viernes, 25 de agosto de 2023

Antes de fugarte de la cárcel, primero tómate un café

Los seguidores de la bitácora, y quiero decir los dos y medio de siempre, ya saben que aquí somos mucho de cine. Y saben también que como el cine actual es, a grandes rasgos y descartando las excepciones, penoso hasta el sufrimiento anal, cuando una película nos parece particularmente horrorosa o tal vez sólo mal acabada, corremos a redactar una crítica en la que denunciamos la torpeza de los cineastas responsables del desaguisado.


Raras, muy raras veces en el Paratroopers tratamos una película para elogiarla, como Dragones y Mazmorras: Honor entre ladrones. La mayoría del cine del cual hablamos en la bitácora son cagadas espectaculares, secuelas que no están a la altura de las expectativas (cuando no directamente sodomizan su propio lore) o las buenas ideas torpemente desarrolladas.

Por ese motivo, porque tan a menudo los estrenos que llegan a nuestras pantallas son de una calidad irrisoria o contienen ideas, materiales o personajes tan pobremente aprovechados, de vez en cuando tenemos que hacernos una buena limpieza del disco duro biológico viendo cine de calidad. Lo cual casi siempre implica títulos «de los de antes», o sea cine de autor (ya es casi imposible encontrar películas recientes que no hayan sido dirigidas por comités). Los buenos títulos de los viejos maestros (los largometrajes modernos de los pocos viejos maestros que todavía no han dejado de fumar definitivamente son cada vez peores) que sólo querían contar una historia interesante con los recursos artísticos y materiales de que disponían, viejos maestros a los que les comían los cojones la inclusividad, el feminismo interseccional, la afrocultura y la reppppppppppresenteishon.

Ya hemos intentado explicar qué es o qué debería considerarse una buena película. Según nuestro particular baremo, tan subjetivo como se quiera argumentar, Meg 2: La fosa, que cinematográficamente es una mierda pinchada en un palo, es una buena película mientras que No time to die es un fracaso absoluto. Y si no me entiendes, te lo resumo así nomás:

Una buena película es una película que da exactamente lo que promete: litros de babas, reflejo nauseoso y regurgitación en cualquiera de Sasha Grey, acción descerebrada, diálogos estereotipados y diversión vertiginosa en Meg 2.
(Y tan descerebrada. Meg 2 es un placer culpable. Te sientes hasta sucio de pasártelo bien con ella. Pero te aguantas y te lo pasas bien igual. Vamos, más o menos la misma experiencia paradójica que te proporciona tu prima la del pueblo. La guarra. La de las tetas grandes. No. La otra).
¡Ésa! ¡Ésa misma!

Una mala película es una película que no respeta las expectativas de su público, que no ofrece lo prometido: cualquiera de Zack Snyder desde Dawn of the Dead; el Bond deconstruido, ninguneado, cagapoquito y asexuado de No time to die.

Hay películas mal ejecutadas, ateniéndonos al lenguaje y técnica cinematográficas, que me encantan. En esta categoría caben Resident Evil, Franklyn, Severance, Crying Freeman y aquella de terror de serie B cuyo título nunca recuerdo y en la que se veían los micros casi en cada plano.

Pero no voy a hablar de ninguna de esas películas hoy.

Hoy voy a hablar de uno de mis títulos favoritos. Un título que no sólo me apasiona como lección de cine y narrativa, sino que me la pone especialmente gorda por su naturaleza de producto metacultural, autorreferencial y recursivo.

Y si no la has visto todavía, felicítate, porque estás a tiempo de descubrir por ti mismo una de las más brillantes joyas del cine francés. Y me refiero al buen cine francés. Ése en el que le pasan cosas a personajes con los que puedes empatizar. No ése otro cine francés reducido a un sonajero estilístico al que no encuentras puñetero sentido ni tiene puñetera gracia porque el director es un pigmeo intelectual y un lisiado cultural que pretende creerse más inteligente y vanguardista que tú.

En 1960, el guionista y director de cine Jacques Becker filmó Le trou, «El hoyo», «El agujero» en franchute (que por esa extraña alquimia de la traducción de títulos cinematográficos, llegó a España como La evasión). La película es un típico drama carcelario que muestra las vicisitudes de cuatro reclusos de la prisión de La Santé,
8ª Division, Celda Número 6, que planean evadirse porque, claro, estando a la espera de largas sentencias de prisión, a ninguno le apetece demasiado que les guarden la cuchara allí y tampoco es como si les fuesen a dejar salir por la puerta principal si lo piden educadamente. En el momento en que les asignan a un nuevo compañero de celda, un joven bisoño pendiente de juicio al que ninguno de ellos conoce, surgen las desconfianzas. ¿El novato les va a cagar los planes de fuga? ¿Es un infiltrado de la dirección de la prisión? Si deciden seguir adelante con sus planes, ¿el pisaverde sabrá mantener la boquita cerrada o habrá que coserle los riñones con un pincho?

