viernes, 29 de abril de 2022

Todo lo que creías saber probablemente sea mentira (VI)

María Antonieta nunca dijo «si no tienen pan que coman pasteles» y tú eres un poco gilipollas por haberlo creído todo este tiempo. Pero lo has creído porque coincidía con tus asquerosos prejuicios clasistas y, de rebote, te ahorraba el esfuerzo de leer un par de libros de historia.

María Antonieta era un personaje extraordinariamente impopular en la Francia prerrevolucionaria. Sus súbditos, particularmente los republicanos, y en no menor medida sus propios cortesanos, no sólo no le perdonaban ser extranjera (¡aaaaaah, el endémico chauvinismo!) sino que casi desde el preciso día de la coronación de su esposo se dedicaron a socavar su posición, difundiendo libelos y rumores sin confirmar, cuando no directamente inventando mentiras repugnantes acerca de ella, y el «caso del collar», en el que no profundizamos por no extender innecesariamente la entrada, fue buena prueba de las ganas que los antimonárquicos le tenían a la reina: aunque la investigación parlamentaria concluyó que María Antonieta era inocente e incluso puso nombre y apellidos a los responsables del despilfarro (Jeanne de Valois-Saint-Rémy y su marido Nicolás, conde de La Motte, amigotes del siniestro conde de Cagliostro), la campaña de descrédito desplegada por sus enemigos hizo casi imposible dejar a la reina libre de sospecha y reforzó su reputación de frívola y derrochadora. Bonaparte, que dicho sea de paso tampoco era tan bajito como creías, llegó a decir que el episodio del collar de la reina fue uno de los detonantes de la Revolución.

María Antonieta acabó siendo tan odiada por su propio pueblo que se la consideraba directa responsable de la ruina del erario francés. «Madame Déficit», la llamaban. Y la reina consorte no es que tomase las decisiones correctas para conquistar a sus detractores. Completamente desubicada en la corte francesa y no sólo ignorante de las intrigas, camarillas y tejemanejes de Versalles, sino carente también del más elemental instinto político, María Antonieta se convirtió, acaso a su pesar (bien que le pesó cuando le afeitaron el bigote a la altura de la nuca) en quintacolumnista en París de la casa real austríaca, con quien mantenía relación a través de su vasta correspondencia con su madre y con el embajador austríaco en la capital gabacha. Mal aconsejada por ambos corresponsales y por su coro áulico de admiradores y parásitos, devaluó la autoridad de su marido nombrando y destituyendo ministros sin cálculo ni reflexión algunos y espantando a leales servidores del rey que no tenían ni dinero ni paciencia para igualar los gastos de pijita teutona a los que la reina consorte estaba acostumbrada, y que introdujo en la corte francesa.

Ni siquiera su relación con su esposo era buena. En la entrada de su diario correspondiente al día siguiente a su noche de bodas, Luis XVI escribió «rien». «Nada». O sea, que esa noche sus majestades no garcharon. Y esa situación se prolongó años. Muchas, muchas noches de «rien» porque el delfín de Francia sufría de fimosis, afección que convertía la penetración en una experiencia dolorosa, y se negaba tozudamente a operarse. Y María Antonieta, humillada, ofendida y más caliente que el pitorro de una tetera, decidió que si su marido estaba legitimado a no cumplir con el débito conyugal ella estaba legitimada a ser más puta que María Martillo, y así la reina empezó a salir
de Versalles por las noches, oculta tras un antifaz de satén, para, según sus detractores, joder como una gorrina en celo con todo lo que se le pusiese por delante. Cachonda que estaba, la mujer; y digo cachonda escala lo cachondos que nos poníamos nosotros viendo las doscientas arrobas de canalillo de Rosika Miklos (Julie T. Wallace) en 007: Alta tensión.


Y este entretenimiento nocturno de la reina dio aún más alas a sus detractores, que además de publicar una lista de sus posibles amantes (Carlos de Artois, futuro Carlos X de Francia y el conde sueco Hans Axel de Fersen entre otros), lista que incluía nombres femeninos (la condesa de Polignac o María Teresa de Saboya-Carignano, princesa de Lamballe, serían culpables de iniciar a la reina de Francia en los juegos sáficos), llegaron al extremo de afirmar que el delfín Luis José de Borbón ni siquiera sería hijo de Luis XVI.
Son planos consecutivos. En serio.
Pero volvamos ya a hablar de la dichosa frase, que te veo con ganas de hablar de la frase.

