lunes, 30 de marzo de 2020

«Aquí dentro huele mucho a pipí» (contenido no patrocinado por el Covid-19)

"Which brings us to an ugly truth about many aspiring screenwriters: They think that screenwriting doesn’t actually require the ability to write, just the ability to come up with a cool story that would make a cool movie."
Estamos todos en cuarentena (que apunta ya maneras de cinquentena), así que ahí va un artículo ligerito y ad hoc:

10 cosas que matan a los escritores más rápido que el Covid-19:

1. «No tienes ni puta idea de escribir. ¿Has leído Crepúsculo? ¡Ése sí que es un buen libro! ¡Y la mejor novela de vampiros que se ha escrito jamás, encima!»

Te juro que no sé por dónde empezar a desmontar esa gigantesca pirámide de estiércol mental.
Pero voy a intentarlo.

No por ti, analfabeto, sino por el bien de mi propio cerebro.

Que un libro (o una película, una canción, una obra de teatro...) no te guste, no significa que su autor no domine la mecánica de su arte, sino que la empleó para comunicarte algo que no te importaba, que no te conmovió, que no provocó ninguna reacción en ti.

O simplemente que se equivocó. Que contó una historia y la contó mal. O que contó la historia equivocada. O que no tenía una buena novela, sino solo una buena historia; o que no tenía una buena historia, sino apenas una buena idea, y eso, ya te aviso, no es suficiente. Y es que, a veces, los genios también se equivocan. Stephen King escribió dos de mis libros favoritos. Una lista de mis diez libros favoritos en la que no estuviesen El resplandor e It no sería una lista de mis diez libros favoritos.

Pero Stephen King también escribió Cell y Canción de Susannah. La primera, una buena idea con un excelente primer acto y un desarrollo y final de mierda. La segunda, un completo pedo mental. Un libro vacío de contenido. Un mero puente entre Lobos del Calla y La torre oscura en el cual la acción se mueve un poco para no acabar yendo a ninguna parte en concreto. A ninguna que importe, quiero decir.


Así que mi libro no te gustó.

Me alegro de que leer mi libro no fuese una experiencia a la altura de tus expectativas. Porque tus expectativas están a la altura de Crepúsculo, «la mejor novela de vampiros que se ha escrito jamás», y eso quiere decir que tus expectativas son subterráneas y tu cultura lectora, indigente.

Escribir no es fácil.

Escribir un panfleto machirulo-fundamentalista cristiano-sumiso-mojabragas vírgenes-justificador del acoso sexual es fácil.

Escribir Drácula (1897), que podrías proclamar «la mejor novela de vampiros que se ha escrito jamás» sin provocarme piorrea, es difícil.

Escribir Carmilla (1872) o El vampiro (1819), obras fundacionales que, no te quepa duda, Bram Stoker (exacto, indigente lector: «¿quién?») leyó, y cualquiera de ellas candidata al marchamo de «la mejor novela de vampiros que se ha escrito jamás», es difícil de cojones.

Escribir La fuerza de su mirada (1989), que a menudo coloco en el otro plato de la balanza de «la mejor novela de vampiros que se ha escrito jamás» cuando peso Drácula, es difícil DE LA HOSTIA. Tienes que morir y reencarnarte un buen número de veces para ser digno de lamerle el esmegma del prepucio a Tim Powers (exacto, mi subterráneo crítico literario: «¿quién?»).

Escribir Låt den rätte komma in (lo pongo en sueco porque mola más) está al alcance de unos pocos. No al tuyo, obviamente, que crees que Escrúpulo es «la mejor novela de vampiros que se ha escrito jamás», de lo cual se deduce que:
a. Escrótulo es la única novela de vampiros que has leído en tu vida. Probablemente es el único libro que has leído en tu vida.

b. Crees que Stephenie Meyer inventó a los vampiros (pero, eh, no pasa nada; yo conozco a un ternasco con greñas que cree que Tolkien inventó a los elfos).

y c. Eres un poco imbécil.
Y perdóname si sueno un pelín prepotente, pero no me quitan el sueño las opiniones de un imbécil.

