martes, 13 de agosto de 2019

Al principio parecía buena idea

Como todo el que, en algún momento de su vida, haya leído a Tolkien, yo también quise en su momento escribir una historia de fantasía. A fin y al cabo, ¿cuál podía ser la dificultad inherente a tan rutinaria empresa? Todo lo que necesitas es un mago cascarrabias, un enano susceptible, un apollardado héroe con más espada que cerebro, un puñado de elfos de orejas picudas, un Señor Oscuro, un tesoro y/o objeto mágico y, a ser posible, un dragón.
«¡Noooooooooooooooooooooooooooooooooo!»
Qué fácil, ¿no?

Mira que han pasado de años (hasta pelo tenía entonces) y me sigo sonrojando cuando lo recuerdo.

«No sabes cómo la estás cagando, chaval».
Yo venía de escribir una espantosa novela de ciencia-ficción, candorosamente timorata, y había empezado una novela de género negro que me apasionaba, pero tenía el cuerpo tolkieniano y a mí lo que me había recetado el médico era más cencerro... digoooooo espada y brujería.

Así que me puse a escribir, convencido de que eso lo liquidaba yo en un decir «Imladris».

Je.

Je, je.

Je je je jeeeeee.

Como intento ser un tipo metódico (hace que la vida sea menos caótica), me senté a elaborar mi documentación inicial. Si no sabes a qué me refiero, échale un ojo al método Sommer. Pensaba, y sigo pensándolo, que desde el momento en que te vas a, literalmente, INVENTAR todo el universo de tu novela, el proceso de worldbuilding cobra una importancia más que acusada; primordial. No puedes acudir a un atlas, a una enciclopedia, en busca de información sobre tus personajes, el escenario en el que transcurre la acción o la historia de ese país porque nada de eso existe. Debes crearlo tú. Debes crearte tus propios atlas, tu propia enciclopedia, tus propios libros de historia.

«Bueno», me decía, «¿cuál es la dificultad? Si hay que dibujar unos cuantos mapas, se dibujan y punto».

De verdad que no deja de fascinarme lo papanatas que puedo llegar a ser.

«No lo ha dicho en serio, ¿verdad?».
Antes siquiera de escribir una coma de la novela me vi ya cargado de papeles: un índice de personajes, una somera cronología y unos muy básicos anales del mundo en el que iba a transcurrir el relato, un esquema del libro con un resumen muy, pero que muy elemental, de los episodios que transcurrían en cada uno de sus actos y cuatro apuntes sobre antropología.

Y la magnitud del trabajo que me había propuesto empezó a aflorar.

¿Todos mis personajes eran blancos, todos practicaban la misma religión, si es que practicaban alguna, vivían en el mismo país y hablaban el mismo idioma? Eso no tenía ningún sentido. Eché un vistazo a mis mapas, que aún conservo: yo había dibujado un vasto continente, tal vez tan grande como África o incluso como toda América. ¿La gente del norte hablaba igual que la del sur y compartían cultura con ellos? Pero si hasta en España te bajas a Andalucía y parece que hayas aterrizado en otro planeta. En mi mapa había montañas. ¿No haría un pelín más de frío en esas montañas que en los valles? ¿La gente y los pueblos serían iguales a ambos lados de las cordilleras, auténticas barreras naturales al flujo de las ideas, las gentes y las mercaderías? ¿Quién me iba a comprar esa ocurrencia de absoluto soplapollas?

La geografía empezaba a tocarme las pelotas. Y no acababa sino de empezar.

Abochornado de un mundo tan pobretón, racialmente unificado y culturalmente eunuco, empecé a meterle algo de color. Me inventé una raza de norteños que vivían en la zona más septentrional de mi mundo y les imaginé una cultura que yo visualizaba análoga a la coreana, con sal y pimienta de la Rusia zarista; una sociedad basada en la agricultura y el cultivo del arroz (sí, podrían haber cultivado otra cosa; alguna especie vegetal exótica, pero ya me estaba rompiendo lo bastante los cuernos con la antropología, como para empezar a afeitármelos también con la ecología). Imaginé una casta gobernante de mandarines disolutos y corruptos que parasitaban a un campesinado empobrecido, fanatizado e iletrado. Imaginé a un emperador apirolado y epicúreo, entretenido en empotrar a sus concubinas, sobrevivir a los intentos de envenenamiento y hacer duques a sus bastardos. Imaginé a una élite sacerdotal dedicada a honrar a dioses silenciosos e indolentes y a comerse las migajas de la mesa de los cortesanos y los funcionarios. Imaginé a una aristocracia terrateniente reblandecida por siglos de molicie y privilegios, militante solo a la hora de defender sus prerrogativas, su derecho a cazar con halcón, practicar el arte de la guerra y voltear campesinas en los arrozales. Imaginé casitas de madera con hipocausto, pequeñas aldeas y granjas dispersas aisladas en invierno por la nieve, vastos prados verdes, sombríos cañaverales.

