sábado, 23 de septiembre de 2023

♫ Me explota, explota, me expló ♪

No, ésa no. A ver esta otra:

♪ Un día
Los enanos se rebelarán
Contra Gulliver ♫


¡Ah!, ¿ya estás aquí, amado lector?

Pues empecemos.

Estamos en guerra, señores.

En guerra.

Y el enemigo ya ha dejado bien claro que no va a firmar una tregua ni se va a conformar con un armisticio. Quieren la rendición incondicional, con armas y pertrechos, o nuestra aniquilación total. Y de camino a  cualquiera de esos dos resultados nos van a torturar todo lo que puedan. Y a masturbarse con la mano libre mientras lo hacen.


En nombre de la autoproclamada pureza de sus ideales, de su narcisista fe en la superioridad moral de su cruzada, el enemigo ha comenzado a invadir, colonizar, arrasar, destruir y sembrar sal en nuestras películas, nuestras novelas, nuestros cómics, nuestros videojuegos; han retorcido, desfigurado, deconstruido, prostituido y aniquilado a nuestros personajes preferidos.

La diplomacia no es posible con los mismos comités que han emasculado a James Bond, convertido a Wonder Woman en una violadora, quitado el gluten, la lactosa y los azúcares procesados a Nathan Drake, profanado Star Wars, deconstruido a Stephen Strange, escupido sobre el esqueleto mohoso de J.R.R. Tolkien, nerfeado Hellraiser,  profanado el cuerpo incorrupto del pobre Chadwick Boseman y convertido el Test de Bechdel en un evangelio que condena a la hoguera al 90% de la literatura mundial.

Sólo nos queda, a quienes todavía recordamos cómo eran las cosas antes, cuando las buenas historias y los artistas con talento se valoraban más que el eslogan político, echarnos al monte y unirnos a la resistencia.

Como Eric July, de cuyo Rippaverso ya hemos hablado en la bitácora.

O los hijos de la Gran Bretaña de Markosia, que Sara Sampaio Dominátrix les bendiga.

♫ Todos los hombres de corazón diminuto
Armados con palos y con hoces
Asaltarán al único gigante
Con sus pequeños rencores, con su bilis
Con su rabia de enanos afeitados y miopes ♪


La Gran Industria ha emprendido una transparente campaña de contaminación y desintegración de las obras culturales que nos hacían la vida menos insoportable. No nos queda otra opción que currarnos nuestras propias películas, nuestros propios libros y cómics; superar la estulticia, fanatismo e incompetencia de sus autores mercenarios con buenas historias, protagonistas carismáticos y argumentos universales. Cuando los grupos mediáticos multinacionales, intervenidos por el Gran Capital y obligados a satisfacer una intolerante agenda ideológica que mantenga a la juventud contestataria en una absurda y disolvente kulturkampf favorable a los intereses del capitalismo más psicópata; cuando esos grupos, decimos, convierten la raza, el sexo biológico o imaginario, la victimización y la emotividad pueril en los únicos atributos de un personaje, sólo podemos restregarles por la cara protagonistas bien construidos en los que ninguno de esos atributos sea definitorio.

Y nunca antes en la historia de la humanidad ha sido tan fácil hacer llegar tus propias historias al público. Sin intermediarios. Sin cancerberos. Sin filtros. Dar directamente a tus espectadores, a tus lectores, la oportunidad de decidir por sí mismos qué quieren ver y qué no.

No estáis solos, chumachos.

No estáis solos.

♫ Míralos revolverse recelosos tras sus gafas de concha ♫

Pero el bombardeo en alfombra de ideología queer no es el único motivo para justificar una contraofensiva de nuevos productos, nuevos autores construidos por el fandom a espaldas de este credo reduccionista y estupefaciente que desde las pantallas y las cabeceras se nos intenta colocar como el próximo paso lógico, y por ende inevitable, de la civilización humana.

Porque, dado que todo el mundo tiene su opinión, a lo mejor tú crees que el asalto de las hordas woke a nuestro acervo cultural es necesario. Que tu colectivo marginado preferido (mujeres, negros, inmigrantes, obesos, autistas, latinos, disléxicos, irlandeses, traficantes de drogas, caníbales...) ha sufrido históricamente una discriminación brutal e injustificada, que han sido invisibilizados por la gran conjura heteropatriarcal de hombres blancos cisgénero carnívoros y taurinos que se reúnen todos los viernes a medianoche alrededor de la tumba de Adolf Hitler para discurrir nuevas formas de impedir el progreso de la humanidad, y que la destructiva actividad clandestina de esta cábala de malardos justifica toda la inclusividad forzada, negritud testicular, transfeminismo interseccional y REPPPPPPPRESENTISHON del mundo aunque eso sea lo único que la más reciente hornada de escritores analfabetos y ejecutivos engreídos pueda ofrecernos como público en vez de obras universales y personajes arquetípicos.
(Es muy curioso cómo ni la raza ni el sexo ni la orientación sexual ni la nacionalidad impidió en modo alguno a la chavalada de mi generación de conectar emocionalmente con Ahbleza, Kwai Chang Caine, Ellen Ripley y Sarah Connor, con la familia Huxtable, Lydia Grant o Leroy Johnson; con Victor Sifuentes, Benny Stulwicz o Jonathan Rollins de La ley de Los Ángeles, con Paul Pfeiffer de Aquellos maravillosos años, que es judío; con el detective Ricardo Tubbs y el teniente Martín Castillo de Corrupción en Miami; con toda la familia Winslow y con Steve Urkel de Cosas de casa; con el inmigrante miposiano Balki Bartokomous; con el malogrado John Ritter, que en Apartamento para tres se hacía pasar por homosexual; con los personajes más oscuritos de piel de Star Trek: la nueva generación o, por no extendernos más, con Teal'c, de Stargate SG-1).

Tal vez, mi querido e hiperactivo activista, no te hayas dado cuenta aún de que la inclusión y la REPPPPPRESENTEISHON ya estaban aquí. Que a nadie le importaban un carajo la raza, el sexo, la religión o la orientación sexual de los personajes de ficción, siempre que fuesen lo bastante carismáticos. Tal vez seas tan solipsista, tan lerdo y autocomplaciente que te parezca chupiguay destrozar nuestro legado de décadas de cultura pop en nombre de la delicada sensibilidad de los más ciclotímicos e hiperventilados individuos de la minoría de moda.