2. «Ah, ¿eres escritor? ¡Qué casualidad! ¡Yo también! Precisamente acabo de terminar una novelita de 2 192 páginas bisiestas y estaba buscando alguien que le echase un vistazo. No te importa leerla y darme tu opinión, ¿verdad que no? ¡Qué majo que eres!»

Sí.

Sí me importa.

Me importa mucho.

Me importa cien mil, porque tengo mejores cosas que hacer con los años que me queden de vida y porque apostaría 99 contra 1 a que tu novelita es una puta mierda infecciosa y radiactiva. Con dientes.


Y no.

No voy a leerla.
No me importa lo simpático que te caiga. No me preocupa lo mucho que hayas disfrutado que no te escupiese en la cara aquel día que pasé a tu lado en la parada de taxis. Me la crujen las ilusiones, expectativas y presunciones que te hayas creado cuando decidiste enviarme tu puto libro. No lo voy a leer. Punto. No insistas.

Me dan igual los derechos que te hayas atribuido a ti mismo porque leíste un texto mío y te gustó, o porque una vez me viste de lejos en la cola del cine, o porque me conociste personalmente en una firma de libros y resulté no ser un capullo absoluto: no voy a leer tu puto libro. Ya sé que es una pérdida de tiempo intentar explicarle a alguien de tu generación que no tienes derecho a algo, pero es la pura verdad. No tienes derecho a que yo lea tu libro. No hay nada, absolutamente nada, que puedas hacer, a ningún nivel, para ganarte ese derecho. Sexo oral con deglución incluido. De hecho, ya me caes un poco mal por haberme puesto en la situación de tener que decirte que no. Te juro que ha sido socialmente embarazoso.

¿Has visto alguna vez esas pedidas de mano
en público, tan americanas ellas, a ser posible durante el descanso de algún evento deportivo multitudinario? ¿Sabes lo que pienso de ellas? Que son una encerrona. Una trampa. El peticionario (normalmente el que se declara es un tío) es un pichafría que no tiene lo que hay que tener para afrontar la perspectiva de un rechazo, así que usa a su favor la presión de grupo para obtener una respuesta afirmativa, o un follamises persuadido de que va a escuchar un «sí» y quiere que todo el mundo vea lo grandes que tiene los cojones.

Tú eres ese tío. Tú eres el que ha venido a declarárseme y pedirme matrimonio en mitad de la Superbowl, con toda América y parte del extranjero mirándonos.

Te odio por hacerme eso. Y «no» es la respuesta más suave que puedes esperar recibir de mí.


La gente me mira raro cuando digo que es una de las historias de amor más bonitas que he leído en la vida.
Además, tú no me engañas, cabrón. Tú no quieres que lea tu puto libro y te diga qué has hecho mal, dónde la has cagado, qué se puede mejorar, qué deberías recortar o abiertamente eliminar. Tú quieres que me lo lea de un tirón, que le robe horas al sueño, que lo proclame la obra fundacional de la literatura Millennial, que diga que es perfecto, que confiese que a mí jamás se me habría ocurrido esa idea, o que se me ocurrió pero no fui lo bastante macho para ponerla por escrito.

Quieres que te coma la picha. No es una acusación. Es la verdad. Todos los escritores quieren oír lo buenos que son, lo mucho que han gustado sus palabras, lo atractivo que era su texto. Escribimos por las mismas razones por las que otros pintan, esculpen el mármol o componen sinfonías: para que la inmortalidad se cuele por debajo de nuestras sábanas y nos coma el coño.


Así que no. No voy a leer tu puto libro. Y sí, tienes mi permiso para pensar que soy un gilipollas por ello. De nada.

Y si necesitas más motivos por los cuales no voy a leer tu libro, pásate por este artículo que Josh Olson escribió al respecto. Lo suscribo al cien por cien.