Le trou es una lección de lenguaje cinematográfico, un excelente caso de estudio sobre cómo construir y escalar la tensión, el drama, entre un grupo de personajes confinados en un espacio cerrado y un cursillo de técnicas de supervivencia carcelaria.

La responsabilidad de ejecutar la fuga y resolver la mayoría de los problemas que comporta la evasión recae en el personaje de Roland (Jean Keraudy), un auténtico McGyver de las fugas capaz de fabricar un periscopio con un pedacito de espejo, un poco de hilo y el mango de un cepillo de dientes o improvisar una llave maestra con el freno de una ventana. Roland no piensa esperar a que salga su juicio y le caigan un chorrón de años de cárcel. Tiene un plan: cavar un agujero en el suelo de su calabozo, aprovechando el ruido de las obras que se están ejecutando en su mismo pabellón, acceder a través de ese agujero a los sótanos de la prisión y desde ellos alcanzar las alcantarillas de París. Ah, estupendo. Pero eso comporta toda una serie de dificultades. ¿De qué utensilio van a servirse para hacer el agujero? Si tienen éxito y pueden enviar exploradores al sótano, ¿cómo se las van a componer sus compañeros para que la ronda no los eche de menos durante los recuentos nocturnos? ¿Cómo van a guiarse los exploradores en la oscuridad de la cripta de La Santé? ¿Cómo van a controlar el tiempo que pasen abajo para poder regresar a su celda antes de la revista matinal?

Alerta de espóilers: los presos de la celda 6 efectivamente cavan un agujero en el suelo de su celda, pero sólo para afrontar nuevos retos. La única posible vía de escape de los reos comandados por Roland es el punto en el que los desagües de la penitenciaría conectan con el sistema de saneamiento de la ciudad, y esa ruta está cortada por sendos tapones de hormigón armado de un metro de espesor que les llevaría semanas perforar si dispusieran de herramientas especiales. Y no tienen dichas herramientas ni disponen de tanto tiempo. Roland planea entonces rodear uno de los tapones, practicando un segundo butrón alrededor de él, a través de una tubería de cemento de baja calidad. Pero eso les exigirá varios días de trabajo, y el tiempo se agota. Además, a medida que progresa la zapa, se producen tensiones entre los reclusos de la Celda Número 6, 8ª Division. Uno de los escapistas, Geo (Michel Constantin), decide descolgarse de la evasión por miedo a la reacción que tendrá su anciana madre si la policía va a interrogarla tras su fuga. Nuevas pruebas despejan parcialmente el horizonte judicial de Gaspard (Marc Michel), el nuevo del que todos desconfiaban, haciendo casi innecesaria su evasión y convirtiéndole de nuevo en sospechoso, porque si finalmente van a reducir los cargos presentados contra él, su mejor alternativa es quedarse en La Santé, cumplir una condena menor o incluso salir libre y denunciar a sus compañeros antes del día de la fuga para que no le abran otra causa por encubrimiento.

Si quieres saber cómo termina la historia, oh, probo lector, mejor te ves la película y nos lo agradeces luego.

Aunque Le trou fue escrita como un drama coral, en el que cada personaje juega un papel determinante para hacer avanzar la trama, plantear nuevos retos argumentales o incrementar la tensión dramática, el personaje de Roland Darbant es indiscutiblemente el motor de la acción. El carisma natural que irradia Darbant, su palpable autoridad en materia carcelaria, lo cómodo que el actor se muestra en el papel de reo escapista representan al menos el 75% de la credibilidad de la película. Casi parece que, en lugar de un largometraje de ficción, estés viendo un documental. Tan sólida es esta cinta, tan coherente y realista, que recuerdo a mi abuelo, en paz esté, arrugando el morro y diciendo «están enseñando demasiado».

Mi abuelo, con su sentido pragmático y profundo amor al orden social y seguridad pública, temía que algún desaprensivo en cana viese Le trou y adquiriese conocimientos que le facilitasen la fuga. Y es que Le trou es un tutorial de YouTube de antes de que existiera YouTube. Muestra el día a día de una penitenciaría francesa de los años 60 y la ejecución de un plan de fuga: los protocolos de seguridad, la visita al médico, la inspección del correo y los paquetes de comida que entran desde el exterior (una de mis escenas favoritas), los funcionarios corruptos o corruptibles, las visitas en el locutorio, los registros por sorpresa...
Y con el mismo cuchillo va a cortar el salchichón.