Para empezar a poner las cosas en contexto, ya te adelanto que entre los idiomas que dominaba Maria Antonia Josepha Johanna von Habsburg-Lothringen, archiduquesa de Austria y reina consorte de Francia y Navarra, no se encontraba el castellano. Sólo hablaba alemán y francés, y el gabachó lo hablaba bastante mal (era tan lerda que sus preceptores renunciaron a conseguir que lo aprendiese correctamente), así que nunca pudo decir literalmente «si no tienen pan que coman pasteles».

En francés, idioma que tendría mucho más sentido en boca de la reina consorte de Francia y esposa de Luis XVI (por más que hablase el idioma de su marido con el puto orto), la frase sería «Qu'ils mangent de la brioche», siendo el brioche (pronúnciese «briósch») un bollo enriquecido con mantequilla y huevo. Según la tradición, María Antonieta habría pronunciado esa frase en respuesta a las protestas de los campesinos franceses en el contexto de desabastecimiento y crisis económica que precedieron a la Revolución de 1789. Tan desafortunada cita aparece recogida por primera vez en las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau, de las que ya te advierto, querido lector, que deben leerse más como una novela que como una auténtica autobiografía. Inventado o no dicho episodio (y autores como Paul Johnson no dudan en calificarlo de ficción), Rousseau cuenta en un capítulo de su cuestionada biografía cómo en cierta ocasión, después de robar vino, descubrió que no tenía pan con que acompañarlo. «Enfin je me rappelai le pis-aller d'une grande princesse à qui l'on disait que les paysans n'avaient pas de pain, et qui répondit : Qu'ils mangent de la brioche. J'achetai de la brioche.» «Finalmente recordé el peor de los casos de una gran princesa a la que le dijeron que los campesinos no tenían pan, y que respondió: Que coman brioche. Compré brioche».

En ningún momento Rousseau identifica en sus memorias a la princesa que habría dicho tal cabronada (insistimos: en el caso de que tal escena llegase a producirse realmente y no sea una quimera del señor Juan-Santiago). Es más, entre las
toneladas de actas, cartas, revistas y diarios de la Revolución Francesa que conservamos, nadie ha sido capaz de encontrar documento alguno que dé pábulo a ese episodio o en el que dicha frase sea citada como argumento contra la monarquía o presentada como prueba de cargo de la indiferencia y crueldad de la aristocracia francesa. Por añadidura, teniendo en cuenta que las Confesiones de Rousseau fueron escritas de 1765 a 1769 (y publicadas en 1782), María Antonieta habría tenido como mucho quince años mientras Rousseau las redactaba; y a esa edad la futura reina de Francia residía aún en Austria. No llegó a territorio francés hasta su boda con Luis XVI en 1770, justo después de renunciar a sus derechos sobre el trono austríaco. Y no se convirtió en reina consorte hasta la coronación de su esposo en 1774, a la muerte, tras una penosa agonía, de Luis XV, enfermo de viruela. Muy difícilmente pudo ser la anónima princesa francesa a la que Rousseau atribuye la frase «Qu'ils mangent de la brioche» pronunciada en algún momento antes de 1769.

La condenada frase fue por primera vez atribuida a María Antonieta por el novelista y periodista Jean-Baptiste Alphonse Karr, que aparentemente detestaba a la reina consorte de Francia, en su revista satírica Les Guêpes tan tarde como en marzo de 1843. O sea cuando la esposa de Luis XVI ya levaba cincuenta años quietecita como pollo sin cabeza. Karr no cita fuente alguna, lo cual siempre es sospechoso. Lo cual suscita no pocas preguntas, porque no hay registro de ninguna escasez de pan significativa en el período en el que María Antonieta fue reina, con dos excepciones; uno: el período de abril a mayo de 1775 (semanas antes de la coronación de Luis XVI), carestía motivada por
las catastróficas cosechas de 1773 y 1774 y que dio lugar a la llamada «Guerra de las harinas» durante la cual, todo hay que decirlo, las cartas de María Antonieta a su familia durante dicha Guerra de las harinas muestran compasión y empatía por los sufrimientos del pueblo francés; y dos: el año 1788, ya a las puertas de la Revolución. Así que ¿a qué escasez de pan podría estar aludiendo la reina en esa frase que Rousseau le atribuye en 1769 como muy pronto?
Bueno, entonces ¿quién coño dijo la puñetera frase?, me preguntas, clavando en mi pupila tu pupila azul.

