domingo, 8 de octubre de 2017

Fundido a negro

David Bull, a pesar de su nombre de campeón de UFC, es un señor más bien tirillas que se ha pasado toda la puta vida intentando desentrañar la técnica del ukiyo-e, o sea los tradicionales grabados en madera japoneses. A fin de lograrlo, se instaló en Japón y consiguió que alguno de los pocos artesanos de este arte que aún fuman negro le enseñase, siquiera a regañadientes, el proceso.

David Bull tiene su propio canal de Youtube donde habla de sus experiencias, muestra trabajos finalizados o en proceso, se queja de que, con la edad, está perdiendo vista y pulso, y nos cuenta, a grandes rasgos, las batallitas del abuelo. Del abuelo grabador.
No, no fundó una secta: es un artesano.
Pero, en lo que se refiere a esta bitácora, lo más enjundioso del canal de Youtube del tío David está en este vídeo, donde rinde tributo a un grabador japonés y amigo suyo, Ito Susumu, ya fallecido, cuyo arte era un ejemplo de lo que David aspiraba a lograr algún día: grabados delicados, de un detallismo minucioso, fíneas líneas como trazadas a lápiz, exquisitas tramas, delicadas como nubes de humo.
(Sobra decir que, si no dominas el pitinglish, ni intentes ver el vídeo, porque no vas a entender un pijo.) 
En un par de momentos del vídeo (no voy a poner el minutaje para que te lo tengas que ver entero, pero qué ¡buajajajajajá! cabrón soy), David Bull cuenta cómo heredó algunas de las viejas herramientas de su amigo, a la muerte de éste; herramientas con las que Ito-san realizaba sus preciosistas grabados, buena muestra de su talento y habilidad, que David Bull no se sentía capaz de igualar. Pura y simplemente, las gubias y buriles que empleaba el maestro Susumu eran extraordinariamente frágiles, demasiado delicados para David y su técnica, dependiente de la fuerza bruta. De haber intentado emplear cuchillas como aquellas en alguno de sus grabados, David habría partido como obleas las hojas.

David esperaba con impaciencia el día en que su dominio de la técnica del ukiyo-e le permitiese emplear herramientas tan sensibles.

Pero los años pasaban y David no se veía más cerca de lograr la maestría necesaria.

Un día, David cogió una de sus propias cuchillas, la afiló hasta dejarla tan fina como las que empleaba su amigo Ito, y comenzó a trabajar con ella. Literalmente tuvo que olvidar casi todo lo que sabía sobre el grabado en madera y empezar de cero. Servirse de aquella frágil herramienta hizo del trabajo de David Bull un reto cotidiano. «Stunningly difficult», dice el propio David en un momento del vídeo.
Di que parece fácil. ¡Dilo, si tienes huevos!
El resultado fue, en palabras de David, el mejor grabado que ha hecho jamás, el más bello y detallado de toda su carrera, y quizá el mejor de toda su vida, porque ya tiene 65 tacos de calendario y, como dijimos más arriba, está perdiendo tacto, vista y destreza manual.

Quédate con esta moraleja, amado lector: David no consiguió su mejor trabajo hasta que se impuso el reto de trabajar con las mismas herramientas que su amigo y maestro Ito Susumu. No alcanzó un dominio técnico acaso comparable al suyo sino hasta que empleó cuchillas finas y frágiles como las que Susumu empleaba. Al menos en este caso, no era el creador el que se reconocía por la calidad de las herramientas, sino las propias herramientas las que imponían al artesano un determinado método de trabajo. Los exquisitos detalles, las finísimas líneas del espesor de un cabello que Ito Susumu era capaz de trazar en sus bloques de madera, no se habrían podido conseguir con las gubias groseras que David Bull empleaba.

David nunca habría llegado a dominar esa técnica si no se hubiese armado de los útiles análogos a los de su maestro, porque nunca habría tenido necesidad de hacerlo.

David creía, erróneamente, que si trabajaba disciplinadamente, y durante el tiempo suficiente, con sus torpes y sólidas cuchillas, antes o después acabaría descifrando los secretos de Ito-san.