Nunca llegué a saber si ésta, que descubrí, creo, en La 2 de TVE, que era donde echaban casi todo el cine bueno, fue una de las películas que mi abuelo vio en su día en la gran pantalla y con la que luego se reencontró en la UHF (sí, soy así de viejo), y lamentablemente a estas alturas ya no puedo preguntárselo. Pero de su comentario deduzco que probablemente no conocía la intrahistoria detrás de la película.

Y probablemente tú tampoco, oh amado lector.

Así que paso a darte la turra:

Le trou es la adaptación a la pantalla de la novela homónima de 1957, opera prima del autor francés de origen corso Joseph Damiani (que firmaba con el pseudónimo de José Giovanni), y que dramatiza un episodio real acontecido en La Santé en 1947. Damiani, nacido en 1923 y activo como novelista y guionista de cine de 1957 a 2004 (año en el que falleció en Lausana), es conocido por sus historias acerca de la lealtad y amistad masculina y la confrontación del hombre contra el mundo y, también, por la visión romántica y en cierto modo heroica que algunas de sus obras presentan del mundo criminal.

Y, joder, aquí es donde empieza el turrón.

Y es que si Damiani exhibía en sus libros ese conocimiento del submundo delincuencial francés era porque él mismo tenía un currículo judicial y criminal tan largo como cualquiera de los protagonistas de Le trou.

Los padres del escritor, Barthélemy Damiani y Émilie Santolini, eran propietarios de sendos hoteles parisinos: el Élysée Star y el Normandy, en al menos uno de los cuales Barthélemy Damiani montó un casino ilegal que le llevó varias veces a los tribunales y al menos una
, en 1932, a la cárcel durante un año, por «fraude y tenencia de una casa de juego» según resolución firme del Tribunal de Apelaciones de París.

Entretanto, el hijo de la pareja y futuro escritor, estudiaba en el Collége Stanislas (una de esas escuelas privadas superpijas de Francia) y el liceo Janson-de-Sailly. Arruinados por las multas y gastos legales del cabeza de familia, los Damiani se mudaron a Marsella en 1939. En 1942, Joseph Damiani se matriculó en la facultad libre de derecho de Aix-en-Provence y empezó a suspender exámenes como un campeón. Se conoce que lo de estudiar leyes no era lo suyo.

Y como lo de ser abogado parece que le venía muy grande, Damiani se afilió al PPF (Partido Popular Francés) que no, no tenía gran cosa que ver con el de Manuel Fraga, José María Aznar y Núñez Feixoo. El PPF fue el mayor partido fascista francés de 1936 a 1939 y, hasta 1944, una de las principales organizaciones colaboracionistas con los ocupadores nazis.

Joseph Damiani tenía simpatías «nansis» y colaboró con las fuerzas de ocupación de su país. Tócate los cojones, María Luisa.

En 1944, el autor de Le trou fue relacionado con varios casos de robo y extorsión a judíos franceses de Lyon cometidos por criminales que se hacían pasar por policías. En París y la región de Bretaña repitió la jugada haciéndose pasar por miembro de la Resistencia francesa.

El historiador Jean-Claude Vimont acusó a Damiani de secuestrar, torturar, extorsionar y asesinar en mayo de 1945 al representante de vinos Haïm Cohen (nótese el apellido hebreo) y a los hermanos Jules y Roger Peugeot.

En julio del 46, Damiani fue condenado a veinte años de trabajos forzados por colaboracionista y a cadena perpetua por su pertenencia al PPF, e internado en La Santé a la espera de juicio por el triple asesinato de Cohen y los hermanos Peugeot. Al término del proceso, Damiani fue condenado a muerte (más tarde se beneficiaría de un indulto) y quedó a la espera del resultado de los procesos abiertos, como el de hacerse pasar por policía para sablear a judíos durante la Ocupación, celebrado en mayo de 1949 y al término del cual Damiani fue finalmente condenado a diez años de prisión.

En 1951, todas las condenas de Damiani fueron refundidas en una única sentencia de veinte años de trabajos forzados. Beneficiado por reducciones de condena, Damiani abandonó la penitenciaría central de Melun en diciembre de 1956, con 33 años, después de haber cumplido sólo once años de cárcel.

