sábado, 9 de marzo de 2024

Todo lo que creías saber probablemente sea mentira (XII)

Los últimos días de Freud sobre este planeta fueron miserables.

¿Cómo que quién era Freud?

Oye, el nivel intelectual de los lectores de esta bitácora está cayendo en picado, ¿eh?


Sigmund Freud fue el último profeta del siglo XX. Su religión, el psicoanálisis, promete resolver los problemas emocionales de la humanidad a través del estudio de la infancia del individuo, la interpretación de sus sueños, los actos fallidos («lapsus») y la asociación libre.

¿Qué?

No, no has leído «disciplina médica» ni «técnica terapéutica», has leído «religión», pero, ¿sabes qué?, estoy contigo. «Religión» no es el término correcto. «Secta» sería más descriptivo.

No, el psicoanálisis no es una disciplina médica porque, ya desde que en el siglo XIX Claude Bernard comenzó a aplicar el método experimental y la investigación a su actividad clínica, la medicina se basa en el método científico, y el psicoanálisis tiene tanto de científico como yo de culturista aceitado o la lúbrica Riley Reid de virgen candorosa.
Deutschland!

El método científico (si es que tengo que explicároslo todo, ¡densos!, ¡que sois unos densos!) se basa fundamentalmente en dos premisas: la reproducibilidad y la falsabilidad. Y el psicoanálisis peta como moto de hippie en ambos requisitos de manera simultánea y especial y espectacularmente en la falsabilidad.

La reproducibilidad del método científico exige la posibilidad de obtener un mismo resultado en diferentes lugares y por diferentes sujetos. Esto implica que, a partir de los mismos datos, se deben obtener los mismos resultados predichos por la teoría o documentados en el estudio original («si se dan las condiciones A y B, obtendremos C»). La falsabilidad es la capacidad de una teoría o hipótesis de ser refutada al aparecer nuevas pruebas (el ejemplo clásico es el postulado «todos los cisnes son blancos» que es sólo válido, o por lo menos «no disputado», a la espera de que algún día se documente la existencia de un cisne de otro color).
(Recientes fracasos en la reproducción de experimentos científicos han abierto un debate acerca de la ya etiquetada «crisis de replicación» que se escapa, y de qué manera, a los propósitos de la presente entrada del Paratroopers. Y te servimos en bandeja de plata este momento para poner a duda nuestra virilidad intelectual, si quieres).
De nada.

Enfrentado al método científico, el psicoanálisis es casi tan empírico como el tarot pero sólo un poco menos caprichoso que la astrología. Karl Popper, Adolf Grünbaum y Mario Bunge  le dan bien duro a Freud por este tema (Popper, vienés como Freud, no dudó en calificar el psicoanálisis de «metafísica psicológica»). Freud, que era básicamente un obseso, creía que el comportamiento humano estaba poderosamente influido por impulsos orgánicos inconscientes, de naturaleza eminentemente sexual, que entraban en conflicto con las convenciones sociales, provocando el sufrimiento del individuo. Los tres pilares fundamentales de la teoría psicoanalítica son la represión, el complejo de Edipo y el inconsciente (erróneamente denominado «subconsciente» en muchas obras catetas o mal traducidas).

Según Freud, el motor de prácticamente toda conducta humana es la obtención de placer, y la neurosis, o sea la enfermedad mental o cuando menos el trastorno anímico, nace cuando se entorpece o prohíbe al individuo la obtención de ese placer. Según Freud, nuestra madre se convierte en nuestro principal objeto de atracción sexual, porque nos toca los gitanales al lavarnos y cambiarnos los pañales, y por ese motivo desarrollamos una más o menos abierta competición con nuestro padre, a quien vemos como un rival. Vamos, que según el cochino de Sigmund, en el fondo todos queremos asesinar a nuestros padres para poder garcharnos a nuestras madres. También, según Freud, la mente humana está compuesta por tres agregados en conflicto, de cuyo desequilibrio nacen no pocas patologías mentales: el ello ó id (das Es), el yo ó ego (das Ich) y el superyó ó superego (das Über-Ich). El id es, en la teoría freudiana, la expresión psíquica de las pulsiones y deseos; el ego es la instancia mediadora entre las otras dos, y se encarga de desarrollar mecanismos que eviten el conflicto entre la búsqueda irresponsable de placer y la supervivencia del individuo, y el superego es el estrato de la mente humana acuñado por las restricciones y normas adquiridos en la cultura en la que se ha creado.

