará mayoritariamente determinado por nuestra habilidad para mantener a los clientes interesados y satisfechos. El respeto debe ser mutuo y nosotros haremos justicia a nuestra parte del trato».
(O sea no dar el éxito por sentado y pensar que las cabeceras de tus cómics deberían ser garantía suficiente de venta, escuchar al cliente cuando te dice que la estás cagando y no pontificar ni alienar preventivamente a tus potenciales compradores acusándolos de ignorantes, racistas y homófobos por no comprar tu producto, un producto dirigido a una minoría por la que no se sienten representados y que raras veces compran cómics, si lo hacen alguna vez).

DOS. Canon y continuidad: «Nuestras aspiraciones van más allá de tener un par de personajes o series. Esperamos conseguir un vasto universo en expansión. Esto es algo que durante mucho tiempo ha sido motivo de intriga en los cómics americanos modernos, pero se ha convertido en un arte perdido. El Rippaverso llenará este vacío. Queremos que cada libro que compres importe. No habrá holgazanes viajes en el tiempo para cambiar historias o eventos. No habrá multiversos baratos que tengan versiones alteradas del mismo personaje. Este concepto seguirá siendo cierto independientemente del medio. Si los personajes aparecen en versiones animadas oficiales o películas, sus representaciones deberán ser tan fieles como sea realísticamente posible. Tus personajes favoritos serán siempre reconocibles».
(Nada de Supermán bisexual. Nada de Batman negro. Nada de separar a Banner de Hulk para currarse un Hulk coreano. Nada de masculinizar y subnormalizar a nuestra amada amazona esmeralda, ya que estamos hablando de ello. Nada de curar la parálisis del Profesor X para luego devolverle a la silla de ruedas. Otras veinte veces. Nada de matar a Stephen Strange y traerse de vuelta una «copia de seguridad» de otro universo. Nada de hacerle la del almendruco a Thanos para ganar una guerra que Los Vengadores ya habían perdido. Nada de un 007 mujer y negra. Nada de que el Fénix posea a otra persona, o a varias, por enésima vez).
Test de heterosexualidad: ¿a cuál de estas Hulkas invitarías a tomar un café?

Y TRES. Una línea temporal comprensible.
(Que se explica a sí misma: nada de reboots, desarrollo lineal de los personajes, crecimiento psicológico de los mismos, minimizar los flashbacks, procurar, en la medida de lo posible, contar las historias en orden cronológico).

O sea, básicamente lo contrario de todo lo que llevan casi veinte años haciendo los gigantes de la industria, a cuyos creadores alienados Rippaverse Cómics invita a trabajar en sus colecciones.

Yo no sé cómo saldrá el experimento de Eric July.

Pero ya te digo que me parece un buen comienzo. Éste es el camino. Devolver golpe por golpe. Combatir la mierda con talento, la propaganda con buenas historias, los estereotipos con personajes atractivos, el odio al freak gordovirgen con el amor canino hacia nuestros cómics, personajes e historias que siempre hemos sentido los fans, la arrogancia con humildad y respeto, los eslóganes vacíos con contenido, la cantidad con calidad.

Éste es el camino para reconquistar la industria que nosotros, nadie más que NOSOTROS, convertimos en un negocio milmillonario. Y tal vez el camino para recordarle a Marvel, a DC, a Flopnix, cómo nosotros, the paying customers (citando a Gary Buechler, la identidad no tan secreta de Nerdrotic), queremos que se hagan las cosas. Aún estamos a tiempo de salvar a Iron Man, Supermán, los mutantes de Marvel, a las Tortugas Ninja, Scooby Doo y Star Trek.
¡A las barricadas!
Ojalá las cosas le vayan bien a Rippaverse Comics y ojalá muy pronto haya otras iniciativas en el mismo sentido. Sara Sampaio Dominatrix sabe que las necesitamos como el comer.

Postdata: por si alguien tiene la tentación de etiquetar a Eric July como activista MAGA, supremacista blanco, redneck endogámico heredero de un largo linaje de fascistas ultraderechistas y klansman, adjunto foto del personaje:

Hala, a pastar.

Por duplicado. Sobre este póster del nada sexualizado culete de Cameron Díaz.

domingo, 16 de julio de 2023

Una forma como cualquier otra de morirse de hambre (y II, más o menos. Ya se verá)

Kevin Costner tenía un amigo que quería ser guionista de cine y acabó reconvertido en novelista. Si quieres leer la historia (más o menos) completa de Michael Blake, vete a la anterior entrada del Paratroopers.

