sábado, 9 de septiembre de 2023

Hay más de una manera de pelar un gato

Cuando Nacho Vidal (sí, ese Nacho Vidal) se disponía a empezar su carrera como empotrador cinematográfico a sueldo en el Valle de San Fernando, Los Ángeles, su patrocinador, el legendario Rocco Siffredi, (sí, ese Rocco Siffredi, «el semental italiano»), le dio un único consejo: «no trates de competir con T.T. Boy».

Siffredi sabía que, con su metro ochenta de estatura, constitución de gladiador, potencia venérea y proporciones peneanas, no había, a la altura de 1998, ni un sólo actor en la Jerusalén del Porno capaz de hacerle sombra a su protegido español.

Y también sabía que T.T. Boy estaba en otra liga muy diferente.

Aside from WHAT?

Nacho Vidal es indiscutiblemente una bestia del sexo.

Phillip Troy Rivera es el dios al que rezan y al que temen las bestias del sexo.

Si Nacho Vidal rodaba una escena con tres chicas a la vez, T.T. Boy rodaba una escena con diecinueve y conseguía que todas alcanzasen orgasmos múltiples y al menos doce de ellas el nirvana.

Si Nacho Vidal se iba de fiesta catorce horas seguidas y, de empalmada, no pun intended, llegaba al set y se ponía a follar delante de la cámara otras cuatro horas seguidas sin que en ningún momento se le bajase la trempera, T.T. Boy se iba de fiesta una semana entera y, de empalmada, protagonizaba una orgía de sesenta y nueve horas ininterrumpidas con todas las actrices en activo de la industria del porno, treinta y seis veteranas retiradas, cuatrocientas trece voluntarias bien dispuestas, cincuenta y dos peatones que pasaban por allí, un repartidor de FedEx que se equivocó de dirección, el tío que estaba reparando el aire acondicionado y una selección de animales de granja; y cuando sonaba el «corten» se duchaba, se vestía, y retomaba su fiesta de siete días donde la había dejado, fresco como una rosa.

A T.T. Boy no se podía toser. T.T. Boy era insuperable. Cualquiera que intentase no ya superar las hazañas de T.T. Boy, sino tan siquiera imitarlas, sólo iba a conseguir hacerse daño.

Ya sólo con mirarte te deja preñada, el muy bestia.

Algo que ojalá me hubiesen enseñado hace ya algunos años, cuando, redbullizado por la lectura de El hobbit, El señor de los anillos y El silmarillion, intenté escribir mi propia fantasía de espada y brujería con todos los elementos característicos del género establecidos por Tolkien. En fin, ¿qué puedo decir en mi defensa? Era joven y un poquito gilipollas. Ahora ya no soy tan joven pero sí, indiscutiblemente, mucho menos gilipollas.

No podía evitar pensar en todo esto a cada nuevo párrafo que leía de Artemis, de Andy Weir. Sólo que, en el caso que nos ocupa, y extrapolando a partir del ejemplo con el que empieza esta entrada de la bitácora, Andy Weir sería al mismo tiempo T.T. Boy y Nacho Vidal. O, mejor dicho, lo serían sus propias novelas.

Espera, que ahora te lo explico.

Andy Weir es un programador informático que a lo largo de su carrera ha trabajado para empresas como America On-Line, Palm, MobileIron y Blizzard (en esta última, durante el desarrollo del videojuego Warcraft II: Tides of Darkness).

Pero a Andy Weir le apasiona leer. Se crió devorando las obras de los maestros de la Edad de Oro de la ciencia-ficción (Asimov, Arthur C. Clarke) de la biblioteca de su padre. Y como muchos lectores de fantasía y ciencia-ficción, a Andy Weir también le tentaba la idea de escribir sus propias historias. Desde los veinte años, publicó historias y cuentos en su página web personal. Guionizó y dibujó el webcomic Casey and Andy. Tuvo una pequeña colaboración en el webcomic Cheshire Crossing. Pero a Andy Weir le pasaba lo que a muchos, no todos, escritores: estaba aquejado de novelitis.

Los webcomics de Andy Weir no es que sean una maravilla, la verdad.

