viernes, 25 de agosto de 2023

Antes de fugarte de la cárcel, primero tómate un café

Los seguidores de la bitácora, y quiero decir los dos y medio de siempre, ya saben que aquí somos mucho de cine. Y saben también que como el cine actual es, a grandes rasgos y descartando las excepciones, penoso hasta el sufrimiento anal, cuando una película nos parece particularmente horrorosa o tal vez sólo mal acabada, corremos a redactar una crítica en la que denunciamos la torpeza de los cineastas responsables del desaguisado.


Raras, muy raras veces en el Paratroopers tratamos una película para elogiarla, como Dragones y Mazmorras: Honor entre ladrones. La mayoría del cine del cual hablamos en la bitácora son cagadas espectaculares, secuelas que no están a la altura de las expectativas (cuando no directamente sodomizan su propio lore) o las buenas ideas torpemente desarrolladas.

Por ese motivo, porque tan a menudo los estrenos que llegan a nuestras pantallas son de una calidad irrisoria o contienen ideas, materiales o personajes tan pobremente aprovechados, de vez en cuando tenemos que hacernos una buena limpieza del disco duro biológico viendo cine de calidad. Lo cual casi siempre implica títulos «de los de antes», o sea cine de autor (ya es casi imposible encontrar películas recientes que no hayan sido dirigidas por comités). Los buenos títulos de los viejos maestros (los largometrajes modernos de los pocos viejos maestros que todavía no han dejado de fumar definitivamente son cada vez peores) que sólo querían contar una historia interesante con los recursos artísticos y materiales de que disponían, viejos maestros a los que les comían los cojones la inclusividad, el feminismo interseccional, la afrocultura y la reppppppppppresenteishon.

Ya hemos intentado explicar qué es o qué debería considerarse una buena película. Según nuestro particular baremo, tan subjetivo como se quiera argumentar, Meg 2: La fosa, que cinematográficamente es una mierda pinchada en un palo, es una buena película mientras que No time to die es un fracaso absoluto. Y si no me entiendes, te lo resumo así nomás:

Una buena película es una película que da exactamente lo que promete: litros de babas, reflejo nauseoso y regurgitación en cualquiera de Sasha Grey, acción descerebrada, diálogos estereotipados y diversión vertiginosa en Meg 2.
(Y tan descerebrada. Meg 2 es un placer culpable. Te sientes hasta sucio de pasártelo bien con ella. Pero te aguantas y te lo pasas bien igual. Vamos, más o menos la misma experiencia paradójica que te proporciona tu prima la del pueblo. La guarra. La de las tetas grandes. No. La otra).
¡Ésa! ¡Ésa misma!

Una mala película es una película que no respeta las expectativas de su público, que no ofrece lo prometido: cualquiera de Zack Snyder desde Dawn of the Dead; el Bond deconstruido, ninguneado, cagapoquito y asexuado de No time to die.

Hay películas mal ejecutadas, ateniéndonos al lenguaje y técnica cinematográficas, que me encantan. En esta categoría caben Resident Evil, Franklyn, Severance, Crying Freeman y aquella de terror de serie B cuyo título nunca recuerdo y en la que se veían los micros casi en cada plano.

Pero no voy a hablar de ninguna de esas películas hoy.

Hoy voy a hablar de uno de mis títulos favoritos. Un título que no sólo me apasiona como lección de cine y narrativa, sino que me la pone especialmente gorda por su naturaleza de producto metacultural, autorreferencial y recursivo.

Y si no la has visto todavía, felicítate, porque estás a tiempo de descubrir por ti mismo una de las más brillantes joyas del cine francés. Y me refiero al buen cine francés. Ése en el que le pasan cosas a personajes con los que puedes empatizar. No ése otro cine francés reducido a un sonajero estilístico al que no encuentras puñetero sentido ni tiene puñetera gracia porque el director es un pigmeo intelectual y un lisiado cultural que pretende creerse más inteligente y vanguardista que tú.

En 1960, el guionista y director de cine Jacques Becker filmó Le trou, «El hoyo», «El agujero» en franchute (que por esa extraña alquimia de la traducción de títulos cinematográficos, llegó a España como La evasión). La película es un típico drama carcelario que muestra las vicisitudes de cuatro reclusos de la prisión de La Santé,
8ª Division, Celda Número 6, que planean evadirse porque, claro, estando a la espera de largas sentencias de prisión, a ninguno le apetece demasiado que les guarden la cuchara allí y tampoco es como si les fuesen a dejar salir por la puerta principal si lo piden educadamente. En el momento en que les asignan a un nuevo compañero de celda, un joven bisoño pendiente de juicio al que ninguno de ellos conoce, surgen las desconfianzas. ¿El novato les va a cagar los planes de fuga? ¿Es un infiltrado de la dirección de la prisión? Si deciden seguir adelante con sus planes, ¿el pisaverde sabrá mantener la boquita cerrada o habrá que coserle los riñones con un pincho?

Le trou es una lección de lenguaje cinematográfico, un excelente caso de estudio sobre cómo construir y escalar la tensión, el drama, entre un grupo de personajes confinados en un espacio cerrado y un cursillo de técnicas de supervivencia carcelaria.