Pues, como ya te hemos explicado, querido lector, probablemente nadie. Pero, doctores tiene la Iglesia, diversos autores y fuentes atribuyen tan desafortunada declaración a diversas personas. Luis XVIII la convierte, en sus memorias, en una vieja leyenda de la familia real francesa protagonizada por María Teresa de Austria y Borbón, la infanta de España y Portugal, esposa de Luis XIV, que bajo ningún concepto pudo decirla después de 1683, año en que falleció. Casi tres décadas antes de que naciese Rousseau.

Y la incertidumbre no termina aquí. El mismo exabrupto, usado en calidad de comodín contra la aristocracia y la monarquía, tiene otros posibles autores. Adélaïde Charlotte Louise Éléonore, condesa consorte de Boigne, la pone en sus memorias en boca de Victoire Marie Louise Thérèse de France, «Madame Victoire», quinta hija de Luis XV y María Leszczyńska. Y en la versión de la condesa de Boigne la condenada frase ni siquiera aludiría a pan alguno ni expondría el desprecio de la familia real hacia las penurias del pueblo francés; muy al contrario. La cita de las memorias de Adèle d'Osmond es tal que así:

«Madame Victoire avait fort peu d'esprit et une extrême bonté. C'est elle qui disait, les larmes aux yeux, dans un temps de disette où on parlait des souffrances des malheureux manquant de pain: «Mais mon Dieu, s'ils pouvaient se résigner à manger de la croûte de pâté!»

Que te traduzco una vez más con mi habitual buena voluntad y palmario zurdismo en filología francesa:
«Madame Victoria tenía muy poco ingenio y extrema bondad. Fue ella quien dijo, con lágrimas en los ojos, en un momento de escasez mientras hablábamos de los sufrimientos de los desafortunados que carecían de pan: "¡Pero Dios mío, si pudieran resignarse a comer corteza de paté!»
Frase a la que tal vez no le encuentres puto sentido si no te explico que la «corteza de paté» alude al hojaldre en el que se acostumbraba a hornear y conservar el paté (contrariamente a nuestra práctica actual, el hojaldre antiguamente no se comía, sino que se empleaba como «molde» o «envoltorio desechable» en cocina y repostería). Esta versión de la frase no menciona pan alguno y, encima, retrata a la princesa como una mujer compasiva y tierna (y tal vez un poco ignorante, al desconocer, aparentemente, que el hojaldre se hace también con harina).

La misma frase sobre el pan y los bollos se la han intentando colocar igualmente a la princesa Sophie Philippine Élisabeth Justine, «Madame Sofía» o «Sofía de Francia», hermana menor de Madame Victoria y sexta hija de la pareja real. Y mejor no adentrarnos en las especulaciones de los autores de ficción, donde podemos citar por ejemplo a Alejandro Dumas, que en su obra Ange Pitou, publicada en 1853, le cuelga el sambenito a Yolande Martine Gabrielle de Polastron, duquesa de Polignac y presunta sirena del hirsuto potorro germánico de María Antonieta. Y no citaremos también al eterno Balzac porque no hemos encontrado en Intenet el contexto en el que la usó ni a quién se la atribuyó y no nos da la gana de buscar la cita en los 87 volúmenes de La divina comedia. Es más, la puñetera frase, o su antepasada directa, puede remontarse en el tiempo como mínimo al siglo IV, cuando Hui, segundo emperador de la dinastía Jin, informado de que su pueblo no tenía arroz para comer contestó, desolado, «¿Y por qué no comen carne?», demostrando con seis palabras que el pueblo chino estaba gobernado por un subnormal.

En definitiva, no sabemos si nadie dijo alguna vez la frase, si la dijo tal y como Rousseau la cita, y, si fue pronunciada, desconocemos a su autor real.

Pero en realidad eso no importa. Lo que importa de esta frase es que se ha convertido en un argumento con el que algunos jacobinos de todo pelaje y época han intentado justificar la revolución francesa y en cierto modo exculpar a los revolucionarios que decidieron juzgar, condenar y esmochar no sólo a Luis XVI, sino también a su esposa. Jacobinos, probablemente ha quedado más que demostrado en la presente entrada de la bitácora, que emplean una frase incorrectamente atribuida (es prácticamente imposible que María Antonieta la dijese) y que, por no saber, obligado es insistir sobre ello, ni siquiera sabemos si fue pronunciada jamás.

