sábado, 12 de agosto de 2023

Todo lo que creías saber probablemente sea mentira (X)

El Verano del Amor no es como te lo han contado e imitar puede ser el primer paso de un viaje en la búsqueda de la excelencia.

Por si no te estás coscando de la cuestión, amado lector, el «Verano del Amor» fue un evento multitudinario que tuvo lugar en San Francisco en 1967, cuando más o menos 100.000 hippies se reunieron en Haight-Ashbury para escuchar música, engullir ácidos y follar como gorrinos.

Y como casi todo lo relativo al flower-power, el movimiento hippie y la contracultura de los años 60, el Verano del Amor tiene una de mierda encima que no se la sacude ni en viernes de misericordia con una de aquellas hostias de mil arrobas que soltaba Bud Spencer.

¡A pastar!

Hay mucha, mucha mitología en torno al Verano del Amor. Y el cine, la literatura y la televisión han contribuido a crear la falsa impresión de una época mágica, de alegre irresponsabilidad, optimismo timorato y juvenil hedonismo. Las obras culturales que ambientan su acción en o citan, siquiera de pasada, el Verano del Amor transmiten una engañosa apariencia de armonía, convivencia pacífica, rechazo al materialismo de la cultura moderna, extrañamiento de la sociedad capitalista e industrializada, vida comunal, experimentos con sustancias psicodélicas, sobacos peludos, flores en el pelo, conciertos de The Who, Grateful Dead y Jefferson Airplane, protestas contra la guerra de Vietnam, ombligos al aire y sobre todo fornicación. Mucha fornicación.

Pocas obras culturales examinan con ojo crítico el Verano del Amor y ven las sombras proyectadas por sus promotores (más o menos inocentes): Jack Kerouac, muy particularmente a través de su obra En la carretera, y otros autores de la generación Beat de los años 50, como William S. Burroughs  y Allen Ginsberg, y el promotor musical Chester Leo «Chet» Helms, a menudo llamado «el padre del Verano del Amor».


Al parecer, a los desorientados jóvenes americanos de 1967 no les pareció nada sospechoso que un puñado de viejales babosos, muchos de ellos alcohólicos o toxicómanos (y uno de ellos homicida; Burroughs mató de un tiro a su segunda esposa, Joan Vollmer. También vendió jaco durante un tiempo, que de alguna manera tenía que pagarse la morfina a la que era adicto), que se movían entre los cuarenta y los cincuenta tacos de calendario, convocasen en San Francisco a cuantos muchachitos y mozas de quince, dieciséis, diecisiete, veintipocos años, más no, gracias; a tantos efebos y ninfas en busca de gurú, decimos, como pudieran echar mano.

No sé lo que toda aquella chavalada esperaba encontrarse en el barrio de Haight-Ashbury, pero en la prensa del momento es posible encontrar demandas desesperadas de «comida, ropa, alojamiento, camas, sábanas, jabón, mantas, perchas y AYUDA». Las estimaciones de asistencia que hubiesen podido haber hecho los organizadores del evento y todos esos poetastros dipsómanos y novelistas morfinómanos que sólo querían soltar el grumo dentro de algún chocho núbil o algún ano prieto habían quedado absolutamente desbordadas. No había con qué darle de comer a toda aquella gente. Ni techo para todos. Ni camas. Ni ropa. Lo del jabón, tratándose de hippies, es que no lo entiendo, pero vale.

