sábado, 10 de febrero de 2024

♪ Tigres, tigres, leones, leones, eran todos unos marineros ♫

Si eres de nuestra generación, oh ínclito lector que todavía huele a leche materna y no a la corrupción del kalimotxo y el porno alemán con animales de granja, muy probablemente te habrá escandalizado la rima que temías y si no lo eres, y pillas nuestras aparentes intenciones, te habrá cabreado que hayamos osado llegar tan lejos y ofendido tu tierna sensibilidad de mediahostia.

Pero, en ese caso, ¿por qué coño sigues leyendo? ¿Es que te gusta sufrir? Porque aquí le llamamos al pan, pan y al vino, vino, ¿eh?

Bueno, venga, nosotros seguimos. Tú acompáñanos si quieres. Bajo tu responsabilidad. Cuantos más seamos, más reiremos.


Leonard Berstein conoció a Felicia Montealegre en 1946. La química entre ambos fue instantánea. Se gustaron a rabiar y empezaron, casi como si lo hubiesen planeado, un noviazgo que terminaría en un matrimonio y una familia de tres hijos.

Maestro, la segunda película como director de Bradley Cooper después del enésimo remake de Ha nacido una estrella (la primera que vimos los de la bitácora fue la de Kris Kristofferson y Bárbara Streisand), cuenta esta la historia de amor entre el, quizá, primer Gran Director de orquesta americano y su esposa de toda la vida. Una historia de amor que, con sus altibajos y episodios de crisis, se extendió a lo largo de veinticinco años y a la que sólo el cáncer y la muerte de Felicia pudo poner fin.

Y esta historia de amor es especialmente extraordinaria si tenemos en cuenta que Bernstein era maricón perdido y la película lo deja clarinete desde la primera escena.

En Maestro, la británica Carey Mulligan interpreta a Felicia y el propio Cooper se dirige a sí mismo como Bernstein. Maestro es un biopic típico, con todo lo que ello conlleva, que ya sabemos, y si tú no lo sabías ya era hora de que te enteraras, que no hay nada más falso en una película que el rótulo «basado en hechos reales» (y si no, mírate de nuevo Fargo, de los Cohen). No conozco lo suficiente la biografía de Bernstein para decirte, amado lector, hasta dónde han llegado los responsables de esta película para privilegiar el espectáculo, o someterse a la tiranía de la gramática cinematográfica, en menoscabo de la verdad histórica. Pero no importa porque la presente entrada no va de esto.
(Sí sé, por ejemplo, que cuando Felicia fue diagnosticada de cáncer, Bernstein llevaba tiempo viviendo en el norte de California con su amigo y colaborador Tom Cothran; detalle que la película obvia completamente, si bien no olvida establecer que en varios momentos de su vida el matrimonio Bernstein llevaron existencias separadas, así que tomémoslo como licencia poética o síntesis narrativa).

Inexactitudes u omisiones aparte, Maestro es una pequeña maravilla. Algunas transiciones entre escenas son dignas de estudio en una escuela de cine, del sabor a buen oficio y Hollywood clásico que desprenden (dulce sorpresa viniendo de un director con sólo otra película en su currículum y más conocido por su trabajo como actor en El francotirador, La gran estafa americana, la cuasi blasfema El equipo A, la serie de Resacón en Las Vegas y otros títulos). Maestro tiene buen ritmo. Maestro tiene, no podía ser de otra manera, buena música, Maestro tiene buenos diálogos, buenos actores y personajes y temas profundamente humanos.

