viernes, 30 de junio de 2023

Una forma como cualquier otra de morirse de hambre (I)

Kevin Costner tenía un amigo que era un puto rompecojones. El amigo de Kevin Costner quería ser guionista de cine y, a fin de conseguirlo, estudió periodismo en la universidad de Nuevo México y luego tomó clases en una escuela de cine en Berkeley, California. En los años 70, el amigo de Kevin Costner se mudó a Los Ángeles y empezó a mover sus textos entre estudios, agentes y productores.

Meter la punta del pie en la puerta de la industria cinematográfica no ha sido fácil nunca, y tampoco lo era en las décadas de los 70 y los 80 (siempre ha sido más fácil meter la punta del carallo). De todos sus guiones, el amigo de
Kevin Costner sólo logró que le produjesen uno: Diabólica jugada, de 1983, dirigida por el debutante Jim Wilson y protagonizada por el propio Kevin Costner, Andra Millian y Eve Lilith.


Fue durante ese rodaje que el aspirante a guionista se ganó la amistad de
Kevin Costner, que por aquel entonces también estaba en los inicios de su carrera (¿Dónde dices que vas? y Silverado son de 1985 y Los intocables de Eliot Ness y No hay salida son del 87) y que, impresionado por la calidad de la prosa de su nuevo amigo, le animó a seguir escribiendo y presentando guiones a los grandes estudios.

La carrera cinematográfica y la popularidad de
Kevin Costner no dejaba de crecer y crecer con títulos como Los búfalos de Durham, Campo de sueños, Revenge... mientras que la de su amigo escritor se había estancado o, simplemente, no iba a ninguna parte. Kevin Costner, ya un actor consagrado, intentaba ayudar a su amigo, le conseguía reuniones con productores, le pasaba los teléfonos de sus contactos, pero el amigo de Kevin Costner no era capaz de sacar partido de esas ventajas; llegaba a la oficina de un director y le acusaba de hacer películas de mierda, llamaba ignorantes a productores que llevaban veinte años en el negocio, desdeñaba y menospreciaba los largometrajes que se estaban estrenando en aquellos años. La gente llamaba a Kevin Costner, ofendida, «Hostia, Kevin, tío; ¿de dónde has sacado a este gilipollas? ¿Por qué le has dado mi número? ¿Es que me odias?»

Un día,
Kevin Costner perdió la paciencia. Su amigo comenzó a quejarse de que la gente en Hollywood había perdido la capacidad de reconocer un buen guion, y empezó a echar coloquial mierda sobre algunos amigos de Kevin Costner, que se levantó de su silla, le echó las manos al pecho a su amigo, lo pegó a la pared y le dijo «¡Cállate la puta boca! ¡Si tanto odias los guiones, deja de escribir guiones!»

Sorprendentemente, este episodio no arruinó la amistad que unía a Kevin Costner y su amigo el guionista. Algún tiempo después, este escritor incomprendido llamó a la puerta de
Kevin Costner con la mayor humildad y le confesó que se había quedado sin un centavo y sin un techo sobre su cabeza. Le pidió a Kevin Costner que lo alojase durante un tiempo, ya sabes, hasta que volviese a caer de pie. Kevin lo envió al cuarto de invitados (a Cindy Silva, la esposa de Costner por aquel entonces y madre de sus dos hijas mayores, no le hizo ni puñetera gracia). «Por cierto, estoy escribiendo una cosa», le dijo el amigo de Kevin Costner. «Me importa un huevo», contestó Kevin Costner, palabra arriba, palabra abajo. Y, durante un mes y medio, dos meses en los que prácticamente sólo se veían a las horas de las comidas, cada noche el amigo de Kevin Costner le decía, «¿Puedo leerte lo que tengo?» Y Kevin Costner le respondía «No». El amigo de Kevin Costner se pasaba el día entero escribiendo, bebiéndose la cerveza de Kevin Costner y el café de Kevin Costner, comiéndose los bagels de Kevin Costner y poniendo a prueba la paciencia de la esposa de Kevin Costner.

