sábado, 5 de marzo de 2016

Por la manchega llanura


Un día me vi metido en un quilombo de tres pares de cojones.

Y todo por intentar ser amable, cortés, diplomático; lo que se entiende por un caballero.

Desde entonces estoy decidido a no pasar de escudero. Puede que eso me obligue a cabalgar en rucio, ser manteado en las ventas y vaciarme por ambos extremos tras ingerir el bálsamo de Fierabrás, pero a cambio me permite decir verdades como las del porquero de Agamenón.

Y seguro que un escudero nunca, nunca, volvería a pasar el bochorno que pasé yo.

Deja que me explique:

Hace años, vagabundeando por la Red, en los tiempos muertos que me dejaba la visualización compulsiva de porno y la procrastinación, di con un foro de escritores (aficionados). No importa qué foro, ni sobre qué tema versaba el hilo que llamó mi atención. Basta con señalar que yo tenía una experiencia personal de utilidad para los lectores del mismo y me decidí a compartirla. Las normas de publicación de este foro exigían registrarse mediante dirección de correo electrónico, así que me di de alta a través de una de las cuentas invadidas de Spam que ya apenas visito y me olvidé del asunto.

Hasta que recibí en esa dirección un mensaje de uno de los lectores del foro. Había leído mi comentario, le había gustado y deseaba ponerse en contacto conmigo.

Confieso que estuve tentado de no contestarle.

A saber por qué finalmente lo hice. ¡La imbecilidad tiene tantos matices!

En la respuesta de este lector, así como en la docena de correos electrónicos que me envió después (perdigoneados de faltas de ortografía), mi pseudónimo corresponsal (nunca llegué a conocer su verdadera identidad) intentó sumarme a un proyecto en el cual yo no estaba en absoluto interesado y así se lo comuniqué sin ambages. También se deshizo en elogios hacia mi talento literario, mi intuición artística y mi dominio de la narrativa. Poco menos que me llamó fénix de las letras, prestidigitador de las subordinadas y derviche del subjuntivo.

¡Tate!, me dije. ¿Qué desayuna este chaval? (Porque de su vocabulario y su desollada sensibilidad concluí que me las estaba habiendo con alguien a quien no hacía mucho que le habían descendido ambos huevos). ¿Cómo puede sacar todas esas conclusiones de un par de correos electrónicos? Le trasladé mi perplejidad al respecto, con poco éxito. Cegado de admiración por mí, renovó e incluso se reafirmó en sus loas, augurándome, de postre, un brillante futuro editorial.

¿Será, quizá, un poquito gilipollas?, me dije. Debería habérselo preguntado a él. Eso habría finalizado aquel potlatch surrealista. Pero no. Me puse en plan profesoral. Con el mayor de los respetos, intentando no sonar paternalista ni condescendiente, le hice ver que una cosa era redactar y otra muy distinta escribir una obra literaria. Expresé mi convicción de que hasta un bonobo puede aprender a redactar bien, lo cual no implica en modo alguno que llegue jamás a escribir una obra maestra. Argumenté que driblar los más elementales errores ortográficos, hacer una exposición clara y jerarquizada de tus ideas y emplear un léxico enjundioso no te convierten en un Stevenson, un Pérez Galdós, ni en un Chéjov. En última instancia, como me daba muchísima vergüenza ajena que esta persona se deshiciese en alabanzas a mi producción literaria sin haber visto la más pequeña muestra de ella, le envié un humilde cuento de terror surgido de mi modesta pluma.

En mala hora se me ocurrió semejante disparate. Se conoce que ese día mi ángel de la guarda estaba incapacitado por una dosis veterinaria de Cannabis sativa.

Mi corresponsal no sólo leyó mi cuento, sino que lo usó como confirmación de sus apriorismos hacia mi persona. Ahí podría haber terminado todo si el muy desalmado no hubiese tenido la indecencia de mandarme un trabajo suyo, codiciando, sospecho, los mismos ditirambos que él me había prodigado a mí.

La madre que me parió.

El texto en cuestión era, con perdón, uno de los muchos «poemas» que había escrito. Según afirmaciones del propio autor, que me dio pereza investigar, aquella composición había ganado no sé cuántos certámenes de poesía y juegos florales.

Hasta aquí puedo decir. No me atrevo a aventurar nada más porque, dado que el presunto «poema» tenía, a ojo, la misma extensión que el Rāmāyaṇa; que, estrofa a estrofa, el autor se ensañaba con un único e indefenso sustantivo maniatado al cual abofeteaban, sodomizaban y prostituían sesenta y cinco adjetivos y un gerundio a cual más barrocos, arcanos y pedantes; que aquellos «versos», o lo que fuesen, no tenían rima, ni ritmo, ni música, ni pies, ni cabeza; que, en conclusión, tamaño engendro de Satanás no se parecía en nada a la poesía que yo conozco, nació en mí la sospecha de que, o bien a mi corresponsal le sobraba una copia del cromosoma 21 o bien me había tomado por tonto.

Cuando a continuación el ternasco me envió otra docena o más de poemas de su autoría, todos indistinguibles del primero, llegué al colmo del estupor.
Por la manchega llanura

se vuelve a ver la figura

de Don Quijote pasar.
Así surgió mi desgarrador conflicto. ¿Cómo decirle a aquel chaval voluntarioso, pero desorientado, que a sus quimeras no había por donde cogerlas? En correos precedentes ya se me había encabritado, hasta rozar la amenaza y el insulto, cuando malinterpretó una broma inocente a un amargo comentario suyo, sobrado de melodramática trascendencia, acerca de la conspiración judeo-masónica de editores envidiosos de su talento que se habían confabulado con el propósito alevoso de rechazar sus obras. También, a raíz de otro correo, mi fatuo corresponsal tomó por un ataque a su persona una observación carente de malicia acerca del baile de máscaras que el anonimato en Internet permite y alienta. Este ánimo levantisco me hizo preguntarme si me las estaba viendo con Ocatarinetabelachitchix, aquel indómito corso de genio vivo retratado por Goscinny y Uderzo en Asterix en Córcega.
No era un dilema pequeño: ¿Cómo decirle, sin provocarle una apoplejía, a aquel pobre y susceptible diablo que sus poemas apestaban?