Y todo este mondongo no hay por donde cogerlo desde el punto de vista científico.

Lo de que todos los hombres, todos, en todas las épocas, lugares y culturas, queremos hacerle a nuestras mamás (inconscientemente, al menos fuera de Alabama) lo que nos gustaría que la dulce Riley Reid nos suplicase que le hiciésemos a ella ya quedó demostrado como radicalmente falso cuando Bronislaw Malinowski determinó, a partir de dos años de recogida de datos empíricos, que los niños de las islas Trobiand, criados por sus tías, no manifestaban el presuntamente universal complejo de Edipo.
Mein Herz in flammen!

En Sexo y represión en las sociedades salvajes, de 1927, Malinowski explica que en el caso de los trobiandeses, sociedad matrilineal, es el tío materno el que disciplina a su sobrino, que mantiene una actitud respetuosa y casi distante hacia él, mientras que la relación entre el padre biológico y el hijo acostumbraba a ser afectuosa. Malinowski criticó el provincianismo intelectual de Freud, que había fundado una teoría «universal» a partir de sus experiencias personales en la sociedad austríaca cristiana y patrilineal en la que el padre era una figura de autoridad casi absoluta en el seno de la familia.
(También Wilhelm Reich refutó a Freud en su La función del orgasmo de 1925. Quizá por eso fue expulsado de la IPA, la Asociación Psicoanalítica Internacional, en 1934, acusado de ser un marxista recalcitrante. Curiosamente en ese mismo año fue expulsado del Partido Comunista por «contrarrevolucionario». Los psicoanalistas de nuevo cuño que han intentado salvar el concepto edípico freudiano, llevando la tesis más allá de lo que Freud mismo la llevó, han desplazado el odio al padre hacia cualquier figura de autoridad masculina, lo que abarcaría también la casuística de los adolescentes trobiandeses. Hablando de ser más papistas que el papa...).

En resumen: la teoría freudiana hace predicciones pura y simplemente falsas, a partir de una insuficiente o inexistente investigación experimental, es una disciplina irreproducible e infalsable y, encima, está construida sobre una base axiomática inamovible de lo que Popper llamó «técnicas de inmunización», que son mecanismos protectores deliberadamente construidos por Freud para evitar enfrentarse a las pruebas que contradicen los dogmas de su religión. Esas técnicas de inmunización convierten el psicoanálisis en una llave maestra del comportamiento humano. Los terapeutas freudianos, inmunes al error, tienen explicación para todo. No hay acto humano que escape a su interpretación psicoanalítica. Si, en el mundo de las ciencias empíricas, Newton vino a completar las teorías de Euclides y Tolomeo, y Einstein retomó las teorías de Newton allí donde dejaban de ser válidas para interpretar las nuevas observaciones sobre la luz y el electromagnetismo, el psicoanálisis nació ya como una «teoría del todo», una herramienta «perfecta», nótese la ironía deliberada, que no admite la existencia de ámbitos humanos que no puedan ser explicados a través de ella.

