domingo, 10 de septiembre de 2017

And two hard boiled eggs

Sucede algo muy extraño cuando los editores intentan venderte a un autor al que no conoces. Y no sé si es por falta de imaginación, pereza o simple y llano cinismo.
(Miento: sé perfectamente que es por cinismo)
A ver qué opinas, querido lector:
¡No somos dignos! ¡No somos dignos!
Si eres seguidor de esta bitácora ya sabrás que aquí reverenciamos al bueno de Esteban Rey, autor de la que, si no es la gran novela americana, debería serlo (y de la que nos ocuparemos a la mayor brevedad, aprovechando el reciente estreno de su nueva adaptación cinematográfica). Y no, lo que sigue no es una hemorragia de párrafos con los que justificar esa afición a las noveluchas baratas de horror con bicho. Nos gusta Stephen King y punto.

Y los editores lo saben. Saben que Stephen King tiene un público cautivo que se lee todo o casi todo lo que Steve escribe y a quienes nunca les parece suficiente la extraordinaria productividad del feo más rico de Maine.

Por eso los editores, que lo creas o no también tienen que comer, harían cualquier cosa por hacerse con los derechos de Stephen King o, en su defecto, de su equivalente mexicano no sindicado, y cebar con ellos a los lectores de Stephen King; y por eso los muy ladinos están dispuestos a venderte a cualquier escritor de terror como «el nuevo Stephen King
(O a cualquier escritor de fantasía como «el nuevo Tolkien», a cualquier autora romántica como «la nueva Danielle Steel», a cualquier escritor de novela negra como «el nuevo Elmore Leonard»... y sigue tú, que a mí me da la risa.)
Y ahí es cuando comienzan los problemas.
Nuestra foto favorita de Koontz: pelaso y ¡bigotón!
La primera vez que piqué con este truco de fullero fue con el pobre Dean R. Koontz. Por fortuna, fue la primera y la última. Y mira que soy de los que aprenden despacio, pero esta lección no tuvo nadie necesidad de repetírmela, a Sara Sampaio gracias.

Dean R. Koontz es, como Stephen King, un escritor de terror. Como él, tuvo una infancia jodida (padre alcohólico y hostiador en el caso de Koontz, madre soltera y pobre en el caso de King) en la América de la postguerra. Como Steve, se hizo famoso muy joven y, como Stephen, es un escritor prolífico y de economía más que saneada que ha visto adaptados al cine algunos de sus libros más representativos.

Y ahí se acaban todos sus parecidos con Stephen King.

Te doy mi palabra.
El primer libro de Dean R. Koontz que leí fue Relámpagos. Por supuesto, me vendieron a su autor como «el nuevo Stephen King» (por los cojones nos vendieron a Stephen King como «el nuevo Dean Koontz», que es dos años mayor que él). Por supuesto, era mentira que Koontz fuese el nuevo King. Por supuesto que me cabreó el engaño, pero poco, porque Relámpagos es un libro maravilloso. Tiene absolutamente de todo: una buena redacción, suspense, misterio, viajes en el tiempo, un amor imposible, un antihéroe atormentado, una escritora de toma pan y moja, al mismísimo tío Adolfo regurgitando veneno antisemita y dos huevos duros. ¿Alguien da más?

Pero no era un libro que hubiese podido escribir Stephen King. No se parecía a ninguna de las novelas que Steve había escrito hasta el momento ni a ninguna de las que ha escrito hasta la fecha (salvo tal vez, y pillándola muchísimo por los pelos, 11/22/63).
Me parece que la segunda novela de Dean R. Koontz que leí fue Los servidores del crepúsculo. También me gustó, aunque no tanto como Relámpagos. Tampoco era una novela que podría haber escrito Stephen King. Ni de coña marinera.