Ahora agarra tu mierda y lárgate. No tengo nada más para ti.

3. «Me encantó tu libro. Dime, ¿cuánto tiempo hace que eres un satanista nazi transexual procedente de una dimensión paralela?»


Acabo de enterarme de que lo soy. Por el mismo precio y al mismo tiempo, acabo de enterarme de que eres subnormal profundo.

Algo simplemente no funciona cuando una persona lee un libro y le atribuye al autor las opiniones, los comportamientos o la ética de los personajes. Normalmente no de los mejores.

A esa gente le falla comprensión lectora. Leen y son capaces de pronunciar el sonido de los fonemas, comprenden el significado individual de la mayoría de las palabras, pero son incapaces de descifrar su valor en la frase o retener la menor información que transmiten. O no les importa.

«¿Qué estás leyendo, Fernandito

«No se».

«¿La casa de los espíritus? Pero si ya te la estás acabando. ¿Te gusta?

«No se».

«¿De qué va?»

«No se».

«¿Cómo se llaman los protagonistas?»

«No se».

«Di "no se" si quieres una hostia en el cielo del paladar».

«No se... ¡Espera un put... uuuuuuuuuh!».


El narrador de una novela es un personaje más; y ya sé que ponerlo por escrito es una pérdida de tiempo, amigo lector, porque eres incapaz de entender lo que lees en tu propio idioma.

Oscar Wilde
se quejaba de que todos sus lectores le sacaban parecidos con sus personajes. Normalmente con los más depravados y decadentes. No encuentro ahora mismo el texto en cuestión, pero de El retrato de Dorian Gray escribió algo como «La gente cree que soy como
Dorian Gray; a mí me gustaría ser Lord Henry Wotton, pero en realidad soy Basil Hallward».

A ver, chicos, hay cinco categorías de imbéciles, de menor a mayor grado de estulticia:

a. Imbéciles.

b. Cretinos sistémicos.

c. Retrasados peligrosos.

d. Gente incapaz de distinguir entre realidad y ficción.

e. Donald Trump.
Mira lo cerca que estás de Donnie. ¿De verdad te atreverás a cruzar esa nebulosa línea divisoria?

Picoteando solo unos pocos ejemplos de algunos de mis libros, tengo agentes secretos, dóminas BDSM, terroristas del IRA, escritores incestuosos, criminales de guerra nazis, comandos del SEAL, pedófilos, traficantes de drogas colombianos, dioses nórdicos, extraterrestres, agentes de seguros, fantasmas e incluso suecos.

Ya te digo que es absolutamente imposible que yo sea todas esas personas. Ni siquiera la mitad de ellas.

Algunos de estos personajes defienden opiniones que para mí son indefendibles. Los agentes secretos están convencidos de que el fin justifica los medios, la dómina BDSM intentará convencerte de que atar e inmovilizar a alguien, mearse en su boca y darle de hostias es la forma normal de mantener relaciones sexuales, el criminal de guerra nazi te cantará las bondades del fascismo y el racismo, el traficante de drogas se presentará como una víctima inocente de la sociedad y el sueco te venderá la moto de que en su país de alcohólicos funcionales y ultraderechistas xenófobos se vive de puta madre.

Ninguno de ellos me representa, la mayoría me caen como el puto culo, pero si tienes la sensación de que les he hecho hablar de forma tan convincente que parecía estar suscribiendo sus alegatos puede que se deba a una de dos razones, o incluso a ambas al mismo tiempo:

a. Eres mu' tonto.

b. Soy un escritor cojonudo y tú eres mu' tonto. No tonto pa' un rato. No. Pa' siempre.

4. «No te lo perdonaré en la vida. ¡Me has convertido en el villano de tu novela! Estoy pensando en demandarte y todo».
Punto número uno: ¿quién coño eres?

Punto número dos: ¿de qué mierda se supone que te conozco?