¿Te metes en un incendio para salvar la vida a un vecino y mueres? Sublimación. ¿Arrojas a un niño vivo de lo alto de un tejado y lo matas? Represión. ¿Eres un tío y te vuelven loco los carallos pero en público te comportas como un homófobo agresivo? Inversión. ¿Eres una chica gorda y feúcha y odias a la maciza del cole, su cinturita de avispa y sus tetas como pomelos, pero le dices a todo el mundo que la que te odia es ella a ti? Proyección. ¿Te han quitado tu plaza de aparcamiento favorita en el trabajo y al volver a casa hostias viva a la parienta? Desplazamiento. ¿Te pone muy burro la idea de quedarte en cuero de pelota delante de todos tus compañeros de clase pero te vistes con capa sobre capa de ropa y usas gorro, bufanda y jerséis de cuello vuelto? Formación reactiva. ¿Eres capaz de explicar con palabrería aparentemente científica, durante tanto tiempo como sea necesario, tu necesidad cotidiana de meterte huevos fósiles de dodo por el culo? Racionalización. ¿Has acabado heredando el acento argentino y la adicción al dulce de leche de tu follandera compañera de piso porteña aunque naciste en Getxo? Introyección.

Freud no consideraba la posibilidad de estar equivocado y no estaba abierto a debatir sus convicciones. Freud no permitía que la presentación de nuevas pruebas pusiese en entredicho sus postulados. Como buen celote, el terapeuta freudiano siempre tiene razón. Si el paciente acepta la teoría del psicoanalista acerca del origen de su patología, el psicoanalista tiene razón. Si el paciente rechaza la teoría del psicoanalista acerca del origen de su patología, el paciente se está resistiendo al tratamiento y por lo tanto el psicoanalista tiene razón.

Cuando Freud, que creía acríticamente que los sueños son una «realización de deseo», se encuentra con un individuo cuyos sueños no pueden, bajo ninguna circunstancia, etiquetarse como una «realización de deseo» (caso que describe en su obra La interpretación de los sueños), en vez de decir «quieto parao», analizar las nuevas pruebas recogidas y revisar, formular excepciones o descartar su teoría, Freud recurre a los mecanismos de inmunización que preservan la «pureza» de su pseudociencia y dice «el maricón éste» (estoy parafraseando, no citando literalmente a Freud) «está en conflicto conmigo y, para desautorizarme, ha soñado deliberadamente, el muy hijo de puta, algo que no puede interpretarse como una realización de deseo; pero como su deseo último era contradecirme, y con este sueño lo ha logrado, yo tengo razón y este sueño también es una realización de deseo».
(Esto es lo que en el proceso inquisitorial se denominaba «probatio diabólica». Si el reo sospechoso de judío relapso o de pactos con Mefistófeles confesaba sus pecados bajo tortura, era culpable y por lo tanto acababa condenado. Si no confesaba, era que el demonio le daba fuerzas para resistir la tortura, por lo tanto también era culpable e igualmente acababa en la hoguera).

También en Más allá del principio del placer, de 1920, para explicar los traumas de pacientes veteranos de la Gran Guerra, Freud le hace de nuevo la del trile a su propia teoría y en vez de admitir la posibilidad de que su postulado sobre el principio de placer (los procesos humanos inconscientes persiguen la obtención de placer y rechazan todo aquello que pueda producir displacer) sea radicalmente falso, se saca del sombrero el concepto de «pulsión de muerte» (Todestrieb) para «salvar» su doctrina. La pulsión de muerte, opuesta a la «pulsión de vida» (Lebenstrieb), concepto freudiano que engloba los impulsos sexuales y de autoconservación, denominaría una tendencia teórica autodestructiva de búsqueda de un estado anterior a la vida, o sea anterior a las tensiones. Y con este nuevo forzamiento de sus propios postulados, Freud «rescató» el psicoanálisis de sus propios vicios teóricos y lo puso definitivamente al margen de la ciencia.
(Y hay pocas evidencias más obvias de que el psicoanálisis es una secta desde el momento en queda acreditada su sospechosa facilidad a la hora de reclutar prosélitos. Quiero decir, ¿Anaïs Nin tiene un par de sesiones con René Allendy y Otto Rank —a los que también se folló intensamente. No sé por qué pones esa cara; estamos hablando de Anaïs Nin— y ya se atreve a empezar ella misma a psicoanalizar a sus amigos e incluso llega a ejercer profesionalmente el psicoanálisis en Nueva York, SIN NINGUNA FORMACIÓN CLÍNICA NI CIENTÍFICA? ¡Amos, anda! Y no entramos a valorar cómo el psicoanálisis, en su vertiente más ortodoxa, justifica la pederastia al retratar a los niños como «seres sexuales» y no reconocer como aberrante ninguna práctica sexual, porque ya sería abrir un melón bien grande y extremadamente podrido).
Sigmund y Anna Freud.

