miércoles, 16 de febrero de 2022

"True talent is often unaware of its own brilliance"


Después de leer esta expresión de frustración pura de oliva, y últimamente esta otra entrada, vas a empezar a creer
, amado lector, que en Paratroopersdon'tdie le estamos cogiendo al pobre de Ridley Scott la misma manía que al infame Zack Snyder.

Y no. Son dos cosas diferentes. Son dos directores diferentes, con dos problemas diferentes.

El problema de Zack Snyder es que nunca ha sabido hacer cine. Su única película potable fue la primera, que encima era un remake. A partir de ahí ha ido cuesta abajo, pasando de desfigurar las historias que adapta a empeñarse en rodar lo imposible de rodar o meter a hostia viva sus obsesiones estéticas (tonos tierra, penumbra, zombis, morbo), que devalúan la película que está haciendo, cuando no directamente perpetra crímenes cinematográficos.

Ridley Scott es mejor cineasta en un mal día que Zack Snyder en su mejor momento. Pero a Ridley se le ha olvidado cómo hacer cine, o a sus ochenta tacos de calendario ya todo se la suda, o trabajar con su propia productora le da un margen de maniobra que merma la calidad de su trabajo en favor de pajotes estéticos sin ningún interés para la audiencia; pero de vez en cuando aún cumple, el abuelo.

Y me gustaría poder decir que La casa Gucci, su más reciente película, es prueba de el viejo maestro conserva su buena mano diestra.


Esta película de Scott relata el ascenso social de Patrizia Reggiani de su condición de proletaria blanca a esposa de Maurizio Gucci, heredero del imperio del lujo fundado por su abuelo, y desovilla el entramado de luchas intestinas, fraude y traición mediante el cual aspiró a usurpar todo el poder de la marca para su marido, la caída en desgracia de Patrizia y finalmente su juicio y condena en 1998 por contratar a los sicarios que mataron a Maurizio.

Este título no ha gustado nada a los supervivientes de la dinastía Gucci (básicamente las dos hijas de Maurizio). Una de las cosas que más les ha sulfurado es que el personaje de Patrizia Reggiani, interpretado por Lady Gaga, "is portrayed not just in the film, but also in statements from cast members, as a victim trying to survive in a male and male chauvinist corporate culture".

Y Ridley Scott, de nuevo con ínfulas de matón octogenario, poco menos que los ha mandado a la mierda. Como a todos los que no quisieron ir a ver El último duelo o la vieron y no les gustó. Y es que últimamente Ridley Scott parece estar todo el tiempo enfadado, haciendo que los que amamos su cine (el de antes) y sólo queremos disfrutar de sus películas
nos preguntemos qué carajo le pasa y por qué está tan cabreado con nosotros, como el dueño de este coche debe de estar preguntándose por qué Thor, dios del rayo y el trueno, la tiene tomada con él:
Algo habrá hecho.

Y ya me duele decir que, más allá de que los personajes reales del largometraje estén bien o mal retratados, algo que desconozco, que me da pereza investigar y que básicamente me importa un huevo prestado, La casa Gucci es lo mejor que Scott ha hecho desde, como mínimo, The Martian, película que, para más escarnio, es probablemente la menos Ridley Scott de todas las películas de Ridley Scott que he visto en mi vida, y que sin embargo, aun privada de casi todas las señas de autor del barbudo director británico, supera por años luz en calidad y entretenimiento a La casa Gucci.

La casa Gucci es lo mejor que Scott ha hecho desde The Martian, pero está muy por debajo de The Martian, que ni siquiera entraría en una lista de las diez mejores películas de Ridley Scott. The Martian es divertidísima y apasionante sin renunciar a la belleza cinematográfica mientras que ver o no ver La casa Gucci te da básicamente lo mismo. Mira que tiene mérito, y cuando Ridley Scott tiene mérito hay que reconocérselo, coger a verdaderos monstruos de la pantalla como Al Pacino y Jeremy Irons, a camaleones como Adam Driver y Jared Leto, y actrices con limitaciones pero solventes como Lady Gagá y Salma Hayek y conseguir que no logren en ningún momento conectar con la audiencia. Aunque sólo fuese porque ver a todos esos actores anglosajones (y a Hayek, maravillosa Lupita mexicana) impostando acento italiano convierte automáticamente a La casa Gucci en parodia
provinciana, cuasi-xenófoba y lancinante.

