domingo, 16 de julio de 2023

Una forma como cualquier otra de morirse de hambre (y II, más o menos. Ya se verá)

Kevin Costner tenía un amigo que quería ser guionista de cine y acabó reconvertido en novelista. Si quieres leer la historia (más o menos) completa de Michael Blake, vete a la anterior entrada del Paratroopers.

Imagínate que publicas un libro.

O no, pero para el caso vamos a suponer que sí. Que lo mismo valdría, para la presente tesis, que fuese que no.


Publicas un libro y no lo lee ni Cristo que te fundó.

Enhorabuena, acabas de convertirte en autor maldito. Con un poco de suerte, veinte o treinta años después de tu muerte alguien encontrará un ejemplar en una librería de lance, un cubo de basura o calzando la pata de una mesa, descubrirá tu talento mal recompensado, te recomendará a sus amigos, que inundarán de peticiones de reedición a la editorial y te convertirá en un clásico.


Para lo que te va a servir a ti, que hace tiempo que estás en la habitación roja de Sara Sampaio Dominatrix cantando «hossana, hossana» mientras te pinzan electrodos en los cojones.
Y tú feliz de la vida, cabrón.

Y todo porque creías que tenías un libro cojonudo que te iba a sacar de pobre. En realidad probablemente tu libro sea una mierda, como prácticamente todos los libros, pero vamos a suponer que no, que te lo has currado, que el libro está razonablemente bien, que te has pelado los huevos escribiendo y, sobre todo, corrigiendo, que has dedicado meses a documentarte, comprobado y confirmado tus fuentes, que has hecho repasar el manuscrito por personas más inteligentes que tú y has ejecutado las enmiendas que te han sugerido. Por uno de esos caprichos del destino (puto chapero veleidoso y traicionero) has encontrado editor y, seguro de la calidad de tu trabajo, te has reclinado en una tumbona y esperado a que la pasta y las zorritas prietas empezasen a llover.

Cosa que nunca sucedió. Porque, como ya hemos explicado en la anterior entrada, la mayoría de escritores con obra publicada venden un máximo de 300 ejemplares en toda su carrera. Y esos son los afortunados, porque la mayoría vende muchísimo menos, cantidad que normalmente depende del tamaño de su círculo de amigos y familia extensa. Los escritores que consiguen vivir de la escritura, exclusivamente de la escritura, son una élite. Literalmente unos privilegiados dentro de la ya reducida casta de afortunados que han conseguido publicar algo. Y los que además de vivir de la literatura viven cojonudamente, están montados en el dólar, ganan pasta a espuertas, esos ya no es que no sean élite, es que han tirado de la palanca de una máquina tragaperras y les ha salido el turboultramegajackpot: tres Riley Reids seguidas con premio extraordinario de Riley Reid.
Deutschland!

La mayoría de escritores obtienen un único retorno de la escritura y es el libro mismo que han escrito, si es que llegan a acabarlo, que ésa es otra, Matías, que ya hemos contado en la bitácora que si te has sentado a escribir un libro y lo has acabado YA ERES parte de un club muy exclusivo.

Y aunque un volumen que nadie más allá de tu familia y coleguis saben que existe pueda parecer una mierda de retorno a todo el trabajo que supone escribir un libro, ése podría ser en realidad un activo extraordinariamente valioso que podrías y tal vez deberías plantearte invertir.

Porque si has terminado un libro, hay al menos una cosa que deberías haber aprendido a hacer: escribir libros. Y esa tarjeta de presentación, que para el mundo editorial o tus posibles lectores pueda no significar nada, podría ser la llave para algo que sí te permita pagar las facturas y, quizá, no morirte miserablemente de hambre, sepultado bajo la roña y mordisqueado por las chinches.

Un libro publicado puede ser el encabezamiento de tu currículum profesional.

Si el libro es bueno, podría ser incluso un buen currículum.

Piensa en Frank Herbert. Dune tardó mucho, mucho tiempo, es que AÑOS en convertirse en un clásico, en un best-seller. (para tu fácil digestión, amado lector, te hemos resumido aquí la historia del libro). Herbert había empezado como periodista (mintiendo acerca de su edad) y, durante mucho tiempo, siguió trabajando como periodista porque había que poner comida en la mesa: el Seattle Star, el Oregon Stateman, la revista California Living del San Francisco Examiner... Entretanto, Herbert publicó una historia aquí y otra allá. Looking for Something, su primera ficción publicada, apareció en el número de abril de 1952 de la revista Startling Stories, entonces una publicación mensual editada por Samuel Mines. En los años siguientes, Herbert publicó algunas obras breves más en las revistas Astounding Science Fiction y Amazing Stories. Nada lo bastante exitoso como para llenar la nevera y mantener a raya al casero.