La tensión se fue acumulando hasta que la mujer de
Kevin Costner le dijo a su marido: «Ponlo de patitas en la calle». «¿Por qué? ¿Qué ha hecho?», dijo Kevin Costner. «Está en calzoncillos, en la cama de nuestra hija de cuatro años, leyéndole no sé qué mierda».

Kevin Costner le leyó la cartilla a su amigo y le dijo que aquello ya era pasarse pero mucho de la raya. Pero tampoco quiso ponerlo en la acera, sino que le consiguió cama, tresillo, perrera, lo que fuese, en casa de un colega. El amigo de Kevin Costner se mudó, dejando atrás una copia del texto en el que había estado trabajando, pero, ya fuese porque la esposa de su nuevo anfitrión era tan tolerante o porque el amigo de Kevin Costner ya no se sentía cómodo abusando de la generosidad de otros, en tres meses había decidido mandar a tomar por culo la industria del cine y puso rumbo a Bisbee, Arizona, en busca de trabajo. Cualquier trabajo.

El problema de buscar trabajo, cualquier trabajo, es que acabas encontrando cualquier trabajo. Y lo digo por experiencia. El amigo de
Kevin Costner acabó trabajando en un rancho, matando mapaches a tiros, y lavando platos en un restaurante chino. Y aun así, sus dos sueldos no le alcanzaban más que para dormir en su coche. Cada cierto tiempo descolgaba el teléfono de una cabina pública, supongo, y llamaba a su amigo a Hollywood. «Eh, Kevin, ¿cómo va todo? ¿Te has leído eso?», a lo que Kevin Costner, muy diplomáticamente, contestaba siempre «¡Vete a la mierda!» Este intercambio se prolongó durante un tiempo. El amigo de Kevin Costner llamaba, preguntaba a Kevin Costner si había leído su último trabajo y Kevin lo mandaba a cagar. Cuando llegó el frío, el amigo de Kevin Costner le confesó que lo pasaba fatal por las noches y Kevin le envió unos sacos de dormir de esos calentitos. «Muchas gracias, Kevin. Eres un capo. Por cierto, ¿has leído aquello?». «¡Que no, joder!» Así que el amigo de Kevin Costner se volvió a enfilar mapaches en un rancho y despegar restos de pollo Kung-Pao de los platos y a soñar con el día en que alguien inventase algo llamado Internet para poder distraer su miserable existencia descargándose atchonburísticos memes de allí.

Finalmente,
Kevin Costner se leyó el documento de su amigo el palizas. Y quedó fascinado. Corrió al teléfono y le dijo más o menos «Mira, tío, no sé cómo lo vamos a hacer. Sólo tengo 26 000 dólares en el banco, pero vuelve inmediatamente a casa. Vamos a convertir tu historia en una película».

El amigo de
Kevin Costner era el escritor y guionista Michael Lennox Blake y el texto en cuestión era un spec script  titulado Bailando con lobos, que, convertido en novela en 1988, vendió más de tres millones y medio de ejemplares y fue traducida a 15 idiomas y cuya adaptación para la pantalla, producida, dirigida y protagonizada por Kevin Costner en 1990, ganó el Óscar al Mejor guion adaptado, además de los galardones a Mejor película, Mejor Fotografía, Mejor montaje, Mejor banda sonora, Mejor sonido y Mejor dirección e hizo más de cuatrocientos millones de dólares en taquilla con un presupuesto de sólo 22 millones.
(«Guion especulativo» o «guion de venta» es un tipo de documento que presenta los personajes y desarrolla la historia que más tarde podría convertirse en un guion cinematográfico propiamente dicho si un estudio está dispuesto a comprarlo. Digamos que el spec script se centra en la acción y los diálogos y prescinde de las acotaciones para los actores, las indicaciones para el técnico de cámara y todas las demás notas técnicas que caracterizan al guion «técnico» o «de producción». Spec scripts que fueron luego transformados en películas son Thelma & Louise, que la MGM le compró a Callie Khouri por 500 000 de dólares en 1990 y con el que Ridley Scott firmó una de sus películas más aburridas; la maravillosa El indomable Will Hunting de Matt Damon y Ben Affleck, adquirido por Miramax en 1994 por 675 000 dólares que Ben y Matt se fundieron en tiempo récord y dirigida magistralmente por Gus van Sant, y American Beauty, escrito por Alan Ball, vendido a DreamWorks por una cantidad de dinero que no he podido determinar y entregado a Sam Mendes, que lo convirtió en su carta de presentación para la industria cinematográfica).
Todos hemos querido alguna vez hacer esto.

