sábado, 24 de febrero de 2024

Un problema de terminología

Deberíamos inventar una nueva categoría para aquellas películas que, declarando su herencia de otro medio, normalmente literario, adquieren su propia personalidad y crecen hasta convertirse en obras culturales independientes y no exentas de valor intrínseco.

Vamos, en párrafo corto, que nos falta una palabra para cuando un director de cine nos vende una peli muy buena que, por más que jure y perjure el susodicho cineasta, tiene tanto que ver con el libro que adapta como los hábitos reproductivos de nuestra dulce abuelita con la voracidad chuminera de la insaciable Riley Reid.

Deutschland!


Ya hemos tratado varias veces en la bitácora acerca del reto objetivo de trasladar una obra literaria a una pantalla de cine o televisión. Son lenguajes distintos, con ritmos y protocolos distintos. Lo que funciona en una novela no tiene por qué poder traducirse directamente a una película. Las convenciones de la gramática cinematográfica se dan a menudo hostias como panes con las convenciones y categorías del cómic.

En el año 2016 despellejamos la delirante ocurrencia de Metro Goldwyn Mayer de convertir El hobbit de Tolkien, un librito que te lees en una tarde, a lo tonto, en una trilogía de largometrajes de tres horacas, lo que obligó a meter un montón de lastre innecesario, inventarse personajes forasteros al canon de la Tierra Media y perpetrar una absurda historia de amor entre un enano y una elfa. En un sentido más general, ese mismo año elaboramos una reflexión sobre lo jodido que es, incluso para un verdadero genio del Séptimo Arte, adaptar a la pantalla material literario, apoyándonos expresamente en ejemplos conocidos de películas que resultaron ser muy superiores al libro en el que estaban basadas sin olvidar citar ejemplos del caso opuesto, o sea cuando la película no alcanza una altura artística mínimamente comparable a la del original.

Y éste suele ser el fenómeno más habitual, lo cual no puede sorprender a nadie. Hacer buenas películas es difícil, y hacerlas a partir de buenos libros es todo un desafío a la altura de pocos. En los ya siete años de vida de Paratroopers (y contando), hemos puesto a prueba la paciencia del lector coleccionando ejemplos de largometrajes que desvirtuaban, pervertían o directamente MASACRABAN los libros (u otros medios artísticos) en los que estaban inspirados: Ghost in the Shell, It, de Stephen King, American Sniper, El resplandor, Alita y nos ha dado pereza seguir buscando.

Cada uno de estos ejemplos es su propio microcosmos de incompetencia, incomprensión del material original, abierta renuncia a hacer nada remotamente parecido a una adaptación fiel, arrogante estupidez creativa o envenenamiento de ideología woke. En la necesariamente breve lista del párrafo anterior, el lector minucioso podrá encontrar diversos niveles de fracaso e infidelidad a la obra adaptada. Obviamente, aunque ambas decisiones conduzcan a un ignominioso fracaso, no es lo mismo cagarla por todo lo alto al intentar currarte una versión descafeinada y no-ofensiva de La brújula dorada que alienar a Geralt de Rivia en su propia serie o PROSTITUIR y TRAVESTIR la obra de J.R.R. Tolkien, pero no vamos a insistir en ese punto.
Mein Herz in Flammen!

Porque el objetivo de la presente entrada de esta bitácora, aparte de publicar GIFs de Riley Reid moviendo su finstro vaginarl o fotos de las tres veces santificada Sara Sampaio Dominatrix mirándonos con ese patricio desprecio de ganadora de la lotería genética (o fotos de Hunter Schafer, poniendo a prueba nuestra heterosexualidad) es analizar un caso realmente extraordinario de adaptación cinematográfica de material literario: aquel que produce una película o serie de televisión tan alejada de la obra que adapta que no puede reivindicar sin sonrojo parentesco alguno con ella, pero que, en el proceso de traducción entre ambos lenguajes, termina entregando una de indiscutible valor artístico que puede defender su propio terreno sin necesidad de invocar herencia alguna del material que presuntamente la ha inspirado.

«Eso es, Sheldon. ¡Pásate al lado oscuro!»

Y esto no es algo que suceda a menudo, porque lograr esta identidad propia, esta coherencia, requiere un maestro del cine, como haría falta un milagro que la dulce Riley Reid decidiese finiquitar su fulgurante carrera profesional en la industria del ordeño de mamíferos de dos piernas y aplicarte a ti en exclusiva su todopoderoso kung-fu venéreo.

