viernes, 1 de abril de 2022

La merienda de Dostoievsky

"Der muoz vor allen künegen, daz wizzest wærlîche, sîn."

«Ciertamente, debes saberlo, él va por delante de todos los reyes».

Nibelungenlied. 14ª Âventiure, estrofa 818


Me encanta el olor a clasismo por las mañanas. Huele a... miseria. Decadencia. Gafapastería.

Mira que yo lo intento y lo intento, muy a pesar de saber desde hace años que es una batalla perdida, pero el número de gilipollas a mi alrededor no deja de aumentar.

Gilipollas los hay de muchos tipos y no es cuestión de desarrollar aquí su taxonomía. Gilipollas son los que te cortan la trayectoria en medio de las rotondas, como si nunca hubiesen aprendido en la autoescuela eso de las vías con prioridad. Gilipollas son los que van por la calle con reguetón a todo trapo en sus teléfonos móviles. Los que hablan en el cine cuando ya ha empezado la proyección. Los que se cuelan en la cola del supermercado. Los que tiran la bolsa vacía de Doritos a la acera, a centímetros de una papelera. Los que entran en tu negocio diez minutos antes de la hora de cierre, se pasan media hora tocándote los nakasones y se largan sin comprar nada. Un tipo especialmente lanzallameable de gilipollas es aquel que en las partidas del Call of Duty dispara al aire tras de ti mientras intentas flanquear a un enemigo (y al hacerlo delata su posición y la tuya, precipitando la muerte de ambos), también los que bloquean las puertas y ventanas con sus cuerpos, o te cortan la línea de fuego, no vaya a ser que por accidente mates a uno del otro equipo, o se interponen cuando lanzas una granada que rebota en su espalda y os esmocha a la par.

«Bravo Six, going dark».

Pero si quieres mi informada opinión, amado lector, de unos añitos a esta parte creo que los gilipollas más peligrosos son los gilipollas con estudios. Son al menos tan peligrosos como los abogados con tiempo libre. Un abogado con tiempo libre se meterá en política, para desgracia de la nación. Un gilipollas con estudios no tardará ni cinco minutos en intentar hacer que te sientas intelectualmente inferior a él, para resarcirse por todos esos años que se ha pasado preparando exámenes cuando lo que en realidad quería hacer era fumar costo y echar polvos.

No conozco a Céline Curiol, no he leído nada suyo y por consiguiente no puedo afirmar con un mínimo de autoridad si es o no una gilipollas, pero al menos una de sus declaraciones en una entrevista para Babelia que, ya lo siento, mi muy respetado e inteligentísimo lector, está detrás de un muro de pago (otro prejuicio clasista: «si no puedes permitirte pagar por la cultura, no mereces tener acceso a la cultura»), es la apoteosis de la gilipollez.

Sin renunciar a la posibilidad de que la entrevista se haya realizado en francés en el original y se nos esté escapando algún significado oculto, alguna sutileza de la lengua de Proudhon, Gainsbourg y Pierrot Grulle, las palabras de esta buena señora rezuman el desprecio altoburgués, la soberbia pedante y el pus clasista de una estudiante de la Sorbona, un promotor inmobiliario o el propietario de un Audi.

Y sí, soy consciente de los peligros de comentar un tuit, y no acudir a la fuente, defendida de mis mugrientas uñas plebeyas por un muro de pago, pero estoy dispuesto a correr el riesgo si, a cambio, resuelvo la entrada del Paratroopers de la semana. ¡Si total todo esto es de coña, la muerte espera al volver la esquina y en cuanto Putin se canse del ridículo que está haciendo en Ucrania nos hiroshimiza a todos!

¿Qué ha hecho esta señora que me ha escandalizado tanto? Como te digo, su presunta gilipollez está protegida de tus indignos ojos de proletario submileurista tras un muro de pago, así que te remito a este tuit que recoge su odiosa astracanada.

Y aunque en ese entrecomillado hay petróleo del que sacar hasta una tesis doctoral, como ni tú ni yo somos titulados por la Sorbona ni nos leímos a Dostoievsky a los doce años, y además aún no nos hemos visto todo el porno de Internet ni apiolado todavía al primer miniboss del Elden Ring, no vamos a prepararnos esa tesis doctoral, sino limitarnos a subrayar las dos o tres tontunas que justificarían, por sí solas, un magna cum laude al gilipollismo plus.