La generosidad, bonhomía y lealtad de
Kevin Costner para con sus amigos (sus ex esposas podrían contar otra historia) es legendaria en Hollywood. También apadrinó a Whitney Houston y aceptó compartir con ella el protagonismo en El guardaespaldas, otro de los grandes éxitos de su carrera. Whitney Houston, por aquel entonces una estrella consolidada de la música pop, no tenía ninguna experiencia dramática en un proyecto como éste más allá de sus vídeos musicales y algún que otro cameo en series televisivas. Jamás había sido la actriz principal de un largometraje. No tenía ninguna formación dramática. Pero Kevin Costner lo tenía claro: si alguien debía interpretar a Rachel Marron en este guion que llevaba rebotando de despacho en despacho por todo Hollywood desde los tiempos en los que se barajaban para los dos papeles protagónicos los nombres de Diana Ross y Steve McQueen, esa persona era Whitney Houston. «O la contratáis a ella o no hago la película», dijo Costner al estudio. «Sí, ya sé que no tiene experiencia. Sí, claro que me he dado cuenta de que es negra. ¿Y?».

Whitney Houston estaba muy ilusionada con la idea.

Y aterrorizada. Sobre los hombros de su personaje recaía el peso de literalmente todo el largometraje. Si no conseguía dar la talla, el proyecto estaba condenado. Si Kevin y Whitney no lograban convencer al público de que sus personajes estaban enamorados, la película sería un fracaso. Pero
Kevin Costner estaba tan convencido de que ella, y no otra, debía interpretar a Rachel Marron, que le dijo que el papel sería para ella aunque en mitad de la audición se cayese al suelo convulsionando y hablando en lenguas muertas. Tan convencido estaba Costner de su elección que cuando se anunció la fecha de rodaje y Whitney, desolada, le llamó para decirle «Kevin, cariño, no voy a poder hacer el papel. En esas fechas empiezo una gira», a lo que Costner respondió: «No hay problema». Y pospuso el rodaje un año.
(Espóiler: a los productores no les hizo ni puta gracia).
Los productores teniendo un patatús.

Whitney consiguió el papel, y
Kevin Costner se convirtió en su protector delante y detrás de la cámara. Durante todo el rodaje de El guardaespaldas, Kevin le reiteró a su compañera de rodaje que bajo ningún concepto iba a permitir que hiciese el ridículo. Se comprometió personalmente en mantener a su compañera centrada, segura de sí misma y arropada. Kevin Costner sabía, de alguna manera misteriosa, instintiva, que Whitney Houston tenía todo lo necesario para brillar como actriz de cine, y no sólo aceptó ser desplazado en el largometraje a un segundo plano, sino que se tomó como una misión sagrada asegurarse de que hacía cuanto estuviese en su mano para avivar la llama de Houston como actriz.
(La del póster de la película es una doble, no la propia Whitney, que ya había rodado sus escenas del día y vuelto a casa cuando alguien decidió que era un buen momento para sacar las fotos. A los productores tampoco les hizo gracia que en el cartel promocional no se viese la cara a la co-protagonista. Hicieron algunos montajes poniendo la cara de Whitney en el cuerpo de la doble, pero además de quedar como el culo se cargaban la fuerza dramática de esa primera fotografía, el lenguaje corporal de una mujer aterrorizada que se aferra a su campeón con fe ciega. Con dientes apretados, el estudio acabó aceptando la primera foto para el póster).