La responsabilidad de ejecutar la fuga y resolver la mayoría de los problemas que comporta la evasión recae en el personaje de Roland (Jean Keraudy), un auténtico McGyver de las fugas capaz de fabricar un periscopio con un pedacito de espejo, un poco de hilo y el mango de un cepillo de dientes o improvisar una llave maestra con el freno de una ventana. Roland no piensa esperar a que salga su juicio y le caigan un chorrón de años de cárcel. Tiene un plan: cavar un agujero en el suelo de su calabozo, aprovechando el ruido de las obras que se están ejecutando en su mismo pabellón, acceder a través de ese agujero a los sótanos de la prisión y desde ellos alcanzar las alcantarillas de París. Ah, estupendo. Pero eso comporta toda una serie de dificultades. ¿De qué utensilio van a servirse para hacer el agujero? Si tienen éxito y pueden enviar exploradores al sótano, ¿cómo se las van a componer sus compañeros para que la ronda no los eche de menos durante los recuentos nocturnos? ¿Cómo van a guiarse los exploradores en la oscuridad de la cripta de La Santé? ¿Cómo van a controlar el tiempo que pasen abajo para poder regresar a su celda antes de la revista matinal?

Alerta de espóilers: los presos de la celda 6 efectivamente cavan un agujero en el suelo de su celda, pero sólo para afrontar nuevos retos. La única posible vía de escape de los reos comandados por Roland es el punto en el que los desagües de la penitenciaría conectan con el sistema de saneamiento de la ciudad, y esa ruta está cortada por sendos tapones de hormigón armado de un metro de espesor que les llevaría semanas perforar si dispusieran de herramientas especiales. Y no tienen dichas herramientas ni disponen de tanto tiempo. Roland planea entonces rodear uno de los tapones, practicando un segundo butrón alrededor de él, a través de una tubería de cemento de baja calidad. Pero eso les exigirá varios días de trabajo, y el tiempo se agota. Además, a medida que progresa la zapa, se producen tensiones entre los reclusos de la Celda Número 6, 8ª Division. Uno de los escapistas, Geo (Michel Constantin), decide descolgarse de la evasión por miedo a la reacción que tendrá su anciana madre si la policía va a interrogarla tras su fuga. Nuevas pruebas despejan parcialmente el horizonte judicial de Gaspard (Marc Michel), el nuevo del que todos desconfiaban, haciendo casi innecesaria su evasión y convirtiéndole de nuevo en sospechoso, porque si finalmente van a reducir los cargos presentados contra él, su mejor alternativa es quedarse en La Santé, cumplir una condena menor o incluso salir libre y denunciar a sus compañeros antes del día de la fuga para que no le abran otra causa por encubrimiento.

Si quieres saber cómo termina la historia, oh, probo lector, mejor te ves la película y nos lo agradeces luego.

Aunque Le trou fue escrita como un drama coral, en el que cada personaje juega un papel determinante para hacer avanzar la trama, plantear nuevos retos argumentales o incrementar la tensión dramática, el personaje de Roland Darbant es indiscutiblemente el motor de la acción. El carisma natural que irradia Darbant, su palpable autoridad en materia carcelaria, lo cómodo que el actor se muestra en el papel de reo escapista representan al menos el 75% de la credibilidad de la película. Casi parece que, en lugar de un largometraje de ficción, estés viendo un documental. Tan sólida es esta cinta, tan coherente y realista, que recuerdo a mi abuelo, en paz esté, arrugando el morro y diciendo «están enseñando demasiado».

Mi abuelo, con su sentido pragmático y profundo amor al orden social y seguridad pública, temía que algún desaprensivo en cana viese Le trou y adquiriese conocimientos que le facilitasen la fuga. Y es que Le trou es un tutorial de YouTube de antes de que existiera YouTube. Muestra el día a día de una penitenciaría francesa de los años 60 y la ejecución de un plan de fuga: los protocolos de seguridad, la visita al médico, la inspección del correo y los paquetes de comida que entran desde el exterior (una de mis escenas favoritas), los funcionarios corruptos o corruptibles, las visitas en el locutorio, los registros por sorpresa...
Y con el mismo cuchillo va a cortar el salchichón.

Nunca llegué a saber si ésta, que descubrí, creo, en La 2 de TVE, que era donde echaban casi todo el cine bueno, fue una de las películas que mi abuelo vio en su día en la gran pantalla y con la que luego se reencontró en la UHF (sí, soy así de viejo), y lamentablemente a estas alturas ya no puedo preguntárselo. Pero de su comentario deduzco que probablemente no conocía la intrahistoria detrás de la película.

Y probablemente tú tampoco, oh amado lector.

Así que paso a darte la turra:

Le trou es la adaptación a la pantalla de la novela homónima de 1957, opera prima del autor francés de origen corso Joseph Damiani (que firmaba con el pseudónimo de José Giovanni), y que dramatiza un episodio real acontecido en La Santé en 1947. Damiani, nacido en 1923 y activo como novelista y guionista de cine de 1957 a 2004 (año en el que falleció en Lausana), es conocido por sus historias acerca de la lealtad y amistad masculina y la confrontación del hombre contra el mundo y, también, por la visión romántica y en cierto modo heroica que algunas de sus obras presentan del mundo criminal.