El Verano del Amor fue un evento multitudinario, un episodio clave en la historia de los Estados Unidos, pero dejó a casi todo el mundo con un mal sabor de boca. Los 100.000 melenudos descalzos que se congregaron en San Francisco sabían que algo estaba pasando, pero no sabían el qué ni hacia dónde se dirigía, y cada uno de ellos esperaba algo distinto de la experiencia. La sobredimensionada cobertura del «estilo de vida hippie» de la que eran responsables medios prestigiosos como el New Yorker contribuyó a crear la falsa impresión de que bastaba con ponerte unos pantalones de pata de elefante, enseñar la tripa y trenzarte margaritas en el pelo para ser admitido en un club en el que te proporcionarían un objetivo vital, te revelarían los arcanos del universo, se te iniciaría en la espiritualidad y sensibilidad de la era de acuario y te convertirías en uno de los apóstoles que imprimirían un giro copernicano a la historia de la civilización. Y docenas de miles de chavales desnortados asumieron ese código de vestimenta creyendo, erróneamente, que les granjearía una entrada VIP al palacio de la sabiduría. La existencia de un «Consejo del Verano del Amor» contribuyó a fomentar la falsa impresión de un evento organizado.

¿Y qué se encontraron todos esos críos necesitados de un guía, un maestro, un padre, un par de hostias, cuando llegaron a San Francisco? A otros críos de todas partes del país, adolescentes o veinteañeros tan esperanzados y perdidos como ellos y que tampoco parecían entender muy bien de qué cojones iba todo el quilombo. Para los más despiertos, pronto quedó claro que el susodicho Verano del Amor y el concepto mismo de hippie eran entidades etéreas, probablemente vacías, definidas por los medios de comunicación siempre ávidos de novedades. Todos aquellos hippies se vestían, hablaban, escuchaban la música y leían los libros que la televisión y la prensa les había sugerido que los identificarían como hippies. La mera sospecha de estar siendo dirigidos, manipulados por el «cuarto poder» o formar parte de un gigantesco experimento social puesto en marcha por vaya usted a saber quién bastó para despertar entre alguno de los chicos descalzos y pulseras indias y las chicas de flores en el pelo y clamidia en el toto una inmediata e innegociable hostilidad hacia la prensa. La columnista Joan Didion recuerda en su ensayo de 1967 sobre el Verano del Amor haber sido etiquetada de «envenenadora de la prensa» (el equivalente a «fake news» de entonces) por un grupo de activistas contraculturales llamado «the diggers» («los cavadores»). Llevar colgada del hombro una cámara fotográfica pronto se volvió sospechoso. Podías acabar teniendo una amarga discusión con un grupo de bigardos emporrados o recibir la golpiza de tu vida.
(Joan Didion también recuerda adolescentes con callos de aguja en los brazos, menores de edad fugados de las casas de sus padres, críos hasta el culo de LSD... Pero no recuerda haber entrevistado a nadie que pareciera saber qué cojones estaba pasando).
«"What is supposed to happen?" I ask.

"I don’t know. Something. Anything."»


El Verano del Amor, dulcificado de manera tan vergonzosamente interesada por algunas películas y series de televisión estadounidenses, fue en realidad una excelente radiografía del movimiento hippie: un pretencioso y hueco carajal en el que nadie sabía nada, nadie hacía nada y todo el mundo esperaba que pasase «algo», siempre y cuando ese «algo» lo hiciera o lo pusiese en marcha algún otro mientras ellos escuchaban música, recitaban poesía, follaban y se endrojaban.

El Verano del Amor tiene una vertiente siniestra y muy poco complaciente sobre la cual los autores pasan de puntillas: chavalas de catorce años que regresaron a casa preñadas e incapaces de reducir el número de posibles padres a una cifra menor de dos dígitos. Pederastas de mierda que llegaron a Haight-Ashbury convencidos de que lo del «amor libre» era como la «barra libre» pero con chocho, a quienes jamás se les entró en la cabeza el concepto de «consentimiento» y que no se resignaron a una negativa. Fumetas que creyeron, ingenuamente, que iban a quemar de gratis todo el costo y chutarse todo el jaco que quisieran y acabaron convertidos en yonquis y en las garras de las organizaciones criminales que les suministraban el azúcar de Bolivia y la nieve de Paquistán. Picaflores que descubrieron de primera mano, o sea de primera picha, lo dolorosa que es la clamidia, la gonorrea o la sífilis. Tontolabas con indigestión de textos de Huxley o Leary  que compraban LSD barato cortado con Mezedrina a precio de caviar y toda clase de gentuza que acudió a San Francisco pensando que iban a joder y chutarse sin pasar por caja y para quienes el movimiento hippie no era más que una excusa para trincar drogaína y frungirse todos los potorros sin depilar que pudiesen.