El resultado, a menos que hayas nacido ayer, querido lector, es ya historia del cine: los mismos críticos que habían emitido porcinos gruñidos desdeñosos cuando se anunció el reparto de El guardaespaldas FLIPARON con la actuación de Whitney Houston. El público respaldó MASIVAMENTE el largometraje (presupuesto de unos 25 millones, 16.611.793 millones de recaudación en su primer fin de semana y un total de más de 400 millones en taquillas de todo el mundo) y el tema musical central de la película, una versión del I Will Always Love You de 1974 grabado por Dolly Parton y versionado para El guardaespaldas por la propia Whitney, una canción que el estudio ni siquiera quería que fuese el tema principal de la cinta, se convirtió en el single de una intérprete femenina más vendido de la historia y uno de los más vendidos de todos los tiempos. En aquel puñetero invierno del 92 no podías ir a ninguna parte sin oírlo a todo volumen.
(Dolly Parton se quedó absolutamente abrumada cuando oyó la versión de Houston. Iba conduciendo de camino a casa, con la radio encendida, y tuvo que parar en el arcén porque no podía creerse lo que estaba oyendo. La pobre Parton pensó que le iba a dar un infarto. Era su canción, pero ya no lo era. Whitney Houston la había hecho suya. Whitney había cogido una joya en bruto y la había convertido en el Koh-i-noor. "She just made it so much more than that it would have ever been... It was a thrill and a joy as a songwriter. I don't think I'll ever have a greater thirll. Ever").
¡Y la química entre estos dos! ¡Buf! ¡Llamaradas brotaban entre ellos!

Whitney Houston jamás habría conseguido el papel de Rachel Marron sin el patrocinio de
Kevin Costner. Y, aunque después tuvo papeles en otros títulos (Esperando un respiro, La mujer del predicador...), con diversa acogida de crítica y público, su rostro, su imagen, su voz privilegiada y su versión del I Will Always Love You no sólo quedaron asociadas de tal manera a su persona en la mente del público que es absolutamente imposible desligarlas, sino que su desempeño en El guardaespaldas alcanzó tales cimas de profesionalidad, sensibilidad, sacrificio y energía que podría decirse, sin temor a hacer arquear ninguna ceja, que el debut en la gran pantalla de la diva del pop fue, al mismo tiempo, su canto del cisne como actriz.
(La amistad entre Kevin Costner y Whitney Houston no terminó tras el rodaje y promoción de la película que protagonizaron juntos. Kevin fue uno de los testigos impotentes del deterioro físico, mental y emocional de Houston, provocado por sus adicciones. Intentó numerosas veces extender de nuevo sobre ella sus alas protectoras, arrancarla de su inexorable descenso hacia la muerte. Derrotado, sólo pudo ya leer una emotiva elegía  durante los funerales de Whitney, fallecida en 2012 por ahogamiento accidental tras sufrir un paro cardíaco relacionado con el consumo de crack. Si pinchas en el enlace, ya te prevengo, prepara pañuelos).

Pero de lo que quiero hablar ahora es del caso de Michael Blake. Él es el McGuffin de la presente entrada del Paratroopers.

Michael Blake quería ser guionista. Era un buen escritor, pero la diplomacia no se le daba particularmente bien. No sentía ningún respeto por los productores, actores y directores que podrían convertir sus historias en películas, y en algunos casos, no lo dudamos, por buenas razones; pero su actitud le hizo ganarse una reputación de autor difícil con el que nadie quería trabajar. Había conseguido vender un guion que se había rodado y estrenado, y con eso creyó que había anotado el primero de muchos triples, pero aquel primer éxito no se tradujo en una larga y fructífera carrera. Michael Blake aprendió de la peor de las maneras que una venta no te garantiza la siguiente. Que cada guion, cada libro, hay que pelearlo como si fuese el primero y el último.