Es difícil de explicar para quien nunca haya sufrido esta terrible enfermedad, pero voy a intentarlo. Aunque hay autores con carreras exitosas que jamás han escrito otra cosa que guiones de cómic o televisión, o cuentos, y esa particularidad no es en absoluto un demérito para su talento, en mi experiencia me atrevo a afirmar, probablemente sin suficientes datos que respalden mi tesis, que son mayoría los escritores que, por hábiles narradores de obra breve que sean, sienten el insoportable prurito de escribir una novela.

El síndrome del impostor está ahí, ominoso como una apelación en un caso de pena capital, los artistas en general son particularmente sensibles a esta desazón, los escritores entre ellos y, en el colectivo de autores de obra breve, la única posible «llamada del gobernador» conmutando la sentencia o suspendiendo la ejecución es una novela terminada.

Resumen para zotes:

Para algunas personas, escribir cuentos y guiones es el equivalente a matarte a pajas viendo vídeos de Riley Reid.

Para esas mismas personas, escribir una novela es como perder la virginidad mientras cierras los ojos y te imaginas que es la propia Riley Reid la que te está descapullando.

(Y si encima te publican es como perder la virginidad con la mismísima Riley Reid).

Riley aún no ha descartado la idea. ¡Hay esperanza!


En 1999, Andy Weir acababa de perder su empleo en AOL, junto a otras 800 personas depuradas tras la compra de Netscape, y se dijo «si no aprovecho esta oportunidad para convertirme en un escritor de verdad, nunca lo haré». Como parte de su finiquito, Weir había recibido una decente cantidad de stock-options y decidió venderlas y sobrevivir de lo que consiguiese por ellas, en vez de mandar currículos, mientras intentaba escribir ese best-seller que, lo confesemos o no, todos los escritores soñamos con publicar algún día.
(Resulta que vendió las acciones de AOL a su máximo histórico de valor, así que consiguió por ellas bastante más viruta de la que lograron los que lo hicieron más tarde).

Andy se dio tres años (más o menos lo que calculó que le durarían sus ahorros y el dinero de sus stock-options) para probar suerte como escritor profesional. Y logró una novela. Y le pasó lo que nos pasa a casi todos cuando empezamos a buscar editor: no lo encontró. Ni tampoco agente. Y es que los muy cabrones son unos putos capos jugando al escondite. Ése fue el momento en que Weir se tragó su orgullo y se dijo «oh, vale, lo he intentado, no ha funcionado; hora de volver a poner los pies en la tierra». Encontró otro trabajo como programador y volvió a cobrar los cheques de su nómina a intervalos regulares, pero el gusanillo seguía ahí. Andy se había demostrado a sí mismo que era capaz de escribir novelas y ahora a ver quién devolvía al genio al interior de la lámpara.

Lejos de desanimarse
(si la indiferencia de los agentes literarios y el rechazo de los editores basta para derrotarte es que no tienes madera de escritor), Andy Weir se creó una página web de autor, esa bitácora de la que hemos hablado ya, y empezó a publicar en ella sus relatos (Access, Annie's Day, Meeting Sarah, The Midtown Butcher...), su fan-fiction holmesiana, su fan-fiction whoviana y sus webcomics, además de tres historias largas serializadas.

Y empezaron a pasar cosas.

OTRO tipo de cosas.


Su cuento de 2009 The egg («El huevo») fue bien acogido en el circuito de fans de la ciencia-ficción (y es, hasta el día de hoy, el relato más popular del autor, traducido a más de treinta idiomas y adaptado en forma de cortometraje por varios autores, sirvió también de inspiración para el álbum Everybody del rapero Logic). Nada mal. Nada, nada mal. Pero a Andy Weir aún le faltaba el reconocimiento, el prestigio, digamos, que otorga a un escritor una novela publicada.

Aunque eso también estaba por llegar.

De las tres historias largas que Weir estaba serializando en su bitácora; Bonnie MacKenzie: The Life Story of a Mermaid, Zhek, una space opera de la que llegó a escribir 75 000 antes de abandonar el proyecto, y The Martian («El marciano»), esta última sería la que haría su nombre famoso y le convertiría, por fin, en autor profesional. Publicada originalmente por entregas en 2011 en el blog del autor. La novela cuenta la lucha por la supervivencia de Mark Watney, un astronauta de la primera misión tripulada al Planeta Rojo, accidentalmente dejado atrás por sus compañeros, que han emprendido al regreso a la Tierra tras creerle muerto.