Algo empezó a romperse con El lugar maldito o, tal vez, con Los ojos de la oscuridad. La historia me atrapó desde el principio. Los personajes, incluso los más chungos (las gemelas lesbi-incestuosas y el eunuco psicópata), me fascinaron. El suspense me hipnotizó... y en las últimas páginas de la novela apareció el típico personaje odioso, ése que te destripa el misterio, que te explica por qué las cosas son como son... y El lugar maldito se convirtió en una puta mierda. En un libro fallido. Toda la tensión construida en el primer y segundo actos se fue al carajo. Una vez explicado el mecanismo por el cual el protagonista y su familia de depravados recibieron sus poderes, todo lo que hemos leído hasta el momento nos suena a chacota. A burla. A retorcimiento de escroto.

Habría sido mejor no descubrir al hombre tras la cortina.
La casa del trueno es, hasta la fecha, el último libro de Dean R. Koontz que he leído. ¿Por qué? Porque la historia me atrapó desde el principio. Los personajes me fascinaron, incluso cuando comencé a sospechar que el doctor macizo y amistoso no era exactamente trigo limpio. El suspense me hipnotizó... y en las últimas páginas de la novela el doctor macizo me destripó el misterio, me explicó por qué las cosas eran como eran, y La casa del trueno se convirtió en una puta mierda. En un libro fallido. Toda la tensión construida en bla, bla, bla... Anda, sigue tú.

Dejemos una cosa clara: Dean R. Koontz no escribe como Stephen King. Ni siquiera lo intenta. Más allá de que ambos son norteamericanos y comparten una misma adicción a las historias truculentas, los libros de Dean y Steve se parecen tanto como yo a Channing Tatum.
Useáse éste.
No recuerdo haberme sentido chasqueado cuando descubrí el origen de Eso en It. Nunca llegué a saber de dónde recibieron sus poderes Dick Hallorann y Danny Torrance en El resplandor. Nunca llegué a saberlo porque Stephen no me le explicó, y no lo hizo porque, en realidad, no importaba una mierda. Sí sé, porque Steve se tomó la molestia de contármelo, que el matrimonio McGee de Ojos de fuego obtuvo sus dones psíquicos en el transcurso de un siniestro experimento del gobierno. Y compré la idea sin pensármelo dos veces. Y John Smith quizá desarrolló su capacidad predictiva, base del argumento de La zona muerta, en ese accidente jugando al hockey cuando era niño o más tarde, tras su hostión al volante. Cualquiera de las dos me vale. O incluso ambas. Y dos huevos duros.

En todos estos ejemplos que acabo de citar, Stephen King escogió revelar, o no, el misterio, y cuando lo hizo, logró que me lo creyese, que me lo tragase entero y pidiese más. Algo de lo que Dean R. Koontz fue capaz en Relámpagos y Los servidores del crepúsculo pero no así en La casa del trueno y El lugar maldito.

Pero, claro, estamos hablando de un señor que sólo en el año 72 publicó nueve obras. Nueve: Warlock, Time Thieves, Starblood, The Flesh in the Furnace, A Darkness in My Soul, Chase, Children of the Storm, Dance with the Devil y The Dark of Summer. Nueve. Eso es un libro cada cuarenta días. No he podido encontrar la extensión de todas estas novelas (algunas de las cuales parecen más bien relatos largos), pero siendo superconservador y asignándole a las dudosas una media de cien páginas, me sale un total de 1114 páginas sólo en 1972. Tres páginas diarias trabajando sábados, domingos y festivos. Y dos huevos duros.