Después del estreno de Diabólica jugada, Blake creía haber comprado el derecho a que le comprasen sus futuros guiones. Se equivocaba. Creyó que a partir de ese momento podría dedicarse a tiempo completo a escribir para el cine y la televisión, y ser remunerado por ello. También se equivocaba. Después de quemar todos sus contactos y sablear a todos sus amigos, acabó Johnwickeando mapaches en un rancho y lavando platos en un restaurante chino de Arizona, preguntándose dónde habían acabado sus sueños de gloria.

En el momento en que Michael Blake se helaba los cojones en su coche, preguntándose si el cabrón de FedEx le había robado los sacos de dormir Everest-Rated enviados desde la soleada California por su amigo
Kevin Costner, había alcanzado una dolorosa epifanía: la inmensa mayoría de escritores no pueden vivir de escribir.

Lo repetiré, por si no lo has leído bien.

La inmensa mayoría de escritores no pueden vivir de escribir.

Michael Blake quería escribir guiones y que le pagasen por ello.

Entre Diabólica jugada y Bailando con lobos, esa posibilidad quedó automáticamente descartada. Bien porque fuesen muy malos, bien porque Blake había sido etiquetado como un borde y un bocazas, nadie quería producir sus guiones, nadie quería leerlos, joder, nadie quería reunirse con el autor sin testigos, un equipo de abogados y un par de guardaespaldas israelíes.

Michael Blake había soñado con ser guionista. Se había preparado para ello. Había dado todos los pasos correctos y vendido su primera película, soñado con dedicarse el resto de su vida profesional a escribir guiones pero, ya fuese por su mala cabeza, por mala suerte o por el alineamiento de los astros, su carrera como guionista había terminado justo después de empezar.

Esto pasa también con los escritores. La inmensa mayoría de los que empiezan un libro no lo terminan nunca. La inmensa mayoría de los libros que se terminan no se publican jamás. La inmensa mayoría de los que se publican venden entre poco y nada. Alguien con demasiado tiempo libre y no sabemos qué muestra estadística ha calculado que el escritor promedio vende unos 300 ejemplares de su obra. En toda su vida. Y ese escritor promedio es un privilegiado porque, recordemos, la inmensa mayoría de los libros publicados no llegan ni a esa  ridícula cifra de ventas.

Todos queremos vender tanto como J.K. Rowling. Todos nos creemos que para lograrlo basta con escribir ligeramente mejor que los que ponen los títulos en Antena 3.

Pero la inmensa mayoría de nosotros, no somos capaces de colocarle un ejemplar ni siquiera a todos los padres de familia de nuestra comunidad de vecinos, y no tiene nada que ver con lo bueno o lo malo que pueda ser el libro, con lo bien o mal que esté escrito, con lo interesante o aburrido que sea el argumento. Nadie sabe qué va a ser un éxito de ventas. Nadie. Los editores (o los productores de cine) son los que menos lo saben (y por eso tratan de replicar las fórmulas que le han funcionado más o menos bien a la competencia, y por eso centran todos sus esfuerzos, dedican todo su presupuesto para promoción y queman todos sus cartuchos con ése libro concreto que quizá esté escrito con el orto por un analfabeto funcional incapaz de poner de acuerdo a sus dos únicas neuronas para que no cagarse encima durante las entrevistas, pero que trata un tema o un género que lo está petando ahora mismo en Ediciones Tócamelnabo), por contradictorio que parezca. Los géneros, los estilos, las temáticas, fluctúan a lo largo del tiempo. Las novelas del oeste que devoraban nuestros padres y abuelos tienen hoy en día un público extraordinariamente reducido, si es que les queda alguno. A nadie se le ocurriría, en la actualidad, regalarle un ejemplar de La ilíada a un crío por su primera comunión, regalo que más de uno, y más de tres de mis compañeros de la EGB recibieron en aquella ocasión. No sé si alguien sigue leyendo a Asterix y Tintin, pero si es que no espero que el meteorito nos fulmine a todos de una puta vez.

