viernes, 29 de abril de 2022

Todo lo que creías saber probablemente sea mentira (VI)

María Antonieta nunca dijo «si no tienen pan que coman pasteles» y tú eres un poco gilipollas por haberlo creído todo este tiempo. Pero lo has creído porque coincidía con tus asquerosos prejuicios clasistas y, de rebote, te ahorraba el esfuerzo de leer un par de libros de historia.

María Antonieta era un personaje extraordinariamente impopular en la Francia prerrevolucionaria. Sus súbditos, particularmente los republicanos, y en no menor medida sus propios cortesanos, no sólo no le perdonaban ser extranjera (¡aaaaaah, el endémico chauvinismo!) sino que casi desde el preciso día de la coronación de su esposo se dedicaron a socavar su posición, difundiendo libelos y rumores sin confirmar, cuando no directamente inventando mentiras repugnantes acerca de ella, y el «caso del collar», en el que no profundizamos por no extender innecesariamente la entrada, fue buena prueba de las ganas que los antimonárquicos le tenían a la reina: aunque la investigación parlamentaria concluyó que María Antonieta era inocente e incluso puso nombre y apellidos a los responsables del despilfarro (Jeanne de Valois-Saint-Rémy y su marido Nicolás, conde de La Motte, amigotes del siniestro conde de Cagliostro), la campaña de descrédito desplegada por sus enemigos hizo casi imposible dejar a la reina libre de sospecha y reforzó su reputación de frívola y derrochadora. Bonaparte, que dicho sea de paso tampoco era tan bajito como creías, llegó a decir que el episodio del collar de la reina fue uno de los detonantes de la Revolución.

María Antonieta acabó siendo tan odiada por su propio pueblo que se la consideraba directa responsable de la ruina del erario francés. «Madame Déficit», la llamaban. Y la reina consorte no es que tomase las decisiones correctas para conquistar a sus detractores. Completamente desubicada en la corte francesa y no sólo ignorante de las intrigas, camarillas y tejemanejes de Versalles, sino carente también del más elemental instinto político, María Antonieta se convirtió, acaso a su pesar (bien que le pesó cuando le afeitaron el bigote a la altura de la nuca) en quintacolumnista en París de la casa real austríaca, con quien mantenía relación a través de su vasta correspondencia con su madre y con el embajador austríaco en la capital gabacha. Mal aconsejada por ambos corresponsales y por su coro áulico de admiradores y parásitos, devaluó la autoridad de su marido nombrando y destituyendo ministros sin cálculo ni reflexión algunos y espantando a leales servidores del rey que no tenían ni dinero ni paciencia para igualar los gastos de pijita teutona a los que la reina consorte estaba acostumbrada, y que introdujo en la corte francesa.

Ni siquiera su relación con su esposo era buena. En la entrada de su diario correspondiente al día siguiente a su noche de bodas, Luis XVI escribió «rien». «Nada». O sea, que esa noche sus majestades no garcharon. Y esa situación se prolongó años. Muchas, muchas noches de «rien» porque el delfín de Francia sufría de fimosis, afección que convertía la penetración en una experiencia dolorosa, y se negaba tozudamente a operarse. Y María Antonieta, humillada, ofendida y más caliente que el pitorro de una tetera, decidió que si su marido estaba legitimado a no cumplir con el débito conyugal ella estaba legitimada a ser más puta que María Martillo, y así la reina empezó a salir
de Versalles por las noches, oculta tras un antifaz de satén, para, según sus detractores, joder como una gorrina en celo con todo lo que se le pusiese por delante. Cachonda que estaba, la mujer; y digo cachonda escala lo cachondos que nos poníamos nosotros viendo las doscientas arrobas de canalillo de Rosika Miklos (Julie T. Wallace) en 007: Alta tensión.


Y este entretenimiento nocturno de la reina dio aún más alas a sus detractores, que además de publicar una lista de sus posibles amantes (Carlos de Artois, futuro Carlos X de Francia y el conde sueco Hans Axel de Fersen entre otros), lista que incluía nombres femeninos (la condesa de Polignac o María Teresa de Saboya-Carignano, princesa de Lamballe, serían culpables de iniciar a la reina de Francia en los juegos sáficos), llegaron al extremo de afirmar que el delfín Luis José de Borbón ni siquiera sería hijo de Luis XVI.
Son planos consecutivos. En serio.
Pero volvamos ya a hablar de la dichosa frase, que te veo con ganas de hablar de la frase.

Para empezar a poner las cosas en contexto, ya te adelanto que entre los idiomas que dominaba Maria Antonia Josepha Johanna von Habsburg-Lothringen, archiduquesa de Austria y reina consorte de Francia y Navarra, no se encontraba el castellano. Sólo hablaba alemán y francés, y el gabachó lo hablaba bastante mal (era tan lerda que sus preceptores renunciaron a conseguir que lo aprendiese correctamente), así que nunca pudo decir literalmente «si no tienen pan que coman pasteles».

En francés, idioma que tendría mucho más sentido en boca de la reina consorte de Francia y esposa de Luis XVI (por más que hablase el idioma de su marido con el puto orto), la frase sería «Qu'ils mangent de la brioche», siendo el brioche (pronúnciese «briósch») un bollo enriquecido con mantequilla y huevo. Según la tradición, María Antonieta habría pronunciado esa frase en respuesta a las protestas de los campesinos franceses en el contexto de desabastecimiento y crisis económica que precedieron a la Revolución de 1789. Tan desafortunada cita aparece recogida por primera vez en las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau, de las que ya te advierto, querido lector, que deben leerse más como una novela que como una auténtica autobiografía. Inventado o no dicho episodio (y autores como Paul Johnson no dudan en calificarlo de ficción), Rousseau cuenta en un capítulo de su cuestionada biografía cómo en cierta ocasión, después de robar vino, descubrió que no tenía pan con que acompañarlo. «Enfin je me rappelai le pis-aller d'une grande princesse à qui l'on disait que les paysans n'avaient pas de pain, et qui répondit : Qu'ils mangent de la brioche. J'achetai de la brioche.» «Finalmente recordé el peor de los casos de una gran princesa a la que le dijeron que los campesinos no tenían pan, y que respondió: Que coman brioche. Compré brioche».

En ningún momento Rousseau identifica en sus memorias a la princesa que habría dicho tal cabronada (insistimos: en el caso de que tal escena llegase a producirse realmente y no sea una quimera del señor Juan-Santiago). Es más, entre las
toneladas de actas, cartas, revistas y diarios de la Revolución Francesa que conservamos, nadie ha sido capaz de encontrar documento alguno que dé pábulo a ese episodio o en el que dicha frase sea citada como argumento contra la monarquía o presentada como prueba de cargo de la indiferencia y crueldad de la aristocracia francesa. Por añadidura, teniendo en cuenta que las Confesiones de Rousseau fueron escritas de 1765 a 1769 (y publicadas en 1782), María Antonieta habría tenido como mucho quince años mientras Rousseau las redactaba; y a esa edad la futura reina de Francia residía aún en Austria. No llegó a territorio francés hasta su boda con Luis XVI en 1770, justo después de renunciar a sus derechos sobre el trono austríaco. Y no se convirtió en reina consorte hasta la coronación de su esposo en 1774, a la muerte, tras una penosa agonía, de Luis XV, enfermo de viruela. Muy difícilmente pudo ser la anónima princesa francesa a la que Rousseau atribuye la frase «Qu'ils mangent de la brioche» pronunciada en algún momento antes de 1769.

La condenada frase fue por primera vez atribuida a María Antonieta por el novelista y periodista Jean-Baptiste Alphonse Karr, que aparentemente detestaba a la reina consorte de Francia, en su revista satírica Les Guêpes tan tarde como en marzo de 1843. O sea cuando la esposa de Luis XVI ya levaba cincuenta años quietecita como pollo sin cabeza. Karr no cita fuente alguna, lo cual siempre es sospechoso. Lo cual suscita no pocas preguntas, porque no hay registro de ninguna escasez de pan significativa en el período en el que María Antonieta fue reina, con dos excepciones; uno: el período de abril a mayo de 1775 (semanas antes de la coronación de Luis XVI), carestía motivada por
las catastróficas cosechas de 1773 y 1774 y que dio lugar a la llamada «Guerra de las harinas» durante la cual, todo hay que decirlo, las cartas de María Antonieta a su familia durante dicha Guerra de las harinas muestran compasión y empatía por los sufrimientos del pueblo francés; y dos: el año 1788, ya a las puertas de la Revolución. Así que ¿a qué escasez de pan podría estar aludiendo la reina en esa frase que Rousseau le atribuye en 1769 como muy pronto?
Bueno, entonces ¿quién coño dijo la puñetera frase?, me preguntas, clavando en mi pupila tu pupila azul.