Y hasta aquí queríamos traerte, amado lector: al momento en que hemos dejado estipulado como una frase, un concepto, en manos de bisoños ágrafos, cortesanos malintencionados o apollardados gilipuertas puede perpetuar una mentira, cuando menos una imprecisión, justificar toda suerte de tontunas, como la renuncia voluntaria al siempre molesto acto de pensar por uno mismo.

Un día, hace ya bastante tiempo, un bisoño ágrafo, cortesano malintencionado o apollardado gilipuertas, o puede que las tres cosas, informado de que yo era culpable del feo vicio de escribir me preguntó si mis historias pasaban el test de Bechdel.

«¿Lo cualo, perdón?», le pregunté.

Y pasó a explicármelo, con una cierta sonrisilla condescendiente de la que creo que acabó arrepintiéndose, cuando finalizada su disertación le di una patada en los cojones. Por listillo. Si no quieres proclamarte con derecho a hacerme a mí lo mismo, no sigas leyendo.

El test de Bechdel es una herramienta metodológica para medir la representatividad femenina en una película y, por extensión, en cualquier obra artística. Sus orígenes se han rastreado hasta la tira cómica Bolleras de cuidado ("Dykes to Watch Out For"), de la dibujante Alison Bechdel, que atribuye al menos parte de la paternidad de la norma a su amiga Liz Wallace, inspirada a su vez por Una habitación propia, de Virginia Woolf, denuncia, ya en 1929, de que la presencia de los personajes femeninos en la mayoría de las obras de ficción sólo está justificada por su relación con un personaje masculino.
En sus orígenes, el test de Bechdel sólo se llamaba "The Rule", «La regla», «La norma» que da título a ese capítulo de Dykes to Watch Out For. Uno de los dos personajes femeninos que aparecen en la tira enumeraba tres requisitos para ir al cine a ver una determinada película:
En la película deben aparecer al menos dos mujeres.

En algún momento deben hablar entre ellas.

La conversación no debe versar sobre hombres.

Su compañera observa que es un código muy estricto y la primera admite la evidencia. «Sin coñas. La última película que fui capaz de ver fue Alien».

Y así, y como queda evidenciado ya desde el principio y en el documento fundacional del test, lo que empezó como una forma sencilla de destacar la escasa presencia de personajes protagónicos femeninos en el cine, o la poca relevancia de los papeles escritos para actrices, se ha convertido en una «prueba del nueve» para completos gilipollas que han sustituido con ella su propio criterio y reparten etiquetas de «feminista» o «inclusiva» en función de si dicha obra cumple o no con el test de Bechdel. Es otra vez el caso del sabio señalando a la luna y el empanado mirando el dedo. ¿Para qué analizar lo que funciona o no en una película o una novela si ahora tenemos tres sencillas reglas para descartarla sin más por machista o no-lo-suficientemente-inclusiva?

El personaje de la, suponemos (no nos importa pero lo suponemos) lesbiana del pelo corto, no ha vuelto a ir al cine desde 1979 porque desde entonces presuntamente no se ha vuelto a rodar una película en la que al menos dos mujeres hablen entre ellas sobre cualquier cosa que no sean hombres.

Suponiendo que eso fuese cierto, que ya lo dudo (ni me he visto todas las películas entre 1979 y 1985, momento en que se publicó The Rule, ni recuerdo cada escena de todas las que sí conozco), ¿cómo sabe esta mujer, sin haberlas visto, que ninguna de las películas que se han estrenado desde Alien cumple con las reglas del test? ¿Envía a sus amigos como pelotón de reconocimiento para certificar vicariamente si las películas que se van estrenando respetan sus inflexibles requisitos y ahorrarle el mal trago de descubrir por sí misma que no lo hacen? En ese caso, ¿por qué se fía de los informes de sus amigos? ¿Y si llevan seis años troleándola y tomándole el pelo?