Pero cuando sucede, es sorprendente.

Hablemos del caso más reciente.

Cuando me enteré de que David Fincher iba a rodar una adaptación de El asesino para Netflix, me dije a mí mismo:

"Ah shit, here we go again"

Cuando me enteré de que el protagonista iba a ser Michael Fassbender, me dije «es coña, ¿verdad?»

Cuando publicaron el tráiler, no pude reconocer ni el 10% de lo que estaba viendo.

Cuando finalmente pude echarle un ojo a la película confirmé mis temores: la película de Fincher tiene casi tan poco que ver con el cómic de Alexis Nolent (que firma con su nom de plume: Matz) y Luc Jacamon como la pluscuamperfecta Sara Sampaio con el infame Gorlok el destructor.

El asesino/The Killer/Le tueur («El matador» en su original francés), publicada en álbumes por la editorial Casterman entre 1998 y 2014 (y seguida por una secuela, Le Tueur - Affaires d'état, publicada entre 2020 y 2023), desarrolla la historia de un sicario sin nombre (al menos al principio), sin empatía y sin escrúpulos.

El Asesino no cree en la justicia. El Asesino no cree en la bondad ni la integridad humanas y puede citar de memoria incontables ejemplos históricos que confirman sus motivos para el escepticismo. Es un profesional que sólo valora dos cosas: su independencia y el dinero que consigue matando bajo contrato. Se ha construido una casita en Venezuela, cerca de la playa, donde pretende retirarse al principio del cómic, cuando, después de una exitosa carrera como pistolero, está a punto de lograr el objetivo económico (
cinco millones de dólares) que se había fijado como mínimo para mantener una jubilación exitosa.

Pero algo extraño está sucediendo con su más reciente asignación.

Tiene todo lo que necesita para llegar hasta su víctima: fotos, agenda, información financiera; El Asesino lleva nueve días esperando al acecho, con un rifle, frente al edificio en el que vive la amante de su objetivo, que debería haber llegado ya, pero no lo ha hecho. Y El Asesino, que una vez tuvo que esperar tres semanas para pepsificar a una víctima, comienza a desasosegarse. ¿Qué pasa? ¿Han cambiado los planes de su objetivo y nadie le ha informado? En la soledad y el silencio de su posición de tirador, empieza a recordar su juventud. Su frustrada carrera como estudiante de Derecho, de la que sólo sacó en limpio que los únicos derechos que importan son los derechos de los fuertes. Sus primeras experiencias sexuales. Su primer contrato, una paliza (que consiguió a través de una de sus amantes). Su primera muerte. El extraordinario descubrimiento de que se le daba bien asesinar y podía ganar mucho dinero haciéndolo y que eso no le suponía ningún dilema moral. A fin y al cabo, ¿no vivimos todos a expensas de otros? ¿No vestimos a nuestros hijos con prendas de vestir confeccionadas por otros niños en países del Tercer Mundo? ¿No armamos y encumbramos a dictadores sanguinarios? ¿Acaso no está toda la civilización fundada en la violencia y el asesinato?

(«Pero dónde cojones se ha metido el objetivo, hostia, joder. ¡Qué ganas me empiezan a dar de matar a todos los que se pasean ahora mismo por la calle bajo mi ventana! Pero nadie me va a pagar por eso, ¡mierda! ¡Necesito salir a tomar el aire!»)

Pesadillas. Una mirada a través de los prismáticos al apartamento en el que espera ver aparecer a su víctima despierta en él la sospecha de que algo ha cambiado en el escenario, pero no puede decir el qué. El Asesino está cada vez más inquieto. En su sector profesional no se hacen amigos. No hay lugar para formar una familia. Las únicas relaciones con mujeres son rollos de una noche. Sólo el recuerdo de sus víctimas le acompaña en todo momento. Y ya lleva doce días esperando a que llegue su víctima. Y empieza a volverse un poco loco.

Y entonces llega el objetivo. Y le pilla distraído. Y, atropelladamente, El Asesino se cobra su víctima. Pero es un desastre. Mata a un montón de PNJs, aterroriza a todo el barrio con sus disparos y tiene que abandonar el país a toda mecha, llamando la atención de un agente de policía que le sigue hasta el aeropuerto.