Ridley Scott ha cogido 75 millones de dólares y a cinco actorazos, dos de ellos verdaderas leyendas vivas de la profesión, y ha hecho una película que o te da cringe o te da lo mismo. Pese a la transformación de Jared Leto (y que también ha cabreado mucho a los Gucci) en gordo mediahostia amariconado, los momentos de genio actoral de Al Pacino, la nihilista decadencia encarnada en Jeremy Irons y lo sorprendentemente bien que comunica emociones con una mera mirada o un cambio en la inflexión de la voz Lady Gagá (¿a qué decís que se dedica esta chica?, porque lo que es en el cine tiene futuro), no diré yo que La casa Gucci me haya hecho torcer el morro como si hubiese olido un pedo de vegano, pero sí ha conseguido que me la vea con un 50% de resignación y un 100% de indiferencia.

Y eso no es cine.

El cine es arte. El arte debe transmitir una impresión estética. El cine debe conmoverte. Como se conmueve Yulia Gerasimova en este partido:

La casa Gucci no conmueve. La casa Gucci te la pela. Ver La casa Gucci es tanto como no verla porque no alcanzas a conectar con los personajes ni llega a importarte un pijo la trama.

(Y aún así está varios órdenes de magnitud muy por encima de la mejor película de Zack Snyder).

Échale un ojo, oh amado lector, a las notas que tomé mientras la veía:

«Ciao, Aldo, come stai?, alora», ¿por qué los actores anglosajones de esta película hablan la mayor parte del tiempo en un espantoso inglés con acento italiano impostado y de vez en cuando meten morcillas en la lengua de Indro Montanelli? ¿Esto qué cojones es? ¿El equivalente a sacar un manchego falseando acento gallego y soltando algún que otro «carallo»?

Patrizia es una advenediza, maquiavélica e intrigante gold-digger que hará lo que sea para convertirse en la reina de la dinastía Gucci. ¿"a victim trying to survive in a male and male chauvinist corporate culture"? ¿Qué película ha visto esta gente?

Minuto 48: tetas de Lady Gagá en la bañera. Mojadas.

Perooooo ¿así me ambientas el paso del tiempo? ¿Cambiando el vestuario y haciendo sonar un éxito pop de la época y crees que con eso basta? ¿Mi timis il pili?
Jared Leto. En serio.

Así, nada más. Cuatro apuntes. Porque es que a partir de un momento dado La casa Gucci empezó a darme igual. Fue como ver Don't look up, película en la que, a los veinte minutos de metraje me fui directo al final porque todo lo que pasase por el medio, aparte de predecible, me comía lo que se dice los dos cojones (y porque su pretendida sátira del meapilismo de nuestra clase política, la apoteosis del desprecio a la razón y la ciencia y la jocunda y orgullosa necedad de
nuestra civilización, lejos de moverme a risa me daba un ascazo gargantuesco por su fidelidad a la actualidad; y yo cuando veo una peli quiero como mínimo entretenerme, no que me arruinen el día). 

La casa Gucci es como un documental de la sobremesa de La 2, de esos que te dan galbana y son cojonudos para echarte una siesta. Es como comerte un Ferrero Rocher, que le das el primer mordisco y dices «¡hostia, qué rico!», tragas ese bocado empalagoso y pegadizo, le das el segundo mordisco, miras lo que te falta y dices «pero... no me lo tengo que comer todo, ¿verdad?».

La casa Gucci no es mala. Es larga, lenta y aburrida. No es el más reciente golpe de picha de arte cinematográfico de Ridley Scott, viejo maestro del Séptimo Arte. No te va a cambiar la vida. No vas a salir del cine electrizado, como después de ver Black Hawk derribado, no vas a caminar hasta el párking mordiéndote el labio para no soltar la lagrimita que te pica en el ojo, como tras la proyección de Gladiator (aunque desde el punto de vista histórico esa película sea un crimen nivel Braveheart o peor). No te pierdes nada si no ves La casa Gucci. No te concede ninguna recompensa si te tragas sus más de dos horas y media de metraje (el 50% del cual parecen descartes de un programa de viajes de la tele). No la ves y sales del cine diciendo «¡Guauuuu, me he visto la última de Ridley Scott!».
Más bien te vas a largar del centro comercial dando un portazo, como al final de El reino de los cielos, o cantando «Manolete, Manolete, si no sabes torear ¿pa' qué te metes?», como hiciste después de ver Robin Hood.