Punto número tres: no, no voy a compartir contigo mis derechos de autor.

Punto número cuatro: vete a cagar. Haciendo el pino.

5. «¡Me encanta tu puta novela! ¡De verdad que lo flipo con tu puto libro! ¿Cuándo escribes la continuación?»


Eeeeeh... no sé. ¿Nunca, por ejemplo? ¡Todos los personajes mueren en el último capítulo! ¿Sobre qué coño voy a escribir a continuación? ¿Sobre la cata y degustación que los gusanos hacen de sus restos corruptos?

Como explicábamos en la entrada «El venenoso concepto del escritor putilla», el escritor no es tu furcia. No te debe nada. No tiene nada que agradecerte. No es responsable del contrato imaginario que tú supones que firmó contigo cuando compraste su obra, o la leíste, o te la contaron.

El escritor no tiene la obligación de darte lo que tú esperabas. No tiene que hacerte sentir bien. Es un escritor, no una mamada. No tiene por qué empezar una franquicia de ese relato que te gustó tanto. Es un novelista, no Disney. No tiene por qué escribir la secuela de esa novela que te apasionó. Ni la precuela. Ni la tontuela. A lo mejor el escritor ya dijo todo lo que tenía que decir sobre ese tema, sobre esos personajes, sobre ese escenario. A lo mejor incluso ese único libro del cual le estás pidiendo un bis ya le pareció excesivo. Porque sí, amigo lector, hay libros que un escritor escribe aunque no quiere. Porque su editor se lo demanda. Porque tiene esa idea obsesiva y la única manera de librarse de ella es escribirla. Porque aunque parezca mentira me pongo colorada cuando me miras y los libros raras veces se escogen con la cabeza; más a menudo se escogen con las tripas, que están llenas de mierda, y por eso el 99% de los libros son mierda.


Ian McKellen devolvió el anticipo que había recibido a cambio de escribir sus memorias. 1,4 millones de dólares, que no los has visto juntos en tu puta vida. Y yo tampoco. Sir Ian McKellen descubrió que era incapaz de poner por escrito su biografía. Pura y simplemente, exponer su intimidad y contar sus vivencias en la homofóbica sociedad británica de los años 50 y 60, le resultaba demasiado doloroso.

"You know, when I was growing up in 1950s England, there were no gay clubs I knew about. There were no bars. Homosexuals were shamed publicly and imprisoned. You were on your own, looking over your shoulder all the time, hoping in the handshake of a stranger that he might be somebody gay."
Salvando las distancias, yo he escrito al menos dos libros que me dolieron. Y me dolieron LA DE DIOS. Sentarme a escribirlos era el equivalente a sentarme en una silla de faquir y aporrear un teclado al rojo vivo mientras me metían enemas de ácido sulfúrico.

¿Por qué los escribí entonces, si me hacían tan miserable?

Porque tenía que hacerlo.


Ya sé que no lo entiendes.

Y no, no creo que vaya a escribir la segunda parte de ninguno de ellos.

6. «No me gustó nada cómo maltrataste al personaje de Arturito Follacristos en tu libro. ¡No volveré a comprar una novela tuya nunca más!»

Mira, chaval, eso que salimos ganando los dos. Y para lo de tu querido Arturito te sugiero que te escribas tu propio final, si tienes cojones. Y también te aconsejo que no se te ocurra intentar publicarlo, o mis abogados te van a crujir y profanar tu cadáver.

Te diría que volvieses a leer el punto 4, pero es obvio que no sabes leer, así que olvídame y búscate otro hobby. Seguro que hay miles de horas de vídeos de Riley Reid con los que aún no has eyaculado.


Ñam, ñam y reñam. Y Sluuuurp.
7. «Hostia, tío, me encantó tu libro. Me puse hasta cachonda leyéndolo. ¡Me puse más burra que tú imaginándote a Sara Sampaio haciendo un fem2fem con Riley Reid!».