Y, joder, aquí es donde empieza el turrón.

Y es que si Damiani exhibía en sus libros ese conocimiento del submundo delincuencial francés era porque él mismo tenía un currículo judicial y criminal tan largo como cualquiera de los protagonistas de Le trou.

Los padres del escritor, Barthélemy Damiani y Émilie Santolini, eran propietarios de sendos hoteles parisinos: el Élysée Star y el Normandy, en al menos uno de los cuales Barthélemy Damiani montó un casino ilegal que le llevó varias veces a los tribunales y al menos una
, en 1932, a la cárcel durante un año, por «fraude y tenencia de una casa de juego» según resolución firme del Tribunal de Apelaciones de París.

Entretanto, el hijo de la pareja y futuro escritor, estudiaba en el Collége Stanislas (una de esas escuelas privadas superpijas de Francia) y el liceo Janson-de-Sailly. Arruinados por las multas y gastos legales del cabeza de familia, los Damiani se mudaron a Marsella en 1939. En 1942, Joseph Damiani se matriculó en la facultad libre de derecho de Aix-en-Provence y empezó a suspender exámenes como un campeón. Se conoce que lo de estudiar leyes no era lo suyo.

Y como lo de ser abogado parece que le venía muy grande, Damiani se afilió al PPF (Partido Popular Francés) que no, no tenía gran cosa que ver con el de Manuel Fraga, José María Aznar y Núñez Feixoo. El PPF fue el mayor partido fascista francés de 1936 a 1939 y, hasta 1944, una de las principales organizaciones colaboracionistas con los ocupadores nazis.

Joseph Damiani tenía simpatías «nansis» y colaboró con las fuerzas de ocupación de su país. Tócate los cojones, María Luisa.

En 1944, el autor de Le trou fue relacionado con varios casos de robo y extorsión a judíos franceses de Lyon cometidos por criminales que se hacían pasar por policías. En París y la región de Bretaña repitió la jugada haciéndose pasar por miembro de la Resistencia francesa.

El historiador Jean-Claude Vimont acusó a Damiani de secuestrar, torturar, extorsionar y asesinar en mayo de 1945 al representante de vinos Haïm Cohen (nótese el apellido hebreo) y a los hermanos Jules y Roger Peugeot.

En julio del 46, Damiani fue condenado a veinte años de trabajos forzados por colaboracionista y a cadena perpetua por su pertenencia al PPF, e internado en La Santé a la espera de juicio por el triple asesinato de Cohen y los hermanos Peugeot. Al término del proceso, Damiani fue condenado a muerte (más tarde se beneficiaría de un indulto) y quedó a la espera del resultado de los procesos abiertos, como el de hacerse pasar por policía para sablear a judíos durante la Ocupación, celebrado en mayo de 1949 y al término del cual Damiani fue finalmente condenado a diez años de prisión.

En 1951, todas las condenas de Damiani fueron refundidas en una única sentencia de veinte años de trabajos forzados. Beneficiado por reducciones de condena, Damiani abandonó la penitenciaría central de Melun en diciembre de 1956, con 33 años, después de haber cumplido sólo once años de cárcel.

Fue durante su paso por el corredor de la muerte, esperando la resolución del Tribunal de Casación, que Damiani empezó su carrera literaria, primero en forma de diario (publicado como Journal d'un condamné à mort, quizá a imitación de El último día de un condenado de Victor Hugo. El libro acabaría viendo la luz firmado con el pseudónimo de X).

Le trou, considerada su opera prima, atención, querido lector, cuenta la intentona de fuga del propio Damiani y otros presos de la penitenciaría de La Santé en 1947.

Espera, espera, que se pone todavía mejor:

El actor que hace de Roland Darbant en la adaptación cinematográfica de Le trou, y que en los créditos aparece con el nombre artístico de Jean Keraudy, en realidad se llamaba Roland Barbat y también participó en ese intento de fuga.

Keraudy, o Barbat, si lo prefieres, amado lector, era un mecánico de Boulogne-Billancourt que había hecho carrera durante la Segunda Guerra Mundial robando documentos de identidad y cartillas de racionamiento (época en la que se ganó el apodo de «el Rey de las Fugas», porque no duraba mucho entre rejas cada vez que lo trincaban) y más tarde como miembro del maquis de la región de Châteauroux. Detenido por el asalto a un tren de suministros en Saint-Brieuc y condenado a nueve años de cárcel, fue trasladado a La Santé en 1946, de donde se fugó. Devuelto a la misma cárcel, protagonizó una segunda evasión en 1947 con dos compañeros, uno de ellos Joseph Damiani; evasión que Damiani convertiría en novela años después. Barbat sería excarcelado finalmente en 1956.
(¡Claro que su personaje en Le trou dominaba todas las técnicas del bricolaje carcelario! ¡Porque Barbat se había pasado media vida perfeccionándolas! ¡Claro que Roland se sentía en su elemento en una celda! ¡Había pasado buena parte de su vida adulta en una! ¡El «Rey de las Fugas» estaba protagonizando la misma historia de su más sonada evasión!).
A fucking legend.