Las contradicciones de Bernstein como ser humano, y la manera en la que esas contradicciones afectaron a su esposa y a su familia, son el centro de la acción de Maestro. Y es doble el mérito de Cooper al haber logrado un retrato del afamado compositor y director de orquesta que huye de los manierismos, rechaza la extravagancia y es extraordinariamente respetuoso hasta el extremo de ser casi blanco (lo que aparentemente ha cabreado al crítico de The New Yorker), vamos, libre de carnaza (no verás a Bradley Cooper dándole como a una puerta que no cierra a alguno de los maromos a los que encalomaba Bernstein). El Leonard Bernstein homosexual incurable, y sin embargo enamorado de su mujer, al que Bradley Cooper da vida, es un hombre lleno de defectos e inseguridades a pesar de su extraordinario talento, de la admiración del público y del rosario de éxitos que jalonaron su carrera, y eso nos lo hace particularmente cercano y entrañable. Casi lo de menos en esta película es que a Bernstein le gustase más un culo peludo que a un tonto un lápiz. Maestro no pretende ser un panfleto sobre lo mucho que mola ser gay. Maestro no está dirigido expresa y exclusivamente a un público queer. Maestro no hace bandera de la orientación sexual de su protagonista. Maestro es, pura y simplemente, una historia de amor, accidentada e imperfecta como todas, y, por apelar a una experiencia humana con la que todos podemos identificarnos, y por estar tan bien escrita, dirigida e interpretada, desde Paratroopersdon'tdie no dudamos en calificarla de fabulosa.

Lamentablemente, no hay manera de dar una cifra medianamente informada de las audiencias de Maestro. Porque ésta es una película Netflix, y ya sabemos que las plataformas de VoD se auditan a sí mismas y dan los números que les salen de los güitos, acuñadas con las métricas que les salen del orificio mingital, y se ofenden si no te las crees. En Boxofficemojo dan la cifra de trescientos ochenta mil dólares de recaudación para Maestro por su estreno limitado en cines. No trescientos ochenta millones. TRES-CIENTOS-OCHENTA-MIL. Seis misérrimas cifras que no auguran nada bueno para la carrera de Cooper como director (después de haber recaudado casi cuatrocientos cuarenta millones, sobre 36 de presupuesto, con Ha nacido una estrella), pero basta con señalar que, con sus 80 millones de presupuesto, de haberse estrenado exclusivamente en cines, Maestro se habría comido una 
COLOSAL hostia en taquilla. Como aquella de la que te libró Diosito cuando te fuiste a hacer trekking por Revientaputas de Arriba.
«Yeeeepa. ¡Casi te pillo!»

Resulta muy difícil entender por qué una película bien hecha, y con una historia tan interesante, se atiza un moco. Tal vez llegó en el momento menos oportuno. Tal vez al espectador promedio se la bufa la biografía de Leonard Bernstein, y decimos esto desde nuestra condición de espectadores promedio a quienes el visionado de Maestro no ha despertado la más mínima curiosidad acerca del músico estadounidense. Tal vez deberíamos callarnos ya porque, como te hemos recordado en el párrafo anterior, no hay puñetera manera de cuantificar los beneficios que Maestro le ha granjeadoo granjeará en el futuro inmediato a Netflix, porque los muy ratas no enseñan los libros de cuentas, y es muy aventurado declararla un fracaso con la poca información de la que disponemos.

Como no podía ser de otra manera en el campo de batalla cultural en el que sufrimos, de una década a esta parte, el estreno de Maestro ha sacado lo peor de algunas personas a las que normalmente nadie hace caso y ahora tampoco deberían hacérselo. A muchos les ha cabreado que Bradley Cooper, un cristiano de Filadelfia descendiente de británicos (o puede que incluso neerlandeses) haya interpretado a un músico judío-ruso de Massachussets. Son los mismos que, en flagrante confesión de ignorancia acerca de la naturaleza misma de la profesión de actor, han expresado su preferencia de que un actor judío hubiese desempeñado el papel de Bernstein. Con esos mimbres, para Conan el bárbaro, John Millius debería haberse buscado un auténtico huérfano cimerio en búsqueda de venganza y Richard Donner haber rechazado a Christopher Reeve y fichar al último hijo de Kryptón para su Supermán.