Pues, como ya te hemos explicado, querido lector, probablemente nadie. Pero, doctores tiene la Iglesia, diversos autores y fuentes atribuyen tan desafortunada declaración a diversas personas. Luis XVIII la convierte, en sus memorias, en una vieja leyenda de la familia real francesa protagonizada por María Teresa de Austria y Borbón, la infanta de España y Portugal, esposa de Luis XIV, que bajo ningún concepto pudo decirla después de 1683, año en que falleció. Casi tres décadas antes de que naciese Rousseau.

Y la incertidumbre no termina aquí. El mismo exabrupto, usado en calidad de comodín contra la aristocracia y la monarquía, tiene otros posibles autores. Adélaïde Charlotte Louise Éléonore, condesa consorte de Boigne, la pone en sus memorias en boca de Victoire Marie Louise Thérèse de France, «Madame Victoire», quinta hija de Luis XV y María Leszczyńska. Y en la versión de la condesa de Boigne la condenada frase ni siquiera aludiría a pan alguno ni expondría el desprecio de la familia real hacia las penurias del pueblo francés; muy al contrario. La cita de las memorias de Adèle d'Osmond es tal que así:

«Madame Victoire avait fort peu d'esprit et une extrême bonté. C'est elle qui disait, les larmes aux yeux, dans un temps de disette où on parlait des souffrances des malheureux manquant de pain: «Mais mon Dieu, s'ils pouvaient se résigner à manger de la croûte de pâté!»

Que te traduzco una vez más con mi habitual buena voluntad y palmario zurdismo en filología francesa:
«Madame Victoria tenía muy poco ingenio y extrema bondad. Fue ella quien dijo, con lágrimas en los ojos, en un momento de escasez mientras hablábamos de los sufrimientos de los desafortunados que carecían de pan: "¡Pero Dios mío, si pudieran resignarse a comer corteza de paté!»
Frase a la que tal vez no le encuentres puto sentido si no te explico que la «corteza de paté» alude al hojaldre en el que se acostumbraba a hornear y conservar el paté (contrariamente a nuestra práctica actual, el hojaldre antiguamente no se comía, sino que se empleaba como «molde» o «envoltorio desechable» en cocina y repostería). Esta versión de la frase no menciona pan alguno y, encima, retrata a la princesa como una mujer compasiva y tierna (y tal vez un poco ignorante, al desconocer, aparentemente, que el hojaldre se hace también con harina).

La misma frase sobre el pan y los bollos se la han intentando colocar igualmente a la princesa Sophie Philippine Élisabeth Justine, «Madame Sofía» o «Sofía de Francia», hermana menor de Madame Victoria y sexta hija de la pareja real. Y mejor no adentrarnos en las especulaciones de los autores de ficción, donde podemos citar por ejemplo a Alejandro Dumas, que en su obra Ange Pitou, publicada en 1853, le cuelga el sambenito a Yolande Martine Gabrielle de Polastron, duquesa de Polignac y presunta sirena del hirsuto potorro germánico de María Antonieta. Y no citaremos también al eterno Balzac porque no hemos encontrado en Intenet el contexto en el que la usó ni a quién se la atribuyó y no nos da la gana de buscar la cita en los 87 volúmenes de La divina comedia. Es más, la puñetera frase, o su antepasada directa, puede remontarse en el tiempo como mínimo al siglo IV, cuando Hui, segundo emperador de la dinastía Jin, informado de que su pueblo no tenía arroz para comer contestó, desolado, «¿Y por qué no comen carne?», demostrando con seis palabras que el pueblo chino estaba gobernado por un subnormal.

En definitiva, no sabemos si nadie dijo alguna vez la frase, si la dijo tal y como Rousseau la cita, y, si fue pronunciada, desconocemos a su autor real.

Pero en realidad eso no importa. Lo que importa de esta frase es que se ha convertido en un argumento con el que algunos jacobinos de todo pelaje y época han intentado justificar la revolución francesa y en cierto modo exculpar a los revolucionarios que decidieron juzgar, condenar y esmochar no sólo a Luis XVI, sino también a su esposa. Jacobinos, probablemente ha quedado más que demostrado en la presente entrada de la bitácora, que emplean una frase incorrectamente atribuida (es prácticamente imposible que María Antonieta la dijese) y que, por no saber, obligado es insistir sobre ello, ni siquiera sabemos si fue pronunciada jamás.

Y hasta aquí queríamos traerte, amado lector: al momento en que hemos dejado estipulado como una frase, un concepto, en manos de bisoños ágrafos, cortesanos malintencionados o apollardados gilipuertas puede perpetuar una mentira, cuando menos una imprecisión, justificar toda suerte de tontunas, como la renuncia voluntaria al siempre molesto acto de pensar por uno mismo.

Un día, hace ya bastante tiempo, un bisoño ágrafo, cortesano malintencionado o apollardado gilipuertas, o puede que las tres cosas, informado de que yo era culpable del feo vicio de escribir me preguntó si mis historias pasaban el test de Bechdel.

«¿Lo cualo, perdón?», le pregunté.

Y pasó a explicármelo, con una cierta sonrisilla condescendiente de la que creo que acabó arrepintiéndose, cuando finalizada su disertación le di una patada en los cojones. Por listillo. Si no quieres proclamarte con derecho a hacerme a mí lo mismo, no sigas leyendo.

El test de Bechdel es una herramienta metodológica para medir la representatividad femenina en una película y, por extensión, en cualquier obra artística. Sus orígenes se han rastreado hasta la tira cómica Bolleras de cuidado ("Dykes to Watch Out For"), de la dibujante Alison Bechdel, que atribuye al menos parte de la paternidad de la norma a su amiga Liz Wallace, inspirada a su vez por Una habitación propia, de Virginia Woolf, denuncia, ya en 1929, de que la presencia de los personajes femeninos en la mayoría de las obras de ficción sólo está justificada por su relación con un personaje masculino.
En sus orígenes, el test de Bechdel sólo se llamaba "The Rule", «La regla», «La norma» que da título a ese capítulo de Dykes to Watch Out For. Uno de los dos personajes femeninos que aparecen en la tira enumeraba tres requisitos para ir al cine a ver una determinada película:
En la película deben aparecer al menos dos mujeres.

En algún momento deben hablar entre ellas.

La conversación no debe versar sobre hombres.

Su compañera observa que es un código muy estricto y la primera admite la evidencia. «Sin coñas. La última película que fui capaz de ver fue Alien».

Y así, y como queda evidenciado ya desde el principio y en el documento fundacional del test, lo que empezó como una forma sencilla de destacar la escasa presencia de personajes protagónicos femeninos en el cine, o la poca relevancia de los papeles escritos para actrices, se ha convertido en una «prueba del nueve» para completos gilipollas que han sustituido con ella su propio criterio y reparten etiquetas de «feminista» o «inclusiva» en función de si dicha obra cumple o no con el test de Bechdel. Es otra vez el caso del sabio señalando a la luna y el empanado mirando el dedo. ¿Para qué analizar lo que funciona o no en una película o una novela si ahora tenemos tres sencillas reglas para descartarla sin más por machista o no-lo-suficientemente-inclusiva?

El personaje de la, suponemos (no nos importa pero lo suponemos) lesbiana del pelo corto, no ha vuelto a ir al cine desde 1979 porque desde entonces presuntamente no se ha vuelto a rodar una película en la que al menos dos mujeres hablen entre ellas sobre cualquier cosa que no sean hombres.

Suponiendo que eso fuese cierto, que ya lo dudo (ni me he visto todas las películas entre 1979 y 1985, momento en que se publicó The Rule, ni recuerdo cada escena de todas las que sí conozco), ¿cómo sabe esta mujer, sin haberlas visto, que ninguna de las películas que se han estrenado desde Alien cumple con las reglas del test? ¿Envía a sus amigos como pelotón de reconocimiento para certificar vicariamente si las películas que se van estrenando respetan sus inflexibles requisitos y ahorrarle el mal trago de descubrir por sí misma que no lo hacen? En ese caso, ¿por qué se fía de los informes de sus amigos? ¿Y si llevan seis años troleándola y tomándole el pelo?

Entre 1980 y 1985 se estrenaron El resplandor, El imperio contraataca, Gloria, Cowboy de ciudad, En busca del arca perdida, la desgarradora Yo, Cristina F, En busca del fuego, Excalibur, El submarino, Los héroes del tiempo, Poltergeist, Blade Runner, Oficial y caballero, Gandhi, E.T. El extraterrestre, Tootsie, Acorralado, Cristal oscuro, El precio del poder, El rey de la comedia, El sentido de la vida, Nostalgia, de Tarkovski, El retorno del jedi, La fuerza del cariño, Feliz navidad, Mr. Lawrence, Juegos de guerra, Silkwood, Elegidos para la gloria, Rebeldes, El día después, Un tipo genial, El ansia, Érase una vez en América, Terminator, Amadeus, Paris, Texas, La historia interminable, Indiana Jones y el templo maldito, Birdy, Sangre fácil, Los cafantasmas, Starman, En un lugar del corazón, Los gritos del silencio, Gremlins, Doble de cuerpo (mal titulada en España «Doble cuerpo»), Tras el corazón verde, El mejor y ya no voy a por las de 1985 que esta zambullida en las hemerotecas es agotadora.