La casa Gucci no es mala, pero sus personajes nos dejan indiferentes. Maurizio Gucci (Adam Driver) se pasa todo el metraje a remolque de los manejos en la sombra de su ambiciosa y maquiavélica novia, luego mujer, Patrizia (Lady Gagá/Stefani Joanne Angelina Germanotta). Maurizio es un protagonista odioso. No hace cosas. Le pasan cosas. No actúa, sino que se deja llevar. Permite que Patrizia haga el trabajo sucio y él espera sentado a que llegue el momento de recoger el fruto de sus conspiraciones. Sólo toma dos decisiones: al final del segundo acto atrae el capital extranjero de un grupo inversor iraquí para comprar las acciones de Gucci de su tío y al principio del tercer acto rompe con su mujer (por razones que me ha resultado imposible comprender, porque no quedan bien explicadas en la película o bien es culpa mía, que soy pelín cortito) y empieza una relación con el personaje de Paola (Camille Cottin), y antes de que se de cuenta de lo que está pasando, los iraquíes lo echan de su propia empresa y los sicarios contratados por su esposa lo asesinan. O sea que no sólo es un personaje que prácticamente no toma decisiones, sino que es un personaje al que se castiga por tomarlas.

If you liked then you should have put a ring on it.

La verdadera protagonista de la cinta es Patrizia (Lady Gagá). Y es un personaje realmente interesante. El auténtico motor de la trama. Mi problema para empatizar con ella es que no acabo de verle ningún atributo que me la haga simpática. Desde que conoce a Maurizio en esa fiesta del primer acto se convierte en un personaje odioso obsesionado con dar el chuminazo de su vida. Todas las decisiones de Patrizia están motivadas por su deseo de ascenso hasta la cima de la pierámide social y enriquecimiento sin esfuerzo por vía venérea. Tiene momentos de debilidad que pretenden hacérnosla humana, pero que no borran el historial de ambición, hipocresía y conspiración construido a lo largo de toda la cinta y que nos la vuelven insufrible y repelente.

Y mira que Lady Gagá lo hace realmente bien, ¿eh? Su actuación ha sido una grata sorpresa. Esta chica ha crecido mucho como actriz desde que salió como «chica de la piscina Número 2» en un episodio de Los Soprano. No, no me he visto Machete kills ni Ha nacido una estrella; la primera me interesa entre cero y bajo cero aunque salga Jessica Alba (ya me vi la primera y no compensó) y la segunda, que seguro que está muy bien, probablemente no me la vea nunca porque me repatean los musicales (y sin embargo hay un selecto número de ellos que me gustan, incluso mucho). La casa Gucci es la primera vez que veo a Lady Gagá en el cine. Y no puedo menos que reconocerle oficio.

Lo cual debería acabar de avergonzar a esos doce compañeros suyos de la universidad de Nueva York, hijos de puta del primero al último, que se curraron el grupo de Facebook, hoy aparentemente cerrado, «Stefani Germanotta, nunca serás famosa» ("Stefani Germanotta, you will never be famous"). Cuando el grupo se creó, la entonces casi todavía adolescente Stefani Joanne Angelina Germanotta tocaba el piano en bares buscándose las lentejas en el negocio de la música. Además de burlarse de sus pretensiones creativas y denunciar que no era más que una narcisista obsesionada con llamar la atención, desde esta página de cabrones se llegó a proponer el boicot a la entonces todavía desconocida artista, publicando el lugar y hora de sus actuaciones y fotos de los panfletos, pisoteados, que anunciaban el bolo.


Esa Stefani Joanne Angelina Germanotta que «nunca sería famosa» debe sentirse reivindicada desde el momento en que ha ganado 11 Grammys de los 29 a los que ha sido nominada hasta la fecha, ha hecho televisión, ha hecho cine y, hasta donde llega mi conocimiento, es la primera mujer en la historia que ha ganado un Oscar, un Grammy, un Globo de Oro y un BAFTA el mismo año.

Me pregunto si alguno de esos hijos de puta tuvo con ella una escena como la que describe Winona Ryder en su biografía:

Aparte de la sorprendentemente versátil actuación de Lady Gagá, de la fotografía y otros aspectos técnicos, que en un título dirigido por Ridley Scott están más que garantizados, y una vez asumido que, honestamente, no podemos afirmar que la película sea mala o esté erróneamente concebida (problema del que sí adolece El último duelo), tampoco podemos decir que el visionado de La casa Gucci nos haya dado el gustirrinín que siempre debería producir en la audiencia un trabajo de Ridley Scott.