Pero, a menos que seas fundamentalmente tonto del nabo, no podrás dejar de darme la razón en que la pérfida doctrina empresarial sobre derechos de autor, por sí, sola, justificaría el echarse al monte, simbólicamente hablando.

Y si crees que no, pregúntale a Bill Willingham.

♪ Te acusarán, te acusarán, te acusarán
De ser el tuerto en el país de los ciegos
De ser quien habla en el país de los mudos
De ser el loco en el país de los cuerdos ♫


Bill Willingham empezó su carrera como dibujante ilustrando manuales de juegos de rol para la hoy desaparecida TSR y se destetó en el mundo de los tebeos de la mano de la editorial independiente Comico (la casa matriz del Grendel de Matt Wagner antes de saltar a Dark Horse), para quienes creó y dibujó la serie Elementals, una especie de Los 4 fantásticos de Hacendado de la que se llegaron a publicar, que yo sepa, 29 números y un especial.
(Aunque Comico tenía unas excelentes ventas en el mercado independiente a través de librerías especializadas, los propietarios quisieron dar el pelotazo saltando a los quioscos. El incremento de las tiradas y el inasumible número de ejemplares devueltos que debían ser abonados a los minoristas, amén de otras nefastas decisiones empresariales, acabaron arruinando a la empresa, que fue disuelta en 1990, cuando ya las primeras espadas entre sus autores habían abandonado el barco camino de otras editoriales).

Después de picotear aquí y allá durante algunos años (la serie limitada Pantheon para Lone Star Press, un par de novelas sobre Beowulf, la fantástica Down the Mystery River y otros currillos aquí y allá ), en 2002 Willingham recaló en el ya desaparecido sello Vértigo de DC Cómics y se curró Fables, «Fábulas», una clara alegoría sobre la diáspora judía (el propio Bill lo ha reconocido expresamente y se declara sin ambajes «rabiosamente pro-Israel») en la que los seres fantásticos de los cuentos infantiles que todos conocemos, Blancanieves, la Bella durmiente, Caperucita Roja, el Lobo Feroz, han tenido que huir de sus reinos mágicos, expulsados por un misterioso antagonista llamado simplemente El Adversario, y se han instalado en una comunidad de propietarios de Nueva York.

En su visión actualizada de los cuentos de hadas, Willingham no se limita a perpetuar los estereotipos del folclore tradicional, sino que les da un giro personal y original. Blancanieves le ha puesto las maletas en la puerta al Príncipe Azul, por pichabrava y putero, y ahora es la alcaldesa de este pueblo de exiliados mientras que su ex-marido se gana la vida como gigoló de lujo. El Lobo Feroz no sólo ha conseguido superar sus instintos caníbales, sino que ha asumido forma humana y ahora ejerce de sheriff de Villa Fábula. Bella trabaja en una librería mientras que Bestia es el bedel de Villa Fábula. Y su matrimonio no pasa por su mejor momento. Pinocho tiene un cabreo de tres pares de Kojimas porque el Hada Madrina aún no ha cumplido su promesa de convertirlo en un niño de verdad. Y, aparentemente, alguien ha asesinado a Rosa Roja, la hermana gemela de Blancanieves. La industria del cómic recompensó el esfuerzo, el trabajo y la imaginación de Willingham concendiéndole en 2003 los premios Will Eisner a la Mejor serie y la Mejor serie nueva. Hasta la fecha, Fables ha conquistado otros doce premios Eisner en diferentes categorías.

Hoy en día, tras un breve impasse, Fables se sigue publicando en el sello DC Black Label, va por su número 159, ha generado toda clase de spin-offs (Fables: 1001 Nights of Snowfall, Fables: The Last Castle, Fables: Werewolves of the Heartland) y sido considerada o adaptada en forma de productos derivados en otros medios, como el videojuego The Wolf Among Us de Telltale, una serie de televisión que ha pasado por diversas manos sin haber llegado aún a concretarse (aunque ABC, una de las cadenas que estuvo considerando el proyecto, se acabó currando una especie de plagio descarado con su Once Upon a Time) y un largometraje que finalmente fue cancelado.

Fables es un orgullo para Bill Willingham y una fuente estable de ingresos para DC Cómics. La serie es tan popular que ha generado su propia convención, la Fablescon.

Y desde el momento en que Fables se reveló como un producto altamente lucrativo empezaron los problemas del autor.

Porque pura y simplemente, DC no está dispuesta a permitir que Bill Willingham reciba el reconocimiento y el dinero que merece por su trabajo, sino que, con actitud de pijo matón, pretende expoliarlo tanto como pueda y un poco más de propina.

Pero los peces gordos de DC no contaban con que el bueno de Bill se marcase un golpe de pelvis que habría hecho alcanzar orgasmos múltiples a san Harlan Ellison mártir.

♫ Pobre de ti, Gulliver, pobre de ti ♪

Cuando Bill Willingham firmó su contrato por Fables con DC Cómics, Jenette Khan era la editora jefa de la casa natal de Batman, Supermán y Wonder Woman, aunque pronto dejó su puesto a Bob Harras, hasta entonces editor del grupo de «Collected Editions» de DC (¿cómo coño te traduzco esto? ¿«Editor de recopilaciones»?) y antes de eso Editor Jefe de Marvel (entre 1995 y 2000). Al aportar sus propios personajes, universo creativo e historias, Bill firmó un tipo de contrato de edición diferente al que están sometidos las plumas a sueldo que escriben los guiones y dibujan las viñetas de los personajes de la compañía y radicalmente distinto al de los pobres currelas de las edades de Oro y Plata del medio. El «creator-owned publishing contract» promocionado por los artistas a la fuga (Jim Lee, Todd MacFarlane, Marc Silvestri, Rob Liefeld...) que fundaron Image Comics en 1992 tan sólo otorga a la editorial una licencia para publicar los cómics y explotar comercialmente los personajes de un autor dado durante un período de tiempo determinado, mientras que el autor retiene la propiedad intelectual de su creación. Un sistema que a Frank Miller le habría gustado que existiese cuando creó a Elektra Natchios para Marvel, que se hartó de maltratar y prostituir a su personaje en cuanto Miller dejó la colección de Daredevil en otras manos.