El personaje de la morena de pelo corto de The Rule se habría perdido la mitad de una de las mejores décadas de la historia del cine, pero al menos su exquisita sensibilidad feminista no se habría visto violentada por películas que no cumplen sus tres normas (en el supuesto que no haya ni una que las respete en la lista que acabamos de darte). Como parece que le pasa últimamente a Sofía Coppola, ya que sacamos el tema. Y éste es el resultado de permitir que un código, sea el que sea, triunfe sobre el criterio propio, la inteligencia, la experiencia directa de la vida o el más elemental sentido común: que lleva a resultados contraproducentes y consecuencias absurdas. Por aplicar su Regla a rajatabla, el personaje que formula la primera iteración del test ha dejado literalmente de ir al cine.

Y, por si esas tres sencillas condiciones no fuesen de por sí lo bastante restrictivas, hay a quien le parecen pocas y añade otras nuevas, como que las dos mujeres que participen en la conversación deben tener nombre (y supongo que también apellidos y DNI), o que su tema de conversación no puede ser bajo ningún concepto de naturaleza sentimental o afectiva (al parecer, cuando no las están filmando, las mujeres nunca hablan de sus sentimientos). Bajo esas premisas, dos hermanas hablando de la relación con su madre no pasarían el test de Bechdel aunque la escena cumple ampliamente los requisitos originales de la prueba. Y cuando surgen los primeros zelotes dispuestos a aullar unilateralmente que la autora intelectual de la teoría es una cagapoquito y una reprimida mientras que él y nadie más que él entiende de qué va realmente esto, y empiezan a superarlos requisitos iniciales de la autora para que haya cada vez menos «casos ideales» que superen el examen, yo empiezo a oír una alarma que aúlla «¡Gilipollas aprouchin! ¡Gilipollas aprouchin!»

La mejor prueba de que el psicoanálisis tiene más de religión que de ciencia es no sólo que el psicoanalista nunca se equivoca (porque aplica las «técnicas de inmunización» descritas por Popper), ni que después de una docena de sesiones el paciente promedio ya se siente capaz de aplicar el método psicoanalítico a sus amigos, sino que bien pronto, prácticamente desde sus orígenes, se produjeron cismas ideológicos entre los discípulos de Freud que estaban seguros de haber entendido el psicoanálisis mejor que su creador. Adler proclamó que el ego era un aspecto independiente de la psique, el complejo de Edipo una expresión del afán de superación del niño, que compite con el padre no tanto por el interés sexual de la madre sino para igualar o superar su fuerza y autoridad y que el narcisismo de la libido freudiana no es una actitud innata ni instintiva, sino un vicio adquirido y patológico. Jung negaba el papel motriz primordial que Freud atribuye a la sexualidad, a la búsqueda del placer, y postulaba que la existencia humana está condicionada por las metas, los objetivos individuales de cada persona; Jung daba una importancia muy relativa al pasado del paciente, que Freud consideraba decisivo, y también postuló la existencia de un «inconsciente colectivo», paralelo al inconsciente individual, y compuesto por «arquetipos», experiencias emocionales comunes a toda la especie humana. Erich Fromm colaboró a engendrar ese monstruo de Frankenstein resultado de que el psicoanálisis deje preñado
a Karl Marx y postuló que la neurosis era consecuencia del capitalismo feroz, que ha convertido al hombre en un bien de consumo, en un capital a invertir eternamente insatisfecho debido a su sed insaciable de bienestar material. Erickson concedía mucha más importancia que Freud a los aspectos ambientales y culturales en el desarrollo de la personalidad y se alejaba del fundador del psicoanálisis en este aspecto, que todo lo fiaba a la biología, y no creía, a diferencia de su maestro, que la psique de una persona pudiese quedar atrapada en una fase temprana de su evolución, como la fumadora compulsiva o el bulímico traumatizados por haber pasado hambre durante su fase oral.

Que alguien haya establecido «listas negras» de obras «feministas» o «sexistas», que se admitan o rechacen películas y libros en certámenes y concursos en base a una herramienta tan burda, tan roma y primitiva como el test de Bechdel me espeluzna. Entre las muchas limitaciones del test, su formulación no especifica qué debe ser considerado «un personaje» (¿cuántos minutos en pantalla salvan la línea entre «personaje» y «figurante» o entre «figurante» y «atrezzo»?) ni los requisitos que distinguen «una conversación» no sexista (¿hablar de la menstruación, de matrimonio o embarazos es sexista?) o qué porcentaje máximo de mención a un hombre en una conversación que trate de otros muchos temas es admisible para pasar el test. Y, así, Gravity, de Alfonso Cuarón, que tiene sólo dos personajes y Sandra Bullock monopoliza el
90% del tiempo de pantalla, queda reducida por obra y gracia del test de Bechdel a propaganda sexista, mientras que Mad Max: fury Road sería casi un panfleto feminista. Tampoco la conversación entre Ripley y Newt en Aliens, de James Cameron, largometraje con protagonista femenina ab-so-lu-te, superaría el examen porque en un momento de esa escena el personaje de Sigourney Weaver tiene la osadía de preguntarle a Carrie Henn por sus padres, sensiblería empalagosa imperdonable en una auténtica feminista que delataría a la teniente Ripley como una hembra alienada por el heteropatriarcado según las iteraciones más extremas del test, que en estos ejemplos se revela como una herramienta insuficiente e imperfecta para medir la representatividad femenina en el cine.

Hazte esta pregunta: ¿cuántas conversaciones de la vida real entre mujeres superarían el test de Bechdel?

El test de Bechdel, que la propia Allison Bechdel calificó de «una bromita lesbiana en un periódico feminista alternativo» ("a little lesbian joke in an alternative feminist newspaper") se ha convertido de una forma extraordinariamente rápida en un recurso sencillo, rápido, equívoco, inútil, reduccionista y falso para asignar cuotas de feminismo a un producto cultural; en una plantilla creativa que algunos escritores cobardicas emplean como profiláctico contra las rabiosas hordas de aliades hiperventilados y hembristas sedientas de sangre; en un pollo de goma con el que se divierten los social justice warriors demasiado imbéciles y vagos para hacer un análisis ecuánime y reflexivo sobre una película, una novela o una serie de televisión. El test de Bechdel, que surgió como una idea interesante que debería haber abierto un debate sosegado, cerebral, inevitablemente complejo pero con un poco de suerte productivo, sobre la presencia femenina en la cultura, ha evolucionado hasta convertirse en un artefacto despreciable porque, como casi todos los catecismos postmodernos, le da a mucha gente extraordinariamente estúpida la excusa que necesitan para no tener que pensar.

Pero lo que más me cabrea y el motivo por el cual me inspira más desprecio este infame test de Bechdel es por lo jodidamente fácil que es «hackear el sistema» incluyendo en una película o una novela de rampante machismo una escena que respete escrupulosamente los requisitos del test aunque el 99% restante de la narración se cague en ellos. Haz la prueba colando un plano así en 50 sombras de Grey y, por obra y magia del test de Bechdel, voilà!, la conviertes en una historia feminista.
Porque las etiquetas de las botellas de lejía siguen llevando la advertencia «no ingerir» creo que deberíamos tener extraordinario cuidado de a quién y cómo le hablamos del test de Bechdel, no vaya a ser que estemos desperdiciando nuestro aliento con un oligofrénico que empleará dicho test como «prueba del algodón» del mayordomo de Tenn para descartar el 80% de nuestra herencia cultural. Por los mismos motivos, deberíamos arrancar de un mordisco la yugular a los que contribuyen a perpeturar el mito de que María Antonieta, a la que se le pueden hacer muchos reproches por otros muchos motivos, dijo alguna vez, ante el espectáculo del famélico pueblo francés, «si no tienen pan que coman pasteles».

Ya hay suficientes gilipollas en el mundo. No se lo pongamos tan fácil, por favor. 



viernes, 15 de abril de 2022

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos


Berta Vázquez, o sea a Birtukan Tibebe, vamos a La Rizos, Espasa le ha publicado un libro de poemas.

La damos nuestra enhorabuena por ello. Bueno, le damos la enhorabuena por su publicación y las gracias porque nos ha resuelto la presente entrada del Paratroopers.