La película es muy larga y representa multitud de episodios a lo largo de varias décadas, pero aparte de unos cambios de vestuario y música, las elipsis no son del todo convincentes, la sensación de paso del tiempo no está bien conseguida y la progresión del drama es repetitiva. Es como si toda la historia girase en torno al mismo tema: en cada década le toca tener problemas financieros y legales a uno o a varios de los Gucci (normalmente por culpa de otros Gucci) y a la década siguiente se viran las tornas. Eso puede tener sentido si el director quiere transmitirnos la idea de una dinastía maldita o un linaje de grandísimos bastardos, pero hace que los personajes parezcan ir a remolque de la acción. Salvo la escena en la que decide contratar al diseñador de modas Tom Ford (escena que jamás pudo suceder en la realidad, porque no fue él quien decidió llevarse a Ford a Gucci, sino Dawn Mello, la directora creativa de la marca por aquel entonces, personaje que en la película ni está ni se le espera y cuya ausencia contribuye a impedirnos intuir el verdadero tamaño del emporio Gucci y transmite la sensación de que todo lo manejaban
personalmente Maurizio y su director ejecutivo), no recuerdo un sólo plano en el que se vea a Maurizio tomando decisiones estratégicas o empresariales. A partir de la mitad del segundo acto ya sólo aparece viviendo la dolce vita, viajando por todo el mundo, alojándose en hoteles de súper lujo, sacándole fotos a su megaestilosa mujer, concediendo entrevistas, poniéndole los cuernos a su legítima sospechosamente parecida a Lady Gagá, conduciendo deportivos, siendo tangado por su propio director ejecutivo...

Y el resto del reparto más o menos está igual de apático. Se dejan llevar por la marea. Rodolfo Gucci (Jeremy Irons) repudia a su único hijo por enchocharse de una cazafortunas, se pasa el resto del primer acto muriéndose, hace las paces con Maurizio cuando nace su primera hija y va y esmocha sin haber hecho correctamente el papeleo de su herencia, dejando a su hijo en una posición realmente precaria (Maurizio sería más tarde acusado de falsificar la firma de su padre para evitar el pago del impuesto de sucesiones, hallado culpable en primera instancia y luego absuelto y lo único que Scott nos muestra de ello es la fuga casi Jasonbourniana de Maurizio a Suiza para evitar ser arrestado). Aldo (Al Pacino) se pasa la película soltando las mismas tres frases en japonés, peleándose con su hermano porque Rodolfo se niega a abrir la marca a los nuevos tiempos, dejándose manipular por Patrizia, que quiere utilizarlo y lo utiliza como palanca para devolver a Maurizio al seno del imperio familiar del cual ha sido expulsado por su padre. Domenico de Sole (Jack Huston) es un personaje realmente activo, pero no aparece en más de media docena de planos y casi todo lo que hace, muy especialmente su traición final a la familia, sucede off-camera. Así que no le vemos
realmente mover la acción. También él parece arrastrado por la marea.

Casi los dos únicos personajes realmente proactivos son Paolo (un casi irreconocible Jared Leto) y Patrizia. El primero es deliberadamente retratado como un imbécil sin energía ni talento, pero con mucha pluma, absolutamente autoengañado acerca de su propia valía y que conspira contra su propio padre confabulado con su primo Maurizio, y sobre todo con Patrizia, para acabar siendo traicionado por ellos. La segunda tiene entre pocos y ningún rasgo que nos la hagan simpática, se deja comer el coco por una estafadora cartomante, llega a humillantes momentos de patetismo para intentar recuperar a su marido cuando Maurizio se divorcia de ella (momento que no puede conmovernos porque ya nos la han hecho odiosa a fuerza de retratarla como una trepa ladina y cínica) y acaba convertida en una asesina.

Además, en La casa Gucci los planos expositivos están especialmente mal resueltos. Cuando Gucci está buscando un diseñador de modas para que le dé carácter a sus nuevas colecciones aparece un personaje diciendo que ningún diseñador quiere trabajar con la marca. No nos lo muestran. Nos lo cuentan. No vemos a Gianfranco Ferre, Giorgio Armani o Gianni Versace rechazando las ofertas de Gucci o incluso negándose a reunirse con Maurizio, sino que aparece Domenico diciendo que esas bestias pardas de la Alta Costura pasan de Gucci. Y lo que podría ser una decisión meramente presupuestaria (ahorrarse el dinero de contratar a un actor, o varios, para un plano de pocos segundos) acaba destacando en aún más las muchas carencias
esta película plana y poco interesante y desenfoca sus innegables méritos.