El mero concepto de «Verano del Amor» ha sido mitificado de manera tan bochornosamente obvia que ya prácticamente se ha convertido en una marca comercial como la foto del «Che» Gevara tomada por Korda. Hubo varios intentos de recrearlo, en 1988, en 2007, en 2016. Como si tal cosa fuese posible. Como si existiese la más pequeña posibilidad de replicar un fenómeno gestado y desencadenado por las circunstancias históricas, culturales y políticas de la América de los años 60. Como si no fuese más que evidente que los promotores de estos eventos sólo intentaban llenarse los bolsillos explotando un poco conocido y mal entendido mito de la generación hippie. Por el mismo precio habrían podido intentar recrear las cruzadas, la revolución francesa o el imperio inca. Y les habría ido igual de bien. Como a los que montaron esa aberración de Woodstock 2019, mero artefacto publicitario con guardas jurados en la entrada que cacheaban a los asistentes y se incautaban de todos los porros y todas las papelinas. ¡No fuera a ser que a todos aquellos lechones, ilusionados con las historias que les habían contado del primer Woodstock, les diese por joder y ponerse hasta el culo!
Janis Joplin antes de chutarse en vena muerte pura de oliva.

Sólo hubo un Verano del Amor, fue un fracaso, un sindiós, una excepción histórica, y no tiene sentido imitarlo o suspirar por su regreso, y todas esas personas mal informadas o hasta el culo de nostalgia que lo invocan entre suspiros merecen todo nuestro afecto, nuestra piedad y, quizá, sólo quizá, un buen mangostio con la mano abierta.

Por eso, normalmente, no tiene mucho sentido dedicarle ni un minuto de tu valioso tiempo a las imitaciones. Por malo que sea el original, suele conservar su pureza pionera y agradecida espontaneidad. Por eso prácticamente ninguno de los clones de The Matrix ha cuajado (y tampoco sus horrorosas secuelas), salvo, tal vez, Underworld. Y sigue siendo preferible volver a ver The Matrix antes que ver Underworld. Y eso que aquí somos muy pero que muy fans de Kate Beckinsale. Sobre todo si viene enfundada en látex negro.
¡Más! ¡Más! ¡MÁÁÁÁÁÁÁÁÁÁÁÁÁS!

El original tiene, por su propia naturaleza, entidad suficiente para hacer innecesarias todas las copias.

Pero también hay excepciones a esa regla.

En la anterior entrada del Paratroopers hablamos de Rippaverse Comics y de su primer producto estrella: Isom, producto del hartazgo de un fan de los superhéroes extenuado por el maltrato al que la ideología queer está sometiendo a sus cómics y personajes preferidos y decidido a devolver golpe por golpe.

Es pronto para valorar hasta qué punto Isom puede convertirse en una alternativa a los politically correct cómics de Marvel y DC. En el Paratroopers nos hemos leído el primer volumen y parece prometedor, o al menos tan prometedor como puede serlo un cómic de superhéroes estándar, con todos los lugares comunes del género. Pero eso, muy lejos de ser una crítica es un elogio y un mérito inequívoco para Eric July y sus colaboradores: dan, al menos hasta este preciso instante, exactamente lo que se espera de un cómic de superhéroes típico y, además y no es poco, al menos a lo largo de este primer volumen también nos ofrecen exactamente lo que nos prometieron que nos darían. Que no es poco, en estos tiempos de cinismo corporativo y de comités sojas de pelo arcoiris y barba rosa tomando, en una apoteosis de aptitud para la ineptitud, decisiones creativas para las que están patológicamente infradotados.