No hay la más mínima evidencia neurológica de la existencia de un estrato inconsciente de la mente humana. Las fases oral-anal-edípica-genital no necesariamente se manifiestan como estadios del desarrollo infantil. La mera sugerencia de que las mujeres «sufren» por haber nacido sin pilila es que, aparte de falocéntrica, machista y ridícula, científicamente no hay por donde cogerla. Su aislamiento de las disciplinas empíricas que SÍ son reproducibles y pueden ofrecer teorías falsables, como la psicología experimental, la neurociencia cognitiva y la biología, refuerza esa impresión del psicoanálisis como gueto ideológico, intolerante y reaccionario presidido por un líder carismático infalible y soberano. El uso contra sus críticos de argumentos de autoridad y falacias ad hominem en vez de argumentos científicos y pruebas clínicas delata el infantilismo de la propuesta teórica psicoanalítica y la inseguridad de sus defensores. El hecho de que los niños trobiandeses se la cascasen pensando en sus hermanas, no en sus madres, niega la universalidad del complejo de Edipo. La atribución del autismo infantil (de documentadas causas genéticas y neurológicas) a madres poco afectivas es, además de errónea, repugnante y la incapacidad del psicoanálisis de ofrecer un porcentaje estadístico de éxito terapéutico superior al efecto placebo (Smith, Glass y Miller. The benefits of psychotherapy. Baltimore, 1980. The Johns Hopkins University Press) debería poner fin definitivamente a este debate sobre su obvia acientificidad.

Pero nos estamos alejando un poco del tema de la bitácora.

Estábamos hablando de lo mal que lo pasó Sigmund Freud en sus últimos días.

Y fue realmente mal.

En 1923, con 67 años, a Freud le diagnosticaron leucoplasia oral, casi con total certeza causada por su irredento tabaquismo (clara fijación oral), al que se negó a renunciar pese a las recomendaciones médicas. En realidad, el doctor Felix Deutsch había identificado correctamente la lesión de Freud como un epitelioma maligno (un crecimiento anómalo que, en el caso de Sigmund, resultó ser canceroso), aunque en un principio ocultó al barbudo profeta vienés la gravedad de su dolencia, temiendo, sospechamos, que, llevado de la desesperación, el padre del psicoanálisis decidiese acabar con su vida y privase a la humanidad de su genio científico. El tumor fue extirpado. Freud recibió un primitivo tratamiento de radioterapia, se sometió a una innecesaria operación de cirugía estética a manos del doctor Marcus Hajek, intervención que casi lo deja moñeco, y volvió a tratar a sus pacientes y a fumar veinte habanos al día.
(Decía que el tabaco aumentaba su productividad: racionalización. También había defendido en su día su consumo de cocaína, que, afirmaba, le ayudaba a hacer la digestión. De hecho, recomendaba los polvos mágicos a todo el mundo y escribió textos cantando sus glorias. Sólo empezó a preocuparse cuando intentó curar de su adicción a su amigo Ernst von Fleischl-Marxow, famoso morfinómano, y acabó enganchándolo de lo peor a la coca. Freud dejó entonces de hacerle propaganda al producto, aunque siguió consumiéndolo en privado para tratar la depresión y las migrañas).