David se equivocaba.
Peinando a un samurai en 2D.
Los anglosajones tienen un concepto, «comfort zone», que a mí me chirría muchísimo, porque me suena a lugar donde uno practica el onanismo obsesivo. En cualquiera caso, David no hizo su grabado más delicado, y con mayor detalle, sino hasta que salió de su «zona de confort» y se impuso el hándicap de trabajar con una herramienta que no perdonaba errores, que no recompensaba el recurso a la pura fuerza bruta, que sólo podía manejarse con derroches de delicadeza.
(No, no voy a hablar de «la zona de confort», que, como ya he dicho, es un concepto que, pura y simplemente, me revienta.)
Podría ser un buen momento para hablar de que no alcanzarás la cima de tu arte sin las herramientas apropiadas, y, en un escritor, eso pasa por tener un buen dominio del idioma, conocer los más elementales recursos narrativos, mantener un repositorio de vocabulario bien provisto y, parece una obviedad pero juro por Stevenson que no lo es, leer, leer mucho, leer a diferentes autores, de diferentes estilos, géneros y épocas; leer, sí, a los clásicos, pero también a los autores contemporáneos, leer a Heródoto y a Santiago Posteguillo, leer el Beowulf y también Crepúsculo, y si parece que me contradigo a mí mismo (a saber cuánto veneno he regurgitado a cuenta del churro de la Meyer), no lo hago, porque no sólo hay que leer buenos libros. También, de vez en cuando, hay que leer mierda. Como cuando te saltas la dieta comiéndote un helado o tomas un sorbito de champán en Nochevieja. Leer mierda de vez en cuando es higiénico. Te ayuda a apreciar mejor la calidad, supone un cierto alivio culpable a toda esa «literatura elevada», tan clasista y plúmbea, y te enseña cómo no hay que hacer las cosas.

Pero no, hablar de lo chungo que es escribir si no cuentas con las herramientas apropiadas (que son básicamente sensibilidad, energía y cerebro, y por extraño que parezca el talento no es un requisito indispensable) tampoco es eso lo que pretendo en la presente entrada del paratrupero.

Lo que pretendo es introducir una reflexión: «¿Hasta qué punto las herramientas empleadas pueden disimular la torpeza?», o mejor, «¿Nos han estado engañando toda nuestra puta vida Steven Spielberg y Ridley Scott

Hay quien dice que el CGI, o sea las imágenes generadas por ordenador, ha matado al cine. Como toda generalización, probablemente no sea cierta, pero intuyo la protesta que hay detrás, y no puedo dejar de suscribirla. Los cines se han llenado de películas vacías, donde no es que el director, en caso de haberlo o ser digno de tal título, haya renunciado literalmente contratar a un guionista, es que la confusión de efectos visuales en pantalla es de tal envergadura que, por expresarlo en román paladino, no tenemos ni puta idea de qué cojones estamos viendo. 
Ejemplo paradigmático de esto es Transformers, ese soberano cagarro que, más allá de enseñarnos el ombligo de Megan Fox (y lo apurada que llevaba la cera brasileña), no tiene provecho ninguno. ¿O pretendes hacerme creer que, cuando autobots y decepticons empezaban a furtirse los unos a los otros tú eras el único capaz de distinguir quién iba ganando?
(Eh, para ya con las acusaciones de machismo. ¿Es feminismo que la Fox explote, o consienta que exploten, su sexo pero es machismo que yo lo señale?)
Reconsiderando al mismo tiempo la clonación humana y el lesbianismo.
Dejemos una cosa clarinete: el cine nació como espectáculo y a priori no hay nada indigno en que respete sus raíces como mero entretenimiento para ociosos. Lo de convertir el cine en arte fue ocurrencia de un par de iluminados y siempre ha sido una práctica reservada a una élite.