Imaginé también a una irreductible raza de lo que entonces, y todavía ahora, se parecía sospechosamente a tribus celtas. Vivirían en los valles altos de las montañas occidentales, dedicados a la cría de ganado y a las vendettas interminables. Vestirían prendas de lana, adorarían aún a sus primitivos dioses sedientos de sangre y tendrían un exacerbado y a menudo suicida sentido del honor. Imaginé oscuros palacios de madera construidos en torno a inmensos hogares de piedra en los que calentarse las manos enrojecidas por el relente o asar un ternero para el desayuno. Imaginé estilizadas tallas de héroes, gigantes, bestias míticas y antepasados divinizados. Imaginé taraceas de nudos, lobos y serpientes. Espadas anchas y pesadas. Mozas rubias y pelirrojas, ojigarzas y pechugonas. Torques de bronce y barbas despeinadas. Umbríos bosques de roble y castaño. Ritos neolíticos. Poblados fortificados.


También me saqué de la manga un pueblo sureño, que acabó siendo un revoltijo de culturas distintas. Como eran meridionales, el que menos estaba bien morenito y el que más era negro como el carbón. Rendían culto a un batiburrillo de dioses, genios, espíritus y santones, habitaban populosas ciudades de un urbanismo casi compulsivo, remanentes de una alta cultura venida a menos pero todavía orgullosa. Cuanto más me sumergía en su historia, sus tradiciones y costumbres, más parecidos le sacaba con los antiguos egipcios, los pretéritos aztecas, los persas de la época de Asurbanipal, los indios de tiempo de los rajás... y más me esforzaba en desfigurar las evidencias... de modo que acababan pareciéndose a otra cosa. Visualicé calles abarrotadas de gente y florecidas del colorido primaveral de los ropajes y los tenderetes de los vendedores y de los tonos madera y bronce de la tez de los peatones. Visualicé templos escalonados, pirámides, canales, casas de adobe enjalbegadas para los podres y palacios con peristilos para los ricos. Exóticas princesas envueltas en sedas vaporosas e incendiadas de gemas. Mercados de especias. Templos revestidos de oro. Terrazas ajardinadas.

Y empecé a acojonarme.

Era imposible. IM-PO-SI-BLE que estos tres pueblos tan diferentes hablasen la misma lengua, toda vez que los separaban cientos o miles de kilómetros de tierra hostil y siglos de historia diferenciada. ¿Iba a ponerme a imaginar los diferentes idiomas y dialectos que hablaban estas personas? ¿Y qué coño sabía yo de filología, para empezar?

Jooooooodeeeeeer. Llevaba ya dos años con aquel puto libro y aún no había escrito un mal capítulo. ¿No tenía bastante con dejarme los dientes contra la historia y la etnografía que ahora también quería meterme a lingüista?

En la mayoría de libros de fantasía, este problema se resuelve inventándose una lingua franca. Normalmente la del narrador (inglés, castellano, sueco...). Ahora bien, ¿qué motivo tendrían los extranjeros para aprender la lengua de los guiris? ¿Es que dependían de ellos o los habían conquistado? En tal caso, ¿por qué iba nadie a concederle una segunda victoria a los conquistadores diluyendo la propia cultura en la de sus invasores? Los que quisieran congraciarse con sus nuevos amos sin duda harían un esfuerzo por aprender la lengua, pero ¿y el pueblo llano? ¿No se aferraría aún más, en ese momento de incertidumbre, a sus señas de identidad, como protesta silenciosa por la ocupación? Es más, ¿usaban el mismo léxico, por no meternos ya en el jardín de dilucidar si hablaban el mismo idioma, las clases dirigentes que los alpargatones de la plebe?