Vamos a ello. Con un poco de envidia, hay que decirlo, que todo escritor atesora su mejor veneno para los éxitos de los otros escritores, y esto es una ley del universo tan innegable como el electromagnetismo.


Con la publicación de su poemario, Berta Vázquez ha conseguido, inconscientemente, que Espasa le prestase un gran servicio al público no iniciado en las sentinas mediáticas, poniendo de relieve los criterios de selección escogidos por las editoriales a la hora de actualizar sus catálogos. Criterios que tienen bien poco que ver con la calidad de las obras que se les ofrecen.

Que conste que en esta casa a Berta Vázquez se la respeta, por guapa, salada y por buena actriz. Y si decir que es guapa nos retrata a tus ojos como rabiosos machistas es mejor que dejes de leer inmediatamente, que además de no hacerte daño nos ahorrarás el perder nuestro tiempo con gilipollas como tú.

Pero todo nuestro cariño y respeto no puede empañar la evidencia de que a Berta Vázquez le han publicado su A veces soy la noche en base a las mismas razones por las cuales a Belén Esteban le publicaron «su» Ambiciones y reflexiones, al Rubius sus cómics y a Ana Rosa Quintana su reconocido plagio.

Y esas razones están completamente divorciadas de la calidad literaria o mérito artístico de las obras arriba citadas, y de otras muchas que han seguido paralelos y vergonzantes caminos hasta las librerías.

Un selfie de portada. ¿Por qué no nos sorprende?
Yo quiero una imagen viva
De un Jesús Hombre sufriendo,
Que ilumine a quien la mire
El corazón y el cerebro.
Que den ganas de bajarlo
De su cruz y del tormento,
Y quien contemple esa imagen
No quede mirando un muerto,
Ni que con ojos de artista
Solo contemple un objeto,
Ante el que exclame admirado
¡Qué torturado mas bello!
Publicar un libro ha sido, siempre y desde que existe una industria editorial o algo que se le parezca, una tirada de azar. No hay manera de saber qué se venderá, ni si lo que se va a vender dará pingües beneficios o se convertirá en una ruleta rusa con las seis recámaras cargadas y llevará al editor a la ruina, el escarnio y el jachondeo público. Y por eso doce editoriales diferentes rechazaron Harry Potter y cuarenta millones de subnormales compraron El código Da Vinci.

Pero esto es así y hay que ajoderse, aguantarse y arresinarse. Las reglas son las mismas para todos y si escoges jugar, tienes que asumir que puedes caerte con todo el equipo. Digamos que la posibilidad de acabar viviendo bajo un puente y comiendo rata putrefacta de albañal cancerígeno regurgitada por un perro sarnoso de Chernobil es parte del atractivo de ser editor.
Y eso da un estrés que no veas, pero hay entre pocas y ninguna herramienta que permita minimizar los riesgos.

Con la llegada de la sociología y los estudios de mercado, la cosa empezó a cambiar. Un poco. Ahora era posible elaborar métricas que permitían analizar los hábitos de consumo lector, descomponer los aparentes elementos de cada nuevo récord de ventas e incluso desglosar esos ingredientes de éxito en función de sus públicos objetivos. El libro infantil con aspiraciones de best-seller debía componerse de los ingredientes A, B y C (hace mucho que no leo libros infantiles, así que desconozco esos ingredientes; ¿gatitos parlantes? ¿Niños marisabidillos y padres mongólicos?). La novela de espada y brujería debía tener sus elfos arqueros (y a ser posible una elfa cimbreña y pechugona), sus enanos gruñones, su Señor Oscuro y sus dragones, y así nos dieron Eragón (lo siento, Cristopher Paolini; lo hemos intentando pero eres el primer ejemplo que nos vino a la cabeza, y es que eres un muy buen mal ejemplo). La novela mojabragas debía tener su doncella aplatanada y su doma y castración simbólica de su macho dominante heteropatriarcalmente tóxico y a ser posible millonario (¡ja!, como si a las mujeres les gustasen los machos domados), y así fue como cien millones de retrasados compraron 50 sombras de Grey.

Curiosamente, estos nuevos recursos, estas métricas modernas no han reducido el componente ruleta rusa del negocio editorial en una proporción significativa. Y eso lo saben los atolondrados que han tenido la osadía de escribir (y los ilusos que tuvieron la inconsciencia de publicar) sus clones de Los juegos del hambre, de El señor de los anillos o de 50 sombras; aunque de la baja calidad de los pocos que han caído en mis manos empiezo a pensar que estos mancos plagiarios ni siquiera conocen los referentes originales y se dedican a copiar a sus alumnos más tontos y peor dotados (¿Veronica Roth, Kirill Eskov y Meghan March, por ejemplo?). A fin y al cabo cien mil billones de moscas no pueden equivocarse y siempre habrá gente dispuesta a comer mierda, pero aún no existe una receta infalible para el éxito editorial. Publicar sigue siendo un tiro a ciegas, la fórmula de Coca-Cola está guardada a buen recaudo y, salvo Pepsi, nadie ha tenido éxito en replicarla.
A ver si adivinas el argumento.
Tu voz regó la duna de mi pecho
en la dulce cabina de madera.
Por el sur de mis pies fue primavera
y al norte de mi frente flor de helecho.
Pino de luz por el espacio estrecho
cantó sin alborada y sementera
y mi llanto prendió por vez primera
coronas de esperanza por el techo.
Dulce y lejana voz por mí vertida.
Dulce y lejana voz por mí gustada.
Lejana y dulce voz amortecida.
Lejana como oscura corza herida.
Dulce como un sollozo en la nevada.
¡Lejana y dulce en tuétano metida!
Así que los editores han llegado a un estado de frustración comprensible. Obligados a esnifar coca cortada con diarrea seca de gaviota, vender el segundo Bugatti Veyron de sus limpiabotas y uno de los dos castillos en la Provenza, follar con prostitutas mayores de edad y alquilar sus yates de cien metros de eslora a la producción de la próxima película de Bond, decidieron que ya era momento de coger el toro por las huevas y ahorrarse futuros disgustos.

Antiguamente, una editorial recibía un libro, se lo entregaba a su equipo de lectores, si lo tenía, que le daban un repaso, elaboraban un informe (a menos que no hubiesen pasado de la primera página, cosa que sucedía, y aún sucede, más a menudo de lo que crees, oh lector) y, si recomendaban su publicación, lo pasaban a un escalafón superior (a veces el editor mismo) para que diese su visto bueno.

Con este sistema, en ocasiones se les colaba mierda impublicable (y a veces ese excremento impreso daba la campanada y vendía una cantidad bochornosamente elevada de ejemplares), a menudo hacían llegar a las librerías libros decentes, o incluso muy buenos, de los que no se enteraba ni el Tato y que no vendían ni para pagar un sello, y la mayor parte del tiempo iban capeando el temporal y pagando facturas mes a mes.

Pero todo editor quiere decaer, como todo escritor, por otra parte, y más aún desde el momento en que los pequeños sellos han prácticamente desaparecido y todas las editoriales pertenecen a gigantescos conglomerados mediáticos cotizados en bolsa y obligados a presentar cuentas de resultados y rendir explicaciones a sus consejos de administración y accionistas mayoritarios.

Así que déjame decirte cómo funciona ahora el negocio:

Antes el editor trabajaba contigo y con tu libro. Le buscaba acomodo en su catálogo o te decía, con mayor o menor dulzura, que no tenía sitio en él. En caso de que estuviese dispuesto a jugársela, el editor te diseñaba una estrategia de lanzamiento y una campaña de publicidad.

Hoy todo eso te lo tienes que traer tú de casa.

Que sí.
Cuántas veces, Don Quijote,
por esa misma llanura
en horas de desaliento
así te miro pasar…
y cuántas veces te grito:

Hazme un sitio en tu montura
y llévame a tu lugar;
hazme un sitio en tu montura
caballero derrotado,

hazme un sitio en tu montura
que yo también voy cargado
de amargura
y no puedo batallar.
Lo primero que hará tu editor cuando le ofrezcas un libro, si tu nombre no le suena, es buscar tus redes sociales y contar tus seguidores. A continuación sacará la calculadora: «Si a este tío/tía/tíe/bípedo no binario de género fluido con tatuajes patibularios, una sien y una ceja afeitadas y pelos de gato en el jersey le siguen 25 000 sietemesinos, con que sólo uno de cada tres le compre el libro eso son ocho mil ejemplares colocados... Sí, aquí hay negocio. De ésta no nos jubilamos en Bali pero tampoco nos vamos a tener que comer toda la tirada».