Cuando en 1960 Jacques Becker decidió convertir en una película la primera novela de Damiani, tuvo muy claro quién debía hacer el papel de Roland: ¡el mismísimo Roland que había planeado la fuga que describe la novela! Barbat aceptó siempre y cuando se le permitiese figurar en los créditos con el apodo de Jean Keraudy, ocultando así su pasado criminal. A pesar de su excelente actuación en Le trou, Barbat no volvió a aceptar ni recibir ofertas para ningún otro papel en el cine, aunque participó en la serie documental Dossier Souvenirs en 1970 y el actor y director Lucien Dirat le dedicó un cortometraje Roland , nominado al César en 1996. En otra muestra de ingenio patibulario, Barbat se hizo famoso por «hackear» el concurso radiofónico itinerante Le Tirlipote de Radio Luxemburgo, y ganar una burrada de pasta.

Barbat «el Rey de las Fugas» falleció en 2001 en Cravent, en el departamento de Les Yvelines, al oeste de París, con 81 años, sin haber vuelto a tener problemas con la ley. Que sepamos.

En resumen:

Le trou es una película sobre una fuga carcelaria real, recogida en una novela escrita por uno de los protagonistas de dicha fuga y protagonizada por otro de ellos. El episodio histórico engendra el libro, el libro engendra la película y uno de los personajes históricos que protagonizaron los hechos interpreta, indiscutiblemente, el papel protagonista del largometraje.

Imagínate a Lawrence de Arabia haciendo a sí mismo en Lawrence de Arabia a partir del libro Los siete pilares de la sabiduría, escrito por el propio Thomas Edward Lawrence que cuenta las aventuras de Lawrence de Arabia.


¡Jean Keraudy/Roland Darbant se interpreta a sí mismo en la película basada en su propio intento de fuga y adaptada a partir de una novela escrita por un compañero de esa misma evasión!

Supéralo, si tienes cojones.

Le trou, que en 2017 fue sometida a una espectacular restauración, es una de esas películas que te enseñan a ver cine. Incluso a hacer cine.

Y además es una triple pirueta mortal hacia atrás con los ojos vendados, sobre un caballo al galope y con un supositorio de anfetas. Es más que metarreferencial. Es un teseracto cinematográfico que se engendra a sí mismo. Un ouroboros narrativo.

Y ya estás tardando en verla. Gilipollas.

«¡Jodó! ¡Una peli en blanco y negro! ¡No pretenderás que me vea eso, ¿no?!»

Tú eres imbécil y no te lo habían dicho nunca, ¿verdad? ¡Qué condena, macho! ¡Qué condena tienes contigo!



 

sábado, 12 de agosto de 2023

Todo lo que creías saber probablemente sea mentira (X)

El Verano del Amor no es como te lo han contado e imitar puede ser el primer paso de un viaje en la búsqueda de la excelencia.

Por si no te estás coscando de la cuestión, amado lector, el «Verano del Amor» fue un evento multitudinario que tuvo lugar en San Francisco en 1967, cuando más o menos 100.000 hippies se reunieron en Haight-Ashbury para escuchar música, engullir ácidos y follar como gorrinos.

Y como casi todo lo relativo al flower-power, el movimiento hippie y la contracultura de los años 60, el Verano del Amor tiene una de mierda encima que no se la sacude ni en viernes de misericordia con una de aquellas hostias de mil arrobas que soltaba Bud Spencer.

¡A pastar!

Hay mucha, mucha mitología en torno al Verano del Amor. Y el cine, la literatura y la televisión han contribuido a crear la falsa impresión de una época mágica, de alegre irresponsabilidad, optimismo timorato y juvenil hedonismo. Las obras culturales que ambientan su acción en o citan, siquiera de pasada, el Verano del Amor transmiten una engañosa apariencia de armonía, convivencia pacífica, rechazo al materialismo de la cultura moderna, extrañamiento de la sociedad capitalista e industrializada, vida comunal, experimentos con sustancias psicodélicas, sobacos peludos, flores en el pelo, conciertos de The Who, Grateful Dead y Jefferson Airplane, protestas contra la guerra de Vietnam, ombligos al aire y sobre todo fornicación. Mucha fornicación.

Pocas obras culturales examinan con ojo crítico el Verano del Amor y ven las sombras proyectadas por sus promotores (más o menos inocentes): Jack Kerouac, muy particularmente a través de su obra En la carretera, y otros autores de la generación Beat de los años 50, como William S. Burroughs  y Allen Ginsberg, y el promotor musical Chester Leo «Chet» Helms, a menudo llamado «el padre del Verano del Amor».


Al parecer, a los desorientados jóvenes americanos de 1967 no les pareció nada sospechoso que un puñado de viejales babosos, muchos de ellos alcohólicos o toxicómanos (y uno de ellos homicida; Burroughs mató de un tiro a su segunda esposa, Joan Vollmer. También vendió jaco durante un tiempo, que de alguna manera tenía que pagarse la morfina a la que era adicto), que se movían entre los cuarenta y los cincuenta tacos de calendario, convocasen en San Francisco a cuantos muchachitos y mozas de quince, dieciséis, diecisiete, veintipocos años, más no, gracias; a tantos efebos y ninfas en busca de gurú, decimos, como pudieran echar mano.