Nadie sabe cómo va a cambiar el mercado editorial. Conozco a gente que creía haber metido un pie, y la pierna detrás, en la puerta del mundillo porque, en su día, les publicaron su timorato clon de Harry Potter o El señor de los anillos, su bochornoso plagio de El código da Vinci o su vomitiva fan-ficiton de 50 sombras de Grey porque era lo que se estaba vendiendo en aquellos momentos. A esa gente, hoy en día, no la recuerda ni la madre que los parió, y no han vuelto a publicar nada. Precisamente porque sólo sabían escribir, y mal, remedos del éxito de moda que, lamentablemente para ellos, acabaron en el contenedor del reciclaje cuando la gente se empezó a hartar de aquellas historias, o que eran absolutamente indistinguibles de los otros cincuenta mil truños macabeos que se publicaron al mismo tiempo que los suyos con la misma intención manifiesta de explotar el filón mientras durase.

Vivir de la escritura nunca ha sido fácil. Pero con la elefantiasis editorial actual, con la «democratización» del proceso editorial a través del libro electrónico y los portales y servicios de autoedición, el mercado del libro ha pasado de, pongamos una cifra, cinco mil libros nuevos al años a cinco mil libros al mes. Nunca antes había sido tan difícil vivir de la escritura. Nunca el mercado había estado tan diluido, atomizado y saturado. Por bien que escribas, por interesante que sea tu libro, no es ni tan siquiera una gota en el océano editorial contemporáneo. Sin una editorial que lo respalde, sin la promoción adecuada, sin una base de lectores que lo estén esperando, lo más probable es que tu obra desaparezca en los catálogos; e incluso con el apoyo de una editorial, una promoción y una base de lectores, tienes todas las papeletas para no vender suficientes ejemplares ni para comprarte un cartón de Ducados.

El talento no tiene nada que ver. El trabajo duro no garantiza el éxito. A menudo, sólo la suerte, o inconfesables maniobras clandestinas, parece explicar que Fulano de Tal haya conseguido editor o Mengana de la Frontera siga publicando año tras año cuando es más que evidente que ninguno de los dos tienen ni puñetera idea ni del ABC del escritor.

Si lo que quieres es labrarte una carrera como escritor, te repetimos el consejo que ya te dimos, amado lector, en la primera infancia de la bitácora: búscate un trabajo y escribe en tu tiempo libre.

De nada.

Hay mucha tontería romántica sobre perseguir tus sueños, sacrificarlo todo a tu pasión, no renunciar jamás a tus aspiraciones artísticas, alejar de tu lado a la gente «tóxica» que intenta meter algo de sentido común en tu dura calabaza y perseverar, perseverar, perseverar. Siempre me ha llamado mucho la atención que esos apóstoles del «no te rindas» nunca explican cómo coño vas a pagar el alquiler, llenar la nevera y hacer frente a las facturas si dedicas el 100% de tu tiempo, concentración y esfuerzo a tu sueño de convertirte en escritor, reguetonero, marionetista del Teatro Negro de Praga, lo que sea.

Michael Blake persiguió su sueño, lo sacrificó todo a su pasión, no renunció jamás a sus aspiraciones artísticas y acabó fusilando mapaches y raspando restos de chow-mei de platos baratos porque tener talento, disciplina y un macuto de historias que contar no es suficiente para garantizar el éxito como escritor. Y Michael Blake sólo volvió a Hollywood, y acabó ganando un Oscar, porque tenía un amigo llamado
Kevin Costner.

Hay varias lecciones que se pueden extraer de esta experiencia.
Ésta podría ser una de ellas.

Pero al menos hoy (que la cosa ya empieza a alcanzar longitud potato) sólo quiero centrarme en una.

Michael Blake quería ser guionista, pero como era un soberbio y un bocachancla, nadie quería leer sus guiones. Michael Blake comenzaba a verle las orejas al lobo, empezó a temer que no volvería a vender una historia, que nadie volvería a filmar un guion suyo.