He leído dos teorías acerca de cómo
Tolkien construyó su mundo: unos autores afirman que J.R.R. primero diseñaba las lenguas y luego imaginaba al pueblo que hablaba esa lengua, lo cual no tiene ningún sentido (¿por qué vas a inventar una palabra para «nieve» si tu pueblo vive en medio de un puto desierto, por ejemplo?), y otros biógrafos postulan todo lo contrario. Con los elfos, por ejemplo, Tolkien habría partido de los duendecillos malvados del folclore escandinavo, los habría convertido en una especie de ángeles de beatitud prístina y belleza a toda prueba (y, ejem, sospechosamente arios, ejem, en el sentido más nazi de la palabra) y luego les habría inventado un idioma, libremente inspirado del latín y el griego, travestido de galés (mira, mira: Mae'n bwrw eira. O sea «nieva») y más que robado del finés.
«Te voy a comer todo el quenya. Y repetir».
Luego estaba el tema de la magia. ¿Había magia en mi libro? En caso afirmativo, ¿era una magia que estaba creciendo, tras un período de decadencia, como en Canción de fuego y hielo o en Elantris, de Brandon Sanderson (que tiene tres excelentes artículos sobre las leyes de la magia), o era una magia que estaba desapareciendo, como en El señor de los anillos, las novelas de la saga de Geralt de Rivia y la primera novela de los dragoneros de Pern de Ann McCaffrey? No era una pregunta para nada banal, y necesitaba tener la respuesta muy clara desde el principio, porque podía determinar el tono, el desarrollo y la conclusión de todo el libro. Y, por si esa pregunta no era lo bastante importante, había otra no menos decisiva: ¿cómo era esa magia? ¿Estaba sometida a reglas o el mago podía, literalmente, hacer lo que le diese la gana? Y, en ese caso, ¿por qué no lo hacía? Quiero decir, si la magia en el libro que me disponía a escribir te vuelve todopoderoso, ¿dónde está el conflicto? En cuanto el enemigo asome el hocico, ¡pum!, al carajo; y ya está.

¿Te hace gracia? Piensa que hay una buena razón por la cual Gandalf no teletransportó a Frodo y Sam al Monte del Destino, pero es una razón creativa, no mágica: porque El señor de los anillos habría durado diez páginas y nadie lo habría leído jamás. ¿Quién coño quiere leer un libro en el que el protagonista no corre peligro en ningún momento, no ha de vencer ninguna dificultad y acaba con el Señor Oscuro en menos tiempo de lo que se tarda en contarlo, un Señor Oscuro que nunca tuvo la menor oportunidad de vencer?

Si te paras a analizarlo te darás cuenta de que Tolkien nunca llegó a especificar cuáles eran los poderes de Gandalf... que, para ser un semidiós, básicamente es un pelín inútil. A lo largo de El señor de los anillos le vemos usar su magia para encender una luz y cerrar una puerta en Moria, hundir un puente, hacer callar a Grima y cuatro mamonadas más. Tal vez Tolkien no quiso hacer demasiado poderoso a su mago, para preservar el drama, el conflicto, la intriga, o tal vez nunca tuvo demasiado claros los poderes de Gandalf porque había pasado demasiado tiempo desarrollando las lenguas y la historia de la Tierra Media.

¿Quién quiere leer una novela sin dilema, sin conflicto, sin emoción, sin alma?

Estaba respondiendo a un millón de preguntas diferentes, un millón de preguntas sin importancia, antes de resolver el único interrogante que debería preocuparme:

«¿Es un buen libro?»

Ni idea. El libro no existía. No podía saber si era bueno o no porque aún no lo había escrito.

Entonces lo entendí.

Entendí por qué tan a menudo, la primera novela que un aspirante a escritor se sienta a perpetrar es una novela de fantasía. No es por las portadas de Frazetta y Boris Vallejo. No es por los guerreros con anatomías que nunca desarrollarán ni las doncellas con anatomías que nunca conocerán. Es porque entiende que la fantasía le da la cohartada perfecta para ser un mal escritor. A fin y al cabo, si algo se lía, narrativamente hablando, porque el escritor es un completo lerdo, siempre podrá decir que lo hizo un mago.

Los géneros literarios especulativos, la fantasía y la ciencia-ficción, especialmente el primero, son el campo de juegos de la imaginación pura. Literalmente no hay más límites creativos que los que el propio escritor se impone.

Por eso la fantasía es el lazareto de los malos escritores.

Digámoslo alto y claro: hay personas con una extraordinaria imaginación, capaces de construir mundos riquísimos y complejos, que no son, no han sido y nunca serán buenos escritores.

Y muchos de ellos se meten a escribir un libro de fantasía porque no puede ser tan difícil, ¿verdad?