En palabras del propio Willingham, durante aquellos primeros años de relación contractual, las relaciones
con DC fluyeron como aceite caliente sobre la piel desnuda de Jessica Alba; «the company was run by honest men and women of integrity». Cuando surgía alguna discrepancia con los editores, se sentaban a hablar de ello como adultos y siempre acababan llegando a alguna solución que los dejaba a todos satisfechos. «When problems inevitably came up we worked it out, like reasonable men and women».

Los problemas de verdad comenzaron cuando se produjo el cambio de sillas en la dirección de DC. Willingham no da nombres en su nota de prensa pero, sabiendo que Bob Harras, el hombre responsable en última instancia de cerrar Vértigo, andaba por el medio, ha lugar a hacer algunas suposiciones. «[...] over the span of twenty years or so, those people [con los que firmó el contrato de edición por Fables] have left or been fired, to be replaced by a revolving door of strangers, of no measurable integrity, who now choose to interpret every facet of our contract in ways that only benefit DC Comics and its owner companies. At one time the Fables properties were in good hands, and now, by virtue of attrition and employee replacement, the Fables properties have fallen into bad hands». De repente, DC Cómics convirtió en un deporte averiguar hasta dónde podían violar a su favor los términos del contrato con Bill Willingham antes de que éste se diese cuenta. Y no estamos hablando sólo de relativas nimiedades, como no recabar la aprobación del autor sobre las portadas, las nuevas colecciones o los dibujantes que se pondrían a cargo de la colección («They use the “fell through the cracks” line so often, and so reflexively, that I eventually had to bar them from using it ever again»), sino ladinas marrullerías como retrasar el pago de royalties o abonar a Willingham regalías por derechos de autor muy inferiores a las que le correspondían.
(Bob Harras ya no sigue en DC. Warner Media lo puso de patitas en la calle en 2020, junto a casi un tercio de los ejecutivos de la editorial).
Bob Harras al enterarse de su despido.

Ante la resistencia del autor, en DC le dieron un cuarto de vuelta a su relación con él y adoptaron tácticas de perdonavidas tabernario.

♫ De ser el sabio en el país de los necios
De ser el malo en el país de los buenos
De divertirte en el país de los serios ♪


Mark Doyle (director ejecutivo de DC hasta 2020) y Dan Didio (co-editor de DC
con Jim Lee hasta su misteriosa salida en las mismas fechas, baja voluntaria según el Los Ángeles Times, despido fulminante según Bleeding Cool) se aproximaron a Willingham para el 20º aniversario de Fables. Querían hacer algo especial con la colección, que se había cerrado en el año 2015 con su agridulce número 150. Aprovechando la inminente llegada del vigésimo aniversario de la publicación de su número 1, Didio y Doyle querían relanzar la serie, y los abogados se pusieron a trabajar en la parte legal del bisnes.

Arte y leguleyos corporativos. Mala combinación. Tan pronto como comenzaron las negociaciones, los asesores legales de DC se tiraron a la yugular del pobre Bill. Quien sabe si eran los típicos licenciados sojas de mochaccino vegano, tostada de aguacate y Tesla y se sentían justificados en su inquina hacia Willingham por la más que justificada reputación de conservadurismo inflexible que acompaña al autor. El caso es que los abogados primero intentaron unilateralmente «forzar la mano» de Willingham para que Fables pasara a publicarse bajo la modalidad de «work for hire» («trabajo a sueldo»), lo cual habría arrebatado la propiedad intelectual del cómic de las manos de su autor y la habría depositado 
de manera efectiva e irrevocable en las de DC Cómics. «When that didn’t work their excuse was, "Sorry, we didn’t read your contract going into these negotiations. We thought we owned it"». A continuación, los abogados de DC pasaron al abierto filibusterismo. Dijeron a Willingham que se habían leído hasta la última coma del creator-owned publishing contract original y que, en su opinión, nada de lo escrito en ese contrato les impedía usar el material de Fables en la forma en que les saliese de los nakasones, que además eso del «creator-owned publishing contract» era una chuminada sin validez legal alguna, y que viniese un juez a decir lo contrario.

«They could change stories or characters in any way they wanted. They had no obligation whatsoever to protect the integrity and value of the IP, either from themselves, or from third parties (Telltale Games, for instance) who want to radically alter the characters, settings, history and premises of the story (I’ve seen the script they tried to hide from me for a couple of years). Nor did they owe me any money for licensing the Fables rights to third parties, since such a license wasn’t anticipated in our original publishing agreement».
DC Cómics negociando contratos con un autor promedio.

Cuando, testarudo como todo un Harlan Ellison en plena forma, Willingham se negó a doblar la rodilla ante las pretensiones de la nueva dirección de DC y logró que la editorial accediese a pagarle atrasos por la adaptación del videojuego de Telltale Games, pretendieron hacer pasar el abono de esas regalías como «tarifa de consultoría», no como la auténtica liquidación de derechos de autor que era en realidad, y colarle a Bill un «trágala» en forma de acuerdo de confidencialidad que, en la práctica, le convertiría en entusiasta relaciones públicas de Telltale, a quienes DC había vendido los derechos de Fables para su explotación en forma de videojuego sin permiso de
Willingham. Cuando, harto de este ping-pong negociador, Bill les ofreció renegociar un contrato nuevo que recogiese, en un lenguaje sin ambigüedades, los derechos de ambas partes, se rieron en su puta cara. Cuando, ya cabreado, les propuso romper toda relación contractual e irse cada uno por su parte, ni siquiera le contestaron. Cuando Willingham manifestó a los negociadores su hartazgo ante todas sus maniobras obstruccionistas y la indignación que le producían lo que él sentía como abusos corporativos, le desafiaron a denunciar a la editorial, sabiendo que DC puede gastar millones de dólares en asesoría legal y demorar indefinidamente la celebración de un juicio o enterrarle en apelaciones y Bill Willingham a ellos no.

Así que Willingham ha hecho lo único que podía hacer para joder a DC Cómics siquiera un poco de lo que lo han jodido a él.

Bill 
Willingham no puede romper su contrato con DC sin el consentimiento de DC. Bill Willingham no puede publicar cómics de Fables salvo a través de DC Cómics y bajo las condiciones que DC Cómics estime a bien establecer. Bill Willingham no puede licenciar juguetes, series de televisión ni merchandising de Fables.