Y si he dedicado tanto tiempo a describirte el primer capítulo del cómic, es porque ésa es, básicamente, toda la trama de la película de David Fincher, y la fuga de El Asesino de París el punto en que ambas obras comienzan a distanciarse hasta consumar tamaña divergencia que se puede poder decir que el largometraje no tiene virtualmente ningún punto en común con la obra de Jacamon y Matz.
Estos señores. No, no son hermanos.

Lo cual no le impide ser una buena película. Incluso muy buena.

Aunque Fincher se la vaya inventando sobre la marcha, manteniendo apenas contacto con el material que presuntamente adapta.

En la película de David Fincher, la organización para la que trabaja, descontenta con la soberana cagada del último trabajo del Asesino, envía a unos matarifes a quitarlo de en medio a su casita de Venezuela, pero sólo encuentran a su amante latina, a la que intentan sonsacar dándole una paliza que casi la mata. El Asesino rastrea entonces a los responsables, uno por uno, y los elimina con mayor o menor esfuerzo. También a su antiguo jefe, el que le conseguía los contratos y le ingresaba el dinero de los clientes.

En el cómic es un policía de la Policía Nacional francesa, que vio al Asesino abandonar precipitadamente el lugar del asesinato de su última víctima, el que le sigue hasta Venezuela. También hay una traición del empleador del Asesino, que lo envía a una trampa cuando éste le anuncia su intención de retirarse y exige el dinero que le debe. Y también unos canallas le dan una paliza brutal a su novia latina, pero el argumento del cómic es muchísimo más denso e interesante. No es una simple historia de venganza. El Asesino acaba trabajando para un cártel de narcotraficantes bajo amenazas más o menos veladas. Se cepilla a una agente de la Inteligencia cubana. Entrena a un aprendiz. Acaba aceptando contratos que tienen terribles consecuencias geopolíticas. Tiene un hijo. Se implica en la industria del petróleo...

En Paratroopersdon'tdie somos muy conscientes de que nada de eso cabía en una película de dos horas. David Fincher ha tomado el primer capítulo del cómic, parte del segundo y unos pellizquitos de aquí y allá y, literalmente, se ha inventado un argumento de traición y venganza para su película.

Una película cojonuda. No es perfecta, porque ninguna obra humana lo es. La fotografía es preciosa. La música, una virguería. El argumento, atractivo. Fassbender lo hace realmente bien pese a que su mandíbula cuadrada de superhéroe, visaje de rompechochos y físico atlético lo sitúan en las antípodas del «hombre gris» algo tirillas y de facciones corrientes y molientes que Jacamon y Matz retratan en su historieta.
Gotas de agua.

No hay ni una escena ni, hasta donde alcanza mi memoria, un diálogo en el segundo y tercer actos de The Killer, la película de Fincher, que remitan a Le Tueur, el cómic francés (y si crees que por ser un tebeo francés debería llamarlo bande dessinée, déjame decirte que es evidente que de niño no comías Chiquilín). Es una historia completamente distinta. Fincher capta perfectamente el ritmo lento, reflexivo, del cómic; los tiempos muertos entre contratos, los acechos de los objetivos, la recogida de inteligencia, la planificación. Michael Fassbender retrata extraordinariamente bien el carácter anhedónico y la personalidad metódica y obsesiva del Asesino, capaz de mantener la sangre fría incluso cuando su tapadera en Venezuela aparentemente ha volado por los aires y su compañera de fornicación sin compromiso casi se queda moñeca (aunque, una vez más, la elección del vestuario para su personaje lo aleje del aspecto que los lectores del cómic esperamos ver en el protagonista).

Y lo cierto es que, virtuosismo del director aparte, The Killer se diferencia muy poco de otros títulos del género de sicarios, con el cual, como cabía esperar, comparte no pocos vasos comunicantes: El Chacal (1973) de Fred Zinnemann vilmente profanada por Michael Caton-Jones 24 años más tarde), Friamente... sin motivos personales de 1972 (vilmente profanada por Simon West 39 años más tarde, aunque no se le puede negar que este remake con Jason Statham es entretenido), Licencia para matar, de Clint Eastwood (basada en la novela The Eiger Sanction, de Trevanian, de 1972), Nikita (1990), de Luc Besson, o su remake estadounidense La Asesina, con una Bridget Fonda a la que todos echamos de menos, El asesino de John Woo, Asesino Implacable (1971), de la cual Stephen Kay hizo un remake con Stallone en 2000, Acción ejecutiva (una de las primeras que apuntó a la hipótesis de la conspiración en el asesinato de JFK, antes de JFK: Caso abierto de Oliver Stone), Crying Freeman (no el anime de 1988 sino la de Christophe Gans de 1995, que como adaptación del manga homónimo es horrenda, pero como peli de acción no está mal del todo), A quemarropa  (1967) y su más o menos inconfesable remake con Mel Gibson, Payback, Hitman, de 2007 o la menos interesante Hitman: Agente 47, y no decimos «menos interesante» porque en ésta no salga Olga Kurilenko enseñando sus bufas como pitones de miura (que tardarás en volver a ver, porque ya hace tiempo que declaró que estaba hasta su renegrido chumino ucraniano de que sólo la contratasen como objeto sexual).
¿Por qué se le habrá metido eso en la cabecita?