Contar y no mostrar es uno de los primeros errores que te enseñan a evitar en la escuela de cine. Y Scott comete ese pecado varias veces a lo largo de su filmografía más reciente y también en La casa Gucci. Sí, claro que podría haber sido peor: podría haber usado voz en off, como le obligaron los productores a poner en el primer (segundo, de acuerdo a diversos autores) corte comercial de Blade Runner.

La casa Gucci pretende ser una película sobre una familia disfuncional de cabrones engolados y soberbios, enemistada por el control del patrimonio del clan, y en parte lo consigue, pero dedica tanto tiempo, tanto metraje a mover a Maurizio y Patrizia por todo el mundo haciendo básicamente nada, que pierde la oportunidad de mostrarnos por qué cojones se supone que es tan importante la marca Gucci, para empezar. El motivo por el cual el control de la empresa y el fortunón que conlleva, que se supone es el motor de la acción de la película, no acaba de quedar claro en La casa Gucci. Vemos sus fastuosas casas, las obras de arte carísimas, los coches, los viajes... pero no vemos lo que hay detrás. No vemos el esqueleto del imperio. Aldo lleva a Maurizio y Patrizia a visitar la granja donde crían a las vacas que proporcionan el cuero para los objetos de ídem de la marca (y donde los empleados tratan a Aldo poco menos que como a un barón medieval)... y eso es básicamente todo. El imperio Gucci por el que estos personajes se pasan dos horas y media dándose de hostias es, para el espectador, algo etéreo, casi metafísico. Intuimos que hay dinero en juego, pero no se nos transmite correctamente la escala de esa fortuna que todos los Gucci luchan por controlar, no se nos muestra más allá de, insisto, algunas propiedades inmuebles y objetos de arte, coches caros y viajes a destinos de lujo.

De nuevo, en vez de mostrar, se nos cuenta. No se nos enseña la riqueza por cuyo control disputan los personajes, se nos cuenta que existe y se nos permite echarle un vistacillo de muy escasa entidad a esa fortuna y, a grandes rasgos, se nos pide fe. Como espectadores, sabemos que hay dinero, pero prácticamente no lo vemos. Ridley Scott nos pide que le creamos. Y cuando descubrimos que la firma está prácticamente al borde de la bancarrota por años de deficiente gestión y extravagantes dispendios meramente suntuarios, no sufrimos por los personajes porque no tenemos ni idea de qué es lo que está realmente amenazado, porque no nos lo han mostrado. Y ya me jode tener que admitir que todos los temas de rivalidades, intrigas y traiciones familiares por el control de la riqueza del clan están mejor reflejados en Lazarus, un cómic excepcional al que dedicamos una entrada del Paratroopers hace casi dos años, que en esta película.

Y, de verdad, empiezo a estar un poco harto de que Ridley Scott dé por sentado que su nueva película va a gustarle a todo el mundo porque, a fin y al cabo, es una película de Ridley Scott. Ese desdén me repatea. Veo cine para que me entretengan. Si de paso me entretienen con uno o varios momentos de voluptuosidad cinematográfica, mejor que mejor. Ridley Scott lleva sin entretenerme desde Marte y su nombre pegado al de un proyecto ya empieza a sonar a sinónimo de «decepción».

En cierto sentido, a Scott le pasa lo que a Tarantino. Ya no ve sus películas como una oportunidad de seguir haciendo Arte a través de las imágenes sonorizadas en movimiento, sino como «la próxima película de Ridley Scott», así, en negrita.

Ridley Scott paseando sus cojones.

¿Que qué le pasa a Tarantino, me preguntas, clavando en mi pupila tu pupila azul? A Tarantino le pasa que su primera película, Reservoir dogs, es una obra maestra y su segunda película, Pulp Fiction, es un peliculón. Y a partir de ahí empezó la caída en picado.