«Fantástico, ¿puedes decirme qué parte te gustó más mientras voy sacando condones de la máquina?»

«La parte en la que Hortensio Gusánez descubre a Roberta Bustomuchez escondida en la cabina de teléfonos, desmontando la bomba nuclear».

«...»

«...»

«...»

«¿He dicho algo malo? ¿Por qué estás poniendo esa cara?»

«Ejum... Yo no escribí ese libro. Jum. Jum. Escritor equivocado, cariño. Ejem. Jum».

«Oh...».

«Pero follar follamos igual, ¿no?»

«Euh... eeeeh... Ay, ¿cómo te digo esto con delicadeza?».

«Que se te ha bajado el celo de golpe y de repente te doy mucho asco, ¿a que sí?»

«¡Qué alivio! ¡Menos mal que lo entiendes!»

«No, si lo entiendo. A la que no entiendo es a la madre que te parió».

«¿Disculpa?»

«No, nada. Cosas mías».
8. «Me gustó tu libro, pero me habría gustado mucho más si lo hubieses ambientado en Montecarlo y el protagonista fuese un enano esquizofrénico del espacio exterior».

Entonces es que no te ha gustado mi libro, gilipuertas. Te ha gustado otro libro, que te has escrito tú solito en tu loca cabecita y que, me estoy oliendo desde aquí, es una puta mierda.

A Dolores Redondo cierto agente literario le ofreció conseguirle editor para El guardián invisible si se avenía a quitar todo lo que está escrito en euskera, trasladar la acción a una gran ciudad, en vez de concentrarla en un pueblecito chiquitín, sacarla de Navarra y el País Vasco, ah, y cargarse todos los localismos.

En otras palabras, este agente literario quería que Dolores Redondo guillotinase todos los elementos que hacen que su novela sea personal, llamativa y única; y que son, en buena medida, los responsables de su éxito. Y quiero decir éxito del que da mucha envidia.

Lo cual solo confirma que ni siquiera los que se ganan la vida con esto tienen ni puta idea de qué conquistará el interés del público. Es como aquello que solía decir Samuel Goldwyn, creo que era (¿o era Louis B. Mayer?), sobre que él no conocía las razones que llevaban a la gente al cine, pero sí sabía que algunas de esas razones eran realmente estúpidas.


¿Habría sido un éxito El guardián invisible si Dolores Redondo le hubiese quitado todo lo que la hace especial? ¿Quién lo sabe? ¿Sería el mismo libro? Obviamente no. ¿Le habría gustado más a ese camuflado agente literario? Sí. ¿Se sentiría Dolores Redondo sucia, mentirosa y falsa? Puedes apostar los huevos.

Tú no has leído mi libro, hijo de puta. Has leído otro, que te has inventado tú solito. Anda y vete a la mierda. O ponte a escribir fan-fiction y deja de joder la marrana. Parásito.

9. «Lo que has escrito no tiene ningún mérito. Has copiado el argumento y la estructura de un libro de Edgard-Lewis Martínez Erzsenberger zu Flottenstein-Arp».

Y él copió el argumento y la estructura de un poema de Goethe. Y Goethe fusiló en su poema un capítulo del Evangelio según San Mateo. Y el que quiera que escribiese ese libro de la Biblia copió descaradamente a Homero. Y Homero se lo debe todo a Rigoberto Picaporte, solterón de mucho porte. Y todos ellos hicieron bien, porque originalidad, amigo mío, es volver a los orígenes.

Una vez me acusaron de... no digamos «plagiar». No. Más bien «homenajear» un relato de Peter Straub. No sirvió de nada explicarle a este caballero que en mi vida había leído nada de Peter Straub y que mal podía haber «homenajeado» una obra que no conocía. Mi interlocutor estaba muy feliz de haberme «pillado» y se largó con su presa en la boca sin darme la más mínima credibilidad, feliz de la paja gafapástica que se acababa de hacer a sí mismo y de la que se iba a hacer cuando llegase a casa.