Hace muchos años que la calidad literaria, la amenidad de la historia, el interés coyuntural del tema o el carisma de los personajes dejaron de tener importancia a la hora de decidir el calendario de lanzamientos de una editorial. En lo que respecta a los «argumentos de venta» (traduciendo: los incentivos para publicar un libro y no otro) hace ya décadas que la carga de la prueba recae del lado del autor. ¿Es famoso? ¿Tal vez se la ha chupado a algún torero? ¿Es finalista o semifinalista de La isla de los putos y las furcias vicevérsicas? ¿Ha protagonizado algún escándalo del cual se haya hecho eco la prensa generalista? ¿Ya ha vendido los derechos para la película, que, curiosamente, se estrena este mismo año?

Ahora se ha unido a estos argumentos de venta el factor Facebook. ¿Cuántos seguidores tiene el escritor? ¿Cuánta gente está suscrita a su canal de Twitch? ¿Cuántos retuits generan sus posts? ¿Cuántos miles de indocumentados ansiosos por comprar cualquier producto que lleve su nombre puede traernos?

Al editor del apocalipsis Millennial no le lleves libros. Él prefiere que le lleves directamente los lectores.

Y no he podido evitar este pensamiento desde que
a) me enteré de que a Berta Vázquez, a quien en esta bitácora se la sigue respetando, le habían publicado un libro y b) le eché un vistazo a sus primeros poemas.
The line it is drawn
The curse it is cast
The slow one now
Will later be fast
As the present now
Will later be past
The order is rapidly fadin'
And the first one now
Will later be last
For the times they are a-changin'

La poesía es, de todos los géneros literarios, el más personal y acaso el más disputado. Todo el mundo tiene una idea propia y a menudo insobornable de lo que es y no es poesía. Para algunas personas, este soneto de Quevedo sería poesía y para otros no:
Puto es el hombre que de putas fía,
y puto el que sus gustos apetece;
puto es el estipendio que se ofrece
en pago de su puta compañía.

Puto es el gusto, y puta la alegría
que el rato putaril nos encarece;
y yo diré que es puto a quien parece
que no sois puta vos, señora mía.

Mas llámenme a mí puto enamorado,
si al cabo para puta no os dejare;
y como puto muera yo quemado

si de otras tales putas me pagare,
porque las putas graves son costosas,
y las putillas viles, afrentosas.
Para otros, aquellos versos de Pemán son una maravilla:
Por eso, Dios y Señor,
porque por amor me hieres,
porque con inmenso amor
pruebas con mayor dolor
a las almas que más quieres;
porque sufrir es curar
las llagas del corazón;
porque sé que me has de dar
consuelo y resignación
a medida del pesar;
por tu bondad y tu amor,
porque lo mandas y quieres,
porque es tuyo mi dolor...,
¡bendita sea, Señor,
la mano con que me hieres!
y para otros un rosario analmente doloroso de ripios infumables y Pemán un payaso pretencioso y un mediocre arruinacuartillas (Y en este caso entran en juego otras consideraciones como por ejemplo que, digamos, Pemán fuese un señor eeeh uuh muy pero que muy de derechas).
Los seminarios de Literatura cuando se habla de Pemán.

Y como todo el mundo parece saber cuanto necesita acerca de la lírica, es realmente difícil poner de acuerdo a dos personas sobre este tema. Así que somos muy conscientes de estar a punto de dar una opinión subjetiva, cuestionable y, quizá, falsa.

Berta Vázquez ha publicado un poemario de unas setenta composiciones en las cuales no hemos sido capaces de encontrar un sólo poema.

Y es que desde nuestro punto de vista hay una serie de características imprescindibles que una composición literaria debe tener para poder ser considerada poesía. Y desde nuestro humilde y probablemente desinformado criterio (no se trata aquí de escribir un tratado de lírica o estética, objetivo para el cual nos confesamos particularmente mal dotados), si una obra literaria no cumple con al menos uno de esos requisitos, no puede pretender ser poesía.

La métrica es aquel componente poético con el cual estamos dispuestos a ser más flexibles, porque aunque nos gusta un soneto más que a Mel Gibson enseñar el culo, caer esclavo de la métrica (y presumir de vocabulario) puede convertir tu poema en una suela de zapato casi imposible de roer:
Mientras Corinto, en lágrimas deshecho,
La sangre de su pecho vierte en vano,
Vende Lice a un decrépito indïano
Por cient escudos la mitad del lecho.

¿Quién, pues, se maravilla deste hecho,
Sabiendo que halla ya paso más llano,
La bolsa abierta, el rico pelicano,
Que el pelícano pobre, abierto el pecho?

Interés, ojos de oro como gato,
Y gato de doblones, no Amor ciego,
Que leña y plumas gasta, cient arpones

Le flechó de la aljaba de un talego.
¿Qué Tremecén no desmantela un trato,
Arrimándole al trato cient cañones?

Que si por métrica es, preferimos obras menos oscuras y ambiciosas, pero al menos legibles:
All that is gold does not glitter,
Not all those who wander are lost;
The old that is strong does not wither,
Deep roots are note reached by the frost.

From the ashes a fire shall be woken,
A light from the shadows shall spring;
Renewed shall be the blade that was broken,
The crownless again shall be king.
They're coming.

La rima es otro de los ingredientes de la poesía que más fácilmente se reconocen. Pero no todo lo que rima es poesía, aunque lo parezca porque tiene ritmo, otro de los atributos de la poesía:
Desde la mañana hasta el atardecer
me paso el día corriendo hasta más no poder.
Ho Chi Minh eres un hijoputa.
La tienes con ladillas y diminuta.
Aunque si para ser poesía quieres ritmo, toma dos tazas, negro:

Tumba los cocos, negro; tumba los cocos.
Túmbalos, túmbalos, túmbalos, negro.
Tumba los cocos, tumba los cocos.
Verdes por fuera, blancos por dentro.
Dulce es la pulpa del coco de agua.
Dulce es el agua del coco, negro.

Tumba los cocos, negro; tumba los cocos.
Túmbalos, túmbalos, túmbalos negro.
Danza en el aire, con los pies prontos
al salto sobre los cocoteros.
Danza en la vasta y azul hoguera
del medio día Caribe, negro.

Pero, puesto que no todo lo que rima y tiene ritmo es poesía, cabe concluir que la rima y el ritmo no son imprescindibles para hacer versos, lo cual lamentablemente ha convertido el verso libre en el refugio de los poetas vagos, de los escritores ineptos que creen que desentenderse de la métrica, el ritmo y la rima los va a convertir en el nuevo Whitman:

Oh me! Oh life! of the questions of these recurring,
Of the endless trains of the faithless, of cities fill’d with the foolish,
Of myself forever reproaching myself, (for who more foolish than I, and who more faithless?)
Of eyes that vainly crave the light, of the objects mean, of the struggle ever renew’d,
Of the poor results of all, of the plodding and sordid crowds I see around me,
Of the empty and useless years of the rest, with the rest me intertwined,
The question, O me! so sad, recurring—What good amid these, O me, O life?

                                       Answer.
That you are here—that life exists and identity,
That the powerful play goes on, and you may contribute a verse.

O en el nuevo Pavese:
Verrà la morte e avrà i tuoi occhi
questa morte che ci accompagna
dal mattino alla sera, insonne,
sorda, come un vecchio rimorso
o un vizio assurdo. I tuoi occhi
saranno una vana parola,
un grido taciuto, un silenzio.
Così li vedi ogni mattina
quando su te sola ti pieghi
nello specchio. O cara speranza,
quel giorno sapremo anche noi
che sei la vita e sei il nulla.
Y todos los iletrados incapaces de rimar un mal serventesio que se lanzan a vomitar vocabulario obvian los atributos que hacen de Whitman y Pavese, al menos en los ejemplos arriba citados, grandes bestias de las letras: las imágenes poderosas, los símbolos universales, la voz que habla a las experiencias comunes de la humanidad. Y el ritmo, al menos en los dos ejemplos arriba presentados.

Así que si no puedes darme métrica, ritmo ni rima, querido poeta de la generación Instagram que está a punto de no poder darme poesía, ofréceme al menos arquetipos, concédeme un pedacito de "common ground" donde podamos encontrarnos ambos y comunicarnos a través de tu poesía.

Y ya me revienta lamentar que Berta Vázquez haya fracasado en conseguir un pleno al quince en su poemario. O al menos un pleno al uno.

Me he leído los cuatro primeros poemas de A veces soy la noche y me han parecido oscuros, fríos, rutinarios. Tan personales que son indescrifrables. Tan sobrecargados de palabrería vana que son desorientadores. Tan huérfanos de imágenes poderosas y viudos de métrica, ritmo y rima que parecen accidentales y vagos. Y no me han quedado ganas de seguir leyendo.