A diferencia de sus colegas, el doctor Hans Pichler no estaba dispuesto a dorarle la píldora a su paciente por muy famoso que fuera. Consultado por Freud a su regreso de unas vacaciones en Italia, Pilcher fue categórico: Sigmund sufría un epitelioma maligno en estado avanzado y requería una cirugía radical. A lo largo del mes de octubre de 1923, en una serie de operaciones, Freud fue sometido a la ablación de diversos ganglios, ligadura de la carótida externa, extirpación de las mucosas de la mejilla y la lengua, parte de la mandíbula superior y del paladar blando. En noviembre de ese mismo año, el tumor se reprodujo. Freud atravesó otra intervención en la que le practicaron una resección del maxilar y el paladar y le colocaron una prótesis metálica removible, bautizada «el monstruo» por su hija Anna.

En 1928, Freud encontró un nuevo médico personal, el doctor Max Schur, con quien entabló una relación basada en la amistad y la sinceridad (desengañado con sus anteriores galenos, que habían minimizado deliberadamente la importancia de su enfermedad) y de quien obtuvo un compromiso: si su condición degeneraba hasta el punto de hacerle insoportable la vida, el doctor Schur acabaría con su sufrimiento.

Lo que Schur no logró fue que Freud dejase de fumar. A lo largo de su relación médico-paciente, el ciclo se repitió una y otra vez: Freud chupaba Montecristos como un poseso, se le inflamaban las cicatrices, aparecían nuevas lesiones precancerosas, se convertían en leucoplasias, eran extirpadas quirúrgicamente y biopsiadas. Freud sufría terribles dolores. La prótesis, trágico multiplicador de sus pesares, era modificada, ajustada y reinsertada constantemente.

Freud tuvo que abandonar Viena, muy a regañadientes, después de que la Gestapo registrase la oficina de su editor y detuviese, primero a su hijo Martin y luego a su hija Anna y los retuviese varios días antes de liberarlos de nuevo. Antes de ese último episodio, Sigmund había rechazado los consejos de sus amigos, que en vista del auge del nazismo (que consideraba el psicoanálisis una «pseudociencia judeizante») le habían recomendado emigrar. La congelación de sus activos financieros y el Reichsfluchtsteuer, la tasa de control de capitales impuesta por el IIIer Reich para impedir que los emigrados se llevasen su dinero al extranjero, prácticamente condenaba a Freud a abandonar Austria como un indigente, mientras que la orden de las autoridades nazis de destruir la biblioteca de la Asociación Psicoanalítica y la expurgación de todos los libros de Freud de las bibliotecas alemanas amenazaba con borrar su legado intelectual (que no científico) para siempre.
(La intervención de los Rotschild y la princesa Marie Bonaparte, que pagó el Reichsfluchtsteuer y sufragó el viaje de Sigmund, Martha y Anna Freud a Londres, y la inesperada complicidad del comisario político designado por los nazis para esterilizar los archivos de Freud, el doctor Anton Sauerwald, a quien le cayó simpático el vejete barbudo y no sólo ocultó a sus superiores la información bancaria de la familia Freud, sino que puso a salvo la biblioteca de la IPA en la Biblioteca Nacional Austríaca, donde esperó al final de la guerra, impidieron este extremo. Freud incluso logró rescatar parte de los muebles y libros de su casa de Viena y algunos artículos de su colección de arte y antigüedades. Lamentablemente, nada pudo salvar a las hermanas de Freud, que desaparecieron para siempre en campos de concentración).
Te jodes, perro fassista.

Ya instalado en Hampstead con su esposa e hija, con ochenta y tres años y treinta y dos intervenciones quirúrgicas a sus espaldas, Freud se veía obligado a usar una grotesca prótesis dental (la más reciente evolución de aquel primer «monstruo», que, de nuevo, su hija Anna era la única autorizada a colocarle, asumiendo el papel de «madre» simbólica de Freud), postizo que apenas le permitía hablar y convertía el mero acto de masticar en una tortura. El padre del psicoanálisis sufría dolores constantes, vértigos, jaquecas, hemorragias orales, había perdido sensibilidad y oído en el lado de la cara operado, el tejido cicatrizal apenas le permitía abrir la boca, de la cual emanaba un olor pútrido (fruto de una rampante osteonecrosis) que repelía incluso a su perro Lün, hasta entonces fiel, y atraía a las moscas (Sigmund dormía con una mosquitera alrededor de su cama para que los dípteros no se le metiesen en las llagas), ya no podía comer y tampoco concentrarse en la lectura. Cuando la gangrena le perforó una mejilla, el padre del psicoanálisis decidió que había tenido suficiente y pidió al doctor Schur (refugiado como él en Reino Unido y en proceso de naturalización para ejercer la medicina en los Estados Unidos) que honrase el compromiso que había contraído con él años atrás en Viena.