Quizá tocando el mismo palo, al crítico de televisión de The Hollywood Reporter le ha parecido INTOLERABLE que, para meterse en la piel de su personaje, Bradley Cooper haya usado una prótesis nasal. Ya sabes, al crítico de THR le ha parecido intolereibol lo del postizo por lo del tropo antisemita del judío narizotas. Me pregunto si este señor ha visto jamás una foto del verdadero Leonard Bernstein y su PEASO NAPIÓN. Me lo pregunto, pero me da igual. Aquí ya nos hemos rendido con los gilipollas y los hijos de Bernstein ya han dicho que dónde coño está el problema y que a ver si va a ser cierto es que les habían contado de que el mundo se está llenando de subnormales.
Izquierda: Bernstein y su napión. Derecha: Cooper y su prótesis.

Además, hoy no vamos a hablar de Maestro.

El caballero Ballister Boldhead iba a ser el primer plebeyo armado caballero. Ahora es un fugitivo, acusado del asesinato de la reina Valerin y perseguido por sus propios compañeros. Una misteriosa chica llamada Nimona (piercings, corte de pelo Miss kale borroka) le busca y se pone a su servicio. Ballister no consigue convencer a Nimona que él no es el supervillano por el que ella le ha tomado y que no tiene ningún interés en subvertir el orden público y vandalizar la ciudad, que lo que pretende es demostrar su inocencia y encontrar al verdadero asesino. Eso no desengaña a la vivaz Nimona, que se mantiene fiel a Ballister («jefe», le llama) y le saca de apuros empleando sus poderes para transformarse en virtualmente cualquier criatura.
A mí el cómic es que no me ha gustado. Lo siento.

Esta película, inspirada en el webcómic (ya editado en papel) de Nate Diana Stevenson, debería haber sido una muesca más en el historial de Blue Sky Studios, una de las grandes compañías de animación americanas y pionera, con Pixar, de los largometrajes de animación hechos por ordenador. Y si no tienes ni idea de qué cojones te estoy hablando, oh, lector, déjame que te espolvoree con algunos títulos producidos por esta compañía: Ice Age, Robots, Rio. ¿Ves como en el fondo sí los conocías?

Si Nimona no llegó a los cines bajo el sello de Blue Sky es por un motivo muy sencillo: en 2021 Blue Sky dejó de existir. Adquirida en 1997 por 20th Century Fox, fue entregada a Disney como subsidiaria de la división de estudios de Fox y, a pesar de las promesas de la macrocorporación del rodeor nazi de mantener la actividad de Blue Sky, el estudio fue liquidado  el 9 de febrero de 2021 tras casi 35 años de vida y todos los proyectos en desarrollo abruptamente cancelados. La compañía se despidió de sus fieles seguidores con un cortometraje en el que Scrat, la ardilla-Marty Feldman de Ice Age, finalmente se comía la puta bellota.

Nimona, cuya fecha de estreno estaba prevista para enero de 2022, entró en el paquete de títulos descartados por Disney (paradójicamente, ay que me da la risa, por su contenido queer casi inevitable desde el momento en que l@ autor@ del cómic en que se basa se haya proclamado no-binario). Personas cercanas a la producción declararon que, para entonces, la película estaba completada en sus tres cuartas partes. Pero Disney había tomado la decisión de condenarla a desaparecer como si nunca hubiese existido.
Nimona expresando su opinión sobre Disney.

Casi milagrosamente, Annapurna Pictures y Netflix recuperaron el proyecto, pusieron la pasta para acabarlo y lo han estrenado.

Y, claro, aunque han contratado a nuestra amada Chloë Grace Moretz para poner voz a Nimona, sir Ballister está caracterizado como un hombre indio y tiene la voz de Riz Ahmed (Rogue One, El encuentro) porque Netflix y es mariquita y mantiene un romance con Ambrosius Goldenloin (que es rubio pero tiene ojos epicánticos porque le ha dado voz Eugene Lee Yang, conocido actor y activista pro-abecedario) porque ya hemos dicho que le autore del cómic dice que no sabe si mea de pie o sentade, algo que a nosotros... eh... ¿como decirlo con diplomacia?

Nos come los huevos. Como todo el contenido LGTBfílico de la adaptación cinematográfica de su cómic.