Lo que Bill
Willingham podía hacer (en su opinión, aunque la legislación estadounidense de propiedad intelectual es particularmente oscura y pastosa) es lo que ha hecho: ceder al dominio público todos los derechos de Fables desde el 15 de septiembre del presente año.

En el momento en que se publica esta entrada del Paratroopers, cualquier persona puede utilizar a los personajes de Fables sin ninguna consecuencia legal. Y dado que la cesión o paso al dominio público es, según los convenios internacionales en propiedad intelectual, irreversible, ahora cualquier artista puede ilustrar sus propias historias de Fables, cualquier cineasta adaptar el cómic en forma de película o serie de televisión, cualquier compañía fabricar juguetes inspirados en la obra de Willingham y Fables puede ser explotada comercialmente en cualquier formato y DC no tiene derecho a reclamar ni un euro de madera de todo ese dinero que la franquicia de su vapuleado y harto ex-autor genere en el futuro.
(Desde aquí oigo los chillidos de orgásmico regocijo de Harlan Ellison).
A la espera de que los abogados de DC intenten alguna de las jugadas de cabrón supremo que caracterizan a los buscapleitos corporativos, ahora mismo, en virtud del gambito de Bill Willingham, Fables me pertenece a mí, te pertenece a ti, nos pertenece a todos por expreso deseo de su extenuado e indomable autor.

Los contratos que Bill
Willingham firmó con lo vinculan a DC.

Pero no a nosotros.

Y, de repente, tampoco a las interpretaciones
de su obra más conocida y premiada, hechas al margen de Detective Comics/Warner, que cualquiera de nosotros escoja hacer.

Dado que no le permitían publicar su cómic de la forma en que él consideraba más respetuosa y dado también que, maniatado por un contrato vinculante, Willingham no puede publicarla de ninguna otra manera, hizo lo único que podía hacer al respecto:

Liberarla de las mefíticas garras de Warner/DC.

Fables es libre.

Y algunos directivos de DC deberían estar ahora mismo saliendo de sus despachos, escoltados por personal de seguridad y portando sus objetos personales en una caja de cartón.
«It was my absolute joy and pleasure to bring you Fables stories for the past twenty years. I look forward to seeing what you do with it».

♪ De estar libre en el país de los presos
De estar vivo en el país de los muertos
De ser gigante en el país de los enanos ♫


Los artistas estamos tan acostumbrados a que nos exploten que a veces viene bien recordar no sólo que tenemos derecho al respeto de que nos hagamos acreedores, sino también, y fundamentalmente, a que se nos pague por nuestro trabajo.

Axel Alonso y Bill Jemas (ambos ex-proletarios de Marvel Cómics) y Jonathan F. Miller de la página web Fandom lo entendieron tan bien que en 2018 fundaron AWA Studios. Con decirte que AWA es el acrónimo de Artists, Writers & Artisans, el espíritu de esta editorial independiente de cómics queda más que explicado. AWA pretende poner al autor en el centro de su obra. Reconocer a los escritores y dibujantes el mérito por su trabajo. Que los artistas tuviesen un santuario donde nadie pudiera hacerles lo que DC le está haciendo a
Bill Willingham.

Y no les está yendo mal del todo.

AWA ha publicado Hit Me, un noir firmado por Christa Faust, Jeff Dekal y Priscilla Petraites en el que Lulu, una masoquista profesional que se gana la vida dejándose hostiar por sus clientes, se ve involucrada en un asesinato relacionado con el tráfico de diamantes y obligada a usar su tolerancia al dolor y sus contactos en el submundo del BDSM y la prostitución sórdida para poder sobrevivir.

Hit Me es un cómic bien escrito y cojonudamente dibujado.

Ya estás tardando en comprarlo y leerlo. Aunque sólo sea para joder a los abogados de DC Cómics. Te aseguro que los autores de Hit Me tienen más probabilidades de cobrar sus regalías que el pobre de Bill Willingham las que DC todavía le adeuda.

Nada más y nada menos que Peter Milligan y Mike Deodato Jr. firman Absolution, la historia de Nina Ryan, una sicaria a la que se le concede un mes para obtener la absolución del público por sus crímenes, en una especie de sádico Gran Hermano organizado en un mundo no tan diferente al presente. Concluido ese plazo sin haber alcanzado la redención, los explosivos implantados en su cerebro la matarán.

Absolution me ha gustado un poco menos que Hit Me, pero no creo que te decepcione si le das una oportunidad. Es mejor que ninguna mierda que DC haya publicado en los últimos cinco años. Y sus autores, a menos que AWA Studios me rompa el corazón, van a cobrar todas sus regalías por ella.

Échale un ojo a Marjorie Finnegan, Temporal Criminal, de Garth Ennis, Goran Sudzuka y Miroslav Mrva. Retorcida, hilarante, apasionante. Marjorie Finnegan es uno de esos personajes a los que amas odiar, pero por el cual acabas pasando miedo. No es poco mérito del guionista lograr que empatices con la tremenda hija de puta de Marjorie, y eso pasa por crearle un antagonista realmente detestable.
Regálate Red Zone, de Cullen Bunn, Mike Deodato Jr. y Lee Loughridge. El profesor Randall Crane, rusólogo y eslavista de la Universidad de Nueva York, es enviado a Rusia por el gobierno estadounidense con una misión secreta. Cuando su equipo de apoyo es aniquilado, el profesor Crane tiene que sobrevivir por sus propios medios... y resulta que no ha sido toda la vida un oscuro profesor universitario. Digamos que antes de la pluma, aprendió a utilizar la espada.

Dale una oportunidad a Sins of the Salton Sea, de Ed Brisson y C.P. Smith. Wyatt, un ladrón profesional retirado, es enrolado por su hermano en un último golpe contra un furgón blindado. Cuando Wyatt descubre que el furgón no traslada dinero ni metales preciosos, sino a una madre y su hijo, ya es demasiado tarde para pasar desapercibido ante los ojos de una secta de chiflados por el fin del mundo que no vacilarán ante nada para joder bien jodido a nuestro protagonista.

Y hay muchos más títulos interesantes en AWA Studios.

Fight Girls, de Frank Cho y Sabine Rich. Sexy (claro, es de Frank Cho), perversa y divertida.

Chariot, de Bryan Edward Hill y Priscilla Petraites. Si una de las cosas que más te gustan de las pelis de Bond es el Aston Martin lleno de gadgets, Chariot te va a encantar.