¿Y quién leyó esa versión temprana de la novela? Cualquiera de los aproximadamente 3 000 lectores de la bitácora de Weir, espaciotrastornados y nerds de la ciencia-ficción como él, entre los cuales había no pocos ingenieros que se crujieron los nudillos y crujieron a Weir con e-Mails señalando los errores científicos o las incoherencias técnicas de la trama. «Andy, coño, que cuando exhalas no sólo expulsas CO2, sino también una buena cantidad de oxígeno no metabolizado; de otra manera matarías a cualquier herido al que le hicieses RCP», por ejemplo.

Esa clase de retroalimentación permitió a Weir corregir su novela párrafo tras párrafo, capítulo tras capítulo, a partir de las observaciones de, para variar, personas que sí sabían de lo que hablaban (durante una visita a la NASA, Weir se quedó ojipalómico al descubrir cuántos de los lectores de su blog trabajaban allí). Auténticos científicos especializados en las diferentes disciplinas y técnicas que se describen en la novela. Y es que en la época de Internet, la forma más rápida y sencilla de obtener la respuesta verdadera a una pregunta es subir a la Red de redes cualquiera de las respuestas equivocadas. No falla.

Ayudado por los picajosos lectores de su bitácora, Weir acabó el borrador definitivo de The Martian y pasó a otra cosa.

O sea, ése era el plan. Tampoco había por qué darle demasiada importancia. Andy sólo era otro autor autopublicado más. No es como si hubiese descubierto la pólvora.

La cuestión es que Andy Weir comenzó a recibir correos electrónicos de lectores que decían «eh, me encanta The Martian, pero odio leerlo en tu bitácora porque, afrontémoslo, el diseño de tu bitácora apesta. ¿Puedes currarte una versión electrónica que pueda leer en mi e-Reader?» Y Andy se curró la versión e-Reader de The Martian. Y entonces empezó a recibir correos de la gente que no tenía ni idea de cómo descargar la versión electrónica de The Martian en sus lectores de eBooks, pero que sí tenían un Kindle y cuenta en Amazon. Y Andy se apiadó de estas buenas personas y se curró la versión electrónica para Amazon Kindle de The Martian. Y la puso a 99 centavos, que es el mínimo que Amazon le permitía.

Y entonces pasó una cosa muy extraña.

Aunque el libro estaba disponible gratis, en HTML y en versión eBook en la página web de Andy Weir, se vendían muchas más copias en la página de Amazon que peticiones de descargas gratuitas recibía el servidor en el que Weir tenga alojado su blog.

La gente quería leer The Martian. Y estaba dispuesta a pagar a Amazon por ello aunque se les ofrecían alternativas gratuitas. Y entre esa gente había muchos de los que ya habían leído la novela, de gratis, en la web de Weir.

Las buenas reseñas de los lectores y las recomendaciones de unos a otros tuvieron un efecto «bola de nieve» que disparó las ventas de The Martian. Cuantas más copias para Kindle vendía, mejor se posicionaba la novela en las listas de Amazon. Para cuando alcanzó el Top 10 del género de ciencia-ficción, este efecto acumulativo se incrementó en varios órdenes de magnitud, porque ahora toda la gente que leía ciencia-ficción en su Kindle, pero no tenía ni puta idea de que existiese Andy Weir ni de que hubiese escrito un libro, se encontraron The Martian recomendada en sus pantallas, en base a sus lecturas previas, por el algoritmo de Amazon.

Tres años antes, Weir había sido incapaz de encontrar un agente literario.

A raíz del éxito de ventas de The Martian, fue un agente literario el que lo buscó a él.
("I go online to make sure he's a real person", cuenta Weir cada vez que le preguntan sobre este momento decisivo en su carrera).

Y mientras el agente aún le estaba buscando a Andy un editor en papel, 20th Century Fox se puso en contacto con él para asegurar los derechos para la pantalla.

De un libro que sólo existía en un par de servidores.

Que aún no había llegado a las librerías de toda la vida y por cuya edición en formato físico el agente de Andy Weir se seguía partiendo la cara con Random House. Y Weir seguía depurando código en su cubículo porque había que pagar las facturas y The Martian seguía sin dar suficientes beneficios para vivir dignamente.
(Lo de «asegurar los derechos» puede sonar un poco críptico, así que te lo explico: se trata, simplemente, de pagar al autor una pequeña cantidad de dinero, normalmente unos pocos miles, para «sacar del mercado» un determinado libro durante un tiempo dado. Digamos, 18 meses. Si en año y medio el estudio no ha decidido nada sobre ese libro, y así sucede en el 99% de los casos, los derechos para la pantalla revierten automáticamente al autor, a menos que se negocie una prórroga. Que, tranquilo, a la productora ya se le ocurrirá como petarte el cacas de una manera u otra).