Lo que Berta Vázquez ha hecho en A veces soy la noche se parece casi tanto a lo que en Paratroopers entendemos por poesía como una pared de gotelé mal pintada. Lo más piadoso que puedo decir de sus versos es que son protopoesía. A veces soy la noche es un libro preliterario al que harían falta muchas, muchas reescrituras, horas de elaboración para darle una forma mínimamente lírica.

Pero se ha publicado igual, por supuesto. Por supuesto y por las mismas razones por las cuales ya ha publicado libro David Thegrefg Cánovas. Que son las mismas por las cuales hay libro (libros, de hecho) de Fornite, de TikTok, de Tao Lin y de otras plagas de nuestro tiempo. Señal clara de la llegada del Apocalipsis.

O no.

O yo qué sé.

La verdad es que cada vez como que me importa menos toda esta mierda. Los gilipollas ya han ganado la guerra. Por incomparecencia de las personas sensatas. Toca disfrutar de la paz que nos hemos ganado a pulso.
Stiller Freund der vielen Fernen, fühle,
wie dein Atem noch den Raum vermehrt.
Im Gebälk der finstern Glockenstühle
laß dich läuten. Das, was an dir zehrt,

wird ein Starkes über dieser Nahrung.
Geh in der Verwandlung aus und ein.
Was ist deine leidendste Erfahrung?
Ist dir Trinken bitter, werde Wein.

Sei in dieser Nacht ans Übermaß
Zauberkraft am Kreuzweg deiner Sinne,
ihrer seltsamen Begegnung Sinn.

Und wenn dich das Irdische vergaß,
zu der stillen Erde sag: Ich rinne.
Zu dem raschen Wasser sprich: Ich bin.
(En la redacción de esta entrada del Paratroopers no ha sido maltratado ninguno de los poemas de Berta Vázquez. Básicamente porque no ha escrito ninguno, que sepamos).

viernes, 1 de abril de 2022

La merienda de Dostoievsky

"Der muoz vor allen künegen, daz wizzest wærlîche, sîn."

«Ciertamente, debes saberlo, él va por delante de todos los reyes».

Nibelungenlied. 14ª Âventiure, estrofa 818


Me encanta el olor a clasismo por las mañanas. Huele a... miseria. Decadencia. Gafapastería.

Mira que yo lo intento y lo intento, muy a pesar de saber desde hace años que es una batalla perdida, pero el número de gilipollas a mi alrededor no deja de aumentar.

Gilipollas los hay de muchos tipos y no es cuestión de desarrollar aquí su taxonomía. Gilipollas son los que te cortan la trayectoria en medio de las rotondas, como si nunca hubiesen aprendido en la autoescuela eso de las vías con prioridad. Gilipollas son los que van por la calle con reguetón a todo trapo en sus teléfonos móviles. Los que hablan en el cine cuando ya ha empezado la proyección. Los que se cuelan en la cola del supermercado. Los que tiran la bolsa vacía de Doritos a la acera, a centímetros de una papelera. Los que entran en tu negocio diez minutos antes de la hora de cierre, se pasan media hora tocándote los nakasones y se largan sin comprar nada. Un tipo especialmente lanzallameable de gilipollas es aquel que en las partidas del Call of Duty dispara al aire tras de ti mientras intentas flanquear a un enemigo (y al hacerlo delata su posición y la tuya, precipitando la muerte de ambos), también los que bloquean las puertas y ventanas con sus cuerpos, o te cortan la línea de fuego, no vaya a ser que por accidente mates a uno del otro equipo, o se interponen cuando lanzas una granada que rebota en su espalda y os esmocha a la par.

«Bravo Six, going dark».

Pero si quieres mi informada opinión, amado lector, de unos añitos a esta parte creo que los gilipollas más peligrosos son los gilipollas con estudios. Son al menos tan peligrosos como los abogados con tiempo libre. Un abogado con tiempo libre se meterá en política, para desgracia de la nación. Un gilipollas con estudios no tardará ni cinco minutos en intentar hacer que te sientas intelectualmente inferior a él, para resarcirse por todos esos años que se ha pasado preparando exámenes cuando lo que en realidad quería hacer era fumar costo y echar polvos.

No conozco a Céline Curiol, no he leído nada suyo y por consiguiente no puedo afirmar con un mínimo de autoridad si es o no una gilipollas, pero al menos una de sus declaraciones en una entrevista para Babelia que, ya lo siento, mi muy respetado e inteligentísimo lector, está detrás de un muro de pago (otro prejuicio clasista: «si no puedes permitirte pagar por la cultura, no mereces tener acceso a la cultura»), es la apoteosis de la gilipollez.

Sin renunciar a la posibilidad de que la entrevista se haya realizado en francés en el original y se nos esté escapando algún significado oculto, alguna sutileza de la lengua de Proudhon, Gainsbourg y Pierrot Grulle, las palabras de esta buena señora rezuman el desprecio altoburgués, la soberbia pedante y el pus clasista de una estudiante de la Sorbona, un promotor inmobiliario o el propietario de un Audi.

Y sí, soy consciente de los peligros de comentar un tuit, y no acudir a la fuente, defendida de mis mugrientas uñas plebeyas por un muro de pago, pero estoy dispuesto a correr el riesgo si, a cambio, resuelvo la entrada del Paratroopers de la semana. ¡Si total todo esto es de coña, la muerte espera al volver la esquina y en cuanto Putin se canse del ridículo que está haciendo en Ucrania nos hiroshimiza a todos!

¿Qué ha hecho esta señora que me ha escandalizado tanto? Como te digo, su presunta gilipollez está protegida de tus indignos ojos de proletario submileurista tras un muro de pago, así que te remito a este tuit que recoge su odiosa astracanada.

Y aunque en ese entrecomillado hay petróleo del que sacar hasta una tesis doctoral, como ni tú ni yo somos titulados por la Sorbona ni nos leímos a Dostoievsky a los doce años, y además aún no nos hemos visto todo el porno de Internet ni apiolado todavía al primer miniboss del Elden Ring, no vamos a prepararnos esa tesis doctoral, sino limitarnos a subrayar las dos o tres tontunas que justificarían, por sí solas, un magna cum laude al gilipollismo plus.

Vayamos por partes, que decía Jack el Destripador.

«A los doce años ya se puede leer a Dostoievsky»

Pues claro que a los doce años ya se puede leer a Dostoievsky.

Y a Herman Hesse.

Y a Nietzsche.

Y a Tagore.

Y a Sasha Grey.

¿Qué pasa? También es escritora. Mala, pero escritora.

Pero ¿qué crío de doce años se sienta a meterse en vena las balumbas filosóficas y las disecciones de mentes torturadas del autor de Crimen y castigo, El idiota o Los hermanos Karamazov, rebosante además esta última de misticismo y farfolla teológica? Qué crío de doce que no aspire a convertirse en un puto sociópata o no quiera acabar tomando Tofranil, digo.

Y, digo más, ¿qué pedazo de cabrón le exige a un crío de doce años que lea a Dostoievsky, salvo que ese hijo de mil padres bisiestos pretenda que el pobre crío acabe aborreciendo la lectura y no vuelva a coger un libro en su puta vida?


Hay momentos y momentos para leer a unos y otros autores, unos y otros géneros literarios e incluso unas y otras obras del mismo autor. Por la misma razón por la que Teo deja de estimularnos a los cinco o seis años, a los doce las historias de Manolito Gafotas o El pequeño Nicolás empiezan a parecernos demasiado infantiles y a los veinticinco las elfas de carnes prietas y las bárbaras putarracas en bikini de cota de malla nos dan vergüenza ajena. De la misma manera que No es país para viejos y La carretera me apasionaron pero Meridiano de sangre me pareció un soberano coñazo prácticamente ilegible al que dudo mucho que me vuelva a acercar.

Hay libros, autores, determinados libros de determinados autores e incluso géneros enteros que no están a nuestro alcance hasta ciertas edades. No es la madurez lo que nos los hace accesibles, sino la experiencia. Anteriores lecturas y, sobre todo, la veteranía existencial nos proporcionan los arcanos para descifrar ciertas obras que, de haber abordado su lectura con un equipaje más ligero, nos habrían repelido.

El señor de los anillos, El bastón rúnico, Las crónicas de Elric de Melniboné y Las crónicas de Belgarath, que leí entre los catorce y los veinte años, me llevaron primero al Silmarillion (tostón del que apenas se puede decir que cumpla con el mínimo estándar para ser publicable) y luego al Beowulf y al Cantar de los nibelungos, que me leí en ediciones bilingües entre los veinte y los treinta años y disfruté como un cerdo. Y tengo pendientes de lectura la Chanson de Roland y La morte d'Arthur.

Jamás habría podido con El silmarillion si no me hubiese leído primero El señor de los anillos y El hobbit. Esos tres libros me hicieron sentir aún mayor curiosidad por el hombre que los había escrito, y por los referentes de sus obras, y por las constantes temáticas de la literatura medieval germánica y anglosajona a las que acudió a buscar inspiración. Y de ahí a asomarme a obras más densas, más exigentes, no hubo más que un paso.
Los niños de 12 años, mejor que se lean esto.