Me encantó.

Not All Robots, de Mark Russell, otra vez Mike Deodato Jr., que está en todas las salsas de AWA, y Lee Loughridge. Un futuro en el que la Inteligencia Artificial ha tomado las riendas de la civilización humana con la paternalista actitud de quien pastorea a un hijo calavera y medio retrasado.

Trojan, de Daniel Kraus, Laci y Marco Lesko. Una especie de revisión perversa y gore de Fables en forma de thriller. Marginados por la sociedad humana, celosa de su magia y belleza, las criaturas mitológicas, gorgonas, centauros, sirenas, gnomos, malviven como pueden en los márgenes de la civilización moderna; maltratados, prostituidos, asesinados. Pero en los abismos de la Dark Web habitan verdaderos monstruos que pueden poner en movimiento poderes terribles de los que los humanos sólo hemos oído hablar a través de las leyendas.

Año cero, de Benjamin Percy, Lee Loughridge y Ramon Rosanas. ¿Te gustan los apocalipsis zombis? Pues toma dos tazas. O mejor dicho, tres, que ya va por el tercer volúmen.

The Resistance, de J. Michael Straczynski y Mike Deodato Jr., que no nos libramos de él ni con agua caliente, retomando el tropo de Mike Straczynski de la gente común que repentinamente adquiere superpoderes y que ya exploró en Rising Stars para Top Cow/Image.

The Ribbon Queen, de Garth Ennis y Jacen Burrows. La detective Amy Sun de la Policía de Nueva York descubre una fuerza ancestral de venganza invocada por la víctima de un asesinato policial cometido tres años atrás. Gore a cascoporro.

O la historieta que me está enamorando ahora mismo: The Madness, de J. Michael Straczynski y ACO. Sarah Ross ha usado sus superpoderes para labrarse una carrera como ladrona profesional. Hasta el momento se las ha compuesto para mantener a salvo a su familia, pero cuando roba a la persona equivocada y el gobierno, con la colaboración del «grupo oficial de superhéroes» (carrasp, sospechosamente parecido a la Justice League, tos, tos, carrasp) la identifica y marca para su asesinato selectivo, cobrándose las vidas de su marido e hijos, una fuerza desatada con la que Sarah ha convivido toda su vida toma posesión de su cuerpo y comienza una despiadada cruzada vengativa.

¿Y sabes qué tienen en común todos estos títulos además de algún superhéroe, buenos dibujantes y buenos escritores?

Son obras de adultos, escritas por adultos y dirigidas a adultos que hablan de temas adultos desde una perspectiva adulta y con un lenguaje adulto. Y se ve algún pelín potorrero, como en los buenos tiempos del añorado sello Vértigo.

Cada uno de estos cómics se ha publicado como y cuando han querido sus respectivos autores, que retendrán el control creativo de sus obras y cobrarán, o al menos ésa es la intención declarada de AWA Studios, todos los derechos que les corresponden por ellas.

En la industria, los títulos aquí citados son voces que claman en el desierto.

Y aunque sólo fuese por eso, merecen todo nuestro apoyo.

♫ De ser la voz que clama en el desierto
De ser la voz que clama en el desierto
De ser la voz que clama en el desierto ♪


Porque éstas son las iniciativas que debemos apoyar si queremos una industria editorial sana, respetuosa y productiva.

Porque estos son los cómics que las grandes editoriales podrían estar publicando, si le guardasen alguna consideración a su público o sus autores.

♫ Pobre de ti, Gulliver, pobre de ti ♪

Y aunque en la canción de Sabina es difícil saber a quién asiste la razón, si a Gulliver o a los enanos, en el mundo real eso está más que claro.

En este caso concreto, a los enanos.

Siempre a los maltratados, expoliados y menospreciados enanos.


sábado, 9 de septiembre de 2023

Hay más de una manera de pelar un gato

Cuando Nacho Vidal (sí, ese Nacho Vidal) se disponía a empezar su carrera como empotrador cinematográfico a sueldo en el Valle de San Fernando, Los Ángeles, su patrocinador, el legendario Rocco Siffredi, (sí, ese Rocco Siffredi, «el semental italiano»), le dio un único consejo: «no trates de competir con T.T. Boy».

Siffredi sabía que, con su metro ochenta de estatura, constitución de gladiador, potencia venérea y proporciones peneanas, no había, a la altura de 1998, ni un sólo actor en la Jerusalén del Porno capaz de hacerle sombra a su protegido español.

Y también sabía que T.T. Boy estaba en otra liga muy diferente.

Aside from WHAT?

Nacho Vidal es indiscutiblemente una bestia del sexo.

Phillip Troy Rivera es el dios al que rezan y al que temen las bestias del sexo.

Si Nacho Vidal rodaba una escena con tres chicas a la vez, T.T. Boy rodaba una escena con diecinueve y conseguía que todas alcanzasen orgasmos múltiples y al menos doce de ellas el nirvana.

Si Nacho Vidal se iba de fiesta catorce horas seguidas y, de empalmada, no pun intended, llegaba al set y se ponía a follar delante de la cámara otras cuatro horas seguidas sin que en ningún momento se le bajase la trempera, T.T. Boy se iba de fiesta una semana entera y, de empalmada, protagonizaba una orgía de sesenta y nueve horas ininterrumpidas con todas las actrices en activo de la industria del porno, treinta y seis veteranas retiradas, cuatrocientas trece voluntarias bien dispuestas, cincuenta y dos peatones que pasaban por allí, un repartidor de FedEx que se equivocó de dirección, el tío que estaba reparando el aire acondicionado y una selección de animales de granja; y cuando sonaba el «corten» se duchaba, se vestía, y retomaba su fiesta de siete días donde la había dejado, fresco como una rosa.

A T.T. Boy no se podía toser. T.T. Boy era insuperable. Cualquiera que intentase no ya superar las hazañas de T.T. Boy, sino tan siquiera imitarlas, sólo iba a conseguir hacerse daño.

Ya sólo con mirarte te deja preñada, el muy bestia.

Algo que ojalá me hubiesen enseñado hace ya algunos años, cuando, redbullizado por la lectura de El hobbit, El señor de los anillos y El silmarillion, intenté escribir mi propia fantasía de espada y brujería con todos los elementos característicos del género establecidos por Tolkien. En fin, ¿qué puedo decir en mi defensa? Era joven y un poquito gilipollas. Ahora ya no soy tan joven pero sí, indiscutiblemente, mucho menos gilipollas.