Tres páginas diarias es una buena media para cualquier escritor. Pero no tres páginas de obra finalizada. Esas tres páginas diarias son lo que (incomprensiblemente en un mundo en el que ya todos los escritores emplean ordenadores y procesadores de texto) se sigue llamando «manuscrito» y no constituye más que la semilla del texto que llegará a la imprenta. Ni siquiera Stephen King publica sus manuscritos tal y como salen de sus desquiciadas meninges. Ese manuscrito no es sino una «copia de trabajo» a partir de la cual se elabora un primer borrador. Si el primer borrador es lo suficientemente bueno, se convierte en la base de un segundo borrador. Incluso de un tercero o un cuarto (para más información acerca del método de trabajo de nuestro amigo Steve, recomiendo este libro). Ése borrador de segunda o tercera generación es el que, si somos inteligentes y tenemos un pequeño círculo social, debemos mostrar a nuestros «lectores cero», un grupo de personas de nuestra confianza, intelectualmente solventes, lectores empedernidos, para que vean todos los errores que se nos han pasado por alto e iluminen los pasajes más oscuros que, en nuestro prepotente alarde de estilo cultureta, hemos vuelto equívocos o directamente incomprensibles. Y, tomando como referencia las indicaciones, notas y quejas de nuestros lectores de confianza, abordamos la redacción del borrador definitivo, el que, salvo pequeños cambios estéticos, será vapuleado, escarnecido y rechazado por editores y agentes literarios.
© Getty Images.
Así se escribre una novela. Así lo hago yo. Así lo hace la gente que vive de esto. Así debería hacerse siempre porque ésa es la forma correcta.

Pero resulta muy complicado prestar atención a esos detalles cuando eres capaz de escribir un libro cada cuarenta días. Más de mil cien páginas al año. Parece lógico, porque ¿cómo mantener la calidad con una producción así?

Ahora yo podría tirarme de la moto y acusar a Dean R. Koontz de no haber releído ni corregido La casa del trueno ni El lugar maldito, de haber sucumbido a la presión del mercado (Dean también tiene, como lo tiene Stephen King, un colectivo de fans ansiosos por leer su próximo libro), o haberse dejado pillar por los plazos de entrega, o sufrir una pájara en los últimos capítulos de estas dos novelas (a mí también me pasa, por eso suelo escribir el final de mis libros cuando voy más o menos por la mitad) y haberlas terminado de cualquier manera.

Pero es que no creo que ése sea el caso.

Creo que Stephen King, a quien en una entrevista pidieron su parecer acerca de la obra de su directo rival más famoso, quería decir lo mismo que yo voy a decir a continuación cuando valoró la producción de Koontz con un conservador «Sometimes... just awful.»

Efectivamente. Si las novelas de Koontz son horribles «sólo a veces», eso significa que «a veces» no son «horribles». Incluso, aunque King no llega a decirlo con todas las letras, «a veces» Koontz escribe un Relámpagos, o un Los servidores del crepúsculo. Hostia, a veces ¡el muy cabrón escribe hasta bien!

Entonces ¿por qué Dean R. Koontz es, en opinión de Stephen King y mía, tan irregular? ¿Por qué su obra es «Sometimes... just awful» y sometimes not bad at all? ¿Cómo el mismo hombre es capaz de escribir Relámpagos y El lugar maldito?

Tengo una teoría al respecto.

Mi teoría es que, a veces, Dean R. Koontz tiene buenas historias y, a veces, sólo tiene buenas ideas.

Y dos huevos duros.

Parece un contrasentido, pero no lo es y ya algo de esto hemos apuntado en anteriores entradas de Paratroopersdon'tdie. No todas las buenas ideas se pueden transformar en buenas historias ni todas las buenas historias se pueden transformar en buenas novelas. De hecho, el problema con La casa del trueno y El lugar maldito parece ser precisamente ése: ambas novelas parten de una buena idea, que se desarrolla, sin motivo de queja por nuestra parte, a lo largo del primer y segundo actos... y acaba estrellándose en el tercero, dejándonos con una resolución decepcionante, improvisada y mendaz.
(También es el mismo problema de Cell, de Stephen King, aunque en éste caso la caída en picado comienza mucho antes, concretamente en cuanto el primer zombi emprende el vuelo.)
¿Zombies voladores, Steve? ¡No jodas!
En La casa del trueno, la protagonista, Susan Thorton, sufre un accidente automovilístico y acaba en un hospital de Oregón donde despierta, tras un breve período en coma, malherida y amnésica. Ayudada por el doctor que la atiende, Jeffrey McGee, Susan recupera poco a poco sus recuerdos, especialmente los de un homicidio del que fue testigo durante su segundo año de universidad y por el cual un hombre fue enviado a la cárcel y tres amigos suyos, cómplices del crimen, quedaron en libertad vigilada.