Imagínate que publicas un libro.

O no, pero para el caso vamos a suponer que sí. Que lo mismo valdría, para la presente tesis, que fuese que no.


Publicas un libro y no lo lee ni Cristo que te fundó.

Enhorabuena, acabas de convertirte en autor maldito. Con un poco de suerte, veinte o treinta años después de tu muerte alguien encontrará un ejemplar en una librería de lance, un cubo de basura o calzando la pata de una mesa, descubrirá tu talento mal recompensado, te recomendará a sus amigos, que inundarán de peticiones de reedición a la editorial y te convertirá en un clásico.


Para lo que te va a servir a ti, que hace tiempo que estás en la habitación roja de Sara Sampaio Dominatrix cantando «hossana, hossana» mientras te pinzan electrodos en los cojones.
Y tú feliz de la vida, cabrón.

Y todo porque creías que tenías un libro cojonudo que te iba a sacar de pobre. En realidad probablemente tu libro sea una mierda, como prácticamente todos los libros, pero vamos a suponer que no, que te lo has currado, que el libro está razonablemente bien, que te has pelado los huevos escribiendo y, sobre todo, corrigiendo, que has dedicado meses a documentarte, comprobado y confirmado tus fuentes, que has hecho repasar el manuscrito por personas más inteligentes que tú y has ejecutado las enmiendas que te han sugerido. Por uno de esos caprichos del destino (puto chapero veleidoso y traicionero) has encontrado editor y, seguro de la calidad de tu trabajo, te has reclinado en una tumbona y esperado a que la pasta y las zorritas prietas empezasen a llover.

Cosa que nunca sucedió. Porque, como ya hemos explicado en la anterior entrada, la mayoría de escritores con obra publicada venden un máximo de 300 ejemplares en toda su carrera. Y esos son los afortunados, porque la mayoría vende muchísimo menos, cantidad que normalmente depende del tamaño de su círculo de amigos y familia extensa. Los escritores que consiguen vivir de la escritura, exclusivamente de la escritura, son una élite. Literalmente unos privilegiados dentro de la ya reducida casta de afortunados que han conseguido publicar algo. Y los que además de vivir de la literatura viven cojonudamente, están montados en el dólar, ganan pasta a espuertas, esos ya no es que no sean élite, es que han tirado de la palanca de una máquina tragaperras y les ha salido el turboultramegajackpot: tres Riley Reids seguidas con premio extraordinario de Riley Reid.
Deutschland!

La mayoría de escritores obtienen un único retorno de la escritura y es el libro mismo que han escrito, si es que llegan a acabarlo, que ésa es otra, Matías, que ya hemos contado en la bitácora que si te has sentado a escribir un libro y lo has acabado YA ERES parte de un club muy exclusivo.

Y aunque un volumen que nadie más allá de tu familia y coleguis saben que existe pueda parecer una mierda de retorno a todo el trabajo que supone escribir un libro, ése podría ser en realidad un activo extraordinariamente valioso que podrías y tal vez deberías plantearte invertir.

Porque si has terminado un libro, hay al menos una cosa que deberías haber aprendido a hacer: escribir libros. Y esa tarjeta de presentación, que para el mundo editorial o tus posibles lectores pueda no significar nada, podría ser la llave para algo que sí te permita pagar las facturas y, quizá, no morirte miserablemente de hambre, sepultado bajo la roña y mordisqueado por las chinches.

Un libro publicado puede ser el encabezamiento de tu currículum profesional.

Si el libro es bueno, podría ser incluso un buen currículum.

Piensa en Frank Herbert. Dune tardó mucho, mucho tiempo, es que AÑOS en convertirse en un clásico, en un best-seller. (para tu fácil digestión, amado lector, te hemos resumido aquí la historia del libro). Herbert había empezado como periodista (mintiendo acerca de su edad) y, durante mucho tiempo, siguió trabajando como periodista porque había que poner comida en la mesa: el Seattle Star, el Oregon Stateman, la revista California Living del San Francisco Examiner... Entretanto, Herbert publicó una historia aquí y otra allá. Looking for Something, su primera ficción publicada, apareció en el número de abril de 1952 de la revista Startling Stories, entonces una publicación mensual editada por Samuel Mines. En los años siguientes, Herbert publicó algunas obras breves más en las revistas Astounding Science Fiction y Amazing Stories. Nada lo bastante exitoso como para llenar la nevera y mantener a raya al casero.