No podía evitar pensar en todo esto a cada nuevo párrafo que leía de Artemis, de Andy Weir. Sólo que, en el caso que nos ocupa, y extrapolando a partir del ejemplo con el que empieza esta entrada de la bitácora, Andy Weir sería al mismo tiempo T.T. Boy y Nacho Vidal. O, mejor dicho, lo serían sus propias novelas.

Espera, que ahora te lo explico.

Andy Weir es un programador informático que a lo largo de su carrera ha trabajado para empresas como America On-Line, Palm, MobileIron y Blizzard (en esta última, durante el desarrollo del videojuego Warcraft II: Tides of Darkness).

Pero a Andy Weir le apasiona leer. Se crió devorando las obras de los maestros de la Edad de Oro de la ciencia-ficción (Asimov, Arthur C. Clarke) de la biblioteca de su padre. Y como muchos lectores de fantasía y ciencia-ficción, a Andy Weir también le tentaba la idea de escribir sus propias historias. Desde los veinte años, publicó historias y cuentos en su página web personal. Guionizó y dibujó el webcomic Casey and Andy. Tuvo una pequeña colaboración en el webcomic Cheshire Crossing. Pero a Andy Weir le pasaba lo que a muchos, no todos, escritores: estaba aquejado de novelitis.

Los webcomics de Andy Weir no es que sean una maravilla, la verdad.

Es difícil de explicar para quien nunca haya sufrido esta terrible enfermedad, pero voy a intentarlo. Aunque hay autores con carreras exitosas que jamás han escrito otra cosa que guiones de cómic o televisión, o cuentos, y esa particularidad no es en absoluto un demérito para su talento, en mi experiencia me atrevo a afirmar, probablemente sin suficientes datos que respalden mi tesis, que son mayoría los escritores que, por hábiles narradores de obra breve que sean, sienten el insoportable prurito de escribir una novela.

El síndrome del impostor está ahí, ominoso como una apelación en un caso de pena capital, los artistas en general son particularmente sensibles a esta desazón, los escritores entre ellos y, en el colectivo de autores de obra breve, la única posible «llamada del gobernador» conmutando la sentencia o suspendiendo la ejecución es una novela terminada.

Resumen para zotes:

Para algunas personas, escribir cuentos y guiones es el equivalente a matarte a pajas viendo vídeos de Riley Reid.

Para esas mismas personas, escribir una novela es como perder la virginidad mientras cierras los ojos y te imaginas que es la propia Riley Reid la que te está descapullando.

(Y si encima te publican es como perder la virginidad con la mismísima Riley Reid).

Riley aún no ha descartado la idea. ¡Hay esperanza!


En 1999, Andy Weir acababa de perder su empleo en AOL, junto a otras 800 personas depuradas tras la compra de Netscape, y se dijo «si no aprovecho esta oportunidad para convertirme en un escritor de verdad, nunca lo haré». Como parte de su finiquito, Weir había recibido una decente cantidad de stock-options y decidió venderlas y sobrevivir de lo que consiguiese por ellas, en vez de mandar currículos, mientras intentaba escribir ese best-seller que, lo confesemos o no, todos los escritores soñamos con publicar algún día.
(Resulta que vendió las acciones de AOL a su máximo histórico de valor, así que consiguió por ellas bastante más viruta de la que lograron los que lo hicieron más tarde).

Andy se dio tres años (más o menos lo que calculó que le durarían sus ahorros y el dinero de sus stock-options) para probar suerte como escritor profesional. Y logró una novela. Y le pasó lo que nos pasa a casi todos cuando empezamos a buscar editor: no lo encontró. Ni tampoco agente. Y es que los muy cabrones son unos putos capos jugando al escondite. Ése fue el momento en que Weir se tragó su orgullo y se dijo «oh, vale, lo he intentado, no ha funcionado; hora de volver a poner los pies en la tierra». Encontró otro trabajo como programador y volvió a cobrar los cheques de su nómina a intervalos regulares, pero el gusanillo seguía ahí. Andy se había demostrado a sí mismo que era capaz de escribir novelas y ahora a ver quién devolvía al genio al interior de la lámpara.

Lejos de desanimarse
(si la indiferencia de los agentes literarios y el rechazo de los editores basta para derrotarte es que no tienes madera de escritor), Andy Weir se creó una página web de autor, esa bitácora de la que hemos hablado ya, y empezó a publicar en ella sus relatos (Access, Annie's Day, Meeting Sarah, The Midtown Butcher...), su fan-fiction holmesiana, su fan-fiction whoviana y sus webcomics, además de tres historias largas serializadas.

Y empezaron a pasar cosas.

OTRO tipo de cosas.


Su cuento de 2009 The egg («El huevo») fue bien acogido en el circuito de fans de la ciencia-ficción (y es, hasta el día de hoy, el relato más popular del autor, traducido a más de treinta idiomas y adaptado en forma de cortometraje por varios autores, sirvió también de inspiración para el álbum Everybody del rapero Logic). Nada mal. Nada, nada mal. Pero a Andy Weir aún le faltaba el reconocimiento, el prestigio, digamos, que otorga a un escritor una novela publicada.

Aunque eso también estaba por llegar.

De las tres historias largas que Weir estaba serializando en su bitácora; Bonnie MacKenzie: The Life Story of a Mermaid, Zhek, una space opera de la que llegó a escribir 75 000 antes de abandonar el proyecto, y The Martian («El marciano»), esta última sería la que haría su nombre famoso y le convertiría, por fin, en autor profesional. Publicada originalmente por entregas en 2011 en el blog del autor. La novela cuenta la lucha por la supervivencia de Mark Watney, un astronauta de la primera misión tripulada al Planeta Rojo, accidentalmente dejado atrás por sus compañeros, que han emprendido al regreso a la Tierra tras creerle muerto.

¿Y quién leyó esa versión temprana de la novela? Cualquiera de los aproximadamente 3 000 lectores de la bitácora de Weir, espaciotrastornados y nerds de la ciencia-ficción como él, entre los cuales había no pocos ingenieros que se crujieron los nudillos y crujieron a Weir con e-Mails señalando los errores científicos o las incoherencias técnicas de la trama. «Andy, coño, que cuando exhalas no sólo expulsas CO2, sino también una buena cantidad de oxígeno no metabolizado; de otra manera matarías a cualquier herido al que le hicieses RCP», por ejemplo.