Porque Nimona es hermosa. Es apasionante. Es divertida. Es una considerada e inteligente fábula sobre la otredad, el doloroso aislamiento que padece aquel al que han etiquetado de diferente. Es un alegato a favor de la dignidad, del amor, de la compasión, la verdad, la generosidad y el sacrificio.

Nimona me ha arrancado una lágrima.

Bueno, vale. Fueron dos.
Nimona saboreando la victoria cosechada sobre mi negro corazoncito.

Cagado de toda la mierda falsa, torpe y forzosamente inclusive, feministe, marique, progresiste y marxiste con la que las grandes compañías cinematográficas y televisivas se me llevan diarreando encima al menos una década; harto de la basura parida por los cerebros infartados de los guionistas sin talento contratados por cuota de diversidad, incluso siendo muy consciente de que todo el componente gay-friendly de Nimona es, desde un punto de vista argumental, absolutamente prescindible, no he podido dejar de disfrutar como un marrano con la película de Annapurna y Netflix, emocionarme donde se esperaba de mí que me emocionase, conmoverme donde tocaba, reírme con los chistes, detestar a los villanos de la peli, electrizarme durante las escenas de acción. Y aunque ya estoy medio amojamado y hace tiempo que empecé a ver las vías del travelling, no tuve absolutamente ningún problema en hacerme el tonto, dejarme llevar por la trama, fingir que no sabía lo que iba a pasar a continuación, hacer como que olvidaba todo lo que sé de cine y de narrativa y gozar con Nimona de una maravillosa experiencia cinematográfica que, de haber sabido lo que me esperaba, habría buscado deliberadamente en la pantalla más grande a la que hubiese podido echar mano.

Nimona es la mejor película de animación que he visto en mucho tiempo. La mejor escrita. La más entretenida. La más divertida. Está al nivel de las exquisiteces que jamás hayan salido de la mejor época de Pixar Studios, antes de que Disney la sodomizase y prostituyese. Nimona exuda kilotones de valores cinematográficos y, de regalo, dignifica valores humanos no menos valiosos: juzguemos a la gente por sus actos, no por su aspecto o su biología. No claudiquemos ante los prejuicios, el dogma y el fanatismo. No consintamos la mentira en nuestras vidas ni depositemos nuestras esperanzas en líderes corruptos. No sigamos la corriente, como borregos, sobre todo cuando sólo nos puede conducir a la injusticia. No subestimemos la naturaleza corrosiva de la soledad y el rechazo y el poder casi infinito del perdón y la empatía.

Nimona nos recuerda que lo que nos hace humanos es la convivencia con otros humanos. Como bestias gregarias que somos, condenados al ostracismo por nuestra tribu sólo nos queda enloquecer o revertir al id, a las pulsiones reptiles reprimidas por siete millones de años de evolución y cinco mil años de civilización. Nimona está terriblemente sola. Ella no busca un supervillano al que servir, sino un amigo al que amar, que esté tan solo como ella, que como ella haya sido rechazado y descartado por la sociedad; un compañero con el cual poder ser humana y que pueda ser humano en su compañía.

(Bueno, vale, han sido más de tres lágrimas).
«¡Bueno, vale, ya está bien! ¡Lloré como una madre! ¡Dejadme en paz!»

Y, cuando Nick Bruno y Troy Quane, directores de Nimona, tratan estas verdades universales con la inteligencia, sensibilidad y respeto que derrocha esta película, pueden llegar a nuestros corazones porque todos, en algún momento, nos hemos sentido solos, todos hemos sufrido desengaños, a todos nos han rechazado, en mayor o menor medida, o nos rechazará, cuando menos nos lo esperemos, la última persona que podríamos sospechar. Todos podemos identificarnos con sir Ballister y con Nimona. Y en ese contexto, lo que menos importa es que sir Ballister sea oscurito de piel y pierda más aceite que la moto de un hippie o que Nimona tenga esa estética de lesbiana depresiva y graduada en Estudios de Género. Nimona apela a nuestros corazoncitos, y nosotros respondemos aunque no seamos paquistaníes gay ni metamorfas de sienes rapadas. Porque lo que es bueno es bueno y punto.