No sé lo que toda aquella chavalada esperaba encontrarse en el barrio de Haight-Ashbury, pero en la prensa del momento es posible encontrar demandas desesperadas de «comida, ropa, alojamiento, camas, sábanas, jabón, mantas, perchas y AYUDA». Las estimaciones de asistencia que hubiesen podido haber hecho los organizadores del evento y todos esos poetastros dipsómanos y novelistas morfinómanos que sólo querían soltar el grumo dentro de algún chocho núbil o algún ano prieto habían quedado absolutamente desbordadas. No había con qué darle de comer a toda aquella gente. Ni techo para todos. Ni camas. Ni ropa. Lo del jabón, tratándose de hippies, es que no lo entiendo, pero vale.

El Verano del Amor fue un evento multitudinario, un episodio clave en la historia de los Estados Unidos, pero dejó a casi todo el mundo con un mal sabor de boca. Los 100.000 melenudos descalzos que se congregaron en San Francisco sabían que algo estaba pasando, pero no sabían el qué ni hacia dónde se dirigía, y cada uno de ellos esperaba algo distinto de la experiencia. La sobredimensionada cobertura del «estilo de vida hippie» de la que eran responsables medios prestigiosos como el New Yorker contribuyó a crear la falsa impresión de que bastaba con ponerte unos pantalones de pata de elefante, enseñar la tripa y trenzarte margaritas en el pelo para ser admitido en un club en el que te proporcionarían un objetivo vital, te revelarían los arcanos del universo, se te iniciaría en la espiritualidad y sensibilidad de la era de acuario y te convertirías en uno de los apóstoles que imprimirían un giro copernicano a la historia de la civilización. Y docenas de miles de chavales desnortados asumieron ese código de vestimenta creyendo, erróneamente, que les granjearía una entrada VIP al palacio de la sabiduría. La existencia de un «Consejo del Verano del Amor» contribuyó a fomentar la falsa impresión de un evento organizado.

¿Y qué se encontraron todos esos críos necesitados de un guía, un maestro, un padre, un par de hostias, cuando llegaron a San Francisco? A otros críos de todas partes del país, adolescentes o veinteañeros tan esperanzados y perdidos como ellos y que tampoco parecían entender muy bien de qué cojones iba todo el quilombo. Para los más despiertos, pronto quedó claro que el susodicho Verano del Amor y el concepto mismo de hippie eran entidades etéreas, probablemente vacías, definidas por los medios de comunicación siempre ávidos de novedades. Todos aquellos hippies se vestían, hablaban, escuchaban la música y leían los libros que la televisión y la prensa les había sugerido que los identificarían como hippies. La mera sospecha de estar siendo dirigidos, manipulados por el «cuarto poder» o formar parte de un gigantesco experimento social puesto en marcha por vaya usted a saber quién bastó para despertar entre alguno de los chicos descalzos y pulseras indias y las chicas de flores en el pelo y clamidia en el toto una inmediata e innegociable hostilidad hacia la prensa. La columnista Joan Didion recuerda en su ensayo de 1967 sobre el Verano del Amor haber sido etiquetada de «envenenadora de la prensa» (el equivalente a «fake news» de entonces) por un grupo de activistas contraculturales llamado «the diggers» («los cavadores»). Llevar colgada del hombro una cámara fotográfica pronto se volvió sospechoso. Podías acabar teniendo una amarga discusión con un grupo de bigardos emporrados o recibir la golpiza de tu vida.
(Joan Didion también recuerda adolescentes con callos de aguja en los brazos, menores de edad fugados de las casas de sus padres, críos hasta el culo de LSD... Pero no recuerda haber entrevistado a nadie que pareciera saber qué cojones estaba pasando).
«"What is supposed to happen?" I ask.

"I don’t know. Something. Anything."»


El Verano del Amor, dulcificado de manera tan vergonzosamente interesada por algunas películas y series de televisión estadounidenses, fue en realidad una excelente radiografía del movimiento hippie: un pretencioso y hueco carajal en el que nadie sabía nada, nadie hacía nada y todo el mundo esperaba que pasase «algo», siempre y cuando ese «algo» lo hiciera o lo pusiese en marcha algún otro mientras ellos escuchaban música, recitaban poesía, follaban y se endrojaban.

El Verano del Amor tiene una vertiente siniestra y muy poco complaciente sobre la cual los autores pasan de puntillas: chavalas de catorce años que regresaron a casa preñadas e incapaces de reducir el número de posibles padres a una cifra menor de dos dígitos. Pederastas de mierda que llegaron a Haight-Ashbury convencidos de que lo del «amor libre» era como la «barra libre» pero con chocho, a quienes jamás se les entró en la cabeza el concepto de «consentimiento» y que no se resignaron a una negativa. Fumetas que creyeron, ingenuamente, que iban a quemar de gratis todo el costo y chutarse todo el jaco que quisieran y acabaron convertidos en yonquis y en las garras de las organizaciones criminales que les suministraban el azúcar de Bolivia y la nieve de Paquistán. Picaflores que descubrieron de primera mano, o sea de primera picha, lo dolorosa que es la clamidia, la gonorrea o la sífilis. Tontolabas con indigestión de textos de Huxley o Leary  que compraban LSD barato cortado con Mezedrina a precio de caviar y toda clase de gentuza que acudió a San Francisco pensando que iban a joder y chutarse sin pasar por caja y para quienes el movimiento hippie no era más que una excusa para trincar drogaína y frungirse todos los potorros sin depilar que pudiesen.