El problema, a mi modo de ver, es que en aquellos gloriosos años del cine mudo teníamos a gente inventando de la nada un nuevo lenguaje, con el único apoyo de las artes tradicionales (la literatura, la pintura, la música), de las cuales adaptaron o copiaron la narrativa, la luz, los encuadres, el ritmo...
El orzuelo más famoso de la historia.
Luego llegaron el sonoro y el cine en color y nació una nueva generación de directores que habían aprendido a hacer películas viendo las de los precursores, reciclados o no, y con desigual éxito, en el cine sonoro: Lubitsch, von Stroheim, B DeMille, Preminger..., que era como aprender a follar con master-classes de Rocco Siffredi o Jenna Haze...
Ñam. ñam y ñam.
Y así llegamos al presente, donde los directores de cine se dividen entre los que sólo ven vídeos musicales y los que no ven cine en absoluto.
(Hace como quince años fui a ver Ciudadano Kane y El crepúsculo de los dioses en un ciclo de cine clásico. En El crepúsculo, obra maestra del Séptimo Arte, éramos tres espectadores, dos de ellos estudiantes de Historia del Cine. En Ciudadano Kane, que se disputa con El padrino el título de Mejor Película de la Historia, estaba yo solo.)
La inmensa mayoría de los directores de cine actuales no es que intenten hacer sus películas sin las herramientas apropiadas, es que sacan partido de la parafernalia técnica a su disposición para encubrir sus incontables carencias como cineastas. Resulta particularmente desolador cuando tomamos por separado a algunos de los directores de nuestra infancia, autores de largometrajes que se han ganado un bien merecido galardón de clásicos atemporales, y comparamos su producción en aquellos años heroicos, casi de artesanía low-cost, y los comparamos con las mierdas pinchadas en palos que filman ahora.
Ridley Viejuno. O Viejuno Scott. Como prefieras.
Ridley Scott es, ni más ni menos, el responsable de Alien Blade Runner, dos clásicos del cine, a secas, y dos clásicos absolutos del cine de Ciencia-ficción. Scott es también el responsable de Black Rain, Black Hawk derribado, American Gangster...

Pero Ridley Scott también ha perpetrado Prometeus, y su vomitiva secuela, o no, Alien: Convenant.

Steven Spielberg fue durante años el niño bonito de Hollywood y uno de los pocos directores capaces de reconcilar una técnica cinematográfica irreprochable con el sentido del espectáculo y el recurso a la sensiblería, más o menos infamante, que llenaba las salas de cine. Steven Spielberg es el responsable de Tiburón, Encuentros en la tercera fase, E.T., Indiana Jones y el Arca Perdida, Indiana Jones y el templo maldito e Indiana Jones y la última cruzada.
«¿Qué hay hoy en el menú?»
Pero Steven Spielberg es también el responsable de Salvar al soldado Ryan, esa maravillosa película bélica de la cual sólo se salvan los primeros y los últimos veinte minutos; de Minority Report, esa gran película de Ciencia-Ficción, con crítica política y social incluida, escoñada en su tercer acto; de La guerra de los mundos, un remake tan innecesario como rutinario, y, que, Dios le perdone, sobre los hombros de Steven también recae toda la responsabilidad de una cuarta película de Indiana Jones que, si hubiese justicia en el universo, debería ser destruída hasta la última copia, física o digital.

Entonces ¿por qué tengo la sensación de que la última buena película de Ridley Scott fue The Martian (2015) y la última de Steven Spielberg fue Munich (2005)?

¿Es que se han olvidado los dos de cómo hacer cine?

¿O es que los desafíos técnicos que en su momento no pudieron afrontar estaban enmascarando en forma de destellos de genio sus carencias como creadores?

The Martian es quizá la menos Ridley Scott de todas las películas de Ridley Scott, pero al menos es una película divertida, entretenida, que da la impresión de que todo el mundo se lo pasó del carallo rodándola y no te deja con la sensación de que Ridley te la está metiendo doblada. Doblada y con herpes.

Quisiera poder decir lo mismo de Alien: Covenant. Como presunta precuela de Alien (insisto: un puto clásico), o no (Scott no para de contradecirse al respecto), esperarías una cierta continuidad narrativa, de estilo, ¡qué coño estilo! ¡De calidad!