Cuando los temas son universales, los personajes son atractivos y humanos y la historia es apasionante, un poco de mensaje LGTB apenas se nota y tampoco molesta. Estás demasiado concentrado disfrutando de la película y sufriendo por los protagonistas.

Y he puesto estos dos ejemplos (Maestro y Nimona) para bajarle de una puñetera vez los calzoncillos a toda esa patulea de ideólogos queer que pretenden justificar la mediocridad, estulticia y tedio de esos panfletos y mítines postmarxistas que nos pretenden colar por productos culturales argumentando, es un decir, que semejante meada de novelas, cómics, series y películas capadas, sosas, intolerantes, falaces, descerebradas y, lo que es infinitas veces peor, patológicamente ABURRIDAS se justifica en la necesidad de ofrecer a las audiencias «olvidadas» obras con las cuales poder sentirse representadas.

En el Libro Rojo del activismo woke, los negros no pueden disfrutar del cine si no salen protagonistas negros. Coja usted esa plantilla, sustituya «negros» por su minoría oprimida preferida, y tendrá una explicación de por qué últimamente no puede encender el televisor sin tomarse primero un Motilium. Porque cuando eres más inútil que un cenicero de moto y más vago que los pelos del culo (que ven llegar la mierda y no se apartan), todo lo convertirás en una dialéctica de oprimidos y opresores, religión postomoderna de mediahostias sin criterio que fue lo único que realmente te enseñaron en esa universidad de lilas a la que fuiste.

Tienes mi permiso, amado lector, para no sentirte culpable por no haber tenido jamás el menor problema en identificarte con personajes ficticios que no tenían ni tu mismo sexo, ni tu misma raza, ni tu misma orientación sexual. No, no te pasa nada malo. No, no eres un enfermo porque nunca te haya importado a qué minoría pertenecen tus héroes. No, no deberías sentirte culpable por haber disfrutado de la trilogía de Blade de Wesley Snipes (ni siquiera de la horrorosa tercera película, por mucho que saliese en ella Jessica Biel), como tampoco eres un racista ni un neocolonialista si te pone romántico Briana Smith.
¡Aparta tus sucios ojos heteropatriarcales de ella!

Como tampoco a nosotros nunca nos ha importado una mierda que Hunter Schafer sea... uh... eh... una «chica con sorpresa». La amamos desde que la vimos interpretando a Jules Vaughn y la seguimos amando incondicionalmente desde entonces.
Una hermosa bestia cinematográfica.

Porque, además de una criatura bellísima, Hunter es un pedazo de actriz de la que resulta fácil olvidar que Euphoria fuese su primer bolo, y fíjate que la hemos llamado «actriz», no «actor», a pesar de ser muy consciente de que toma Lupron a capazos para que no le crezca la barba. Y la llamamos así porque nos da la gana, porque nos da igual y porque, sea mujer o no (no lo es), al menos parécelo, no nos supone ningún esfuerzo aludir a ella
en femenino y, de cualquier manera, es su BRUTAL talento dramático lo que nos llamó la atención en primer lugar.
¡Rápido! ¡Repite conmigo: «Nació con pilila. Nació con pilila. Nació con pilila»!

La inclusión bien ejercida no tiene nada de malo. Muy al contrario, cuando está motivada por el genuino deseo de exhibir talento y dar voz a quien normalmente sólo se ofrecen oídos sordos, y no por cínicas e ineptas intenciones panfletarias, es maravillosamente enriquecedora.

Es el «trágala» metido a pisotones, como único valor «artístico», en productos firmados por activistas analfabetos y comisarios políticos bipolares lo que nos produce náuseas y lo que se está cargando la cultura occidental, con la cobarde complicidad de una prensa timorata y eunuca.
¡Que nació con pil...! Bah, como que ya te da igual, ¿verdad?

Ahí queda eso. Nos vemos la próxima bat-semana, a la misma bat-hora, en el mismo bat-canal.

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