En 1955, Herbert publicó su primera novela con Doubleday, El dragón en el mar (previamente serializada en Astounding Science Fiction). Los críticos la adoraron. Los lectores de ciencia-ficción dijeron «¿meh?» y la novela fue, a grandes rasgos y por no entrar en la cifra menuda, un fracaso de ventas. Herbert seguía sin poder pagarse las lentejas como escritor, y eso que en aquellos años se sacaba un sobresueldo escribiéndole discursos a Guy Gordon, senador republicano del estado de Oregón.

Herbert era un buen escritor. Incluso un muy buen escritor. Pero era incapaz de llenar la nevera con su trabajo. Aquí, y allá le encargaban artículos para esta revista o aquel periódico. Publicaba alguna que otra historia en las revistas especializadas. Pero la pasta seguía sin llegar en cantidad significativa.

Herbert estaba hecho polvo, pero seguía escribiendo. Y lo que hacía, lo supiese o no, era invertir en su carrera literaria. Cada borrador, cada sinopsis, cada párrafo, cada cuento de ciencia-ficción, cada página de discurso, era dinero simbólico que ponía en el banco de su talento como escritor. Y ésto es algo, querido lector, que deberías tener muy presente si quieres aspirar a morirte de hambre algún día con esto de la literatura: no recibirás réditos de las letras si no inviertes en ellas. Los intereses sólo los cobrarás (si es que llegan algún día) del esfuerzo, el sudor, las lágrimas y sobre todo las palabras invertidas en tu trabajo como escritor.
(Sí, claro, hay casos de inexplicable florenelculismo como los de Dan Brown y E.L. James, pero ni siquiera doscientas golondrinas hacen verano).

A finales de los 50, una revista encargó a Herbert un artículo sobre las dunas de arena en las inmediaciones de Florence, Oregon. Apasionado por el paisaje, Herbert acabó con una cantidad superlativa de material, mucho más de lo que cabía en una pieza de mierda para una revista de mierda. El artículo jamás fue publicado porque Herbert no llegó a escribirlo, pero la idea de un mundo dominado por dunas comenzó a obsesionarle. Particularmente durante los cuelgues de psilocibina a los que Frank Herbert era tan aficionado por aquel entonces. Drogas-Dunas-Expandir la mente, Drogas-Dunas-Expandir la mente, Drogas-Dunas-Expandir la mente... ahí había algo. Frank aún no sabía el qué, pero algo. También sabía que, fuese lo que fuese que hubiera allí, no era un proyecto que pudiese escribir en sus horas libres, mientras intentaba casi desesperadamente proveer para su familia.

En los años 60, Beverly Ann Stuart, la segunda esposa de Herbert, aceptó un trabajo a tiempo completo como escritora publicitaria y se convirtió, de facto, en la que llevaba los pantalones en casa, la que llenaba la despensa y pagaba el gas, la luz y el teléfono. Asegurada la mínima subsistencia, Herbert se crujió los artejos y empezó a dedicar todo su tiempo a escribir. Seis años de aporrear teclas, estudiar las fuentes y reunir documentación y, sobre todo, corregir, corregir, corregir, corregir y corregir, condujeron a Dune, publicada primero por entregas entre 1963 y 1965 en la revista Analog (reencarnación de la originaria Astounding Stories of Super-Science) y finalmente en formato novela y tapa dura en el año 1965.

Ya no hacen drogas como las de antes.

Dune es un superclásico. Es el libro que sentó el canon para la ciencia ficción y fantasía de los sesenta y setenta y casi para cualquier obra posterior. La combinación de magia, misticismo, filosofía new age y naves espaciales de Star Wars no existiría sin Dune. Tal vez tampoco la serie de cómics de Valérian y Laureline de Pierre Christin y Jean-Claude Mézières (adaptada en 2017 para la pantalla por Luc Besson, con una recepción en taquilla insuficiente para justificar una secuela. Tal vez porque, ambientación, efectos especiales ultra-avanzados y Cara Delevigne aparte, no aporta prácticamente nada que no hayamos visto ya en Star Wars hace años). Es dudoso que GRRRRRRR Martin dedicase tanto tiempo a desarrollar la política y las luchas intestinas, dentro incluso del mismo clan de su serie de Canción de fuego y hielo, de no existir una novela de 1965 llamada Dune que, hasta donde llega nuestro conocimiento, exploró por primera vez esas profundidades de la ficción especulativa.