Los tratos para la edición impresa (ligeramente editada y corregida a partir de la edición electrónica) y los derechos para la pantalla se cerraron con cuatro días de diferencia.

Y el resto es historia.

Mientras The Martian alcanzaba los primeros puestos de la lista de libros más vendidos del New York Times, Matt Damon se postulaba para interpretar al protagonista de la película, sobre un guion de Drew Goddard, que cedería la silla de director a Ridley Scott cuando Sony lo llamó para dirigir la próxima película de Spiderman (que acabaría en manos de Jon Watts). El libro retroalimentó la película, la película retroalimentó al libro, la película cosechó una taquilla mundial de más de 600 millones de dólares sobre un presupuesto de 108 millones, la novela fue traducida a más de 45 idiomas, ganó el Ignotus a la mejor novela en lengua extranjera, el premio John W. Campbell al Mejor Autor Novel en la gala de los Hugo de 2016 y Andy Weir ganó un carajal de panoja.

Además, la película es una de mis películas favoritas y el libro es uno de mis libros favoritos. De hecho, ya hablamos de la película durante el confinamiento pandémico.

Con todo ello presente, tenía elevadas expectativas para Artemis, la segunda novela publicada de Andy Weir.

Y me he llevado un pequeño desengaño.

Después de The Martian, la perspectiva de  una nueva novela de Andy Weir era para nosotros, sus fans, como que una chica nos dijera esto:


Pero ha sido más bien como esto:

«Pero, entonces, ¿no te ha gustado Artemis

Ésa es una pregunta extraordinariamente estúpida. Estúpida al nivel de «cuando saliste de casa esta mañana, ¿cuántos cojones tenías?» o «¿por qué coño te gustan tanto las asiáticas?»
¡A saber por qué! ¡Es un misterio!

¡Por supuesto que me ha gustado Artemis!

Pero mucho, mucho menos que The Martian, que es Artemis con otro título y está mucho mejor escrita.

Artemis está protagonizada por Jasmine Jazz Bashara, una ciudadana de Artemis, la primera (y única) ciudad en la luna, que malvive como repartidora y contrabandista mientras sueña con lograr su licencia EVA (Extra Vehicular Activity, Actividad Extra-Vehicular) que le permitirá ganar mucho dinero ejerciendo de guía turística por la superficie del satélite.

Jazz, que se ha fundido todos sus ahorros en un traje EVA de segunda mano con una válvula de aire defectuosa, suspende su examen EVA (y casi se mata en el proceso) y se ve relegada a sobrevivir, los seis meses que la cofradía de maestros EVA la harán esperar por su próximo examen, con sus trapicheos a través de la aduana (unos cigarrillos aquí, una caja de Whisky allá) y con las migajas que gana como repartidora legal.

Por eso, porque su sueño es comprarse un traje EVA decente y mudarse a un apartamento mayor que una ducha, Jazz Bashara se siente tan predispuesta a aceptar la oferta que le hace uno de sus clientes ricos, Trond Landvik, que se ofrece a pagarle una cantidad de dinero obscena, un chorro de pasta que le cambiará la vida a Jasmine, a cambio de un trabajillo especial.

Sabotear la actividad de la fundición de Aluminios Sánchez, que a cambio de la licencia de minar y explotar los yacimientos de anortita (aluminosilicato de calcio) del suelo lunar, provee de oxígeno gratuito (que obtienen como subproducto del procesamiento de anortita) a Artemis. Y no creo necesario subrayar lo importante que es un suministro constante de oxígeno a los dos mil selenitas que viven y trabajan en Artemis, la única ciudad de la luna, cuerpo celeste carente de atmósfera.

Jasmine hace el trabajo, casi al 100%, pero la pillan en plena faena y de repente alguien asesina a Landvik y su guardaespaldas y Jazz Bashara se ve perseguida por un montón de Maestros EVA cabreados, por las autoridades de Artemis y por una organización criminal brasileña, y sin un céntimo de la recompensa prometida por el empresario ahora occiso.