Esa clase de retroalimentación permitió a Weir corregir su novela párrafo tras párrafo, capítulo tras capítulo, a partir de las observaciones de, para variar, personas que sí sabían de lo que hablaban (durante una visita a la NASA, Weir se quedó ojipalómico al descubrir cuántos de los lectores de su blog trabajaban allí). Auténticos científicos especializados en las diferentes disciplinas y técnicas que se describen en la novela. Y es que en la época de Internet, la forma más rápida y sencilla de obtener la respuesta verdadera a una pregunta es subir a la Red de redes cualquiera de las respuestas equivocadas. No falla.

Ayudado por los picajosos lectores de su bitácora, Weir acabó el borrador definitivo de The Martian y pasó a otra cosa.

O sea, ése era el plan. Tampoco había por qué darle demasiada importancia. Andy sólo era otro autor autopublicado más. No es como si hubiese descubierto la pólvora.

La cuestión es que Andy Weir comenzó a recibir correos electrónicos de lectores que decían «eh, me encanta The Martian, pero odio leerlo en tu bitácora porque, afrontémoslo, el diseño de tu bitácora apesta. ¿Puedes currarte una versión electrónica que pueda leer en mi e-Reader?» Y Andy se curró la versión e-Reader de The Martian. Y entonces empezó a recibir correos de la gente que no tenía ni idea de cómo descargar la versión electrónica de The Martian en sus lectores de eBooks, pero que sí tenían un Kindle y cuenta en Amazon. Y Andy se apiadó de estas buenas personas y se curró la versión electrónica para Amazon Kindle de The Martian. Y la puso a 99 centavos, que es el mínimo que Amazon le permitía.

Y entonces pasó una cosa muy extraña.

Aunque el libro estaba disponible gratis, en HTML y en versión eBook en la página web de Andy Weir, se vendían muchas más copias en la página de Amazon que peticiones de descargas gratuitas recibía el servidor en el que Weir tenga alojado su blog.

La gente quería leer The Martian. Y estaba dispuesta a pagar a Amazon por ello aunque se les ofrecían alternativas gratuitas. Y entre esa gente había muchos de los que ya habían leído la novela, de gratis, en la web de Weir.

Las buenas reseñas de los lectores y las recomendaciones de unos a otros tuvieron un efecto «bola de nieve» que disparó las ventas de The Martian. Cuantas más copias para Kindle vendía, mejor se posicionaba la novela en las listas de Amazon. Para cuando alcanzó el Top 10 del género de ciencia-ficción, este efecto acumulativo se incrementó en varios órdenes de magnitud, porque ahora toda la gente que leía ciencia-ficción en su Kindle, pero no tenía ni puta idea de que existiese Andy Weir ni de que hubiese escrito un libro, se encontraron The Martian recomendada en sus pantallas, en base a sus lecturas previas, por el algoritmo de Amazon.

Tres años antes, Weir había sido incapaz de encontrar un agente literario.

A raíz del éxito de ventas de The Martian, fue un agente literario el que lo buscó a él.
("I go online to make sure he's a real person", cuenta Weir cada vez que le preguntan sobre este momento decisivo en su carrera).

Y mientras el agente aún le estaba buscando a Andy un editor en papel, 20th Century Fox se puso en contacto con él para asegurar los derechos para la pantalla.

De un libro que sólo existía en un par de servidores.

Que aún no había llegado a las librerías de toda la vida y por cuya edición en formato físico el agente de Andy Weir se seguía partiendo la cara con Random House. Y Weir seguía depurando código en su cubículo porque había que pagar las facturas y The Martian seguía sin dar suficientes beneficios para vivir dignamente.
(Lo de «asegurar los derechos» puede sonar un poco críptico, así que te lo explico: se trata, simplemente, de pagar al autor una pequeña cantidad de dinero, normalmente unos pocos miles, para «sacar del mercado» un determinado libro durante un tiempo dado. Digamos, 18 meses. Si en año y medio el estudio no ha decidido nada sobre ese libro, y así sucede en el 99% de los casos, los derechos para la pantalla revierten automáticamente al autor, a menos que se negocie una prórroga. Que, tranquilo, a la productora ya se le ocurrirá como petarte el cacas de una manera u otra).

Los tratos para la edición impresa (ligeramente editada y corregida a partir de la edición electrónica) y los derechos para la pantalla se cerraron con cuatro días de diferencia.

Y el resto es historia.

Mientras The Martian alcanzaba los primeros puestos de la lista de libros más vendidos del New York Times, Matt Damon se postulaba para interpretar al protagonista de la película, sobre un guion de Drew Goddard, que cedería la silla de director a Ridley Scott cuando Sony lo llamó para dirigir la próxima película de Spiderman (que acabaría en manos de Jon Watts). El libro retroalimentó la película, la película retroalimentó al libro, la película cosechó una taquilla mundial de más de 600 millones de dólares sobre un presupuesto de 108 millones, la novela fue traducida a más de 45 idiomas, ganó el Ignotus a la mejor novela en lengua extranjera, el premio John W. Campbell al Mejor Autor Novel en la gala de los Hugo de 2016 y Andy Weir ganó un carajal de panoja.

Además, la película es una de mis películas favoritas y el libro es uno de mis libros favoritos. De hecho, ya hablamos de la película durante el confinamiento pandémico.

Con todo ello presente, tenía elevadas expectativas para Artemis, la segunda novela publicada de Andy Weir.

Y me he llevado un pequeño desengaño.

Después de The Martian, la perspectiva de  una nueva novela de Andy Weir era para nosotros, sus fans, como que una chica nos dijera esto:


Pero ha sido más bien como esto:

«Pero, entonces, ¿no te ha gustado Artemis

Ésa es una pregunta extraordinariamente estúpida. Estúpida al nivel de «cuando saliste de casa esta mañana, ¿cuántos cojones tenías?» o «¿por qué coño te gustan tanto las asiáticas?»
¡A saber por qué! ¡Es un misterio!

¡Por supuesto que me ha gustado Artemis!

Pero mucho, mucho menos que The Martian, que es Artemis con otro título y está mucho mejor escrita.