Dune es hoy en día un clásico y un best-seller.

Pero no lo fue en 1965.

Ni en 1966.

Ni en 1967.

Ni en 1968, cuando Herbert había cobrado de Dune unos 20.000 dólares en derechos de autor.

Los críticos adoraban Dune y la ponían por las nubes.

Los lectores, incluyendo algunos de los más recalcitrantes fans de la ciencia-ficción seguían diciendo «¿meh?».

Pero Dune fue un buen aporte al currículum de Herbert. Ahora era un escritor maldito. Uno que se leía poco, pero del que se hablaba mucho. Ya sabes, y si no lo sabes te vas a enterar ahora, oh, excelso lector, lo que pasa con los autores de libros espesos, profundos, marginados, repelentes: «joder, macho, este libro es casi incomprensible... huuuuum... eso tiene que significar que el autor es un genio, ¿no?»

Dune fue la llave que le abrió de par en par a Frank Herbert las ligas menores: El Seattle Post-Intelligencer lo puso en plantilla de 1969 a 1972. La Universidad de Washington le dio un puesto como profesor entre 1970 y 1972. En 1972, Herbert trabajó con Roy L. Prosterman (profesor emérito de Derecho, ideólogo de la reforma agraria de Vietnam del Sur y fundador del Rural Development Institute), en Pakistán y Vietnam como asesor social y experto consultor en ecología y regresó de allí con suficiente material cinematográfico para montar un documental de media hora, The Tillers, emitido en 1973 por la PBS.
¡Boooooooooombaaaaaaaaaaa!

Dune fue una bomba de mecha lenta. Pasaron siete años hasta que la novela sobre Arrakis, la especia, los gusanos de arena y la vendetta entre Atreides y Harkonnen alcanzó popularidad y una cantidad de ventas lo bastante elevada para que Frank Herbert se plantease seriamente dejar de depender del salario de su esposa y de sus chapuzas como escritor y periodista free-lance y dedicarse a la escritura a tiempo completo. Pero en esos siete años, Dune y sus anteriores y prestigiosas (aunque comercialmente irrelevantes) incursiones en la ficción abrieron a Herbert toda clase de oportunidades profesionales, no necesariamente relacionadas con la escritura.

Toda la inversión hecha por Frank Herbert en su carrera literaria comenzó a dar réditos mucho antes de que Dune se convirtiese en un best-seller. En los 70, Herbert no sólo era conocido como un escritor minoritario, sino como solvente mercenario de la tecla, experto en ecología y desarrollo rural, profesor, divulgador... Si Dune jamás hubiese llegado a venderse medianamente bien, Herbert habría podido salir más o menos adelante gracias a la reputación de intelectual y experto que le reportó ese libro.

Y no es el único caso.

La periodista Anna David publicó Party Girl en 2007. Si estás, oh, amado lector, hasta los reverendísimos cojones de leer la enésima vuelta de tuerca al tropo de la novela de «chica blanca, preferente, pero no exclusivamente judía, con formación universitaria y pretensiones literarias, que se la pasa todos los días trasnochando, esnifando, plimplando, alternando con famosillos y jodiendo como si lo fuesen a prohibir mañana hasta que todo se va a la puta y decide darle un cambio a su vida y dejar la drogaína», que sepas que ese nuevo arquetipo de la llamada «quit-lit» fue oficialmente inaugurado por Party Girl, novela que sigue la estela de More, Now, Again, libro-testimonio de Elizabeth Wurtzel publicado en 2001 como especie de secuela de su Nación Prozac de 1994 (adaptada para el cine en 2001, con Christina Ricci en el papel protagonista).

(Los críticos, que, a grandes rasgos, habían elogiado Nación Prozac, la crónica de la batalla de la autora contra la depresión, pusieron a caer de un burro More, Now, Again, acusando a Elizabeth Wurtzel de escribir un libro que no iba a ninguna parte y que no era más que un ejercicio de narcisismo superlativo y palmario desprecio hacia otros, los propios lectores incluidos).