En 1955, Herbert publicó su primera novela con Doubleday, El dragón en el mar (previamente serializada en Astounding Science Fiction). Los críticos la adoraron. Los lectores de ciencia-ficción dijeron «¿meh?» y la novela fue, a grandes rasgos y por no entrar en la cifra menuda, un fracaso de ventas. Herbert seguía sin poder pagarse las lentejas como escritor, y eso que en aquellos años se sacaba un sobresueldo escribiéndole discursos a Guy Gordon, senador republicano del estado de Oregón.

Herbert era un buen escritor. Incluso un muy buen escritor. Pero era incapaz de llenar la nevera con su trabajo. Aquí, y allá le encargaban artículos para esta revista o aquel periódico. Publicaba alguna que otra historia en las revistas especializadas. Pero la pasta seguía sin llegar en cantidad significativa.

Herbert estaba hecho polvo, pero seguía escribiendo. Y lo que hacía, lo supiese o no, era invertir en su carrera literaria. Cada borrador, cada sinopsis, cada párrafo, cada cuento de ciencia-ficción, cada página de discurso, era dinero simbólico que ponía en el banco de su talento como escritor. Y ésto es algo, querido lector, que deberías tener muy presente si quieres aspirar a morirte de hambre algún día con esto de la literatura: no recibirás réditos de las letras si no inviertes en ellas. Los intereses sólo los cobrarás (si es que llegan algún día) del esfuerzo, el sudor, las lágrimas y sobre todo las palabras invertidas en tu trabajo como escritor.
(Sí, claro, hay casos de inexplicable florenelculismo como los de Dan Brown y E.L. James, pero ni siquiera doscientas golondrinas hacen verano).

A finales de los 50, una revista encargó a Herbert un artículo sobre las dunas de arena en las inmediaciones de Florence, Oregon. Apasionado por el paisaje, Herbert acabó con una cantidad superlativa de material, mucho más de lo que cabía en una pieza de mierda para una revista de mierda. El artículo jamás fue publicado porque Herbert no llegó a escribirlo, pero la idea de un mundo dominado por dunas comenzó a obsesionarle. Particularmente durante los cuelgues de psilocibina a los que Frank Herbert era tan aficionado por aquel entonces. Drogas-Dunas-Expandir la mente, Drogas-Dunas-Expandir la mente, Drogas-Dunas-Expandir la mente... ahí había algo. Frank aún no sabía el qué, pero algo. También sabía que, fuese lo que fuese que hubiera allí, no era un proyecto que pudiese escribir en sus horas libres, mientras intentaba casi desesperadamente proveer para su familia.

En los años 60, Beverly Ann Stuart, la segunda esposa de Herbert, aceptó un trabajo a tiempo completo como escritora publicitaria y se convirtió, de facto, en la que llevaba los pantalones en casa, la que llenaba la despensa y pagaba el gas, la luz y el teléfono. Asegurada la mínima subsistencia, Herbert se crujió los artejos y empezó a dedicar todo su tiempo a escribir. Seis años de aporrear teclas, estudiar las fuentes y reunir documentación y, sobre todo, corregir, corregir, corregir, corregir y corregir, condujeron a Dune, publicada primero por entregas entre 1963 y 1965 en la revista Analog (reencarnación de la originaria Astounding Stories of Super-Science) y finalmente en formato novela y tapa dura en el año 1965.

Ya no hacen drogas como las de antes.

Dune es un superclásico. Es el libro que sentó el canon para la ciencia ficción y fantasía de los sesenta y setenta y casi para cualquier obra posterior. La combinación de magia, misticismo, filosofía new age y naves espaciales de Star Wars no existiría sin Dune. Tal vez tampoco la serie de cómics de Valérian y Laureline de Pierre Christin y Jean-Claude Mézières (adaptada en 2017 para la pantalla por Luc Besson, con una recepción en taquilla insuficiente para justificar una secuela. Tal vez porque, ambientación, efectos especiales ultra-avanzados y Cara Delevigne aparte, no aporta prácticamente nada que no hayamos visto ya en Star Wars hace años). Es dudoso que GRRRRRRR Martin dedicase tanto tiempo a desarrollar la política y las luchas intestinas, dentro incluso del mismo clan de su serie de Canción de fuego y hielo, de no existir una novela de 1965 llamada Dune que, hasta donde llega nuestro conocimiento, exploró por primera vez esas profundidades de la ficción especulativa.


Dune es hoy en día un clásico y un best-seller.