Pero no.
Mucho bla-bla para no decir nada.
He visto Alien: Covenant y me ha gustado, pero no vi la mano de Ridley Scott por ninguna parte. Si me dijesen que la película la ha dirigido Ergasto Pichapiedra, te diría que vale, que el tal Ergasto promete y que a ver cuándo se hace con su propia voz narrativa y aprende a crear atmósferas, que para pelis de sustos no hace falta gastarse el pastizal que costó Alien: Covenant ni profanar el legado de una de las mejores películas de todos los tiempos.

Pero no. Vas a los créditos finales y ahí está, con todas sus letras: «dirigida por Ridley Scott

No te lo pierdas: el mismo que dirigió Alien dirigió, treinta y ocho años más tarde, Alien: Covenant.

A propósito.

No como si se le hubiese caído un moco al rascarse la nariz, o algo. Ridley Scott dirigió Alien: Covenant adrede.

Y lo peor de todo es esa sensación ominosa de que Prometeus y Alien: Covenant son las pelis de Alien que a Ridley Scott le habría gustado poder hacer hace treinta años, cuando los ordenadores iban a pedales y la tecnología no le permitía ciertas alegrías.

En la primera Alien casi no había CGI. Por eso evitaban, en la medida de lo posible, enseñar al monstruo; para que no se notase que era una marioneta, o un disfraz de látex con un negro muy delgadito dentro.
El resultado fue una peli angustiosa, aterradora, acojonante, donde detrás de cada esquina puede acechar la bestia, donde la más leve sombra se convierte en una amenaza ominosa. Desde que el cabrón extraterrestre le revienta el pecho a John Hurt (te echamos de menos, Johnny. ¿Qué tal allá arriba?), te pasas el resto de la peli cagando el kilo. No sabes por dónde va a aparecer el bicho. No sabes dónde se esconde. No lo vas a ver llegar, al muy cerdo. Podría estar en cualquier parte.

Ese terror a lo oculto, a lo inesperado, a lo desconocido, a lo imparable; activa miedos atávicos que forman parte de nuestro inconsciente colectivo desde que éramos más simios que hombres y nos encogíamos, temblando, al oír el trueno o el rugido de la pantera. Por eso es tan efectivo. Por eso Alien da tanto miedo, y aquí tienes el perfecto ejemplo de la necesidad hecha virtud: en 1979 Ridley Scott no podía crear un monstruo hecho por ordenador que interactuase de forma creíble con los actores reales (cualquier teléfono móvil de hoy en día tiene más potencia gráfica que el mejor ordenador de entonces), así que ocultó al bicho, le hizo moverse en las sombras, fuera de plano, detrás de las cámaras.

Y todos nos cagamos de miedo. Algunos de nosotros, varias veces.
A plena luz no acojona... a menos que seas un blanco de Alabama.
A Spielberg le pasó tres cuartos de lo mismo con su Tiburón. Se habían gastado un cojón y parte del otro en un tiburón animatrónico que abría y cerraba las mandíbulas, aleteaba, movía la cola, guiñaba el ojo, se tiraba pedos y resolvía sudokus... pero el muy hijo de puta no soportaba los planos cerrados (se veía demasiado que era de goma) y, encima, el desgraciado estaba la mitad del tiempo estropeado y la mitad de la otra mitad estropeándose.

Así que Steve ocultó al monstruo. La mayor parte de las veces sólo vemos una aleta en la distancia, o ni siquiera eso y sólo se nos muestra la acción a través de la perspectiva de la bestia. Como el tiburón robótico no daba resultado, y los ordenadores de la época servían para poco más que jugar al Boulder dash, Spielberg hizo de la necesidad virtud y aplicó la técnica Alien: no enseñes al bicho. Deja que la imaginación del espectador trabaje para ti.
Créelo o no: con esto nos pasábamos horas. ¡HO-RAS!
¿Qué hizo Scott en Alien: Covenant? Ya tenía ordenadores de te cagas por las bragas, así que ¡hala!, ¡bichos a tutiplé! Bichos grandes, pequeños, cabrones, más cabrones, negros, blancos, rosas, bichos chupando cámara, bichos atravesando el plano, bichos, bichos, bichos, bichos, bichos...

¿Y la peli?

¿Qué peli?