Y ahora le tengo un asco inmenso al pobre de Peter Straub, que jamás me ha hecho ningún daño, y al que sigo sin leer, en venganza.

Desde su punto de vista, Gafapajasmán acababa de demostrar que cualquier soplapollas puede escribir y que lo mío no tenía mérito ninguno. Porque escribir está al alcance de todo el mundo, ¿verdad? Tú mismo has escrito una novelaza de 2 192 páginas bisisestas protagonizada por un vampiro mariquita reflectante. Y lo peor de todo es que te la han publicado y la recomiendan desde la página web de la Asociación de Satanistas Nazis Transexuales Procedentes de una Dimensión Paralela.
10. «Me encantó tu libro sobre la alienación troglo-patriarcal hegeliana de las masas lumpenproletarias cisgénero a través de la propaganda altermundista dirigida».

Señora, en mi puta vida he escrito un libro así.

(Pero si usted lo ha leído, debería ir al médico. Con urgencia. Aunque sospecho que ya es demasiado tarde).
Yo solía pensar que si un escritor escribe un libro sujeto a múltiples y contradictorias lecturas, la culpa es del escritor.

Entonces empecé a remontar una auténtica riada de tontos. De hecho, compartí piso con algunos de ellos.

Y ahora tengo mis dudas.

Es obvio que si puedes ser malinterpretado lo serás, así que va en tu propio interés asegurarte de que tu obra es lo menos equívoca posible. Aunque solo sea para evitarte escenas como la de arriba.

Pero no importa cuánto te esfuerces. Siempre encontrarás a un tonto que leyó lo mismo que los demás y entendió lo que le salió de los cojones y al que no vas a descabalgar de la burra. Y no te hablo de los que leen El señor de los anillos y ven el ascenso del fascismo, que hasta tiene un pase, por más que hasta en su lecho de muerte Tolkien negase la mayor. Te hablo de los que hacen unas lecturas de las obras artísticas que no se justifican ni con un volquete de porros. La gente que ve una crítica a la Iglesia Católica en El carro de heno, pederastia oculta en los cuadros de Balthus, una oda homosexual en los cómics de Batman, propaganda comunista en las inhabitables casas de Mies van der Cojones, una obra maestra del cine en las pelis de Zack Snyder o una bonita historia de amor en Precipúsculo.

Hitler.
“This is better,” the instructor writes on the title page. “In the alien counterstrike we see the vicious circle in which violence begets violence; I particularly liked the ‘needle-nosed’ spacecraft as a symbol of socio-sexual incursion. While this remains a slightly confused undertone throughout, it is interesting.”

(De It, por Stephen King. ¿De donde si no?).
La Waffen-SS.
Y ésta es la segunda causa de muerte entre los escritores (la primera es su aspirante a viuda; presuntamente), pues no se puede deshacer ese nudo gordiano. Antes reventarás a cabezazos un muro de cemento puro de oliva que harás ver a una persona que está equivocada, que la interpretación que ha hecho de tu libro es parcial, delirante, insultante y falsa. Porque todos los anormales que creen tener el monopolio de la razón exigen, encima, que los demás estén equivocados. No van a embarcarse en un intercambio de ideas. No tienen argumentos para ti, solo convicciones. Están seguros de que han hecho la interpretación correcta de tu libro, de que conocen tus motivaciones mejor que tú y no van a darte ni una victoria, por pequeña que sea. Es más, llegarán al extremo de explicarte A TI, que has escrito el libro, LO QUE REALMENTE QUERÍAS DECIR cuando escribiste tal y cual, Pascual, y qué soterradas corrientes inconscientes te llevaron a contar esa historia y no otra, en tal estilo y no uno diferente y matar a cierto personaje como lo mataste.
Benito Mussolini.
Y quizá la culpa la tenga Sigmund Freud.