Pero, al menos hasta el momento, no me ha dado la impresión de que Isom vaya a desarrollar o aportar nada nuevo al concepto de superhéroes ni al género gráfico en el que nació. Isom es un cómic interesante cuya mera existencia es recordarnos a todos los pollaviejas de cojones colganderos y papada canosa que hubo una época en la historia de la humanidad en la que era posible contar una historia de la eterna batalla del bien contra el mal entre ángeles o semidioses sin meter transgenerismo, racialidad, body-positivity, poliamor (que es lo que en castellano antiguo se llamaba «ser más puta que María Martillo»), inmigrantes (Supermán aparte), antisistemismo hipócrita o lo que sea que esté de moda esa mañana en la redacción del Huffington Post.

Isom está bien, pero no es una maravilla. A la espera de ver qué se propone Eric July, qué ha planeado para el personaje y el lore de su Rippaverso, Isom es un cómic de superhéroes como se hacían antes cómics de superhéroes, y es prácticamente indistinguible de cualquier otro cómic de superhéroes anterior a la diarrea woke que nos está lloviendo encima.

Vamos, que Isom me ha gustado, pero no me la ha puesto gorda.

Hollow Girl, por otra parte...

¡REDIOS!

Coge todos los argumentos que he dado párrafos arriba para Isom, dales un cuarto de vuelta y tendrás la entrada hecha.

Hollow Girl, cómic de Luke Cooper publicado por los hijos de la Gran Bretaña de Markosia, es casi todo lo que El cuervo, de James O'Barr, publicado inicialmente por Caliber Press, podría haber sido.

Si James O'Barr tuviese un buen par de cojones.

¡RECRISTO MONTADO EN UN DRAGÓN Y HASTA LA PUNTA DEL CIPOTE DE ANFETAS DE LAS PEORES!

La herencia del cómic ya clásico (y bastante mal dibujado) de O'Barr es más que patente en Hollow Girl y Luke Cooper no se molesta en intentar disimularla. La estética (ilustraciones en blanco y negro propias del pulp, de la esfera editorial underground, la vestidura de cuero y el maquillaje de la protagonista...), la temática de venganza sobrenatural a tiro limpio y la atmósfera de novela negra con tintes fantásticos están ahí, proceden del referente de 1989 y todos los lectores del título de James O'Barr y los espectadores de aunque sólo sea de una escena clave de la película de Alex Proyas que le costó la vida al pobre Brandon Lee, los reconocemos sin esfuerzo.

Pero Luke Cooper no se queda en la mera imitación, o no estaríamos escribiendo sobre su cómic, salvo para ponerlo verde.

Hollow Girl coge la trama de El cuervo y le pone un enema de Red Bull con Cafeína.

A ver si me explico:

El argumento de El cuervo es tal como sigue: un joven llamado Eric y su novia Shelly son atacados por un grupo de yonquis cabrones que disparan a Eric en la cabeza y lo dejan paralizado mientras violan a su novia y luego la ejecutan. Poco después, el propio Eric muere en la mesa de operaciones, mientras los cirujanos luchaban por salvar su vida. Mediante algún procedimiento mágico que no se explica, ni puta falta que hace, Eric es resucitado, transitoriamente, por un cuervo sobrenatural que le concede la oportunidad de vengarse de los asesinos de Shelley, a los que Eric asesina uno por uno. Cuando el último de ellos muera, Eric podrá regresar a la tumba.
(Y de ella derecho al infierno, suponemos).

En la película de Alex Proyas, además de otros cambios, convirtieron al personaje de Eric en músico de rock, supongo que porque el estilismo de jersey negro y pantalón y abrigo de cuero encajaba con ese arquetipo de personaje como cualquier docena de vergas encajan en la boca de Sasha Grey, y a Shelley en activista ciudadana asesinada... no me acaba de quedar muy claro por qué motivo... ¿porque el personaje de Michael Wincott quiere pegar un pelotazo urbanístico plantando fuego a medio barrio chino entre polvo y polvo semi-incestuoso a su media-hermana y le toca los cojones que esta niñata novia de músico se queje en la oficina de Urbanismo del ayuntamiento del mal estado de los edificios residenciales de su vecindario? ¿Hay un Director's cut que resuelva este agujero de la trama?