A grandes rasgos, Artemis me ha gustado.

Pero también me ha causado algunos problemas.

Y es que Artemis es un gato que Andy Weir ya había pelado. Y lo había pelado mejor en The Martian.

Jazz Bashara es otro personaje acuciado por fuerzas que escapan a su control y empeñado en una desesperada carrera por la supervivencia. Igual que el Mark Watney de The Martian. Autoridades y sicarios de O Palácio son los antagonistas en Artemis, la ausencia de alimento, agua, aire, un clima estéril y hostil y la ausencia de posibilidad de rescate son los de The Martian.

Jasmine Bashara es, como Mark Watney, una ingeniera con un talento extraordinario para la resolución de problemas. Sí, Mark es, además, botánico, y la formación técnico-científica de Jazz procede de su formación autodidacta y sus conocimientos como soldadora, adquiridos de su padre, Ammar, un profesional del oficio.

Jazz Bashara es, como Mark Watney, la narradora de su propia aventura. No hay problema con ello, aunque la primera persona es, narrativamente y estilísticamente hablando, un arma de doble filo.
No, en serio. ¿Por qué nos gustan tanto? No me lo explico.

El problema en Artemis es que Jazz Bashara «habla», o sea escribe, exactamente igual que Mark Watney. Usa prácticamente el mismo vocabulario. Cuenta chistes que podrían haber salido de la boca de Mark Watney. Tiene su mismo sentido del humor. Su misma personalidad. Sus reacciones, razonamientos, justificaciones y declaraciones podrían haber sido las de Mark Watney. Las turras que te suelta para hacerte comprender un determinado concepto técnico o científico con el que tal vez no estés familiarizado, son turras parecidas a las de Mark Watney en The Martian, pero parecen un poco menos naturales. Sí, puede que no todo el mundo sepa que el regolito lunar es como un manto de cuchillas de afeitar desmenuzadas, pero ¿no había otra manera de comunicar esta información al lector, por ejemplo escenificándola?

El problema de la exposición, que siempre es un hándicap para un escritor, no es la rémora de Artemis.

El problema de Artemis es que Andy Weir resuelve el problema de la exposición exactamente igual que en The Martian, a través de la boca de un personaje prácticamente indistinguible de Mark Watney más allá de la etnia, la nacionalidad y el sexo.

Jazz Bashara es un Mark Watney con vagina.

Andy Weir me ha colado prácticamente el mismo libro que en The Martian, pero ambientado en la luna, con un personaje del sexo opuesto, una historia mucho menos elaborada y un argumento considerablemente más

Artemis se queda por detrás de The Martian en todos los aspectos en los que compite con la opera prima de su autor: estilo, humor, cháchara técnica, suspense, carisma del protagonista, historia...
Más misterio que esto, pocas cosas.

La marca de autor es una cosa.

El estilo, otra distinta.

Jazmine Jazz Bashara es, o debería haber sido, un personaje muy distinto a Mark Watney, aunque sólo sea porque su origen, raza, nacionalidad, sexo, educación, religión y antecedentes familiares son muy diferentes a los de Mark Watney. Jazz debería tener su propia voz, su propia psicología, sus propios impulsos, su trasfondo, que debería ser diferente a los de Mark Watney.

El estilo literario de Artemis debería ser por lo menos ligeramente distinto al de The Martian. La voz narrativa de Jazz Bashara debería ser radicalmente distinta a la de Mark Watney por los motivos indicados más arriba. Porque el estilo debe adaptarse a la historia que queremos contar y la voz narrativa debe ser coherente con la psicología del narrador. De lo contrario estaríamos escribiendo una y otra vez el mismo libro y a los mismos personajes.

Y Andy Weir, con las tablas que tiene, ya debería saber que hay más de una forma de pelar un gato.

Concretamente, hay una forma distinta para cada gato.

Artemis es Nacho Vidal. The Martian es T.T. Boy. Artemis es divertida, pero Artemis no le puede toser a The Martian.

Y la prueba de ello es que he dedicado más espacio, no pun intended, a hablarte de la gestación de The Martian que de Artemis en sí.
No tiene explicación y punto.

Léete Artemis y The Martian, querido lector, y comparte tus propias impresiones con nosotros.

A menos que seas gilipollas. Aquí no tenemos tiempo para los gilipollas.

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