Vayamos por partes, que decía Jack el Destripador.

«A los doce años ya se puede leer a Dostoievsky»

Pues claro que a los doce años ya se puede leer a Dostoievsky.

Y a Herman Hesse.

Y a Nietzsche.

Y a Tagore.

Y a Sasha Grey.

¿Qué pasa? También es escritora. Mala, pero escritora.

Pero ¿qué crío de doce años se sienta a meterse en vena las balumbas filosóficas y las disecciones de mentes torturadas del autor de Crimen y castigo, El idiota o Los hermanos Karamazov, rebosante además esta última de misticismo y farfolla teológica? Qué crío de doce que no aspire a convertirse en un puto sociópata o no quiera acabar tomando Tofranil, digo.

Y, digo más, ¿qué pedazo de cabrón le exige a un crío de doce años que lea a Dostoievsky, salvo que ese hijo de mil padres bisiestos pretenda que el pobre crío acabe aborreciendo la lectura y no vuelva a coger un libro en su puta vida?


Hay momentos y momentos para leer a unos y otros autores, unos y otros géneros literarios e incluso unas y otras obras del mismo autor. Por la misma razón por la que Teo deja de estimularnos a los cinco o seis años, a los doce las historias de Manolito Gafotas o El pequeño Nicolás empiezan a parecernos demasiado infantiles y a los veinticinco las elfas de carnes prietas y las bárbaras putarracas en bikini de cota de malla nos dan vergüenza ajena. De la misma manera que No es país para viejos y La carretera me apasionaron pero Meridiano de sangre me pareció un soberano coñazo prácticamente ilegible al que dudo mucho que me vuelva a acercar.

Hay libros, autores, determinados libros de determinados autores e incluso géneros enteros que no están a nuestro alcance hasta ciertas edades. No es la madurez lo que nos los hace accesibles, sino la experiencia. Anteriores lecturas y, sobre todo, la veteranía existencial nos proporcionan los arcanos para descifrar ciertas obras que, de haber abordado su lectura con un equipaje más ligero, nos habrían repelido.

El señor de los anillos, El bastón rúnico, Las crónicas de Elric de Melniboné y Las crónicas de Belgarath, que leí entre los catorce y los veinte años, me llevaron primero al Silmarillion (tostón del que apenas se puede decir que cumpla con el mínimo estándar para ser publicable) y luego al Beowulf y al Cantar de los nibelungos, que me leí en ediciones bilingües entre los veinte y los treinta años y disfruté como un cerdo. Y tengo pendientes de lectura la Chanson de Roland y La morte d'Arthur.

Jamás habría podido con El silmarillion si no me hubiese leído primero El señor de los anillos y El hobbit. Esos tres libros me hicieron sentir aún mayor curiosidad por el hombre que los había escrito, y por los referentes de sus obras, y por las constantes temáticas de la literatura medieval germánica y anglosajona a las que acudió a buscar inspiración. Y de ahí a asomarme a obras más densas, más exigentes, no hubo más que un paso.
Los niños de 12 años, mejor que se lean esto.

Estoy convencido de que el 90% de las personas que dicen «no me gusta leer» lo que en realidad están diciendo es «no me gustan los libros que he leído (o que me han obligado a leer)». Y ya lo expresé así, perdón por la inmodesta autocita, en una entrada del Paratroopers de 2017:

«Me parece que a nadie se le pasó por la cabeza que obligar a críos de doce, trece, catorce años, a leerse El libro del buen amor, El cantar de Mío Cid o las Coplas a las muerte de su padre, que por no parecer no parecen ni escritos en castellano, era el camino más corto entre la indiferencia lectora y el odio vesánico a los libros».


De hecho, ésta es una de mis obsesiones y un tema recurrente que hemos cubierto ya en la bitácora varias veces, así como también hemos hablado del sopor suicida, complejo de imbécil y ansias de automutilación que me produjo la indigesta lectura de Las inquietudes de Shanti Andía un libro tan bueno, tan excelso, tan literario, una obra de las letras españolas tan exquisita, un pilar fundamental de la cultura moderna tan importante que es el único, el único libro que me he planteado muy, pero que muy seriamente, quemar en una pira.