Entre 1980 y 1985 se estrenaron El resplandor, El imperio contraataca, Gloria, Cowboy de ciudad, En busca del arca perdida, la desgarradora Yo, Cristina F, En busca del fuego, Excalibur, El submarino, Los héroes del tiempo, Poltergeist, Blade Runner, Oficial y caballero, Gandhi, E.T. El extraterrestre, Tootsie, Acorralado, Cristal oscuro, El precio del poder, El rey de la comedia, El sentido de la vida, Nostalgia, de Tarkovski, El retorno del jedi, La fuerza del cariño, Feliz navidad, Mr. Lawrence, Juegos de guerra, Silkwood, Elegidos para la gloria, Rebeldes, El día después, Un tipo genial, El ansia, Érase una vez en América, Terminator, Amadeus, Paris, Texas, La historia interminable, Indiana Jones y el templo maldito, Birdy, Sangre fácil, Los cafantasmas, Starman, En un lugar del corazón, Los gritos del silencio, Gremlins, Doble de cuerpo (mal titulada en España «Doble cuerpo»), Tras el corazón verde, El mejor y ya no voy a por las de 1985 que esta zambullida en las hemerotecas es agotadora.

El personaje de la morena de pelo corto de The Rule se habría perdido la mitad de una de las mejores décadas de la historia del cine, pero al menos su exquisita sensibilidad feminista no se habría visto violentada por películas que no cumplen sus tres normas (en el supuesto que no haya ni una que las respete en la lista que acabamos de darte). Como parece que le pasa últimamente a Sofía Coppola, ya que sacamos el tema. Y éste es el resultado de permitir que un código, sea el que sea, triunfe sobre el criterio propio, la inteligencia, la experiencia directa de la vida o el más elemental sentido común: que lleva a resultados contraproducentes y consecuencias absurdas. Por aplicar su Regla a rajatabla, el personaje que formula la primera iteración del test ha dejado literalmente de ir al cine.

Y, por si esas tres sencillas condiciones no fuesen de por sí lo bastante restrictivas, hay a quien le parecen pocas y añade otras nuevas, como que las dos mujeres que participen en la conversación deben tener nombre (y supongo que también apellidos y DNI), o que su tema de conversación no puede ser bajo ningún concepto de naturaleza sentimental o afectiva (al parecer, cuando no las están filmando, las mujeres nunca hablan de sus sentimientos). Bajo esas premisas, dos hermanas hablando de la relación con su madre no pasarían el test de Bechdel aunque la escena cumple ampliamente los requisitos originales de la prueba. Y cuando surgen los primeros zelotes dispuestos a aullar unilateralmente que la autora intelectual de la teoría es una cagapoquito y una reprimida mientras que él y nadie más que él entiende de qué va realmente esto, y empiezan a superarlos requisitos iniciales de la autora para que haya cada vez menos «casos ideales» que superen el examen, yo empiezo a oír una alarma que aúlla «¡Gilipollas aprouchin! ¡Gilipollas aprouchin!»

La mejor prueba de que el psicoanálisis tiene más de religión que de ciencia es no sólo que el psicoanalista nunca se equivoca (porque aplica las «técnicas de inmunización» descritas por Popper), ni que después de una docena de sesiones el paciente promedio ya se siente capaz de aplicar el método psicoanalítico a sus amigos, sino que bien pronto, prácticamente desde sus orígenes, se produjeron cismas ideológicos entre los discípulos de Freud que estaban seguros de haber entendido el psicoanálisis mejor que su creador. Adler proclamó que el ego era un aspecto independiente de la psique, el complejo de Edipo una expresión del afán de superación del niño, que compite con el padre no tanto por el interés sexual de la madre sino para igualar o superar su fuerza y autoridad y que el narcisismo de la libido freudiana no es una actitud innata ni instintiva, sino un vicio adquirido y patológico. Jung negaba el papel motriz primordial que Freud atribuye a la sexualidad, a la búsqueda del placer, y postulaba que la existencia humana está condicionada por las metas, los objetivos individuales de cada persona; Jung daba una importancia muy relativa al pasado del paciente, que Freud consideraba decisivo, y también postuló la existencia de un «inconsciente colectivo», paralelo al inconsciente individual, y compuesto por «arquetipos», experiencias emocionales comunes a toda la especie humana. Erich Fromm colaboró a engendrar ese monstruo de Frankenstein resultado de que el psicoanálisis deje preñado
a Karl Marx y postuló que la neurosis era consecuencia del capitalismo feroz, que ha convertido al hombre en un bien de consumo, en un capital a invertir eternamente insatisfecho debido a su sed insaciable de bienestar material. Erickson concedía mucha más importancia que Freud a los aspectos ambientales y culturales en el desarrollo de la personalidad y se alejaba del fundador del psicoanálisis en este aspecto, que todo lo fiaba a la biología, y no creía, a diferencia de su maestro, que la psique de una persona pudiese quedar atrapada en una fase temprana de su evolución, como la fumadora compulsiva o el bulímico traumatizados por haber pasado hambre durante su fase oral.