Lo que me tronza un poco los huevos es que David Fincher haya declarado que ha perseguido esta película durante veinte años. ¿Por qué y para qué, si en el proceso de convertir Le Tueur en una película se ha tomado tantas libertades que ha acabado currándose su propia historia de asesinos bajo contrato? La película es entretenida, aunque no por ello menos predecible, bien rodada, bien fotografiada, bien dirigida (la repetitiva voz en off toca un poco los huevos por momentos, pero ¿de qué otra manera se podría haber trasladado al espectador el diálogo interno del personaje, presente también en el cómic?) y, insistimos, se parece casi tanto a Le Tueur como mi ojete con hemorroides a un poema de Whitman.

David Fincher va mucho, pero muchísimo más lejos de lo estrictamente necesario para traducir el cómic original a una película. Y se saca un largo bien facturado, entretenido, que suscita un rosario inacabable de preguntas.

¿Por qué se hizo con los derechos del cómic, si de todas formas iba a currarse su propio argumento? Es como gastarte una morterada de pasta en fichar a Mbappé y hacerle chupar banquillo.

¿Qué entiende exactamente David Fincher por «adaptación» o «basado en»? Y ésta es importante, porque estamos hablando del mismo director que prácticamente fusiló plano por plano Los hombres que no amaban a las mujeres con actores angloparlantesRooney Mara, te amamos! ¡Y a tus pómulos, más! ¡Daniel Craig, es una putada lo que le hicieron a tu 007!) para que el semianalfabeto público estadounidense no tuviese que ir a los cines de versión original y leer subtítulos.
¡Essagggggs pómuluuuuuuursgssssh!

¿Qué han pensado los autores del cómic al ver esta mellada interpretación cinematográfica de su trabajo?

¿Por qué David Fincher, antaño uno de los niños bonitos de la industria, autor de películas extraordinariamente lucrativas (Seven, 33 millones de presupuesto, 100 millones de recaudación nacional, 327 en todo el mundo; La habitación del pánico, casi 200 millones en taquilla sobre algo menos de 50 de presupuesto; La red social, casi 225 millones en taquillas de todo el mundo sobre 40 millones de presupuesto; Desaparecida, un pelín menos de 370 millones en entradas sobre 61 millones de presupuesto) o cintas que en su momento se comieron un meco pero a las que el tiempo ha convertido en clásicos (The Game, poco más de 100 millones de recaudación global sobre unos estimados 50 de presupuesto; El club de la lucha, unos 100 millones sobre 60 de presupuesto); por qué Fincher, decimos, ha tenido que llevarse su película a Netflix (para quienes ya había hecho Mank, de la que ya hablamos en la bitácora)? ¿Ninguna de las grandes productoras quiso financiarle el proyecto porque en el guion no había suficientes superhéroes? ¿No había feminismo interseccional, ideología queer, banderas de Hamás ni REPPPPPPRESENTEISHON? ¿Los grandes estudios siguen expulsando el talento y favoreciendo a los creativos, jump, perdón, que me ha venido una arcada, imbéciles, quería decir, contratados por cuota de victimización? ¿O a alguien en el medio aún le escocía el tremendo HOSTIÓN de Zodiac  (menos de 85 millones de recaudación global sobre unos 65 millones de presupuesto), una película que merece más crédito del que recibió?

En fin, yo qué sé. Probablemente sea mejor no averiguar nunca la pregunta.

Quédate con esto, amado lector: aunque se aleja a distancias astronómicas del cómic que adapta, The Killer, de David Fincher, es una buena película que te mantendrá pegado a la pantalla.

Sin provocarte náuseas.

Que es más de lo que podemos decir del 99% de las series y películas de la última década, que no son más que

muy a menudo, hasta sin el «cool».

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