(No, ni siquiera con las Sombras de Grey lo pasé tan mal).

De nuevo, sin pudor alguno, cortipego mis propias palabras:

«[El Ulises y otras obras cumbre de la literatura occidental] Parecen haber sido escritas para ponernos la zancadilla párrafo tras párrafo, meternos un dedo en el ojo capítulo tras capítulo. Un dedo que previamente alguien había metido en el ano de un cadáver.

»Hay vacas sagradas del canon occidental que parecen haber sido concebidas para que nadie pueda leerlas, perpetuando el prejuicio de la cultura como privilegio clasista reservado a una élite».
La mera sugerencia de que un crío de doce años debería sentirse interesado en la obra de Dostoievsky, autor que se le atraganta incluso a muchos adultos; la sospecha de un resquemor oculto en las palabras de Céline Curiol, resentimiento originado porque a los críos de doce años no se les obligue a leer a Dostoievsky y el divorcio no sólo con la realidad sino también con el más elemental sentido común que delata no es que que me cabree. Es que me pone los pelos de punta.

(Sí, los cuatro que conservo en la cabeza también).

Pero que
Céline Curiol se queje, como parece hacerlo, de que sus alumnos hayan leído a Harry Potter, ya me parece el puto acabose.

Engolados gilipollas de mar y de tierra, sólo lo diré una vez:

Alejad vuestras mefíticas manos de Harry Potter.

Si a los doce años me hubiesen obligado a leer a Dostoievsky JAMÁS habrían logrado hacerme leer ninguna otra cosa. Ni siquiera a Harry Potter.

El que no lee, nada, nunca leerá a Dostoievsky. Pero estigmatizar a alguien por leer, aunque sólo haya leído el primer volumen de Harry Potter, expresa unos niveles de engreimiento y desprecio, una intolerancia narcisista («eres inferior a mí porque lees libros indignos de mi intelecto») que haría falta todo el diccionario para describir.

«A los doce años ya se puede leer a Dostoievsky». Por decir cosas como ésta nos robaban la merienda en el recreo, chicos.

Y nos lo merecíamos.

Los lectores de Harry Potter están un libro más cerca de leer a Dostoievsky.

Probablemente Céline Curiol no haya leído a J.K. Rowling (yo tampoco, por cierto). Probablemente no la leerá nunca. Probablemente J.K. Rowling se lo agradezca. Es decir, si quiere poder seguir enorgulleciéndose de sus lectores. Probablemente le estemos concediendo demasiado espacio a una francesa a la que obviamente le robaron muchas veces la merienda en el recreo.

«¿Y qué demonios leías tú a los doce años, si puede saberse?»

¡Hombre, tú otra vez! Creí que te había vuelto a perder de vista. Recuérdame que ponga más curare. ¿Qué leía yo con doce años? Pues casi todo lo que me caia en las manos. O al menos lo intentaba. Leía a Verne, pero no todo Verne (hay obras de Verne, muy particularmente las que parecen guías de viajes, que aún hoy me aburren, me cansan y me repatean). Leía a Salgari, un poco a Dumas (me estoy poniendo al día con él, treinta y pico años más tarde), leía mucha ciencia-ficción de la Edad de Oro (Asimov, Arthur C. Clarke, Ray Bradbury, Poul Anderson, Robert Silverberg...), leía las aventuras de Sherlock Holmes de Conan Doyle, leía los libros de Stephen King que se iba acabando mi madre y algunas de sus novelas románticas (infumables la mayoría de ellas), leí Tom Sawyer y Tarzán y sobre todo leí tebeos. A carretadas. Mortadelo y Filemón, Asterix, Zipi y Zape, Tintín, Superlópez, Mafalda... y cómic americano, qué duda cabe, Supermán, Batman, La Patrulla-X... Ésas fueron, a grandes rasgos, las lecturas que me hicieron escritor.