Fue durante su paso por el corredor de la muerte, esperando la resolución del Tribunal de Casación, que Damiani empezó su carrera literaria, primero en forma de diario (publicado como Journal d'un condamné à mort, quizá a imitación de El último día de un condenado de Victor Hugo. El libro acabaría viendo la luz firmado con el pseudónimo de X).

Le trou, considerada su opera prima, atención, querido lector, cuenta la intentona de fuga del propio Damiani y otros presos de la penitenciaría de La Santé en 1947.

Espera, espera, que se pone todavía mejor:

El actor que hace de Roland Darbant en la adaptación cinematográfica de Le trou, y que en los créditos aparece con el nombre artístico de Jean Keraudy, en realidad se llamaba Roland Barbat y también participó en ese intento de fuga.

Keraudy, o Barbat, si lo prefieres, amado lector, era un mecánico de Boulogne-Billancourt que había hecho carrera durante la Segunda Guerra Mundial robando documentos de identidad y cartillas de racionamiento (época en la que se ganó el apodo de «el Rey de las Fugas», porque no duraba mucho entre rejas cada vez que lo trincaban) y más tarde como miembro del maquis de la región de Châteauroux. Detenido por el asalto a un tren de suministros en Saint-Brieuc y condenado a nueve años de cárcel, fue trasladado a La Santé en 1946, de donde se fugó. Devuelto a la misma cárcel, protagonizó una segunda evasión en 1947 con dos compañeros, uno de ellos Joseph Damiani; evasión que Damiani convertiría en novela años después. Barbat sería excarcelado finalmente en 1956.
(¡Claro que su personaje en Le trou dominaba todas las técnicas del bricolaje carcelario! ¡Porque Barbat se había pasado media vida perfeccionándolas! ¡Claro que Roland se sentía en su elemento en una celda! ¡Había pasado buena parte de su vida adulta en una! ¡El «Rey de las Fugas» estaba protagonizando la misma historia de su más sonada evasión!).
A fucking legend.

Cuando en 1960 Jacques Becker decidió convertir en una película la primera novela de Damiani, tuvo muy claro quién debía hacer el papel de Roland: ¡el mismísimo Roland que había planeado la fuga que describe la novela! Barbat aceptó siempre y cuando se le permitiese figurar en los créditos con el apodo de Jean Keraudy, ocultando así su pasado criminal. A pesar de su excelente actuación en Le trou, Barbat no volvió a aceptar ni recibir ofertas para ningún otro papel en el cine, aunque participó en la serie documental Dossier Souvenirs en 1970 y el actor y director Lucien Dirat le dedicó un cortometraje Roland , nominado al César en 1996. En otra muestra de ingenio patibulario, Barbat se hizo famoso por «hackear» el concurso radiofónico itinerante Le Tirlipote de Radio Luxemburgo, y ganar una burrada de pasta.

Barbat «el Rey de las Fugas» falleció en 2001 en Cravent, en el departamento de Les Yvelines, al oeste de París, con 81 años, sin haber vuelto a tener problemas con la ley. Que sepamos.

En resumen:

Le trou es una película sobre una fuga carcelaria real, recogida en una novela escrita por uno de los protagonistas de dicha fuga y protagonizada por otro de ellos. El episodio histórico engendra el libro, el libro engendra la película y uno de los personajes históricos que protagonizaron los hechos interpreta, indiscutiblemente, el papel protagonista del largometraje.

Imagínate a Lawrence de Arabia haciendo a sí mismo en Lawrence de Arabia a partir del libro Los siete pilares de la sabiduría, escrito por el propio Thomas Edward Lawrence que cuenta las aventuras de Lawrence de Arabia.


¡Jean Keraudy/Roland Darbant se interpreta a sí mismo en la película basada en su propio intento de fuga y adaptada a partir de una novela escrita por un compañero de esa misma evasión!

Supéralo, si tienes cojones.

Le trou, que en 2017 fue sometida a una espectacular restauración, es una de esas películas que te enseñan a ver cine. Incluso a hacer cine.

Y además es una triple pirueta mortal hacia atrás con los ojos vendados, sobre un caballo al galope y con un supositorio de anfetas. Es más que metarreferencial. Es un teseracto cinematográfico que se engendra a sí mismo. Un ouroboros narrativo.

Y ya estás tardando en verla. Gilipollas.

«¡Jodó! ¡Una peli en blanco y negro! ¡No pretenderás que me vea eso, ¿no?!»

Tú eres imbécil y no te lo habían dicho nunca, ¿verdad? ¡Qué condena, macho! ¡Qué condena tienes contigo!



 

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