♫ Lookin' back on the track for a little green bag.♫

¿Qué es Jackie Brown? No tengo ni idea. Fui a verla al cine y me pasé toda la proyección preguntándome «pero ¿qué cojones es esto?» Cuando te llamas Tarantino, has dirigido Reservoir dogs y Pulp Fiction y en 1997 adaptas para la pantalla una novela de Elmore Leonard, tienes que petarlo, tienes que partir la pana, tienes que krrrrrrrrruuuuujiiiiiiiiir, no hacer esto, sea lo que sea; no darnos un producto tan lleno de escenas, tramas y personajes fusilados de series B de los 70 que no sepamos a qué carta quedarnos y, veinticinco años más tarde, sigamos sin saber si la película nos encantó, la odiamos o ni fu ni fa.

Pam Grier (musa de la blaxploitation de principios de los 70) es lo mejor de Jackie Brown, pero Pam Grier no puede por sí sola salvar Jackie Brown, menos aún cuando comparte cartel con un Robert de Niro que da vergüenza ajena, que te obliga a preguntarte cómo Tarantino puede haber sido tan cabrón de contratar a una leyenda como de Niro y darle esa mierda de papel humillante, ridículo e irrelevante. Y creo que la respuesta es que Tarantino ya estaba pensando en sus películas como «la nueva película de Tarantino». Porque Tarantino había empezado a gustarse y ya se ponía a sí mismo «with the gods, all right? I am. I’m right up there in heaven with, you know, Zeus, God and Mohammed» y sus películas tenían que gustarnos porque eran «la nueva película de Tarantino», arrogancia y soberbia que parece compartir con el Ridley Scott de los últimos años.

Me he visto Reservoir Dogs y Pulp Fiction numerosas veces. Y espero volver a verlas muchas más. ¿Jackie Brown? Me la he visto una vez y con una basta. Todas las otras películas de Tarantino, salvo Kill Bill vol. 1 (que es malísima, un destripe de topicazos del anime y las peores pelis japonesas de yakuzas y artes marciales además de un abuso de la paciencia y la complicidad del espectador, pero por alguna misteriosa razón, eeeeeh... ¿Chiaki Kuriyama, tal vez?, me gusta), todas las demás de Tarantino, digo, me las he visto como mucho una vez, y a veces ni eso (Django desencadenado es que literalmente me importa una mierda y Érase una vez en... Hollywood ni me interesa ni preveo que vaya a empezar a interesarme a corto plazo, quizá debido a que pinta como otra Malditos bastardos, que fue la película que me hizo empezar a tirar la toalla con el amigo Quentin). Me he cansado de que Tarantino dé por sentado que tiene derecho a esperar de mí que su cine me guste por cojones (porque él es Quentin Tarantino y está «with the gods, all right? I am. I’m right up there in heaven with, you know, Zeus, God and Mohammed») y estoy empezando a tener el mismo problema con Ridley Scott.

La casa Gucci no es mala. Es dolorosamente ABURRIDA. Tiene una fotografía preciosa, pero es ABURRIDA. Cuenta una historia de intrigas familiares, conspiraciones corporativas, traición, envidias, corrupción y asesinato que podría ser apasionante si su director no se hubiese empeñado en contárnosla de la forma más superficial, lenta y ABURRIDA posible.

Me sentí tan mal, tan JODIDAMENTE MAL después de ver La casa Gucci y constatar que Ridley Scott nos entregó en 2021 dos películas malísimas (El último duelo es la otra) y la mejor de ellas un puto COÑAZO, que tuve que acudir a mi filmoteca y ponerme uno de sus viejos títulos para sacarme el mal sabor de boca. Algo que durase menos de dos horas, por favor, y que no dé sueño.


No sé la veces que me he visto ya Los duelistas. La tenía en una cinta de VHS medio quemada de tanto reproducirla, y si sabes lo que era el VHS, está todo dicho. Pero sigue mejorando cada vez que la veo. No me canso de revisitar esta historia de rivalidad y rencor entre Armand d'Hubert y Gabriel Feraud, sigo flipando con los duelos a espada, con la ambientación, los diálogos, la fotografía. Sí, ya en Los duelistas (basada por cierto en un relato de Joseph Conrad) Ridley Scott nos mesmeriza con largos planos descriptivos, de una belleza casi sensual, en los que la fotografía se convierte en un arte dentro del arte. Es imposible ver Los duelistas sin conmoverte, pero toda esa belleza no es en absoluto un baldón. La película no se detiene ni ralentiza para que Scott nos suelte otro cromo. La fotografía de Los duelistas no es una cabriola de estilo sino la crema del pastel de una obra magistralmente resuelta, con una historia y un desarrollo ágil e imparable y unos personajes sólidos y atractivos. Los duelistas dura, títulos de crédito incluidos, poco más de hora y media y es imposible aburrirse mientras la ves. Literalmente imposible.