Sigmund era un judío austríaco, obsesionado con el sexo, que estaba seguro de haber dado con la explicación a todas las neuras humanas: nos traumamos porque somos unos cerdos y la sociedad no nos permite fornicar como cochinos sin reparar en tontadas como el sexo, la edad o la consanguinidad; ni tampoco expresar abiertamente ese deseo, y entonces reprimimos toda esa voluptuosidad y nos ponemos enfermos.

Y yo empecé darme cuenta de que el psicoanálisis era una butifarrada cuando leí en los diarios de Anaïs Nin que nuestra promiscua escritora follatriz, pocas semanas después de empezar a visitarse con un psicoanalista (Otto Rank, nada menos; uno de los padawans del propio Freud), ya se sentía lo bastante bien informada sobre las bases «científicas» y metodología del psicoanálisis para empezar a psicoanalizar a sus amigos.

Hacen falta de diez a once años para dominar las disciplinas básicas de la Medicina. Pero con unas pocas sesiones de mierda, Anaïs Nin ya se sentía una psicoanalista hecha y derecha y ejercía como tal, entre zambullida en el chumino de Juliette Smerdt y succión del esperma de Henry Miller (y de otros muchos).

Estaba buena, ¿eh? Pues que sepas que probablemente se tiraba a su padre.
¿Por qué? Porque además de basarse en dogmas, que no en hechos empíricos, el psicoanálisis te da una serie de respuestas fáciles a preguntas extraordinariamente complejas. Pura y simplemente, casi todo es culpa del sexo. ¿Te deprimes cuando llueve? Eso es porque te sientes culpable cuando te masturbas. ¿Te deprimes cuando hace bueno? Eso es porque NO te sientes culpable cuando te masturbas, y ambas respuestas me las acabo de inventar, pero ¿a que suenan psicoanalísticas? ¿Eres autista? La culpa es de tu madre, a la que ponías cachonda y, por miedo a gotear como una putaca cuando te tocaba, te negó toda muestra de cariño, y por eso te autistaste. ¿Intentaste acuchillar a tu pobre padre cuando tenías doce años? Eso es porque sufres Complejo de Edipo, vamos que te quieres trincar a tu puñetera madre o al cornudo de tu padre, o incluso empotrar a tu padre, y por eso lo agrediste con un objeto fálico. Puto enfermo.

El psicoanálisis destripa el lenguaje para atribuirle a las palabras el significado que mejor se ajuste a las ideas preconcebidas del terapeuta y a las teorías de su barbudo profeta, o sea Freud; teorías basadas en hipótesis no falsables y que se apuntalan en evidencias sesgadas o manipuladas. El mismísimo Freud tenía la sospechosa tendencia de presentar como éxitos de su terapia casos clínicos de pacientes a los que en realidad nunca curó y no tenía inconveniente en recurrir al «usted se calla, que no sabe quién soy yo» cuando le llevaban la contraria.

Y por culpa de Freud entiendo hay gente dispuesta a leer Mi amiga Flicka y entender que, con ese libro, Mary O'hara estaba cantando alabanzas a Satán. Porque se atribuyen la autoridad para decidir qué quería decir en realidad el escritor cuando dijo qué. Es, ya sabes, esa clase de gente que ya te cae mal antes de conocerla.

Y tú no quieres a esos lectores cerca de ti. Que compren tu libro, que lo lean y se monten las películas que les salgan del culo, pero que no se te acerquen.

Por favor.

Todos los escritores cometemos algún que otro pecado. Y con ellos tenemos más que suficiente. No trates de responsabilizarnos de tus errores de comprensión ni hacernos sufrir por tus delirios de grandeza.

Gracias.

Y con eso termino por ahora, si el Covid-19 o una aspirante a viuda no se me lleva por delante.


¿Mi futura viuda! ¡Ja! ¡Sigue soñando, Sommer!
Coronavíricos saludos a todos. Nos vemos en la próxima bat-cuarentena. A esta misma bat-hora en este mismo bat-canal.

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