Bueno, es igual.

O'Barr escribió este cómic a los 18 años como terapia para tratar de sobreponerse a la muerte de su novia, Beverly, que falleció en un accidente de circulación provocado por un conductor borracho. Lamentablemente, escribir y dibujar El cuervo tuvo el efecto contrario, como cuenta en esta entrevista.
«I was really hurt, frustrated, and angry. I thought that by putting some of this anger and hate down on paper that I could purge it from my system. But, in fact, all I was doing was intensifying it--I was focusing on all this negativity. As I worked on it, things just got worse and worse, darker and darker. So, it really didn't have the desired effect--I was probably more fucked up afterwards than before I started.»

Hollow Girl, de Luke Cooper tiene casi el mismo argumento de El cuervo.

El «casi» es un matiz no pequeño.

Hollow Girl nos presenta a Katherine Harlow, «Kat», una muchacha embarcada en una brutal cruzada de venganza, como Eric en El Cuervo. Katherine empezó su carrera criminal siendo todavía menor de edad, cuando asesinó a sus padres. Una vez adulta, entrenada en artes marciales, tiro de combate y tácticas militares, desarrolla una brutal carrera como vigilante, enfangándose en sangre hasta los pelos del potorro. La policía ya la ha declarado una amenaza pública y la busca para detenerla e intentar averiguar cuál es el móvil de sus asesinatos, aparentemente aleatorios. Los psiquiatras forenses le han diagnosticado una gravísima psicosis.

¿Y qué dice Katherine de sí misma?

Que no es nadie. Que no tiene nombre. Que no tiene alma. Que es meramente un vehículo. El instrumento de venganza empleado por los espíritus de las víctimas de delitos violentos que no podrán hallar descanso hasta que sus victimarios se reúnan con ellos.

Katherine es una médium. Las almas de los fallecidos poseen su cuerpo y lo conducen hasta sus asesinos, les dan plomo y se largan por fin, dejando una vez más a Katherine sin identidad, sin nombre, sin alma.

Hueca.

Hollow Girl retoma el argumento de El cuervo pero le da un sabor diferente. Hace un plato nuevo con los mismos ingredientes. Katherine Harlow no es un zombi de ultratumba resucitado por un poder extraterreno. Es una joven extraordinariamente atormentada, una chica de carne y hueso que podría sufrir el peor caso de esquizofrenia jamás documentado en la literatura clínica. No tiene superpoderes (el Eric del cómic no podía morir de nuevo, pero tampoco curarse, hasta que concluyese su cruzada; el de la película tenía una capacidad aparentemente ilimitada de regeneración), sangra cuando le disparan o la apuñalan, se cansa, tiene sueño, siente dolor, puede romperse los huesos, puede morir. Kat no tiene un único guía sobrenatural en forma de cuervo, sino docenas, uno por cada misión de venganza en la que un alma atormentada posee su cuerpo y lo emplea como una marioneta.

Una drogadicta muerta por una dosis adulterada. Una chica asesinada por un pandillero. Un muchacho oscurito de piel torturado y linchado por unos hijos de puta racistas. Una chica que se suicidó, desesperada, para poner fin a los abusos de su padre violador. La cajera de un 24 horas asesinada por un atracador. Cada capítulo de Hollow Girl es la búsqueda de una retribución de ultratumba. Pero no todos los espíritus que se aprovechan de que Kat tiene desactivado el cortafuegos son almas atormentadas en busca de justicia. Su padre asesinado, un cerdo pederasta que la violaba en su propia cama ante la indiferencia de su madre, y una especie de demonio asesino (cuya naturaleza y procedencia nunca llegan a estar claras) son dos de los entes malignos que se apoderan del cuerpo de Katherine. Y no lo usan para ir al cine, me temo.