El CGI es una herramienta tramposa porque encubre, con un derroche de pirotecnia visual, las carencias de una película mal rodada, mal dirigida, mal concebida. No es posible hilar fino cuando tienes sesenta millones de dólares para gastarte en efectos generados por ordenador pero ningun proyecto sólido que los respalde. La diferencia entre Matrix y Matrix Reloaded/Revolutions, ejemplo al que recurro con frecuencia, es que en la primera película los hermanos (ahora hermanas) Wachowsky hicieron lo que pudieron, lo que en Warner Brothers les dejaron; y en las dos siguientes hicieron lo que les salió de los cojones (ahora ovarios, aunque de palo). En el primer caso tenían una historia, en el segundo, sólo tenían pasta.

Y ése es el problema de muchos directores de cine, de muchos guionistas y escritores: les encantaría ser una de las glamurosas pijas protagonistas de Sexo en Nueva York, pero como no tienen talento, ni belleza, ni pasta (sobre todo pasta), apenas llegan a Pajote en Caravanchel.
H.R. Giger: el artista con los huevos más grandes de la industria.
¿Por qué eso tiene que ser una desventaja? Alien y Tiburón (hoy lo sabemos) probablemente no serían las maravillosas películas que son si sus respectivos directores hubiesen tenido crédito ilimitado y acceso a los efectos digitales disponibles hoy en día. Mira la cuarta película de Indiana Jones. La ecuación es la misma de las tres primeras: mismo director, George Lucas otra vez encargándose de la historia, mismo actor protagonista; pero el resultado es una MIERDA APOTEÓSICA. Y de Prometeus o Alien: Covenant ya hemos hablado bastante.

En serio: a la luz de sus últimos trabajos no puedo dejar de preguntarme si Ridley Scott realmente ha tenido talento alguna vez o sólo es un cabrón con suerte (y un innegable instinto para la estética fotográfica, pero eso no es talento)  que nos ha estado engañando toda su puta vida.

Si trabajas con herramientas groseras, burdas, como el amigo David Bull, nunca aprenderás las sutilezas, nunca desarrollarás tu sentido del tacto (artístico) porque nunca tendrás la necesidad de hacerlo. Si tienes a tu disposición gubias de mala bestia, sobre las que puedes apoyar todo el peso de tu cuerpo sin temor a que se rompan, nunca llegarás a trazar líneas finas como cabellos.
La teniente Ripley poniéndonos becerros.
Si no eres capaz de ambientar de forma creíble tu historia en un submarino de la Guerra de Corea (porque nunca en tu miserable existencia has estado en un submarino, ni en una guerra, ni siquiera en el mar, y eres demasiado vago o demasiado torpe para encontrar la documentación), quizá no deberías ambientar tu historia en un submarino de la Guerra de Corea. Ambiéntalo en algo que conozcas mejor, como tu propio barrio o uno muy parecido. Y no, no es costumbrismo cateto. Una historia pequeña, en un ambiente familiar, no tiene por qué ser provincialismo, a menos que eso sea lo que quieres. Pocas historiasson más provincianas que las de El pequeño mundo de Don Camilo, de Giovanni Guareschi, y sus cuentos tratan temas universales (el amor, la amistad, la lealtad, la culpa, el arrepentimiento, el perdón). Así que no te asustes: afila bien tus gubias y cuchillas, deja de lamentar que no tienes un céntimo para pagarte el billete y la estancia en Nueva York, en alguna de cuyas cosmopolitas calles esperas encontrar la inspiración para tu Robert King, detective fistfucker, y empieza a escribir.
Deshaced ese verso.
Quitadle los caireles de la rima,
el metro, la cadencia
y hasta la idea misma...
Aventad las palabras...
y si después queda algo todavía,
eso
será la poesía.

Porque si no, si insistes en ofuscar con pirotecnia mojada tus torpes párrafos, a tus hipotéticos lectores puede pasarles lo que a mí cuando ví algo así como los tres minutos de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal.

Mi reacción ante ese perrillo de las praderas sin anti-aliasing: «¡Ah, una peli Pixar! ¡Qué bien!»

Entonces apareció el título.

Apagué la tele.

Fui a por unos calzoncillos limpios.

Fundido a negro.

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