El mero concepto de «Verano del Amor» ha sido mitificado de manera tan bochornosamente obvia que ya prácticamente se ha convertido en una marca comercial como la foto del «Che» Gevara tomada por Korda. Hubo varios intentos de recrearlo, en 1988, en 2007, en 2016. Como si tal cosa fuese posible. Como si existiese la más pequeña posibilidad de replicar un fenómeno gestado y desencadenado por las circunstancias históricas, culturales y políticas de la América de los años 60. Como si no fuese más que evidente que los promotores de estos eventos sólo intentaban llenarse los bolsillos explotando un poco conocido y mal entendido mito de la generación hippie. Por el mismo precio habrían podido intentar recrear las cruzadas, la revolución francesa o el imperio inca. Y les habría ido igual de bien. Como a los que montaron esa aberración de Woodstock 2019, mero artefacto publicitario con guardas jurados en la entrada que cacheaban a los asistentes y se incautaban de todos los porros y todas las papelinas. ¡No fuera a ser que a todos aquellos lechones, ilusionados con las historias que les habían contado del primer Woodstock, les diese por joder y ponerse hasta el culo!
Janis Joplin antes de chutarse en vena muerte pura de oliva.

Sólo hubo un Verano del Amor, fue un fracaso, un sindiós, una excepción histórica, y no tiene sentido imitarlo o suspirar por su regreso, y todas esas personas mal informadas o hasta el culo de nostalgia que lo invocan entre suspiros merecen todo nuestro afecto, nuestra piedad y, quizá, sólo quizá, un buen mangostio con la mano abierta.

Por eso, normalmente, no tiene mucho sentido dedicarle ni un minuto de tu valioso tiempo a las imitaciones. Por malo que sea el original, suele conservar su pureza pionera y agradecida espontaneidad. Por eso prácticamente ninguno de los clones de The Matrix ha cuajado (y tampoco sus horrorosas secuelas), salvo, tal vez, Underworld. Y sigue siendo preferible volver a ver The Matrix antes que ver Underworld. Y eso que aquí somos muy pero que muy fans de Kate Beckinsale. Sobre todo si viene enfundada en látex negro.
¡Más! ¡Más! ¡MÁÁÁÁÁÁÁÁÁÁÁÁÁS!

El original tiene, por su propia naturaleza, entidad suficiente para hacer innecesarias todas las copias.

Pero también hay excepciones a esa regla.

En la anterior entrada del Paratroopers hablamos de Rippaverse Comics y de su primer producto estrella: Isom, producto del hartazgo de un fan de los superhéroes extenuado por el maltrato al que la ideología queer está sometiendo a sus cómics y personajes preferidos y decidido a devolver golpe por golpe.

Es pronto para valorar hasta qué punto Isom puede convertirse en una alternativa a los politically correct cómics de Marvel y DC. En el Paratroopers nos hemos leído el primer volumen y parece prometedor, o al menos tan prometedor como puede serlo un cómic de superhéroes estándar, con todos los lugares comunes del género. Pero eso, muy lejos de ser una crítica es un elogio y un mérito inequívoco para Eric July y sus colaboradores: dan, al menos hasta este preciso instante, exactamente lo que se espera de un cómic de superhéroes típico y, además y no es poco, al menos a lo largo de este primer volumen también nos ofrecen exactamente lo que nos prometieron que nos darían. Que no es poco, en estos tiempos de cinismo corporativo y de comités sojas de pelo arcoiris y barba rosa tomando, en una apoteosis de aptitud para la ineptitud, decisiones creativas para las que están patológicamente infradotados.

Pero, al menos hasta el momento, no me ha dado la impresión de que Isom vaya a desarrollar o aportar nada nuevo al concepto de superhéroes ni al género gráfico en el que nació. Isom es un cómic interesante cuya mera existencia es recordarnos a todos los pollaviejas de cojones colganderos y papada canosa que hubo una época en la historia de la humanidad en la que era posible contar una historia de la eterna batalla del bien contra el mal entre ángeles o semidioses sin meter transgenerismo, racialidad, body-positivity, poliamor (que es lo que en castellano antiguo se llamaba «ser más puta que María Martillo»), inmigrantes (Supermán aparte), antisistemismo hipócrita o lo que sea que esté de moda esa mañana en la redacción del Huffington Post.

Isom está bien, pero no es una maravilla. A la espera de ver qué se propone Eric July, qué ha planeado para el personaje y el lore de su Rippaverso, Isom es un cómic de superhéroes como se hacían antes cómics de superhéroes, y es prácticamente indistinguible de cualquier otro cómic de superhéroes anterior a la diarrea woke que nos está lloviendo encima.

Vamos, que Isom me ha gustado, pero no me la ha puesto gorda.

Hollow Girl, por otra parte...

¡REDIOS!

Coge todos los argumentos que he dado párrafos arriba para Isom, dales un cuarto de vuelta y tendrás la entrada hecha.