Pues mintiendo, claro. O, mejor aún: contando una mentira gorda entre algunas medias verdades.

En mi réplica le dije al infatuado bardo que yo no solía leer poesía (verdad) ni entendía gran cosa de ella (verdad a medias) y que no me creía capaz de juzgar con ecuanimidad sus «poemas» (mentira cochina) porque el estilo de los vates cuya obra frecuento era muy diferente al suyo (verdad, ¡y tanto!). A modo de justificación, y también con la anémica esperanza de que el pobre lammer captase el mensaje implícito, adjunté a mi correo algunos ejemplos de mis poetas favoritos. Creo que le envié algo de Rilke, el If de Kipling y el Me voy porque la tierra y el pan y la luz ya no son míos, de León Felipe. Poca cosa. Versos apolillados de tres pelagatos a los que nadie recuerda ya. Hice clic con pulso trémulo en el botón de «enviar», preguntándome si no habría llegado demasiado lejos y mi electrónica epístola iba a convertirse en motivo de disgusto para mi prolífico y atolondrado Virgilio, baldón de sus aspiraciones líricas, escarnio de una naciente vocación literaria y, en última instancia, catástrofe para las letras hispánicas, a las que yo habría hurtado una de sus más esperanzadoras promesas.

En la respuesta de mi infame corresponsal quedó claro que había estimado muy al alza su inteligencia. De un plumazo, mi interlocutor desautorizó a los autores que yo le había propuesto, ¡incluso al pobre Rainer Maria!, los tachó de ineptos y soporíferos, desdeñó con altiva superioridad al parnaso entero, a toda la tradición poética occidental, y poco menos que me tildó de provinciano, carcunda, timorato y carpetovetónico por preferir a su obra aquellos escritores sobrevalorados y tan inferiores a su talento.

Con un par.
(Menos mal que no le envié nada de Robert Allen Zimmerman, porque si hubiese osado injuriarlo, averiguo dónde vive este bárbaro y me presento en su casa llevando una claymore bien afilada).
No soy yo, pero es una claymore.
Sé exactamente qué debería haberle respondido a tan pomposo, petulante y jactancioso adoquín.

Pero no lo hice. Llegados a este punto, una vez desengañado en mi buena fe, tocaba asumir el tremendo desperdicio de tiempo y ponerle fin a aquella bufonada a la mayor brevedad, así que me despedí diplomáticamente de mi esforzado bardo y no le dije lo que pensaba de él.

Hasta ahora.

Mira, chaval, esto es así y ya va siendo hora de que alguien te lo diga:

He encontrado «poemas» mejores que los tuyos en las pelotillas de mi ombligo, las legañas de mis ojos, las canas de mi escroto o los palominos de mi ropa interior, y perdona que use la palabra «palomino», que te verías obligado a buscar en el diccionario si entendieses el castellano o fueses capaz de deletrear la palabra «diccionario».

Escribes como el culo, eres un puto analfabeto, un indigente literario y un niñato insufrible. Deberían haberte sacado los ojos con una cuchara de helado antes de que perpetrases el crimen de escribir el primero de tus diarreicos poemas. Si la cultura fuese pólvora, no tendrías la suficiente ni para volarte los pelillos de la nariz.

No todo el mundo vale para escribir. Yo mismo, sin ir más lejos, llevo mucho más tiempo que tú juntando letras y aún no he demostrado nada. Quizá me muera sin lograrlo. Lo asumo. No es una tragedia. Que tú estés convencido de tu inexistente valía y reboses desprecio hacia los autores que podrían guiarte en tu aprendizaje, sí.

Supongo que los premios que ganaste con aquel primer poema los convocaron tu abuelita la sorda, la asociación de vecinos del barrio de Nuestra Señora de los Beatos Analfabetos Mártires y un colectivo de inmigrantes ágrafos de Surinam. Ágrafos y difuntos.

No me atreví a decírtelo entonces porque estimé, con aguda intuición y escarnecedora cobardía, que eras una persona joven, llena de entusiasmo aunque mezquino en luces, susceptible hasta bordear la tragedia, como todos los adolescentes, y porque, ociosa y abollada mi armadura, preferí concederte el beneficio de la duda e irme, vencido, de retorno a mi lugar. Después de todo, tenías una vida para darte cuenta del ñordo que habías perpetrado, condolerte por ello, madurar, asumir una actitud más humilde, o al menos no tan fachendosa, y mejorar.

No me atreví a decírtelo entonces y probablemente fue un error.

Porque lo cierto es que no reconocerías el talento ni aunque te lo metiesen en supositorios de quinientas arrobas, tu ignorancia y tu vanidad puntúan en la escala Richter, no tienes ni repajolera idea de poesía y, además, eres un maleducado.

Pero no te preocupes, seguro que en el Eroski de tu barrio están buscando reponedores.

Ah, y no quiero despedirme sin antes mentarte a la madre que te parió, la cual, me atrevo a sugerir, cuando leyó tu primer poema se lamentó de que ya fuese tarde para una ligadura de trompas.

Atentamente,
Herbert K. Sommer, escudero.

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