En aquellos años lo intenté también por primera vez con La ilíada y no pude con ella. El libro era demasiado espeso, estaba escrito con un lenguaje arcaico y además parecía que nunca pasaba nada en él. Pero es un buen libro de juventud, si eres capaz de acabártelo. ¿Conoces acaso, lector guapo y bien follado, una obra clásica que nos aconseje mejor contra la insensatez de la juventud? La ilíada previene a los jóvenes sobre las destructivas consecuencias de las pasiones. ¡Joder, si empieza por los versos "μῆνιν ἄειδε θεὰ Πηληϊάδεω Ἀχιλῆος οὐλομένην, ἣ μυρί' Ἀχαιοῖς ἄλγε' ἔθηκεν"!; o sea «Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles, cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos». Épica aparte, La ilíada expone la indefensión de los hombres ante las fuerzas del destino y el trágico resultado de sucumbir al orgullo o la arrogancia: por encoñarse de la esposa de otro, Paris provoca la destrucción del reino de su padre y la muerte o esclavitud de toda su familia. Por una bronca con Agamenón, Aquiles acaba llorando sobre el cadáver de Patrocolo, y por preferir la gloria y la fama a una vida tranquila en Tesalia, muere joven frente a los muros de Troya, la de las desaforadas torres.

Volví a intentarlo con La ilíada unos años más tarde y me acabé de una tacada este tratado épico acerca de los peligros de la hibris (ὕβρις) y la emprendí a continuación con La odisea, que también me gustó. Y eso que no puede haber un libro que esté más justificado dejar para la madurez, cuando puedas comprender al fin en toda su extensión la nostalgia de ese Ulises agotado, envejecido y arruinado, superviviente de una guerra de la que hizo todo lo posible por escaquearse y en la que vio morir a todos sus amigos, ese Odiseo que ya sólo desea regresar a Ítaca y dedicar los años que le queden de vida a hacer las paces con sus recuerdos.

No sólo hay libros que se entienden mejor a ciertas edades, sino que hay libros, los mejores, sólo los mejores, de los que se pueden hacer diferentes lecturas en diferentes momentos de tu vida. Porque envejecen contigo. Porque tratan temas universales a cuyas claves sólo tendrás acceso cuando hayas acumulado la experiencia necesaria para descifrarlas.

El hobbit es un excelente libro para leer con doce o trece años. Incluso con menos. Aunque todos sus protagonistas son adultos, el tono de cuento de hadas lo hace especialmente potable para un preadolescente, que casi con toda seguridad se identificará con Bilbo, ese aventurero inusitado, arrancado de la tranquilidad y la rutina de su día a día y llevado a un mundo que desconoce y donde ha de afrontar peligros que, a priori, le superan.

Si vuelves a leer El hobbit unos añitos después te pasará algo raro. Empezarás a identificarte algo menos con Bilbo y un poco más con los enanos de Thorin, vagabundos en un mundo que los rechaza, atormentados por el recuerdo del hogar perdido (la infancia, la inocencia y su ficción de seguridad) y al que no pueden regresar, aunque no renuncien a volver a él.

Con tiempo suficiente acabarás sintiendo que el verdadero protagonista de El hobbit es Gandalf, el anciano sabio y sensato atormentado por la sospecha de estar rodeado de gilipollas que no escuchan sus buenos consejos, que pretenden hacer leer Dostoievsky a críos de doce años y a los que tiene que sacar de la mierda cada cinco puñeteros minutos. O Elrond, básicamente por las mismas razones y por el paladar agridulce de saber que tus días sobre la tierra están contados, que eres el último representante de un tiempo que ya nadie recuerda.

(Si es Gollum el personaje con el que te identificas ya te aviso que tienes un problema y que no se te ocurra acercarte a mí).

El Hobbit envejece contigo, te ofrece nuevas lecturas, nuevas interpretaciones a medida que vas sumando años.

Si algún padre me pidiese que le recomendara un libro para su vástago de doce años, sin duda alguna diría «El hobbit».

Lo cual despertaría las iras de la señora, o señorita, Céline Curiol,  que por lo visto es partidaria de que a un crío de doce años se le exija leer las desventuras de la pobre huerfanita Netochka Nezvanova. Y supongo que también habrá que obligarle a ver películas de Abbas Kiarostami y escuchar discos de Aznavour o de Jacques Brel; espera, no, que eso es para bebés, mejor discos de canto gutural tuvano.