Escribir es difícil. Punto. Y, a la hora de escribir, la historia, los personajes y el conflicto deben ser tu primera preocupación.

Lo demás es solo el decorado.

Los géneros de ciencia-ficción y, especialmente, el de fantasía están agusanados de MIERDA. Toneladas, trillones de metros cúbicos de MIERDA escrita por completos analfabetos con mucha imaginación y cero competencias literarias y artísticas, además de lingüísticas; Tolkiens de aliexpress y J.K.Rowlings de bazar de barrio cuya máxima aspiración, aparentemente, es clonar los libros de sus autores favoritos. Christopher Paolini casi lo convirtió en un arte: tomó el argumento de La guerra de las galaxias, lo trasladó a un escenario estilo Tierra Media, le pegó unos cuantos elfos altos, hermosos, inmortales (y excelentes arqueros, no jodas), un puñado de orcos, una colección de nombres extraídos directamente de Tolkien, algunos de ellos con algunas letras cambiadas (Angrenost/Angrenost, Eragon/Aragorn, Beirland/Belerian, Ceranthor/Caranthir, Furnost/Fornost y sigue, y sigue, y sigue...), millones de adverbios y un dragón.

Lástima que se le olvidase aprender a escribir primero.

«Ya me estás tocando el nabo. ¡Mira que te tiro un dragón, ¿eh?!»
(Hay quien dice que si George Lucas no le clavó a Paolini una demanda de te cagas por las bragas fue por no concederle un extra de publicidad gratuita a su torpe libro ni socavar el fandom de lectores de Eragón, que estaban en el mismo grupo de edad e intereses que los de Star Wars. A Kaavya Viswanathan, que hizo básicamente lo mismo que Paolini pero con Salman Rushdie y Megan McCafferty, le cayeron ciento y la madre de amenazas de procesos civiles y su libro fue retirado de las librerías a la espera de una «edición revisada y corregida» que no parece tener prisa por llegar).
Pero no penséis que le tenemos especial manía al pobre de Cristopher Paolini: a fin y al cabo tiene el mérito de haber escrito a los quince años un libro que parece escrito por un crío de quince años. Y en cuanto a esos periodistas comepollas que le llamaron «el nuevo Tolkien» y lo proclamaron un genio, nos sentimos tentados a afirmar lo que dicen que dijo Truman Capote de Andy Warhol: «probablemente sea el primer genio subnormal de la historia». Pero no lo haremos.

¿Cómo se reconoce a un mal escritor, en cualquier género literario, pero muy especialmente en los de ciencia-ficción y fantasía? Adapto y traduzco algunas pistas útiles de cierta página, hoy solo accesible a través de la Wayback Machine en la que, precisamente, ponían a caldo Eragón.

1. Pobre dominio del idioma, con todo lo que ello conlleva: patadas al diccionario, sintaxis atropellada, errores semánticos, fallos de concordancia... Que llevan a un:

2. Ritmo incoherente. En lo relativo a la palabra escrita, la frase es la unidad de tiempo. Si no somos capaces de gestionarlo con la necesaria habilidad, el flujo de la narración se resentirá, con largos y tediosos párrafos expositivos que frenan o bloquean el desarrollo de la trama, diálogos superficiales dignos de la alt-lit y escenas de acción confusas y oscuras. Y el ritmo espasmódico suele ser en buena medida consecuencia del:

3. Abuso de la turra. O sea el infodumping, el name-dropping del que ya hemos hablado en esta bitácora y que permite señalar, por ejemplo, Ready player one como un fiasco, desde el punto de vista literario. Me importa un cojón cuánto te hayas documentado para el libro o cuántos meses hayas invertido en la construcción de tu mundo imaginario. No, repito, NO necesito conocer los nombres de todos los reyes de la dinastía de Putegast, con las batallas en las que participaron y las rameras a las que violentaron. NO lo necesito. Tampoco necesito que me tortures con ese:

4. Estilo florido y pretencioso. No hay nada que grite «¡amateur!» con más fuerza que esto. Cuando el escritor se las da de ilustrado y culto y emplea un lenguaje artificioso, una especie de prosa poética que no sirve a otro fin que el de demostrarnos lo sensible, profundo y leído que es, pero que incurre en todos los consabidos lugares comunes que, en realidad, hasta él está harto de leer. Como dicen que dijo André Bretón: «el primer poeta que comparó las mejillas de una muchacha con rosas probablemente era un genio; el segundo, un imbécil». Y esta característica delata la comodidad que el escritor torpe encuentra en:

5. Los moldes. O si lo prefieres, querido lector, los estereotipos. Los clichés. Y me refiero a todo: la caracterización de los personajes (¿por qué los elfos de Eragón son altos, esbeltos, bellos, inmortales y suspiran por sus glorias pasadas?) como a los diálogos prefabricados («¡No eres rival para mí!»), las descripciones manoseadas, las escenas clonadas vilmente de otras mil novelas parecidas y que abundan en manierismos porque el escritor nunca ha aprendido a:

6. Mostrar, no contar. Porque es un coñazo desarrollar la personalidad del personaje. Porque no nos gustan los héroes torpes o con contradicciones. Porque ¿para qué perder el tiempo explorando el aprendizaje de nuestro protagonista, su relación con otros personajes, si podemos quitar todo eso de en medio con una frase y meterle de cabeza en la acción? Luke Skywlaker fue a Dagobah. Conoció a Yoda. Fin. Porque lo demás sobra. Porque no sabes como hacerlo. Porque no te gusta comerte el tarro con mamonadas. Porque, en realidad, no te gusta ESCRIBIR. Y eso queda en evidencia cuando en tus diálogos:

7. Abusas de los verbos de atribución de diálogo y empleas montones de modificadores. Que es uno de los síntomas delatores más claros de un escritor novato. El verbo de atribución de diálogo es el verbo «decir». Ni el verbo «comentar», ni el «mascullar», ni el «rezongar», ni ningún otro. «Decir» es un verbo tan poderoso que no necesita aderezo, y depende de un escritor escribir diálogos que exploten todas las posibilidades de ese verbo. Si los diálogos están bien escritos, no hace falta especificar que el personaje «dijo» lo que fuese «con sarcasmo», «a gritos», «irónicamente» o como fuese. Y sí, escribir un buen diálogo es complicado, pero se supone que tú sabes hacerlo, amigo escritor. Además, si esto fuera fácil todo el mundo estaría... es igual, déjalo. Olvidaba con quién estaba hablando. ¡Mira que no resistir la tentación de resolver una escena comprometida con un sangrante:...!

8. Devs ex machina. El Devs ex machina implica que en realidad tus personajes nunca han estado en verdadero peligro. Y entonces es cuando tus lectores se cabrean. Si tienen dos dedos de frente. Que probablemente no, porque si los tuviesen no estarían leyendo tu puta mierda de libro.
Y, ojo, no estoy diciendo que yo mismo no incurra en estos y otros muchos errores, digo que los escritores profesionales no deberían hacerlo.

La razón por la cual el amigo Paolini y otros tantos iletrados se ponen a escribir novelas de fantasía es que les dan una excusa para ordeñar su imaginación inagotable, desbarrar durante páginas y páginas sobre genealogía, razas, pueblos, dioses, batallas y reinos, ocultando en el proceso la evidencia de que, en realidad, no tienen una historia que contar, y, si hacen el esfuerzo de intentar componer un relato y las cosas se desmadran, siempre pueden meter en escena a un guerrero invencible o a un mago todopoderoso como socorrido Devs ex machina, y listos. Y pueden hacerlo porque no se han tomado la molestia de definir las capacidades de su mago o de su guerrero, las cosas que pueden y especialmente las que no pueden hacer, sus debilidades, sus limitaciones, o sea, lo que los hace interesantes como personajes, lo que los hace atractivos y posibilita la existencia del conflicto, el drama, que es la novela misma.

Pero seguro que todos ellos hablan un élfico del copón. Aunque no sea más que gaélico al revés. I hceastihb na i hcan?

Si Gandalf hubiese sido todopoderoso, si Frodo fuese inmune al hechizo del Único y Aragorn no tuviese dudas, El señor de los anillos duraría quince páginas y sería una puta mierda por más poemas, canciones y frasecitas en sindarin que Tolkien le hubiese metido.

Aún no he renunciado a escribir mi libro de fantasía. Cuando tenga una buena historia. Y una visión que se parezca lo menos posible a todo lo que han escrito mis predecesores.

La fantasía es el refugio de los vagos. De la gente que afirma estar dispuesta a escribir un libro, pero en realidad no tiene la menor intención de intentarlo siquiera.

Desde entonces siento un profundo respeto por los buenos escritores, escriban lo que escriban.

Y verdadera aversión por los que son, simplemente, escritores de fantasía.

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