Hollow Girl, cómic de Luke Cooper publicado por los hijos de la Gran Bretaña de Markosia, es casi todo lo que El cuervo, de James O'Barr, publicado inicialmente por Caliber Press, podría haber sido.

Si James O'Barr tuviese un buen par de cojones.

¡RECRISTO MONTADO EN UN DRAGÓN Y HASTA LA PUNTA DEL CIPOTE DE ANFETAS DE LAS PEORES!

La herencia del cómic ya clásico (y bastante mal dibujado) de O'Barr es más que patente en Hollow Girl y Luke Cooper no se molesta en intentar disimularla. La estética (ilustraciones en blanco y negro propias del pulp, de la esfera editorial underground, la vestidura de cuero y el maquillaje de la protagonista...), la temática de venganza sobrenatural a tiro limpio y la atmósfera de novela negra con tintes fantásticos están ahí, proceden del referente de 1989 y todos los lectores del título de James O'Barr y los espectadores de aunque sólo sea de una escena clave de la película de Alex Proyas que le costó la vida al pobre Brandon Lee, los reconocemos sin esfuerzo.

Pero Luke Cooper no se queda en la mera imitación, o no estaríamos escribiendo sobre su cómic, salvo para ponerlo verde.

Hollow Girl coge la trama de El cuervo y le pone un enema de Red Bull con Cafeína.

A ver si me explico:

El argumento de El cuervo es tal como sigue: un joven llamado Eric y su novia Shelly son atacados por un grupo de yonquis cabrones que disparan a Eric en la cabeza y lo dejan paralizado mientras violan a su novia y luego la ejecutan. Poco después, el propio Eric muere en la mesa de operaciones, mientras los cirujanos luchaban por salvar su vida. Mediante algún procedimiento mágico que no se explica, ni puta falta que hace, Eric es resucitado, transitoriamente, por un cuervo sobrenatural que le concede la oportunidad de vengarse de los asesinos de Shelley, a los que Eric asesina uno por uno. Cuando el último de ellos muera, Eric podrá regresar a la tumba.
(Y de ella derecho al infierno, suponemos).

En la película de Alex Proyas, además de otros cambios, convirtieron al personaje de Eric en músico de rock, supongo que porque el estilismo de jersey negro y pantalón y abrigo de cuero encajaba con ese arquetipo de personaje como cualquier docena de vergas encajan en la boca de Sasha Grey, y a Shelley en activista ciudadana asesinada... no me acaba de quedar muy claro por qué motivo... ¿porque el personaje de Michael Wincott quiere pegar un pelotazo urbanístico plantando fuego a medio barrio chino entre polvo y polvo semi-incestuoso a su media-hermana y le toca los cojones que esta niñata novia de músico se queje en la oficina de Urbanismo del ayuntamiento del mal estado de los edificios residenciales de su vecindario? ¿Hay un Director's cut que resuelva este agujero de la trama?

Bueno, es igual.

O'Barr escribió este cómic a los 18 años como terapia para tratar de sobreponerse a la muerte de su novia, Beverly, que falleció en un accidente de circulación provocado por un conductor borracho. Lamentablemente, escribir y dibujar El cuervo tuvo el efecto contrario, como cuenta en esta entrevista.
«I was really hurt, frustrated, and angry. I thought that by putting some of this anger and hate down on paper that I could purge it from my system. But, in fact, all I was doing was intensifying it--I was focusing on all this negativity. As I worked on it, things just got worse and worse, darker and darker. So, it really didn't have the desired effect--I was probably more fucked up afterwards than before I started.»

Hollow Girl, de Luke Cooper tiene casi el mismo argumento de El cuervo.

El «casi» es un matiz no pequeño.

Hollow Girl nos presenta a Katherine Harlow, «Kat», una muchacha embarcada en una brutal cruzada de venganza, como Eric en El Cuervo. Katherine empezó su carrera criminal siendo todavía menor de edad, cuando asesinó a sus padres. Una vez adulta, entrenada en artes marciales, tiro de combate y tácticas militares, desarrolla una brutal carrera como vigilante, enfangándose en sangre hasta los pelos del potorro. La policía ya la ha declarado una amenaza pública y la busca para detenerla e intentar averiguar cuál es el móvil de sus asesinatos, aparentemente aleatorios. Los psiquiatras forenses le han diagnosticado una gravísima psicosis.

¿Y qué dice Katherine de sí misma?

Que no es nadie. Que no tiene nombre. Que no tiene alma. Que es meramente un vehículo. El instrumento de venganza empleado por los espíritus de las víctimas de delitos violentos que no podrán hallar descanso hasta que sus victimarios se reúnan con ellos.

Katherine es una médium. Las almas de los fallecidos poseen su cuerpo y lo conducen hasta sus asesinos, les dan plomo y se largan por fin, dejando una vez más a Katherine sin identidad, sin nombre, sin alma.

Hueca.