Pero no lo fue en 1965.

Ni en 1966.

Ni en 1967.

Ni en 1968, cuando Herbert había cobrado de Dune unos 20.000 dólares en derechos de autor.

Los críticos adoraban Dune y la ponían por las nubes.

Los lectores, incluyendo algunos de los más recalcitrantes fans de la ciencia-ficción seguían diciendo «¿meh?».

Pero Dune fue un buen aporte al currículum de Herbert. Ahora era un escritor maldito. Uno que se leía poco, pero del que se hablaba mucho. Ya sabes, y si no lo sabes te vas a enterar ahora, oh, excelso lector, lo que pasa con los autores de libros espesos, profundos, marginados, repelentes: «joder, macho, este libro es casi incomprensible... huuuuum... eso tiene que significar que el autor es un genio, ¿no?»

Dune fue la llave que le abrió de par en par a Frank Herbert las ligas menores: El Seattle Post-Intelligencer lo puso en plantilla de 1969 a 1972. La Universidad de Washington le dio un puesto como profesor entre 1970 y 1972. En 1972, Herbert trabajó con Roy L. Prosterman (profesor emérito de Derecho, ideólogo de la reforma agraria de Vietnam del Sur y fundador del Rural Development Institute), en Pakistán y Vietnam como asesor social y experto consultor en ecología y regresó de allí con suficiente material cinematográfico para montar un documental de media hora, The Tillers, emitido en 1973 por la PBS.
¡Boooooooooombaaaaaaaaaaa!

Dune fue una bomba de mecha lenta. Pasaron siete años hasta que la novela sobre Arrakis, la especia, los gusanos de arena y la vendetta entre Atreides y Harkonnen alcanzó popularidad y una cantidad de ventas lo bastante elevada para que Frank Herbert se plantease seriamente dejar de depender del salario de su esposa y de sus chapuzas como escritor y periodista free-lance y dedicarse a la escritura a tiempo completo. Pero en esos siete años, Dune y sus anteriores y prestigiosas (aunque comercialmente irrelevantes) incursiones en la ficción abrieron a Herbert toda clase de oportunidades profesionales, no necesariamente relacionadas con la escritura.

Toda la inversión hecha por Frank Herbert en su carrera literaria comenzó a dar réditos mucho antes de que Dune se convirtiese en un best-seller. En los 70, Herbert no sólo era conocido como un escritor minoritario, sino como solvente mercenario de la tecla, experto en ecología y desarrollo rural, profesor, divulgador... Si Dune jamás hubiese llegado a venderse medianamente bien, Herbert habría podido salir más o menos adelante gracias a la reputación de intelectual y experto que le reportó ese libro.

Y no es el único caso.

La periodista Anna David publicó Party Girl en 2007. Si estás, oh, amado lector, hasta los reverendísimos cojones de leer la enésima vuelta de tuerca al tropo de la novela de «chica blanca, preferente, pero no exclusivamente judía, con formación universitaria y pretensiones literarias, que se la pasa todos los días trasnochando, esnifando, plimplando, alternando con famosillos y jodiendo como si lo fuesen a prohibir mañana hasta que todo se va a la puta y decide darle un cambio a su vida y dejar la drogaína», que sepas que ese nuevo arquetipo de la llamada «quit-lit» fue oficialmente inaugurado por Party Girl, novela que sigue la estela de More, Now, Again, libro-testimonio de Elizabeth Wurtzel publicado en 2001 como especie de secuela de su Nación Prozac de 1994 (adaptada para el cine en 2001, con Christina Ricci en el papel protagonista).

(Los críticos, que, a grandes rasgos, habían elogiado Nación Prozac, la crónica de la batalla de la autora contra la depresión, pusieron a caer de un burro More, Now, Again, acusando a Elizabeth Wurtzel de escribir un libro que no iba a ninguna parte y que no era más que un ejercicio de narcisismo superlativo y palmario desprecio hacia otros, los propios lectores incluidos).