Entre el 21 y el 22 de septiembre de 1939, previa consulta con Anna Freud, Schur administró a Sigmund varias dosis de 30 miligramos de morfina intravenosa que sumieron al enfermo en un coma profundo y finalmente pusieron fin a sus sufrimientos el 23 de septiembre hacia las tres de la madrugada. El terapeuta vienés dejó inacabadas varias obras y una legión de apóstoles que continuaron difundiendo su evangelio tras su pasión y muerte. Y, como sucede a todo profeta judío y barbudo, en torno a la figura de Freud han crecido toda suerte de mitos, algunos dudosos, la mayoría ciertamente falsos, unos pocos basados en alguna información verídica.

La última sesión de Freud recoge precisamente uno de esos episodios semilegendarios. La película recrea un encuentro imaginario entre el escritor y apologeta cristiano C.S. Lewis (uno de los Inklings, los amigotes de Tolkien, sí, ÉSE Tolkien, que se reunían en un pub a beber cerveza y leerse los unos a los otros lo que habían escrito) y el doctor Freud. El ateo, viejo y sarcástico Freud (Anthony Hopkins), que consideraba la religión una superchería primitiva (quizá porque no admitía que ninguna divinidad le hiciese la competencia a la que él había creado, su acientífico yu-yu metafísico llamado psicoanálisis), se enfrenta al joven, espiritual y fervoroso autor de Las crónicas de Narnia (interpretado por Matthew Goode) en un choque intelectual sobre el problema de Dios formulado ya por Armand Nicholi en su libro La cuestión de Dios, que Mark St. Germain adaptó en forma de obra teatral.

Podría haber sido una interesante reunión.

Es decir, si se hubiese producido.
¡Grande Hopkins!

Sabemos que pocas semanas antes de pedirle al doctor Schur la eutanasia, Freud recibió la visita de un joven profesor de Oxford.

Lo que no sabemos, y probablemente nunca sabremos, es quién coño era ese tío y por qué fue a ver al ya parcialmente putrefacto psicoanalista. Nicholi se imaginó que era C.S. Lewis y escribió el libro que inspiró la obra de teatro de St. Germain que ahora Matt Brown (guionista de London Town y la muy recomendable El hombre que conocía el infinito) ha convertido en un largometraje en el que el viejo terapeuta austríaco ridiculiza las convicciones religiosas del predicador que en tiempo de guerra protagonizaría aclamadas retransmisiones de la BBC sobre cuestiones pertinentes al cristianismo. El viejo judío ateo que considera la mera idea de Dios un mecanismo de defensa contra el terror que inspira a toda criatura consciente la certeza de la muerte y el joven y esperanzado converso anglicano que espera encontrar en la religión un sentido a la existencia, un propósito para el sufrimiento en una época histórica en la que se avecina otra guerra mundial cuando aún no se han extinguido las sombras de la primera, se embarcan en un debate en el que ninguno de los dos está dispuesto a ceder un milímetro, lo cual no les impide simpatizar el uno con el otro e incluso compartir algunas experiencias personales y confesarse sus mutas debilidades, intercambiando los roles de paciente y terapeuta (la escena en la que Freud se tiende en el diván y Lewis se sienta en la silla de Freud es particularmente descriptiva de esta dinámica).
(De camino, se sobrevuela muy por encima la no necesariamente sana relación de dependencia entre Freud y su hija Anna — interpretada en la película por la maravillosa actriz alemana Liv Lisa Fries, a quien ya vimos en la escalofriante La ola—,  el presunto lesbianismo de ésta, del cual Freud se culpa en la película, aunque no me consta que éste sentimiento tenga correspondencia histórica alguna con los personajes reales, y los comienzos de su larga relación sentimental con Dorothy Burlingham).
Otra imagen de padre e hija.