Sí, ya sé, ya sé. Además de cuasi-plagiar el argumento de El cuervo, también fusila la «posesión en serie» de Fallen, aquella película de Denzel Washington que no sabías que recordabas.

Hay dos grandes convenciones estilísticas para el cómic independiente: la que podríamos llamar «sucia» y la que podríamos llamar «limpia». Si le echas un ojal a las imágenes que adjuntamos a la entrada, verás que Hollow Girl pertenece a la segunda categoría. Las viñetas de Luke Cooper están casi vacías, como las más minimalistas de entre las firmadas por Peter Bagge o Daniel Clowes. La mayoría de las viñetas ni siquiera tienen nada que merezca llamarse un fondo, un escenario, y los rasgos de los personajes secundarios apenas están individualizados, hasta el punto de que es difícil diferenciar a algunos de ellos, y tampoco puedo decir que sean particularmente expresivos. Al menos no todo el tiempo. Pero al menos las páginas de Hollow Girl rehuyen el horror vacui que caracteriza el dibujo de Robert Crumb y otros artistas underground y que tan a menudo obliga al lector a hacer un esfuerzo para encontrar el punto focal de la acción.
(No quiero ser hijo de puta, pero aparte de que algunas viñetas de Hollow Girl parecen calcadas de otras viñetas de Hollow Girl, a veces tienes la sensación de que el cómic lo ha dibujado Midjourney, y no un ser humano).

Con algunas imperfecciones mejor o peor disimuladas, el dibujo de Hollow Girl es muy superior al de James O'Barr en El Cuervo. Hollow Girl mantiene una constante calidad y estilo a lo largo de sus diez volúmenes, mientras que hay páginas de El Cuervo en las que cada viñeta parece dibujada por un artista diferente, y ninguno de ellos excesivamente bien dotado para el cómic. Las aberraciones anatómicas de Hollow Girl son mucho menos evidentes que las de El Cuervo, que claman al cielo, y, aunque en el cómic de O'Barr hay algunos dibujos de un preciosismo innegable, excelencia más difícil de rastrear o detectar en Hollow Girl, son una excepción, no la norma, y puestos a elegir entre un vinacho agrio con unas gotas de Rioja o un cartón de Don Simón, nueve de cada diez borrachines se quedarán con el Don Simón porque su deglución no acarrea sorpresas. Te da lo que esperas, y no menos, si bien tampoco más.

Y las historias, con personajes moralmente ambiguos (cuando no son simple y llanamente unos hijos de puta), tornadizos e indigestos, policías corruptos, sectas satánicas, bandas de criminales, curas siniestros, tratantes de blancas, criminales organizados y desorganizados, asesinos en serie y demás fauna urbana y rural, siendo una revisión tras otra del tropo del justiciero a lo Charles Bronson, darían cada una de ellas para un capítulo de una serie de televisión donde, probablemente, le pondrían a Kat el pelo rosa, o le harían un race-swapping de manual, o la convertirían en una lesbiana interseccional de sienes afeitadas y brazos de levantador de pesos rumano.

Y además Hollow Girl tiene capítulos, tramas y viñetas que dan un malrrollazo de cagarse literalmente encima, como Legión, Padre[s] o Behemoth.

Hollow Girl no es perfecta.

Pero lleva un escalón más cerca de la perfección el tema del vengador sobrenatural cuyo referente más conocido es El cuervo de James O'Barr, y es la prueba palpable de que imitar puede ser una buena excusa para aprender, y que aprender es la única forma de mejorar y que, a veces, sólo a veces, el Verano del Amor de 1988 puede superar al de 1967.

Así que, en nuestra humilde opinión, deberías intentar disfrutarla ahora, antes de que caiga en las mefíticas garras de Netflix o algún otro supervillano aún peor.

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