Así que Ridley Scott sabe y puede hacer películas ágiles, entretenidas, congruentes y también hermosas, bien fotografiadas, bien sonorizadas, bien musicadas, con personajes por los que temer y sufrir, pero, de unos años a esta parte, ha escogido no hacerlo. Quizá porque ya ha empezado a verse a sí mismo «with the gods, all right? I am. I’m right up there in heaven with, you know, Zeus, God and Mohammed» y cada nuevo proyecto no es una oportunidad de demostrarnos que aún lo tiene, que no lo ha perdido, que aún lo peta, que es el viejo maestro que rodó Blade Runner, Alien, Black Rain, sino, simplemente, «otra película de Ridley Scott» y a Ridley Scott le basta con eso, y aquí lo que importa no es el público ni el Arte, sino Ridley Scott.

Pero dejemos por el momento a Quentin Tarantino, Lady Gagá, a Ridley Scott y su declive artístico y, a título comparativo, hablemos de otra película.

Justo después de verme La casa Gucci, que no pude disfrutar de manera alguna, me vi One shot.


Y no me podía creer lo que estaba viendo.

James Nunn, el director de One Shot, no es Ridley Scott. No ha rodado siete clásicos del cine que figuran en todas las enciclopedias del medio (Legend, Alien, Blade Runner, Los duelistas, Black Rain, Gladiator y Black Hawk derribado) y probablemente no los ruede jamás por largos y productivos que sean sus años. Y One shot no es más que una peli barata de Scott Adkins. Sí, «peli de Scott Adkins» es un género cinematográfico por derecho propio. Y es que el puto Scott Adkins es una fuerza de la naturaleza. Un doble de riesgo, especialista y actor de películas de acción con un físico casi sobrenatural que, aquí viene la mejor parte, puede hacer sin cables ni trucos de cámara el 95% de lo que ves en sus películas. Y si no me crees, échale un ojo a este vídeo suyo entrenando.
Seguramente viste sus pómulos por primera vez en Escrúpulo.

Con cuatro duros, un guion más simple que la tecnología del papel higiénico y un puñado de actores de la Lista B (descontando a Ashley Greene, Ryan Phillipe y al propio Adkins no recuerdo haber visto antes a ninguno otro de los intérpretes de la cinta), James Nunn consigue crear suspense, acción, mover la trama imparablemente hacia adelante, tenernos pegados a la pantalla y temer por el destino de los personajes. Y parte del mérito es haber concebido la película como un único plano-secuencia de hora y media. Tramposo, como todos los planos-secuencia (antes el director estaba limitado por la duración de un rollo de película, o sea de diez a veinte minutos, ahora lo está por la capacidad de los cartuchos de memoria que usan las cámaras digitales, y a mayor resolución y menor compresión de los datos, mayor tamaño del archivo), pero esa decisión del director nos ayuda a meternos de cabeza en la película, nos convierte en co-protagonistas, y no meros testigos, al proporcionarlos la falsa sensación de que estamos viviendo en tiempo real el episodio representado en pantalla.

He disfrutado como un enano con One shot, película predecible, barata, llena de topicazos del género (del género Scott Adkins, claro), y aunque hay algunas caídas de ritmo y momentos muertos en los que deberían pasar cosas y no pasan (porque hay que esperar a que los protas se recuperen de una explosión que en la realidad los habría matado a todos, por ejemplo), en ningún momento del metraje sentí el extraordinario vacío existencial de estar desperdiciando un valioso tiempo que podría haber invertido en bajarme porno.

Algo que ya me gustaría poder decir de La casa Gucci.

One Shot se ve. Se disfruta. El director, James Nunn, prácticamente un novato, rueda One Shot aparentemente sin consciencia de su propio talento para el cine de acción, subgénero «cine de Scott Adkins».

La casa Gucci se tolera. El director, Ridley Scott, rueda La casa Gucci a contragusto, sin energía, como si todo le comiese ya sus canosos y británicos cojones.

Y no sabes, oh lector, las ganas que tengo de poder volver a decir «he visto la nueva película de Ridley Scott y me ha encantado».

Como en los buenos viejos tiempos.

Como cuando a Ridley Scott todavía le gustaba hacer cine.

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