Y aunque la película me ha gustado, también me ha sabido a poco. Que no es una minucia cuando tienes en pantalla a dos monstruos del cine como Hopkins y Goode. La última sesión de Freud es entretenida, emocionante y, en un par de momentos, conmovedora, pero a mí personalmente me ha transmitido la sensación de que se queda en la superficie. De que estos dos actorazos están haciendo lo que pueden con un guion que necesitaba más de un par de revisiones y un redactor con buen par de pelotas, porque no llega a meterse en jardines y, al presentar a un Freud monolítico, agresivamente intransigente, y a un Lewis manso y casi conciliador, el texto parece decantarse abiertamente por conceder mayor autoridad al psicoanalista y retratar a C.S. Lewis como un inseguro y acomplejado mierdecilla que, enfrentado a la evidencia científica que contradice sus creencias, escoge seguir viviendo en un mundo ficticio en vez de afrontar la cruda realidad de la contingencia humana y de su propia mortalidad.

Y eso le hace un feo servicio al debate entre ciencia y fe, sobre todo cuando ponemos en la esquina del cuadrilátero de la razón a Sigmund Freud, mesías de una filosofía que adolece exactamente de los mismos vicios que la religión de la que el viejo doctor hace escarnio en este largometraje: infalibilidad de sus sacerdotes, monopolio de la verdad, bases teóricas dogmáticas incuestionables, pensamiento mágico expresado en el platonismo primitivo de la teoría del inconsciente (que Jung llevaría al colmo del absurdo formulando la existencia de un inconsciente colectivo diferenciado del inconsciente individual), ausencia de falsabilidad, mecanismos de inmunización, textos sagrados y un profeta judío y barbudo, objeto de culto tan apasionado que hasta sus cenizas, expuestas como reliquia de santo en el crematorio de Golders Green de Londres, fueron objeto de un conato de robo en 2014.

La última sesión de Freud no puede, no se atreve, no consigue elaborar un debate de calidad entre un partidario de la ciencia (por mucho que esté mal escogido, según hemos argumentado al principio de la entrada) y un paladín de la fe. Quizá porque teme ofender a alguien, quizá porque su guionista no está a la altura del reto (ciertamente no es culpa del esfuerzo de los actores), quizá porque el argumento se dispersa, un poco estúpida y un mucho gratuitamente, con la historia paralela de la relación sáfica de Anna Freud y Dorothy Burlingham, que honestamente no sé qué coño aporta a la trama más allá de marcar la casilla de «personaje homosexual» en el formulario woke que, parece, todas las producciones actuales deben respetar escrupulosamente.

Pero incluso como ficción histórica, como biopic contrafactual, resume, a un nivel de niño de primaria, las contradicciones de dos figuras intelectuales GIGANTESCAS (Freud aprendió castellano sólo para poder leer El quijote, que le fascinaba, en su versión original; Lewis fue profesor de lengua y literatura inglesas en el Magdalen College, catedrático de literatura medieval y renacentista en Cambridge y tenía una profunda formación filosófica e histórica), bien estudiadas y conocidas y representa con extraordinaria fidelidad la angustia emocional y la penumbra del tiempo en el que esta entrevista, que nunca llegó a realizarse, pudo haber tenido lugar, y la tortura emocional del propio Freud, consciente de que estaba viviendo sus últimos días e incapaz de procurarse consuelo alguno al haber rechazado, por su carácter y sus convicciones filosóficas, la idea de un Creador, de un plan divino y de una existencia de ultratumba.

La última sesión de Freud falla, pero su visionado es una experiencia agradecida.

Que es mucho, mucho más de lo que podremos decir del Napoleón de Ridley Scott, cuando hablemos de él, presumiblemente en la próxima entrada de la bitácora.

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