(Que ya te adelanto que a mí el canto gutural tuvano es que hasta me pone burro, pero es que yo soy muy raro. ¡Me emociono con las canciones de Heilung! Bueno, me emociono y me dan ganas de ir a Uppsala y sacrificarle a Odín nueve prisioneros de guerra. ¿Será por María Franz, que es de esas pelirrojas capaces de hacer zozobrar nuestra devoción por las morenas?)

Que sí, coño. Con cuernos y todo.

«Mis alumnos no leen. Cuando pregunto cuál es su libro favorito, dicen que 'Harry Potter". Y tienen 22 años»

Hay dos cosas que no entiendo en ese entrecomillado.

«Mis alumnos no leen [...] su libro favorito [es] Harry Potter».

¿«Mis alumnos no leen [...] su libro favorito [es] Harry Potter»?

O los alumnos de Céline Curiol no leen o han leído, como mínimo, a Harry Potter. O miente ella o mienten ellos, pero no puedes no leer y haberte leído a Harry Potter al mismo tiempo. A menos que Céline Curiol opine que leer a Harry Potter no es leer, lo cual la convertiría en doble rea de desdén letrado. O el entrevistador la ha cagado al pasar a limpio las palabras de la escritora, o algo se ha perdido en la hipotética traducción. Porque es que si «no lees» no puedes tener «libro favorito», y si te gusta «Harry Potter» es que alguna vez has leído. De nuevo me veo con los problemas creados por El País, que para poder acceder a la entrevista completa me exigen primero pasar por caja. Y no pagar unos céntimos por leer la entrevista, sino pagarme una suscripción completa que no quiero y no necesito. ¿Se me está escapando algo del texto original? Es posible. Quizá madame (¿mademoiselle?) Curiol pretende decir que el último, acaso el único libro que leyeron sus alumnos fue Harry Potter. En ese supuesto no tendría más remedio que estar de acuerdo con ella: sería gravísimo que estudiantes de 22 tacos, sea lo que sea que estudien, no hayan vuelto a coger un libro en las manos desde Harry Potter.

Pero esta aparente paradoja merece un interés muy relativo cuando, del tuit que estamos comentando tú y yo, mi estimadísimo lector, parece desprenderse un reproche de que a los 22 años alguien pueda querer leer a Harry Potter. Como si hubiese un límite biológico superior a partir del cual debiésemos renunciar a leer ciertos libros o ciertos géneros, tema que ya tocamos, si bien más o menos por encima, al hablar del aggiornamento televisivo de las historias de dragones y tetas. ¿Por qué se debería avergonzar nadie de leer Harry Potter a los 22, a los 23, los 48, los 120 o cuando se le ponga en sus reverendísimos cojones?


Porque a ver, si a los doce años esta mujer espera que leamos a Dostoievsky, ¿a los veintidós qué pretende que nos llevemos a la fábrica de olores durante nuestro momento all-bran? ¿El arco iris de la gravedad de Thomas Pynchon? ¿Ser y tiempo, en alemán, por supuesto? ¿Las obras de Arquíloco, o sea lo poco que queda de ellas, o cualquier drama de Guan Hanqing siempre y cuando aún no haya sido traducido a una lengua occidental? ¿Las tablillas de arcilla originales de La epopeya de Gilgamesh?

(Sí, por supuesto que son preguntas propias de un gilipollas. A las gilipolleces no tiene sentido contestar con ocurrencias. Es devaluar el ingenio. La única réplica justa para una gilipollez es otra gilipollez aún más gorda que ponga en evidencia la primera. Se llama reductio ad absurdum, que no sabes lo que significa porque han quitado el latín y la filosofía del programa escolar. Y a Dostoievsky).
¿Qué más requisitos debe cumplir un veinteañero para que a Céline Curiol se le haga soportable compartir con él el aire que respira? ¿Hablar siete idiomas, al menos tres de ellos lenguas muertas? ¿Haber traducido al esperanto alguna obra especialmente larga o desafiante como Guerra y Paz o el Manuscrito Voynich? ¿Publicar regularmente artículos en el New Yorker o en Décapage? ¿Dar charlas TED sobre lo mucho que mola tener veinte tacos y cero amigos, no dormir nunca y masturbarte mientras aprendes la declinaciones de la lengua finesa? ¿Con qué nivel de inhumana exigencia intelectual y maníaco desprecio a las pulsiones de la juventud por parte de sus alumnos se contentaría esta buena señora?