Pero el doctor McGee se muestra tan perplejo como la propia Susan cuando un muro de terror ciego e irracional se interpone entre ella y su memoria cada vez que intenta recordar algún detalle del lugar en el que trabaja... y cuando Susan comienza a ver, en los pasillos del hospital y en su habitación, a esos mismos hombres a los que señaló como asesinos en la sala del tribunal. Hombres que juraron vengarse. Hombres que murieron hace años en su propio accidente de carretera...

Una idea intrigante. Un argumento sugerente. Una historia prometedora...
(Una chica guapa sólo por detrás)
Y entonces llegas a las últimas páginas y descubres que el hospital no está en Oregón, que los fantasmas no son tales fastasmas, que el doctor McGee no es el doctor McGee (y llegados a este punto casi deseas descubrir que ni siquiera Susan Thorton es en realidad Susan Thorton, sino tal vez Chiquito de la Calzada, con lo cual tendrías un argumento digno de Philip K. Dick) y que, muy lejos de una explicación sobrenatural o que, por lo menos, implique viajes en el tiempo, tecnología alienígena, clonación humana o la intervención de Lucifer, que era lo que te estabas esperando... Bueno, querido lector, no te voy a reventar el final. Es más divertido dejar que explote solito en tus narices. Digamos que el desengaño es tan gordo como el día en que descubrí que la rana Gustavo no es más que un trapo verde con la mano de un zoófilo metida por el culo.
Una buena idea. Una mala novela. Y dos huevos duros.

El lugar maldito nos presenta al matrimonio protagonista, Julie y Bobbie Dakota, socios en una agencia de detectives, frente a su caso más extraño: un hombre llamado Frank les contrata implorando protección y para que le encuentren... a él. Frank lo ignora todo acerca de sí mismo: su apellido, su pasado, su domicilio, su trabajo, de dónde viene, adónde va cuando desaparece sin dejar rastro (vamos, como Jason Bourne)... Todo lo que Frank puede aportar como pista es el contenido de sus bolsillos: carnés con su foto y diferentes nombres, dinero y joyas de procedencia desconocida, un bicho rarísimo, mezcla de hormiga y cigarra gigantes, o algo así...  y la seguridad de que alguien, un acechador al parecer omnisciente que siempre parece saber dónde encontrarle, le busca para matarle.

Y otra vez Dean R. Koontz nos guía por esta historia misteriosa y absorbente, página tras página de intriga donde por cada respuesta obtenemos otra pregunta, donde se suceden los asesinatos y misteriosas desapariciones de Frank en un crescendo vertiginoso, donde conocemos poco a poco a la siniestra familia del bueno de Frankie... y donde, una vez más, al final nos dan una patada en el cielo de la boca. Y dos huevos duros.
Dean R. Koontz no es un mal escritor. Lo juro. Relámpagos es una maravilla y Los servidores del crepúsculo tiene un desarrollo impecable y un final tan equívoco y abierto que casi te obliga a releer todo el libro de nuevo, buscando alguna pista que pudieras haber pasado por alto y que te libre de esa terrible sospecha de que, contra toda evidencia, has estado todo el tiempo defendiendo al bando de los malos y, quién sabe si por tu culpa, el villano (el mismísimo Satanás, ¡toma ya!) ha acabado ganando.