Anna David inspiró Party Girl en su propia historia de desintoxicación tras una relación
autodestructiva con las drogas. Los 20.000 dólares que le dieron en concepto de opción para la pantalla para una posible adaptación en forma de película le parecieron una miseria en su momento (Anna David, tal vez con un poco de vanidad, creía que la novela, en la que había puesto tanto de sí misma, de su propia experiencia personal, valía mucho más que eso), pero desde luego era una cantidad respetable. Poco sabía David que, pocos años después nadie iba a pagar ese dinero por opciones sobre libros, pero eso no hace al caso ahora.
(Sobre Party Girl se llegó a escribir un guion firmado por Helen Childress, la de Reality Bites, guion que Anna David sólo supo que existía cuando la propia Childress le envió una copia de su libreto después de enterarse, por una columna de Anna, que la autora no había vuelto a saber nada del proyecto para la película. Aunque hay varias series y película tituladas Party Girl, hasta donde me ha sido posible averiguarlo, la película basada en el libro de Anna David jamás ha llegado a rodarse. En Hollywood se compran todos los años cientos, sino miles de derechos sobre libros que jamás se adaptarán para la pantalla. Y se compran a menudo por las razones más espurias. Para que no los compre ningún estudio rival, por ejemplo, o para impedir que compitan con un producto que la compañía compradora ya está explotando, o porque el libro en cuestión es tan rematadamente malo, y esto ha pasado y volverá a pasar, que alguien empeña dinero de la productora para quitarlo del mercado hasta que la gente se olvide de él. Y es que no todos los héroes llevan capa).

Aunque Party Girl gozó de críticas elogiosas, ventas razonablemente buenas e incluso llegó a estar considerada para adaptarse en forma de película, el segundo libro de Anna David, Bought, basado en un artículo sobre prostitución de alto standing rechazado por su nuevo jefe, no tuvo tan buena acogida. Y sí, si investigas un poco descubrirás que Anna David llegó a colocar un título en la lista de los más vendidos del New York Times (que si supieras como funciona la lista del NYT tampoco le darías tanta importancia). Mucha gente cree que ese título fue Party Girl, y la propia Anna a menudo les permite creer eso, pero en realidad fue su volumen By Some Miracle I Made It Out of There, básicamente las memorias del prematura y tristemente fallecido Tom Sizemore, que Anna escribió casi en calidad de «negro» literario. Y, sin ninguna intención por nuestra parte de poner en tela de juicio el oficio y talento de esta mujer, cabe preguntarse si esa condición de novela-testimonio de un famoso conocido por su adicciones y polémicas dentro y fuera del plató fue, más que la prosa de David, lo que catapultó By Some Miracle I Made It Out of There a las listas de los más vendidos del NYT.

Pero ni siquiera colocar un libro en la lista de best-sellers del New York Times convirtió a Anna David en autora de éxito capaz de vivir exclusivamente de la escritura.

Así que, quizá un pelín frustrada (o resignada a no convertirse jamás en la nueva J.K. Rowling), Anna David convirtió su experiencia como escritora y autora publicada en los cimientos de Legacy Launch Pad Publishing, una empresa de servicios literarios para particulares y empresas. Entre otras cosas, LLPP ayuda a sus clientes con la edición de sus textos, organiza un plan de promoción, les aconseja acerca de las más efectivas estrategias de venta y , etcétera.

Anna David, que comprendió relativamente pronto que no iba a hacerse multimillonaria escribiendo libros, usó su trasfondo literario como currículum profesional para fundar su propia empresa, que ahora paga sus facturas.

Y de eso va la presente entrada, partida en dos mitades, del Paratroopers.
«¡Raaaaaah! ¡Raaaaah! ¡Odio los cliffhangers

Si no tienes un trabajo de diario, pero sí sabes un par de cosas sobre escribir y/o, casi por accidente, has conseguido publicar al menos un título, quizá deberías intentar convertir tu conocimiento y experiencia en tu currículum. Fundar una escuela de escritores. Dar conferencias sobre ése tema que conoces tan bien porque te pasaste tres años (lo que dura, de media, un máster) documentándote sobre él para una novela que nadie quiso publicar o que sólo vendió siete ejemplares, y tú compraste tres de ellos. Currarte un manual de escritura creativa. Ofrecerte como creador de contenido para estudios de cine, televisión, videojuegos, reality-shows. Buscar colocación editando la documentación corporativa de una empresa... No sé. Algo. Que tu carrera literaria no sea tu objetivo, en el que tienes novecientas noventa y nueve probabilidades contra una de comerte la madre de todas las hostias, sino tu currículum profesional para encontrar una ocupación que ni siquiera tenga nada que ver con esto de juntar letras, pero que derive de ella, como Anna David fundando y dirigiendo una empresa de servicios literarios o Frank Herbert asesorando a los vietnamitas sobre cultivos y ecología.

O simplemente resignarte. A fin al cabo ambos sabemos que tu libro es una mierda.