Anna David inspiró Party Girl en su propia historia de desintoxicación tras una relación
autodestructiva con las drogas. Los 20.000 dólares que le dieron en concepto de opción para la pantalla para una posible adaptación en forma de película le parecieron una miseria en su momento (Anna David, tal vez con un poco de vanidad, creía que la novela, en la que había puesto tanto de sí misma, de su propia experiencia personal, valía mucho más que eso), pero desde luego era una cantidad respetable. Poco sabía David que, pocos años después nadie iba a pagar ese dinero por opciones sobre libros, pero eso no hace al caso ahora.
(Sobre Party Girl se llegó a escribir un guion firmado por Helen Childress, la de Reality Bites, guion que Anna David sólo supo que existía cuando la propia Childress le envió una copia de su libreto después de enterarse, por una columna de Anna, que la autora no había vuelto a saber nada del proyecto para la película. Aunque hay varias series y película tituladas Party Girl, hasta donde me ha sido posible averiguarlo, la película basada en el libro de Anna David jamás ha llegado a rodarse. En Hollywood se compran todos los años cientos, sino miles de derechos sobre libros que jamás se adaptarán para la pantalla. Y se compran a menudo por las razones más espurias. Para que no los compre ningún estudio rival, por ejemplo, o para impedir que compitan con un producto que la compañía compradora ya está explotando, o porque el libro en cuestión es tan rematadamente malo, y esto ha pasado y volverá a pasar, que alguien empeña dinero de la productora para quitarlo del mercado hasta que la gente se olvide de él. Y es que no todos los héroes llevan capa).

Aunque Party Girl gozó de críticas elogiosas, ventas razonablemente buenas e incluso llegó a estar considerada para adaptarse en forma de película, el segundo libro de Anna David, Bought, basado en un artículo sobre prostitución de alto standing rechazado por su nuevo jefe, no tuvo tan buena acogida. Y sí, si investigas un poco descubrirás que Anna David llegó a colocar un título en la lista de los más vendidos del New York Times (que si supieras como funciona la lista del NYT tampoco le darías tanta importancia). Mucha gente cree que ese título fue Party Girl, y la propia Anna a menudo les permite creer eso, pero en realidad fue su volumen By Some Miracle I Made It Out of There, básicamente las memorias del prematura y tristemente fallecido Tom Sizemore, que Anna escribió casi en calidad de «negro» literario. Y, sin ninguna intención por nuestra parte de poner en tela de juicio el oficio y talento de esta mujer, cabe preguntarse si esa condición de novela-testimonio de un famoso conocido por su adicciones y polémicas dentro y fuera del plató fue, más que la prosa de David, lo que catapultó By Some Miracle I Made It Out of There a las listas de los más vendidos del NYT.

Pero ni siquiera colocar un libro en la lista de best-sellers del New York Times convirtió a Anna David en autora de éxito capaz de vivir exclusivamente de la escritura.

Así que, quizá un pelín frustrada (o resignada a no convertirse jamás en la nueva J.K. Rowling), Anna David convirtió su experiencia como escritora y autora publicada en los cimientos de Legacy Launch Pad Publishing, una empresa de servicios literarios para particulares y empresas. Entre otras cosas, LLPP ayuda a sus clientes con la edición de sus textos, organiza un plan de promoción, les aconseja acerca de las más efectivas estrategias de venta y , etcétera.

Anna David, que comprendió relativamente pronto que no iba a hacerse multimillonaria escribiendo libros, usó su trasfondo literario como currículum profesional para fundar su propia empresa, que ahora paga sus facturas.

Y de eso va la presente entrada, partida en dos mitades, del Paratroopers.
«¡Raaaaaah! ¡Raaaaah! ¡Odio los cliffhangers

Si no tienes un trabajo de diario, pero sí sabes un par de cosas sobre escribir y/o, casi por accidente, has conseguido publicar al menos un título, quizá deberías intentar convertir tu conocimiento y experiencia en tu currículum. Fundar una escuela de escritores. Dar conferencias sobre ése tema que conoces tan bien porque te pasaste tres años (lo que dura, de media, un máster) documentándote sobre él para una novela que nadie quiso publicar o que sólo vendió siete ejemplares, y tú compraste tres de ellos. Currarte un manual de escritura creativa. Ofrecerte como creador de contenido para estudios de cine, televisión, videojuegos, reality-shows. Buscar colocación editando la documentación corporativa de una empresa... No sé. Algo. Que tu carrera literaria no sea tu objetivo, en el que tienes novecientas noventa y nueve probabilidades contra una de comerte la madre de todas las hostias, sino tu currículum profesional para encontrar una ocupación que ni siquiera tenga nada que ver con esto de juntar letras, pero que derive de ella, como Anna David fundando y dirigiendo una empresa de servicios literarios o Frank Herbert asesorando a los vietnamitas sobre cultivos y ecología.

O simplemente resignarte. A fin al cabo ambos sabemos que tu libro es una mierda.

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