Artemis está protagonizada por Jasmine Jazz Bashara, una ciudadana de Artemis, la primera (y única) ciudad en la luna, que malvive como repartidora y contrabandista mientras sueña con lograr su licencia EVA (Extra Vehicular Activity, Actividad Extra-Vehicular) que le permitirá ganar mucho dinero ejerciendo de guía turística por la superficie del satélite.

Jazz, que se ha fundido todos sus ahorros en un traje EVA de segunda mano con una válvula de aire defectuosa, suspende su examen EVA (y casi se mata en el proceso) y se ve relegada a sobrevivir, los seis meses que la cofradía de maestros EVA la harán esperar por su próximo examen, con sus trapicheos a través de la aduana (unos cigarrillos aquí, una caja de Whisky allá) y con las migajas que gana como repartidora legal.

Por eso, porque su sueño es comprarse un traje EVA decente y mudarse a un apartamento mayor que una ducha, Jazz Bashara se siente tan predispuesta a aceptar la oferta que le hace uno de sus clientes ricos, Trond Landvik, que se ofrece a pagarle una cantidad de dinero obscena, un chorro de pasta que le cambiará la vida a Jasmine, a cambio de un trabajillo especial.

Sabotear la actividad de la fundición de Aluminios Sánchez, que a cambio de la licencia de minar y explotar los yacimientos de anortita (aluminosilicato de calcio) del suelo lunar, provee de oxígeno gratuito (que obtienen como subproducto del procesamiento de anortita) a Artemis. Y no creo necesario subrayar lo importante que es un suministro constante de oxígeno a los dos mil selenitas que viven y trabajan en Artemis, la única ciudad de la luna, cuerpo celeste carente de atmósfera.

Jasmine hace el trabajo, casi al 100%, pero la pillan en plena faena y de repente alguien asesina a Landvik y su guardaespaldas y Jazz Bashara se ve perseguida por un montón de Maestros EVA cabreados, por las autoridades de Artemis y por una organización criminal brasileña, y sin un céntimo de la recompensa prometida por el empresario ahora occiso.

A grandes rasgos, Artemis me ha gustado.

Pero también me ha causado algunos problemas.

Y es que Artemis es un gato que Andy Weir ya había pelado. Y lo había pelado mejor en The Martian.

Jazz Bashara es otro personaje acuciado por fuerzas que escapan a su control y empeñado en una desesperada carrera por la supervivencia. Igual que el Mark Watney de The Martian. Autoridades y sicarios de O Palácio son los antagonistas en Artemis, la ausencia de alimento, agua, aire, un clima estéril y hostil y la ausencia de posibilidad de rescate son los de The Martian.

Jasmine Bashara es, como Mark Watney, una ingeniera con un talento extraordinario para la resolución de problemas. Sí, Mark es, además, botánico, y la formación técnico-científica de Jazz procede de su formación autodidacta y sus conocimientos como soldadora, adquiridos de su padre, Ammar, un profesional del oficio.

Jazz Bashara es, como Mark Watney, la narradora de su propia aventura. No hay problema con ello, aunque la primera persona es, narrativamente y estilísticamente hablando, un arma de doble filo.
No, en serio. ¿Por qué nos gustan tanto? No me lo explico.

El problema en Artemis es que Jazz Bashara «habla», o sea escribe, exactamente igual que Mark Watney. Usa prácticamente el mismo vocabulario. Cuenta chistes que podrían haber salido de la boca de Mark Watney. Tiene su mismo sentido del humor. Su misma personalidad. Sus reacciones, razonamientos, justificaciones y declaraciones podrían haber sido las de Mark Watney. Las turras que te suelta para hacerte comprender un determinado concepto técnico o científico con el que tal vez no estés familiarizado, son turras parecidas a las de Mark Watney en The Martian, pero parecen un poco menos naturales. Sí, puede que no todo el mundo sepa que el regolito lunar es como un manto de cuchillas de afeitar desmenuzadas, pero ¿no había otra manera de comunicar esta información al lector, por ejemplo escenificándola?

El problema de la exposición, que siempre es un hándicap para un escritor, no es la rémora de Artemis.

El problema de Artemis es que Andy Weir resuelve el problema de la exposición exactamente igual que en The Martian, a través de la boca de un personaje prácticamente indistinguible de Mark Watney más allá de la etnia, la nacionalidad y el sexo.

Jazz Bashara es un Mark Watney con vagina.

Andy Weir me ha colado prácticamente el mismo libro que en The Martian, pero ambientado en la luna, con un personaje del sexo opuesto, una historia mucho menos elaborada y un argumento considerablemente más

Artemis se queda por detrás de The Martian en todos los aspectos en los que compite con la opera prima de su autor: estilo, humor, cháchara técnica, suspense, carisma del protagonista, historia...
Más misterio que esto, pocas cosas.

La marca de autor es una cosa.

El estilo, otra distinta.

Jazmine Jazz Bashara es, o debería haber sido, un personaje muy distinto a Mark Watney, aunque sólo sea porque su origen, raza, nacionalidad, sexo, educación, religión y antecedentes familiares son muy diferentes a los de Mark Watney. Jazz debería tener su propia voz, su propia psicología, sus propios impulsos, su trasfondo, que debería ser diferente a los de Mark Watney.

El estilo literario de Artemis debería ser por lo menos ligeramente distinto al de The Martian. La voz narrativa de Jazz Bashara debería ser radicalmente distinta a la de Mark Watney por los motivos indicados más arriba. Porque el estilo debe adaptarse a la historia que queremos contar y la voz narrativa debe ser coherente con la psicología del narrador. De lo contrario estaríamos escribiendo una y otra vez el mismo libro y a los mismos personajes.

Y Andy Weir, con las tablas que tiene, ya debería saber que hay más de una forma de pelar un gato.

Concretamente, hay una forma distinta para cada gato.

Artemis es Nacho Vidal. The Martian es T.T. Boy. Artemis es divertida, pero Artemis no le puede toser a The Martian.

Y la prueba de ello es que he dedicado más espacio, no pun intended, a hablarte de la gestación de The Martian que de Artemis en sí.
No tiene explicación y punto.

Léete Artemis y The Martian, querido lector, y comparte tus propias impresiones con nosotros.

A menos que seas gilipollas. Aquí no tenemos tiempo para los gilipollas.