«La literatura juvenil ha promovido la lectura, pero no el acceso a la gran literatura»

¿Ein?

«blablablá bla blablá la gran literatura».

Sara Sampaio bendita, ¿y eso qué coño es? ¿Qué es la «gran» literatura? ¿Dostoievsky? ¿Por qué? Si escribía folletines. Por eso, entre otros motivos, metía tanta paja en sus textos, porque había columnas y páginas de revista que rellenar. ¿Dumas? Otro folletinero. Ah, que usted habla más bien de Joyce, ¿verdad? Era un farsante y un escritor inepto; el Ulises es una mierda y el Finnegans wake un corte de mangas escrito en un lenguaje inventado.

La excusa perfecta para subir foto de nuestra madrina.

Todos tenemos una definición de qué es y qué no es literatura y qué la hace grande. Para algunos, las novelas clónicas de Murakami son literatura pero las canciones de Bob Dylan no lo son. Para unos, una cuasi analfabeta selección de tuits escrita por un indocumentado que probablemente no haya tenido un libro físico en la mano en toda su miserable vida es literatura y para otros eso no es ni la última mierda que cagó Pilatos. Para unos el perrete sexy es gracioso y para otros cuando te mira se está imaginando actos contra natura. Contra natura y contigo.

«Bonitas patas. ¿A qué hora abren?»

¿Qué es la gran literatura? ¿La que sobrevive a la prueba del tiempo porque habla de temas inmortales? En ese caso Homero, en el caso de que alguna vez haya existido, hacía gran literatura. Y Shakespeare. Y realmente pocos más. Porque ¿cómo sabemos que una obra literaria ha «sobrevivido a la prueba del tiempo»? ¿Porque la gente la lee o al menos la reconoce? ¿Quién recuerda a los autores que estaban de moda hace medio siglo? ¿Quién sigue leyendo a Irving Wallace, Frank G. Slaughter, Curzio Malaparte o Maxence Van der Meersch? ¿Quién de entre los alumnos de la señora/ita Curiol sabe siquiera que estos señores existieron? ¿Quién, fuera de cuatro académicos y tres freaks, lee ya a Hrotswitha de Gandersheim, João Guimarães Rosa, Omar Jayam o Juvenal? Si sales a la calle y preguntas a los peatones ¿cuántos de ellos crees que serán capaces de recitar títulos de Shakespeare más allá de Romeo y Julieta, probablemente la más sobrevalorada y peor entendida de todas las obras del bardo de Stratford upon Avon?

(¡Sí, «peor entendida»; que nos la siguen vendiendo como una historia de amor, copón!).

Tengo malas noticias para ti, mi muy querido lector, y también para usted, Mme. Curiol: por si todavía no se ha enterado, la cultura no sólo se transmite por escrito y, encima, los lectores, en todas las épocas y lugares, hemos sido siempre minoría.

Leer es leer. O te encanta o lo odias. Y siempre ha habido más gente proclive a odiar la lectura que personas enamoradas de ella.

Leer es como Demis Roussos. O detestas a ese gordo barbudo que salía al escenario con un caftán color LSD hasta los pies y hacía sus amariconados bailes de octogenario con artritis mientras cantaba «triki triki triki triki triki mon amour» o lo adoras, como lo adoramos nosotros en el Paratroopers. No hay término medio.

«Deutschland! Mein herz in flammen!»


La gente que lee somos pocos. Muy pocos. Cada vez menos.

Y la culpa es, no mayoritariamente, pero sí en un porcentaje no pequeño, de los gilipollas que pretenden poner a niños de doce años a leer a Dostoievsky en vez de a Los futbolísimos.

Pretensión que al más pintado le valdría al menos la sospecha de ser un poquito gilipollas.

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