Hollow Girl retoma el argumento de El cuervo pero le da un sabor diferente. Hace un plato nuevo con los mismos ingredientes. Katherine Harlow no es un zombi de ultratumba resucitado por un poder extraterreno. Es una joven extraordinariamente atormentada, una chica de carne y hueso que podría sufrir el peor caso de esquizofrenia jamás documentado en la literatura clínica. No tiene superpoderes (el Eric del cómic no podía morir de nuevo, pero tampoco curarse, hasta que concluyese su cruzada; el de la película tenía una capacidad aparentemente ilimitada de regeneración), sangra cuando le disparan o la apuñalan, se cansa, tiene sueño, siente dolor, puede romperse los huesos, puede morir. Kat no tiene un único guía sobrenatural en forma de cuervo, sino docenas, uno por cada misión de venganza en la que un alma atormentada posee su cuerpo y lo emplea como una marioneta.

Una drogadicta muerta por una dosis adulterada. Una chica asesinada por un pandillero. Un muchacho oscurito de piel torturado y linchado por unos hijos de puta racistas. Una chica que se suicidó, desesperada, para poner fin a los abusos de su padre violador. La cajera de un 24 horas asesinada por un atracador. Cada capítulo de Hollow Girl es la búsqueda de una retribución de ultratumba. Pero no todos los espíritus que se aprovechan de que Kat tiene desactivado el cortafuegos son almas atormentadas en busca de justicia. Su padre asesinado, un cerdo pederasta que la violaba en su propia cama ante la indiferencia de su madre, y una especie de demonio asesino (cuya naturaleza y procedencia nunca llegan a estar claras) son dos de los entes malignos que se apoderan del cuerpo de Katherine. Y no lo usan para ir al cine, me temo.

Sí, ya sé, ya sé. Además de cuasi-plagiar el argumento de El cuervo, también fusila la «posesión en serie» de Fallen, aquella película de Denzel Washington que no sabías que recordabas.

Hay dos grandes convenciones estilísticas para el cómic independiente: la que podríamos llamar «sucia» y la que podríamos llamar «limpia». Si le echas un ojal a las imágenes que adjuntamos a la entrada, verás que Hollow Girl pertenece a la segunda categoría. Las viñetas de Luke Cooper están casi vacías, como las más minimalistas de entre las firmadas por Peter Bagge o Daniel Clowes. La mayoría de las viñetas ni siquiera tienen nada que merezca llamarse un fondo, un escenario, y los rasgos de los personajes secundarios apenas están individualizados, hasta el punto de que es difícil diferenciar a algunos de ellos, y tampoco puedo decir que sean particularmente expresivos. Al menos no todo el tiempo. Pero al menos las páginas de Hollow Girl rehuyen el horror vacui que caracteriza el dibujo de Robert Crumb y otros artistas underground y que tan a menudo obliga al lector a hacer un esfuerzo para encontrar el punto focal de la acción.
(No quiero ser hijo de puta, pero aparte de que algunas viñetas de Hollow Girl parecen calcadas de otras viñetas de Hollow Girl, a veces tienes la sensación de que el cómic lo ha dibujado Midjourney, y no un ser humano).

Con algunas imperfecciones mejor o peor disimuladas, el dibujo de Hollow Girl es muy superior al de James O'Barr en El Cuervo. Hollow Girl mantiene una constante calidad y estilo a lo largo de sus diez volúmenes, mientras que hay páginas de El Cuervo en las que cada viñeta parece dibujada por un artista diferente, y ninguno de ellos excesivamente bien dotado para el cómic. Las aberraciones anatómicas de Hollow Girl son mucho menos evidentes que las de El Cuervo, que claman al cielo, y, aunque en el cómic de O'Barr hay algunos dibujos de un preciosismo innegable, excelencia más difícil de rastrear o detectar en Hollow Girl, son una excepción, no la norma, y puestos a elegir entre un vinacho agrio con unas gotas de Rioja o un cartón de Don Simón, nueve de cada diez borrachines se quedarán con el Don Simón porque su deglución no acarrea sorpresas. Te da lo que esperas, y no menos, si bien tampoco más.

Y las historias, con personajes moralmente ambiguos (cuando no son simple y llanamente unos hijos de puta), tornadizos e indigestos, policías corruptos, sectas satánicas, bandas de criminales, curas siniestros, tratantes de blancas, criminales organizados y desorganizados, asesinos en serie y demás fauna urbana y rural, siendo una revisión tras otra del tropo del justiciero a lo Charles Bronson, darían cada una de ellas para un capítulo de una serie de televisión donde, probablemente, le pondrían a Kat el pelo rosa, o le harían un race-swapping de manual, o la convertirían en una lesbiana interseccional de sienes afeitadas y brazos de levantador de pesos rumano.

Y además Hollow Girl tiene capítulos, tramas y viñetas que dan un malrrollazo de cagarse literalmente encima, como Legión, Padre[s] o Behemoth.

Hollow Girl no es perfecta.

Pero lleva un escalón más cerca de la perfección el tema del vengador sobrenatural cuyo referente más conocido es El cuervo de James O'Barr, y es la prueba palpable de que imitar puede ser una buena excusa para aprender, y que aprender es la única forma de mejorar y que, a veces, sólo a veces, el Verano del Amor de 1988 puede superar al de 1967.

Así que, en nuestra humilde opinión, deberías intentar disfrutarla ahora, antes de que caiga en las mefíticas garras de Netflix o algún otro supervillano aún peor.