Pero Michael Blake era escritor. Bueno, malo o mediopensionista, eso ahora es lo de menos. Michael Blake era escritor, y un escritor, un auténtico escritor, no puede escoger no escribir.

Así que, desesperado por no ser capaz de ganarse el pan como guionista pero imbuido de la pasión casi malsana de la escritura, Michael Blake se sentó a escribir una novela. Una novela que acabaría vendiendo 3,5 millones de ejemplares y siendo adaptada en forma de una de las mejores, más celebradas y más rentables películas de 1990. Pudo no suceder así. Aquel manuscrito pudo quedar olvidado en un cajón, abandonado atrás en el transcurso de una mudanza o arrojado sin misericordia al cubo azul del reciclaje y, repetimos, si llegó a convertirse en lo que es sólo fue debido a que un señor llamado
Kevin Costner lo leyó y dijo «quiero más mierda de ésta», pero a los efectos de la tesis de esta entrada del Paratroopersdon'tdie eso es lo de menos.
Lo de más es ella. Siempre ha sido ella. Siempre será ella.

Michael Blake quería escribir.

Y escribió.

Michael Blake quería ganarse la vida como guionista.

Pero eso había llegado a resultarle imposible.

Así que Michael Blake tomó todos sus conocimientos sobre el arte de la escritura, recurrió a toda su experiencia y escribió una historia que nadie le había pedido, que probablemente nadie se iba a rebajar a leer, no te cuento, Mamerto, de convertirla en una película. Dado que nadie le contrataba para escribir guiones, Michael Blake «se contrató» a sí mismo y escribió la historia que siempre había querido escribir.

Podría haberle salido mal.

Muy mal. De hecho, tenía un 99,99% de probabilidades en contra. Su spec script podría haber sido una mierda. La mujer de
Kevin Costner podría haber decidido desinfectar el cuarto de invitados con un lanzallamas. La copia, el archivo informático, el lo que sea que Michael Blake dejó atrás para su amigo podría haberse perdido, traspapelado, destruido accidentalmente.

Y sin embargo, ésa no es la cuestión importante, ni el leit-motiv de la presente entrada.

Michael Blake quería ser guionista.

Y acabó convertido en escritor. A la novelización de Bailando con lobos siguieron Airman Mortensen (1991), Marching to Valhalla (1996), The Holy Road (la conclusión de las aventuras del sargento John Dumbar entre los comanches, publicada en 2001) e Into the Stars (2011); la autobiografía Like a Running Dog de 2002 y los libros de no-ficción Indian Yell (2006) y Twelve the King (2009).
(También escribió al menos cuatro guiones actualmente «en desarrollo», o sea que nadie sabe todavía muy bien si se van a convertir en películas, cómo, cuándo y de la mano de quien: Winding Stair, The One, The Holy Road y Winnetou. Proyectos que el pobre de Michael Blake se quedará sin saber cómo terminan porque, lamentablemente, el escritor falleció en 2015 «tras una larga enfermedad», lo cual, en la neolengua periodística, suele significar cáncer).


Obligado por las circunstancias, Michael Blake tuvo que aparcar, hasta cierto punto, su carrera en Hollywood y reinventarse a sí mismo como escritor de los de cubierta y lomo. Y no le fue nada mal. Podría haberle salido como el culo. De hecho, desde el momento en que escoges ser escritor compras todas las putas papeletas para fracasar como tal y pasarte el resto de tu vida aullando de hambre como perro de ciego. Pero a Michael Blake le salió bien. Y de eso es de lo que va la presente entrada del Paratroopers: de cómo a veces, para sobrevivir, un escritor tiene que reciclarse en otra cosa. Con un poco de suerte, en algo que esté siquiera tangencialmente relacionado con la literatura, la escritura o el negocio editorial.

Y como esta entrada está a punto de entrar en la categoría potato, lo mejor es que hagamos un cliffhanger de los de serial dominical de los años 50 y concluyamos nuestra tesis en un próximo post.

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