Estoy convencido de que el 90% de las personas que dicen «no me gusta leer» lo que en realidad están diciendo es «no me gustan los libros que he leído (o que me han obligado a leer)». Y ya lo expresé así, perdón por la inmodesta autocita, en una entrada del Paratroopers de 2017:

«Me parece que a nadie se le pasó por la cabeza que obligar a críos de doce, trece, catorce años, a leerse El libro del buen amor, El cantar de Mío Cid o las Coplas a las muerte de su padre, que por no parecer no parecen ni escritos en castellano, era el camino más corto entre la indiferencia lectora y el odio vesánico a los libros».


De hecho, ésta es una de mis obsesiones y un tema recurrente que hemos cubierto ya en la bitácora varias veces, así como también hemos hablado del sopor suicida, complejo de imbécil y ansias de automutilación que me produjo la indigesta lectura de Las inquietudes de Shanti Andía un libro tan bueno, tan excelso, tan literario, una obra de las letras españolas tan exquisita, un pilar fundamental de la cultura moderna tan importante que es el único, el único libro que me he planteado muy, pero que muy seriamente, quemar en una pira.

(No, ni siquiera con las Sombras de Grey lo pasé tan mal).

De nuevo, sin pudor alguno, cortipego mis propias palabras:

«[El Ulises y otras obras cumbre de la literatura occidental] Parecen haber sido escritas para ponernos la zancadilla párrafo tras párrafo, meternos un dedo en el ojo capítulo tras capítulo. Un dedo que previamente alguien había metido en el ano de un cadáver.

»Hay vacas sagradas del canon occidental que parecen haber sido concebidas para que nadie pueda leerlas, perpetuando el prejuicio de la cultura como privilegio clasista reservado a una élite».
La mera sugerencia de que un crío de doce años debería sentirse interesado en la obra de Dostoievsky, autor que se le atraganta incluso a muchos adultos; la sospecha de un resquemor oculto en las palabras de Céline Curiol, resentimiento originado porque a los críos de doce años no se les obligue a leer a Dostoievsky y el divorcio no sólo con la realidad sino también con el más elemental sentido común que delata no es que que me cabree. Es que me pone los pelos de punta.

(Sí, los cuatro que conservo en la cabeza también).

Pero que
Céline Curiol se queje, como parece hacerlo, de que sus alumnos hayan leído a Harry Potter, ya me parece el puto acabose.

Engolados gilipollas de mar y de tierra, sólo lo diré una vez:

Alejad vuestras mefíticas manos de Harry Potter.

Si a los doce años me hubiesen obligado a leer a Dostoievsky JAMÁS habrían logrado hacerme leer ninguna otra cosa. Ni siquiera a Harry Potter.

El que no lee, nada, nunca leerá a Dostoievsky. Pero estigmatizar a alguien por leer, aunque sólo haya leído el primer volumen de Harry Potter, expresa unos niveles de engreimiento y desprecio, una intolerancia narcisista («eres inferior a mí porque lees libros indignos de mi intelecto») que haría falta todo el diccionario para describir.

«A los doce años ya se puede leer a Dostoievsky». Por decir cosas como ésta nos robaban la merienda en el recreo, chicos.

Y nos lo merecíamos.

Los lectores de Harry Potter están un libro más cerca de leer a Dostoievsky.

Probablemente Céline Curiol no haya leído a J.K. Rowling (yo tampoco, por cierto). Probablemente no la leerá nunca. Probablemente J.K. Rowling se lo agradezca. Es decir, si quiere poder seguir enorgulleciéndose de sus lectores. Probablemente le estemos concediendo demasiado espacio a una francesa a la que obviamente le robaron muchas veces la merienda en el recreo.

«¿Y qué demonios leías tú a los doce años, si puede saberse?»

¡Hombre, tú otra vez! Creí que te había vuelto a perder de vista. Recuérdame que ponga más curare. ¿Qué leía yo con doce años? Pues casi todo lo que me caia en las manos. O al menos lo intentaba. Leía a Verne, pero no todo Verne (hay obras de Verne, muy particularmente las que parecen guías de viajes, que aún hoy me aburren, me cansan y me repatean). Leía a Salgari, un poco a Dumas (me estoy poniendo al día con él, treinta y pico años más tarde), leía mucha ciencia-ficción de la Edad de Oro (Asimov, Arthur C. Clarke, Ray Bradbury, Poul Anderson, Robert Silverberg...), leía las aventuras de Sherlock Holmes de Conan Doyle, leía los libros de Stephen King que se iba acabando mi madre y algunas de sus novelas románticas (infumables la mayoría de ellas), leí Tom Sawyer y Tarzán y sobre todo leí tebeos. A carretadas. Mortadelo y Filemón, Asterix, Zipi y Zape, Tintín, Superlópez, Mafalda... y cómic americano, qué duda cabe, Supermán, Batman, La Patrulla-X... Ésas fueron, a grandes rasgos, las lecturas que me hicieron escritor.

En aquellos años lo intenté también por primera vez con La ilíada y no pude con ella. El libro era demasiado espeso, estaba escrito con un lenguaje arcaico y además parecía que nunca pasaba nada en él. Pero es un buen libro de juventud, si eres capaz de acabártelo. ¿Conoces acaso, lector guapo y bien follado, una obra clásica que nos aconseje mejor contra la insensatez de la juventud? La ilíada previene a los jóvenes sobre las destructivas consecuencias de las pasiones. ¡Joder, si empieza por los versos "μῆνιν ἄειδε θεὰ Πηληϊάδεω Ἀχιλῆος οὐλομένην, ἣ μυρί' Ἀχαιοῖς ἄλγε' ἔθηκεν"!; o sea «Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles, cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos». Épica aparte, La ilíada expone la indefensión de los hombres ante las fuerzas del destino y el trágico resultado de sucumbir al orgullo o la arrogancia: por encoñarse de la esposa de otro, Paris provoca la destrucción del reino de su padre y la muerte o esclavitud de toda su familia. Por una bronca con Agamenón, Aquiles acaba llorando sobre el cadáver de Patrocolo, y por preferir la gloria y la fama a una vida tranquila en Tesalia, muere joven frente a los muros de Troya, la de las desaforadas torres.

Volví a intentarlo con La ilíada unos años más tarde y me acabé de una tacada este tratado épico acerca de los peligros de la hibris (ὕβρις) y la emprendí a continuación con La odisea, que también me gustó. Y eso que no puede haber un libro que esté más justificado dejar para la madurez, cuando puedas comprender al fin en toda su extensión la nostalgia de ese Ulises agotado, envejecido y arruinado, superviviente de una guerra de la que hizo todo lo posible por escaquearse y en la que vio morir a todos sus amigos, ese Odiseo que ya sólo desea regresar a Ítaca y dedicar los años que le queden de vida a hacer las paces con sus recuerdos.

No sólo hay libros que se entienden mejor a ciertas edades, sino que hay libros, los mejores, sólo los mejores, de los que se pueden hacer diferentes lecturas en diferentes momentos de tu vida. Porque envejecen contigo. Porque tratan temas universales a cuyas claves sólo tendrás acceso cuando hayas acumulado la experiencia necesaria para descifrarlas.

El hobbit es un excelente libro para leer con doce o trece años. Incluso con menos. Aunque todos sus protagonistas son adultos, el tono de cuento de hadas lo hace especialmente potable para un preadolescente, que casi con toda seguridad se identificará con Bilbo, ese aventurero inusitado, arrancado de la tranquilidad y la rutina de su día a día y llevado a un mundo que desconoce y donde ha de afrontar peligros que, a priori, le superan.

Si vuelves a leer El hobbit unos añitos después te pasará algo raro. Empezarás a identificarte algo menos con Bilbo y un poco más con los enanos de Thorin, vagabundos en un mundo que los rechaza, atormentados por el recuerdo del hogar perdido (la infancia, la inocencia y su ficción de seguridad) y al que no pueden regresar, aunque no renuncien a volver a él.

Con tiempo suficiente acabarás sintiendo que el verdadero protagonista de El hobbit es Gandalf, el anciano sabio y sensato atormentado por la sospecha de estar rodeado de gilipollas que no escuchan sus buenos consejos, que pretenden hacer leer Dostoievsky a críos de doce años y a los que tiene que sacar de la mierda cada cinco puñeteros minutos. O Elrond, básicamente por las mismas razones y por el paladar agridulce de saber que tus días sobre la tierra están contados, que eres el último representante de un tiempo que ya nadie recuerda.

(Si es Gollum el personaje con el que te identificas ya te aviso que tienes un problema y que no se te ocurra acercarte a mí).