Relámpagos y Los servidores del crepúsculo son dos buenas ideas que Dean Koontz («Sometimes... just awful») logró convertir en dos buenas novelas. La casa del trueno y El lugar maldito son dos buenas ideas que Dean fue incapaz de traducir en buenos libros, y no se dio cuenta de ello, o lo hizo pero no tuvo huevos de descartar el material ya escrito y empezar de cero, o los plazos de entrega apretaban, o había facturas del sastre y el lechero por pagar y cualquier dinero es bueno cuando lo necesitas desesperadamente, y en estos dos libros toda la tramoya se derrumba cuando el autor se pone a explicar el truco, desvela el misterio, nos cuenta por qué Frank y sus hermanos tienen esos poderes sobrehumanos y por qué Susan Thorton siente terror cuando intenta pensar en el lugar donde trabaja y por qué ve a su alrededor a personas que deberían estar muertas.

Desde mi punto de vista está muy claro que Koontz sabía muy bien cómo iban a acabar Relámpagos y Los servidores del crepúsculo. No lo tengo tan claro con La casa del trueno y El lugar maldito. En Relámpagos, a mitad del segundo acto se nos desvela el misterio: la razón de que Stefan Krieger no envejezca a lo largo de toda la vida de Laura Shane es que es un viajero en el tiempo que sólo aparece cada vez que Laura está en peligro. Y no pasa nada. La historia está tan bien tramada que asumimos con naturalidad este descubrimiento y seguimos leyendo. La suspensión de la incredulidad no se resiente. Pero tan pronto como nos desvelan el truco de La casa del trueno nos sentimos estafados. El autor no nos proporciona un clímax a la altura de nuestras expectativas, sino que más bien da la impresión de haber alcanzado un estado de pánico categoría «me cago en Dios ¿y ahora qué?» y resuelto la papeleta de forma apresurada, torpe y desganada.
Arthur Conan Doyle se confesaba agotado de tramar nuevos misterios para Sherlock Holmes. Imaginar un caso,  sembrar de pistas parciales y confusas un escenario e interpretar esas evidencias como lo haría Sherlock Holmes requería ser al menos tan inteligente... como Sherlock Holmes. Ese esfuerzo intelectual le resultaba tan gravoso a Conan Doyle que no podemos menos que perdonarle cuando, en algunos de los últimos relatos del detective más famoso de todos los tiempos, con permiso de Batman, se sale por peteneras con algunas deducciones tan traídas por los pelos que producen un poco de vergüenza ajena y un muchísimo de piedad estilo «joder cómo chocheaba el bueno de Artie cuando escribió esto».

Consejito de la señorita Pepis: si no se te ocurre una buena explicación para la magia, no la expliques. Deja al lector preguntándose dónde coño está el puto truco.
La moraleja de esta entrada de Paratroopersdon'tdie es que hace falta ser muy macho para tirar a la papelera doscientas, trescientas o quinientas páginas de novela, pero a veces realmente merece la pena hacerlo antes que escoñar un buen libro con un final falso, improvisado, decepcionante o que, pura y simplemente, no esté a su altura. Ya. Ya sé que suena radical de cojones, pero si lo de escribir fuera fácil todo el mundo lo haría, y en Literatura, decía Chejov, no basta con las buenas intenciones.

Mi opinión es que un escritor (y paradójicamente más aún un escritor de ficción) no puede permitirse nunca el lujo de ser deshonesto. Si somos incapaces de convertir esa buena idea en un buen libro, o un buen relato, lo mejor es dejarla en un cajón. Quién sabe si más adelante podremos recuperarla y darle un acabado digno de ella. Quién sabe si se convertirá en la semilla de algún trabajo distinto. Quién sabe si otro escritor más hábil podrá extraer petróleo donde nosotros no fuimos capaces de encontrar más que mierda. Quién sabe si nuestra viuda se hará de oro vendiendo el manuscrito inédito. Ni todos los lectores ávidos, editores codiciosos o acreedores impacientes deberían justificar enviar al tórculo un libro que nos pasaremos la vida lamentando haber escrito.

Es algo que nos debemos a nosotros mismos. Que le debemos a nuestro público.

Porque hay un paso muy corto entre perderle el respeto a nuestra obra y perdérselo a nuestros lectores. Y ése es un paso que ningún artista debería atreverse a dar.

Y dos huevos duros.

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