Que alguien haya establecido «listas negras» de obras «feministas» o «sexistas», que se admitan o rechacen películas y libros en certámenes y concursos en base a una herramienta tan burda, tan roma y primitiva como el test de Bechdel me espeluzna. Entre las muchas limitaciones del test, su formulación no especifica qué debe ser considerado «un personaje» (¿cuántos minutos en pantalla salvan la línea entre «personaje» y «figurante» o entre «figurante» y «atrezzo»?) ni los requisitos que distinguen «una conversación» no sexista (¿hablar de la menstruación, de matrimonio o embarazos es sexista?) o qué porcentaje máximo de mención a un hombre en una conversación que trate de otros muchos temas es admisible para pasar el test. Y, así, Gravity, de Alfonso Cuarón, que tiene sólo dos personajes y Sandra Bullock monopoliza el
90% del tiempo de pantalla, queda reducida por obra y gracia del test de Bechdel a propaganda sexista, mientras que Mad Max: fury Road sería casi un panfleto feminista. Tampoco la conversación entre Ripley y Newt en Aliens, de James Cameron, largometraje con protagonista femenina ab-so-lu-te, superaría el examen porque en un momento de esa escena el personaje de Sigourney Weaver tiene la osadía de preguntarle a Carrie Henn por sus padres, sensiblería empalagosa imperdonable en una auténtica feminista que delataría a la teniente Ripley como una hembra alienada por el heteropatriarcado según las iteraciones más extremas del test, que en estos ejemplos se revela como una herramienta insuficiente e imperfecta para medir la representatividad femenina en el cine.

Hazte esta pregunta: ¿cuántas conversaciones de la vida real entre mujeres superarían el test de Bechdel?

El test de Bechdel, que la propia Allison Bechdel calificó de «una bromita lesbiana en un periódico feminista alternativo» ("a little lesbian joke in an alternative feminist newspaper") se ha convertido de una forma extraordinariamente rápida en un recurso sencillo, rápido, equívoco, inútil, reduccionista y falso para asignar cuotas de feminismo a un producto cultural; en una plantilla creativa que algunos escritores cobardicas emplean como profiláctico contra las rabiosas hordas de aliades hiperventilados y hembristas sedientas de sangre; en un pollo de goma con el que se divierten los social justice warriors demasiado imbéciles y vagos para hacer un análisis ecuánime y reflexivo sobre una película, una novela o una serie de televisión. El test de Bechdel, que surgió como una idea interesante que debería haber abierto un debate sosegado, cerebral, inevitablemente complejo pero con un poco de suerte productivo, sobre la presencia femenina en la cultura, ha evolucionado hasta convertirse en un artefacto despreciable porque, como casi todos los catecismos postmodernos, le da a mucha gente extraordinariamente estúpida la excusa que necesitan para no tener que pensar.

Pero lo que más me cabrea y el motivo por el cual me inspira más desprecio este infame test de Bechdel es por lo jodidamente fácil que es «hackear el sistema» incluyendo en una película o una novela de rampante machismo una escena que respete escrupulosamente los requisitos del test aunque el 99% restante de la narración se cague en ellos. Haz la prueba colando un plano así en 50 sombras de Grey y, por obra y magia del test de Bechdel, voilà!, la conviertes en una historia feminista.
Porque las etiquetas de las botellas de lejía siguen llevando la advertencia «no ingerir» creo que deberíamos tener extraordinario cuidado de a quién y cómo le hablamos del test de Bechdel, no vaya a ser que estemos desperdiciando nuestro aliento con un oligofrénico que empleará dicho test como «prueba del algodón» del mayordomo de Tenn para descartar el 80% de nuestra herencia cultural. Por los mismos motivos, deberíamos arrancar de un mordisco la yugular a los que contribuyen a perpeturar el mito de que María Antonieta, a la que se le pueden hacer muchos reproches por otros muchos motivos, dijo alguna vez, ante el espectáculo del famélico pueblo francés, «si no tienen pan que coman pasteles».

Ya hay suficientes gilipollas en el mundo. No se lo pongamos tan fácil, por favor. 



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