El Hobbit envejece contigo, te ofrece nuevas lecturas, nuevas interpretaciones a medida que vas sumando años.

Si algún padre me pidiese que le recomendara un libro para su vástago de doce años, sin duda alguna diría «El hobbit».

Lo cual despertaría las iras de la señora, o señorita, Céline Curiol,  que por lo visto es partidaria de que a un crío de doce años se le exija leer las desventuras de la pobre huerfanita Netochka Nezvanova. Y supongo que también habrá que obligarle a ver películas de Abbas Kiarostami y escuchar discos de Aznavour o de Jacques Brel; espera, no, que eso es para bebés, mejor discos de canto gutural tuvano.

(Que ya te adelanto que a mí el canto gutural tuvano es que hasta me pone burro, pero es que yo soy muy raro. ¡Me emociono con las canciones de Heilung! Bueno, me emociono y me dan ganas de ir a Uppsala y sacrificarle a Odín nueve prisioneros de guerra. ¿Será por María Franz, que es de esas pelirrojas capaces de hacer zozobrar nuestra devoción por las morenas?)

Que sí, coño. Con cuernos y todo.

«Mis alumnos no leen. Cuando pregunto cuál es su libro favorito, dicen que 'Harry Potter". Y tienen 22 años»

Hay dos cosas que no entiendo en ese entrecomillado.

«Mis alumnos no leen [...] su libro favorito [es] Harry Potter».

¿«Mis alumnos no leen [...] su libro favorito [es] Harry Potter»?

O los alumnos de Céline Curiol no leen o han leído, como mínimo, a Harry Potter. O miente ella o mienten ellos, pero no puedes no leer y haberte leído a Harry Potter al mismo tiempo. A menos que Céline Curiol opine que leer a Harry Potter no es leer, lo cual la convertiría en doble rea de desdén letrado. O el entrevistador la ha cagado al pasar a limpio las palabras de la escritora, o algo se ha perdido en la hipotética traducción. Porque es que si «no lees» no puedes tener «libro favorito», y si te gusta «Harry Potter» es que alguna vez has leído. De nuevo me veo con los problemas creados por El País, que para poder acceder a la entrevista completa me exigen primero pasar por caja. Y no pagar unos céntimos por leer la entrevista, sino pagarme una suscripción completa que no quiero y no necesito. ¿Se me está escapando algo del texto original? Es posible. Quizá madame (¿mademoiselle?) Curiol pretende decir que el último, acaso el único libro que leyeron sus alumnos fue Harry Potter. En ese supuesto no tendría más remedio que estar de acuerdo con ella: sería gravísimo que estudiantes de 22 tacos, sea lo que sea que estudien, no hayan vuelto a coger un libro en las manos desde Harry Potter.

Pero esta aparente paradoja merece un interés muy relativo cuando, del tuit que estamos comentando tú y yo, mi estimadísimo lector, parece desprenderse un reproche de que a los 22 años alguien pueda querer leer a Harry Potter. Como si hubiese un límite biológico superior a partir del cual debiésemos renunciar a leer ciertos libros o ciertos géneros, tema que ya tocamos, si bien más o menos por encima, al hablar del aggiornamento televisivo de las historias de dragones y tetas. ¿Por qué se debería avergonzar nadie de leer Harry Potter a los 22, a los 23, los 48, los 120 o cuando se le ponga en sus reverendísimos cojones?


Porque a ver, si a los doce años esta mujer espera que leamos a Dostoievsky, ¿a los veintidós qué pretende que nos llevemos a la fábrica de olores durante nuestro momento all-bran? ¿El arco iris de la gravedad de Thomas Pynchon? ¿Ser y tiempo, en alemán, por supuesto? ¿Las obras de Arquíloco, o sea lo poco que queda de ellas, o cualquier drama de Guan Hanqing siempre y cuando aún no haya sido traducido a una lengua occidental? ¿Las tablillas de arcilla originales de La epopeya de Gilgamesh?

(Sí, por supuesto que son preguntas propias de un gilipollas. A las gilipolleces no tiene sentido contestar con ocurrencias. Es devaluar el ingenio. La única réplica justa para una gilipollez es otra gilipollez aún más gorda que ponga en evidencia la primera. Se llama reductio ad absurdum, que no sabes lo que significa porque han quitado el latín y la filosofía del programa escolar. Y a Dostoievsky).
¿Qué más requisitos debe cumplir un veinteañero para que a Céline Curiol se le haga soportable compartir con él el aire que respira? ¿Hablar siete idiomas, al menos tres de ellos lenguas muertas? ¿Haber traducido al esperanto alguna obra especialmente larga o desafiante como Guerra y Paz o el Manuscrito Voynich? ¿Publicar regularmente artículos en el New Yorker o en Décapage? ¿Dar charlas TED sobre lo mucho que mola tener veinte tacos y cero amigos, no dormir nunca y masturbarte mientras aprendes la declinaciones de la lengua finesa? ¿Con qué nivel de inhumana exigencia intelectual y maníaco desprecio a las pulsiones de la juventud por parte de sus alumnos se contentaría esta buena señora?

«La literatura juvenil ha promovido la lectura, pero no el acceso a la gran literatura»

¿Ein?

«blablablá bla blablá la gran literatura».

Sara Sampaio bendita, ¿y eso qué coño es? ¿Qué es la «gran» literatura? ¿Dostoievsky? ¿Por qué? Si escribía folletines. Por eso, entre otros motivos, metía tanta paja en sus textos, porque había columnas y páginas de revista que rellenar. ¿Dumas? Otro folletinero. Ah, que usted habla más bien de Joyce, ¿verdad? Era un farsante y un escritor inepto; el Ulises es una mierda y el Finnegans wake un corte de mangas escrito en un lenguaje inventado.

La excusa perfecta para subir foto de nuestra madrina.

Todos tenemos una definición de qué es y qué no es literatura y qué la hace grande. Para algunos, las novelas clónicas de Murakami son literatura pero las canciones de Bob Dylan no lo son. Para unos, una cuasi analfabeta selección de tuits escrita por un indocumentado que probablemente no haya tenido un libro físico en la mano en toda su miserable vida es literatura y para otros eso no es ni la última mierda que cagó Pilatos. Para unos el perrete sexy es gracioso y para otros cuando te mira se está imaginando actos contra natura. Contra natura y contigo.

«Bonitas patas. ¿A qué hora abren?»

¿Qué es la gran literatura? ¿La que sobrevive a la prueba del tiempo porque habla de temas inmortales? En ese caso Homero, en el caso de que alguna vez haya existido, hacía gran literatura. Y Shakespeare. Y realmente pocos más. Porque ¿cómo sabemos que una obra literaria ha «sobrevivido a la prueba del tiempo»? ¿Porque la gente la lee o al menos la reconoce? ¿Quién recuerda a los autores que estaban de moda hace medio siglo? ¿Quién sigue leyendo a Irving Wallace, Frank G. Slaughter, Curzio Malaparte o Maxence Van der Meersch? ¿Quién de entre los alumnos de la señora/ita Curiol sabe siquiera que estos señores existieron? ¿Quién, fuera de cuatro académicos y tres freaks, lee ya a Hrotswitha de Gandersheim, João Guimarães Rosa, Omar Jayam o Juvenal? Si sales a la calle y preguntas a los peatones ¿cuántos de ellos crees que serán capaces de recitar títulos de Shakespeare más allá de Romeo y Julieta, probablemente la más sobrevalorada y peor entendida de todas las obras del bardo de Stratford upon Avon?

(¡Sí, «peor entendida»; que nos la siguen vendiendo como una historia de amor, copón!).

Tengo malas noticias para ti, mi muy querido lector, y también para usted, Mme. Curiol: por si todavía no se ha enterado, la cultura no sólo se transmite por escrito y, encima, los lectores, en todas las épocas y lugares, hemos sido siempre minoría.

Leer es leer. O te encanta o lo odias. Y siempre ha habido más gente proclive a odiar la lectura que personas enamoradas de ella.

Leer es como Demis Roussos. O detestas a ese gordo barbudo que salía al escenario con un caftán color LSD hasta los pies y hacía sus amariconados bailes de octogenario con artritis mientras cantaba «triki triki triki triki triki mon amour» o lo adoras, como lo adoramos nosotros en el Paratroopers. No hay término medio.

«Deutschland! Mein herz in flammen!»


La gente que lee somos pocos. Muy pocos. Cada vez menos.

Y la culpa es, no mayoritariamente, pero sí en un porcentaje no pequeño, de los gilipollas que pretenden poner a niños de doce años a leer a Dostoievsky en vez de a Los futbolísimos.

Pretensión que al más pintado le valdría al menos la sospecha de ser un poquito gilipollas.